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CUENTOS CIENCIA-FICCIóN
CUENTO UNA TIENDA EN LA AVENIDA (por R E Bourgeois)
A Carlos le interesaban mucho las antigüedades. Había pasado el día buscando en las librerías de segunda mano un ejemplar particularmente interesante del Anábasis visto por un amigo días antes. No pudo encontrarlo y deambulaba con los pies cansados cuando se detuvo ante el escaparate donde se exhibía la pantalla translúcida.

Carlos no sabía lo que era, pero se destacaba entre los demás objetos como un diamante sobre terciopelo negro.
Empujó la puerta de cristales haciendo sonar una campanilla y entró en una pieza más pequeña de lo que parecía vista desde la acera. Se encontró contemplando una colección de espadas francesas del siglo dieciocho junto a una variedad de cofrecillos de marfil tallado.
Un vejete salió del fondo y se le acercó. La levita que usaba podía haber sido contemporánea de las espadas, y él mismo estaba tan gastado como la prenda, pero sus ojos color de humo permanecían jóvenes.
- ¿En qué puedo servirlo? - inquirió con voz cascada mientras hacía un ademán que denunciaba educación a la antigua usanza.
Carlos inquirió cortésmente por el objeto de su curiosidad . Lo señaló.
- ¡Ah! - exclamó el viejo - la pantalla translúcida. ¿Es usted un conocedor?
Una extraña fuerza impelía a Carlos hacia la posesión de aquel objeto. Asintió y el viejo, con un gesto de satisfacción le rozó la manga de la chaqueta con dos dedos, como dándole la bienvenida a una cofradía.
- Pase a la trastienda señor ...?
- Carlos Santoni.
- Señor Santoni ... Mi nombre es Bernardo Sapperstein. Por favor, pase a la trastienda. Se la traeré.
Carlos pasó a una habitación mayor y menos iluminada donde había una mesa y dos sillas en medio de un increíble desorden de objetos disímiles. El viejo regresó y puso la pantalla traslúcida sobre la mesa, frente a Carlos. Estaba enmarcada en un recuadro de bronce labrado.
- Algunos la llaman materializador de deseos, pero yo prefiero su nombre más común; pantalla translúcida - dijo el viejo dejando que Carlos la contemplara - en un momento estará un mate.
Carlos asintió absorto. Estaba recordando lo poco que había oído sobre aquellos artefactos.
- Esa es una de las pocas que quedan. Durante el gobierno de los militares se perdieron muchas - dijo el viejo mientras le ponía el mate delante.
Carlos supo que el viejo estaba deseando vendérsela. Advirtió entonces los signos corrosivos de la pobreza en aquella covacha y en su añejo inquilino. Sapperstein necesitaba vender la pantalla para comer, pero no quería dársela a un cualquiera.
- En otra época yo me envanecía de ser el estudioso más documentado en la materia - dijo pensativamente después de sorber un poco de mate.
- Yo no lo utilizaré para nada vil - aventuró tímidamente Carlos - no deseaba denunciar su ignorancia. El viejo la había llamado "materializador de deseos" y no parecía un loco ni un embaucador. ¿Sería posible ... ? Tuvo un fulgurante y doloroso recuerdo retrospectivo que lo dejó sin aliento.
La expresión de la cara de Carlos no pasó inadvertida. El viejo lo envolvió en una cálida mirada.
- Quiero comprarla - dijo lentamente Carlos sin apartar la vista de la oscura turbulencia en el interior del marco dorado.
- Haremos lo siguiente - dijo el viejo - Usted hará una prueba. Y yo estaré aquí. Esperándolo.
Se quedaron callados cosa de un minuto. Carlos miraba la pantalla. "¿Será posible?" El viejo miraba a Carlos; sopesándolo.
- Si tanto lo desea, hágalo.
Carlos trató de decirle algo pero Sapperstein lo interrumpió.
- Debo decirle que soy un sensitivo. Si descubro maldad en su mente cuando regrese, lo mataré.
Sacó un revólver del bolsillo y lo mantuvo aferrado en su pequeña mano cubierta de manchas hepáticas.
- Concéntrese - le ordenó Sapperstein.
Carlos casi no percibió cuando el campo de distorsión lo atrajo. Extendió el brazo y metió la mano en el remolino oscuro dentro de la pantalla. Fue como un parpadeo.
