Habían perdido la cuenta del tiempo que llevaban marchando desde que, por algún accidente desafortunado, quedaron separados del resto de los suyos. Era un grupo de bizarros conquistadores españoles que avanzaban a través de la tupida floresta guaraní, un territorio de ignotos demonios, paisaje que se les imponía como una pesadilla. Caminaban haciendo mucho ruido para disimular el miedo a las serpientes-pájaro, a las mujeres-maho de un solo seno, a los trasgos que se materializaban desde la espesa hojarasca y a las tenebrosas andiras, aquellos murciélagos infernales de dos metros de envergadura.
En las noches de campamento contaban historias obscenas de la patria chica (Galicia, Cataluña, Castilla, Andalucía), evitando dolorosamente recuerdos amables y canciones de cuna.
Tan ciegos se dirigían a la Tierra de Ninguna Parte, que quedaron inmovilizados al toparse súbitamente con un grupo silencioso de hombres morenos con genitales colgantes, hembras con tetas enormes y todos de combados vientres.
Ambos bandos se miraron, pero era evidente que los indígenas les llevaban la ventaja de haberlos oído llegar, y el hecho de no esquivarlos magnificaba la decisión de enfrentar a los invasores.
Bien se veía que no les temían, lo cual asustaba a los barbudos y armados exploradores; mas que en sus fuerzas éstos se confiaban, como los conquistadores de todos los tiempos, en el miedo que despertaban.
Y era muy extraño que no les temieran, pensaron los españoles, desnudez contra armadura, pigmeos contra gigantes, oscuros contra blancos.
A través del claro que los reparaba se observaron a distancia; los hispánicos oteando las hembras. ¡Que bellas y apetecibles parecían después de tan forzada abstinencia! Eran morenas, menudas y redondeadas, y como todas las mujeres del mundo, curiosas y atrevidas. Algunas reían silenciosamente de los rubios gigantes con algo parecido a la barba del choclo colgando de sus quijadas. ¡Y tan cubiertos y avergonzados de su triste condición de pálidos!
Los guerreros con piel de metal retrocedieron, y, después de observar a los indígenas, pensaron que si no habían atacado aún —en forma de emboscada— ya no lo harían. Podían pasar a los hombres a cuchillo -planearon-y conservar las mujeres para que los acompañaran en aquella gesta cuyo sentido habían olvidado. Pero ellos mismos eran conscientes de que aquello era algo tramado sin ganas, como si sintieran que debían primero demostrar su peligrosidad para después aceptar el pacto necesario. Uno de los soldados, sin ganas de enredarse en combates, sugirió retroceder y ceder el claro a sus adversarios, pero el cabecilla de aquella turba de desarrapados dijo que el no retrocedía un paso hasta que no viera el mar océano.
Y en el silencio que se hizo, otro de los hombres se atrevió a decir:
-Pero tenemos hambre...
Se volvieron a mirar a los infortunados que ignoraban que desdicha era no ser español, y les parecieron robustos y muy saludables. Seguramente para ellos no sería problema conseguir que manducar de aquellos llamativos y potencialmente venenosos frutos.
Y así, la buena índole de la gente oscura y la necesidad de los blancos hicieron el resto: podría decirse que estos últimos fueron adoptados.
Comenzó entonces el peregrinaje -siguiendo a la tribu- por aquella maraña misteriosa cuyos caminos sólo obedecían al "ábrete sésamo" de los aborígenes. Ellos preferían pensar que protegían a la tribu con sus oxigenadas espadas -desde el principio, América conspiró contra los héroes blancos- pues aún soñaban con ser Lanzarotes y Percevales, Amadises y Campeadores.
Los años pasaron, y los recordaban como "el año en que las hormigas declararon la guerra", o el "año en que desaparecieron las corzuelas", asustadas por peligros ignorados. Hubo también un año en que la luna, para terror de todos, cubrió al sol "como un padrillo" y aquel otro soldado las escupió por descuido.
El pueblo indígena se movía arbitrariamente, a veces vadeando, a veces dejándose llevar por "la mano del río".
Con la convivencia, ambas razas terminaron construyendo un rudimentario andamiaje de palabras para entenderse ya que el puente de la cópula no había presentado problemas y aparecieron como por encanto niños morenos de ojos azules o niños blancos de pelo lacio y grueso y de narices chatas.
Con las pocas frases aprendidas, los españoles se atrevieron a preguntar por que iban de un lugar a otro en vez de fundar una ciudadela y fortificarla contra enemigos y animales depredadores.
Con estupor, los guaraníes los miraron largamente y rieron (pobrecitos ignorantes), no deseaban ofenderlos, pero ¿no sabían que la Tierra era la dueña de todo lo que había sobre ella?
Con renuencia, los blancos aceptaron esto, pero de cualquier forma preguntaron por que vagar y vagar por esta selva asfixiante e incómoda. ¿Por que, insistieron, no buscar un rinconcito despejado a la vera de alguna apacible laguna y quedarse allí de una buena vez?
¿Es que no sabían, respondieron los guaraníes, que tenían que ir detrás del Candiré?
El Candiré... Sentados alrededor de la fogata, las piernas recogidas por los brazos velludos, los españoles masticaron aquel vocablo nuevo, por primera vez oído. Al fin el cabecilla carraspeó y preguntó gentilmente.
-¿que ha de ser el Candiré?
Hubo una baraúnda de réplicas y discursos inentendibles, hasta que uno de los ancianos dibujó sobre las cenizas con una ramita verde, y todos callaron.
El Candiré, explico, era la suma de todo lo anhelado. Cuando lo encontraran (no "si lo encontraban") serían felices, prosperarían, no habría que cazar o pescar para sobrevivir, ni marcarse la frente con la sangre del anta o del yaguareté para que los Espíritus de la Selva no los persiguieran. En fin, serían felices, sanos y ricos, además de poderosos.
Días y días los españoles interrogaron a sus amigos morenos mientras conseguían la comida diaria, hacían el amor, curaban a los otros o pulían sus armaduras, ya tan deterioradas... y por que no decirlo, francamente incómodas.
Y después de sopesar lo que habían escuchado, y obsesionados por el oro, supusieron que sería una especie de El Dorado en unión con la Fuente de Juvencia, que por aquellas tierras se encontraba, según les habían contado en el barco. Y deslumbrados, supusieron que siguiendo a la tribu encontrarían ambas quimeras: solo era cuestión de tiempo que dieran con ellas.
Los años pasaron, y cuando el lenguaje común se fue robusteciendo la gran interrogación era la misma: ¿Por que no daban con el Candiré? Y la sencilla explicación era: había que buscarlo, la búsqueda era parte del ritual del encuentro; el Candiré no podía ser alcanzado sin esfuerzo, había que imitar el camino del alma a través de vidas sucesivas en pos de la perfección.
Bueno, pensaron los blancos, aquello parecía significar que "Ellos" -los guaraníes- sabían mas o menos donde estaba El Dorado. Solo tendrían que esperar que dieran la cantidad de vueltas que considerasen necesarias. De cualquier forma, esa vida no era mala. Y de vez en cuando se juntaban de noche, en un remedio masónico, junto a unas pálidas ascuas, y hablaban en murmullos de la patria lejana y ya irrecuperable, hecho todavía no aceptado. E imaginaban conquistas fabulosas, batallas homéricas, reinos de esmeraldas descomunales, Juvencia, El Dorado y el País del gran Cipango. Y concluían recordando mujeres del terruño y convertían pieles groseras, toscos cabellos, ojillos legañosos y dentaduras carcomidas en cutis de alabastro, dientes de perlas, ojos de azabache, labios de rubíes, cabelleras de sedas de Oriente... para terminar regresando a sus cálidas, oscuras y mucho más complacientes mujercitas tribales.
Y varios años después, cuando habían superado el ciclo del agua desbordada y el lenguaje carecía de misterios -salvo por un algo filosófico que aún se les escapaba-, regresaron al claro del bosque donde se habían encontrado por primera vez.
Algo se atascó en el engranaje de los sueños de los hispanos. Y con mucha paciencia hicieron ver a sus amigos morenos que no era factible encontrar algo donde ya se había buscado inútilmente.
Los guaraníes les contestaron que el Candiré también deambulaba por el bosque; solamente tenían que esperar que los Buenos Espíritus los ayudaran a coincidir en algún animal mágico, como el gran Ciervo Blanco que guiaba a los caballeros artúricos en la búsqueda del Santo Grial.