Y estuvo en aquel parque de su Santiago natal. Era un adolescente y tenía el brazo sobre los hombros de Mariana. La brisa movía el pelo oscuro de ella rozándole la cara mientras miraban las nubes del atardecer sin saber que la policía política los había localizado. Era un nueve de febrero de mil novecientos setenta y cuatro a las seis y cuarenta de la tarde. Estaban bebiendo hasta la heces el picante vino del amor entre el peligro.
Una hora después se levantarían de aquel banco e irían a tomar el autobús. Poco después bajarían en aquella plaza, la atravesarían y tomarían por una calleja oscura en dirección a la cercana casa de Mariana. Nada parecía presagiar la desgracia, pero unos momentos después aparecería un coche sin insignias que se interpondría como un mastín oscuro en su camino. Tres hombres saltarían de él y los rodearían. De inmediato Carlos recibiría un golpe de cachiporra que lo derribaría semiconsciente sobre el pavimento mientras uno de ellos seguiría golpeándolo con sus botas herradas. El otro intentaría apoyar a Mariana contra una pared para cachearla. Mariana se resistiría con uñas y dientes para proteger las octavillas que ocultaba bajo el jersey y el tipo exasperado, sacaría una bayoneta y se la hundiría en la ingle con un solo movimiento de carnicero. Mariana caería de rodillas pidiendo auxilio mientras los ejecutores se alejaban con un chirriar de neumáticos. Mariana intentaría socorrerlo, llamando a alguien en aquel vecindario sordo y mudo, sin prestar atención a su propio dolor y al río que se escapaba de ella tiñendo de rojo los viejos adoquines, hasta caer desmadejada sobre las piedras húmedas, para morir poco antes de las ocho de la noche de aquella noche aciaga, veinte años atrás.
Carlos conocía todo aquello, como también sabía que su yo de veinte años antes no podía intuir la tragedia que se acercaba, y, habitando como un polizón en el subconsciente de aquel joven que ahora sentía como a otro, al que no podía advertir de nada, degustó de nuevo la presencia de aquella esposa joven, perdida y nunca olvidada a pesar de los azotes de la vida y el tiempo.
La tomó por la barbilla y la besó largamente en un adiós sin palabras. Hubo otro paréntesis en el Continuum y estuvo de nuevo en la habitación húmeda de la tienda, sentado frente a la pantalla translúcida.
Bernardo Sapperstein lo miraba con ojos llorosos y febriles. Un ligero malestar le indicó que el viejo estaba hurgando en su mente. Recordó la experiencia recién terminada y le pareció sentir de nuevo el perfume del pelo de Mariana. Las lágrimas se agolparon en las esquinas de sus ojos. Carraspeó fuerte y miró a otra parte.
- ¿Conque era eso? - le preguntó Sapperstein con una especie de reverente bondad.
Carlos clavó la vista en una pared mal pintada y masticó las palabras entre los deseos de llorar.
- ... mi esposa. Asesinada por la DINA. Quería estar con ella de nuevo.
Sapperstein asintió mientras brillaba en sus ojos toda la comprensión del mundo.
- Puede hacerlo. Sólo tiene que ir más atrás. Al momento en que se conocieron. Cada noche a partir de ahora podrá volver a conocerla, a vivir con ella minuto a minuto hasta el día de su muerte, y recomenzar a la noche siguiente.
- ¿Entonces, me la vendería?
El viejo sonrió con tristeza.
- No. Se la regalo. El anuncio era sólo un señuelo. Quería dársela a alguien que se la mereciera.
Tomó la pantalla y la puso en las manos de Carlos.
- Tómela, tómela y váyase. Usted es igual que yo. Ha sufrido.
- ¿Pero ...?
- A mí no me sirve de nada. Tuve un hijo una vez, un hijo que aspiraba a ser un militar modelo y sólo logró morir en Las Malvinas, en una guerra estúpida. Ya no puedo regresar por la pantalla para volverlo a acunar, ni cantarle nanas. La arterioesclerosis ha estropeado mi concentración.
Empujó suavemente a Carlos hacia la puerta. Carlos tapó a medias la pantalla con el faldón de su gabardina y abrió la puerta. El anciano se despidió y se fue hacia el fondo.
Afuera caía una llovizna. En alguna parte sonaba un tango. Carlos cerró la puerta sin mirar atrás.
El chasquido del cerrojo le impidió oír la seca detonación del revólver en la trastienda.

(Cuento publicado en Polvo en el Viento.Antología de autores cubanos de CF.)


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