Los indios les aseguraron que no era ninguna bestia, era una Cosa.
Ya se acercaban más. ¿Una cosa como que, con que aspecto?
Una cosa como el Candiré no podía tener aspecto.
¿Una cosa sin aspecto? ¿Es que Ellos no comprendían que era una "cosa"?
Pues bien, quizá la Cosa de Ellos no era la misma Cosa de los Otros.
Eso desconcertó aún mas a los españoles, que desde la ignorancia del idioma habían seguido un camino titubeante a través de las palabras hasta arribar a una zona donde los términos parecían compatibles. Y cuando creían todo entendido, se daban con que estaban de nuevo como al principio... y no meramente desde una situación geográfica.
Insistieron: si la gente del Pueblo buscaba Eso, esa Cosa, ese Candiré, tenían que saber al menos a que forma respondía.
No necesariamente, contesto uno de los ancianos, pues el Candiré era de tal condición que en cuanto lo encontraran, no tendrían que adivinar: se impondría por sí mismo.
Los Otros -los españoles- les rogaron que repitieran que sucedería cuando lo hallaran, con la esperanza de dilucidar el aspecto de la cosa por la certeza del efecto.
Serían sabios, dijeron Ellos, serían sanos; la caza, la pesca, serían innecesarias. Y con la mirada turbia de codicia enumeraban tantos dones: desaparecerían la vejez, la impotencia, el hambre, el dolor de deambular... Ellos mismos desaparecerían.
"¡Desaparecerían!", gritaron los Otros. Por Dios y los Santos y los Infiernos también, ¿es que no temían desaparecer? ¿Estaban renegando de la inmortalidad del alma?
Los ojos velados se volvieron a enfocar morosamente en los Otros.
No, les aseguraron, no temían desaparecer y no, no renunciaban a la pizca de inmortalidad que les pertenecía...
Comprendiendo al fin que no comprendían nada, los más aventurados de entre los españoles decidieron abandonar la tribu y marchar hacia el Poniente donde -les habían dicho Ellos- existían enormes ciudades de piedra y más allá el fin de la tierra: una laguna sin fronteras hacia el sur, el norte y el oeste. También ellos vagaban en círculo, buscando inútilmente su propio sueño.
El resto de los españoles quedaron con el Pueblo, adoptados y adaptados; conformes y encariñados con sus mujeres y sus hijos, ya sin ilusiones sobre ciudades de oro y plata y fuentes de eterno vigor. Y aunque hacían un esfuerzo por recordar a su Dios, a su Patria y a su Rey, sospechaban que aquella trinidad se había desentendido de ellos.
Fue mucho tiempo después que el grupo que se había dirigido hacia Occidente encontró, cerca del Cuzco -en la zona de las grandes construcciones incaicas-, a uno de los compañeros que había elegido permanecer con la tribu. En un día de fiesta, ovillado a la sombra del muro sagrado, el aparecido tenía la mirada doliente de un huérfano ya sin esperanzas.
Hizo falta mucha chicha y harta coca para devolverle el habla, pero cuando lo hizo sus compañeros pensaron que la selva de las amazonas le había hurtado la razón, pues la historia que contó era insólita y terrible en su simplicidad: el pueblo entero había desaparecido, y con ellos los cristianos.
Con lágrimas rodándole por las mejillas inflamadas por las feroces picaduras de los insectos de la selva, el infeliz les relató lo sucedido: él, dijo, había ido hasta el río, y cuando regresó se encontró con que todos habían desaparecido. Al fin habían coincidido el Pueblo y el Candiré en el lugar sin nombre. Contó que pudo oír las voces jubilosas del encuentro, las risas que iban desvaneciéndose en el aire, perdiéndose en la floresta. Y nadie, nadie -sollozó- se había acordado del tonto que fuera por agua al río...
Así el Candiré paso de boca en boca, muerto a veces como vocablo, reapareciendo en diferentes pueblos, pronunciado por los labios que ignoraban su significado cada vez más arcano: rescatado por jesuítas, extraviado por franciscanos, resucitado por daneses, ignorado por españoles. Siglos enteros hundiéndose en las aguas del olvido, ascendiendo ocasional e inesperadamente en el marasmo de las crónicas.
Su significado sigue siendo ignoto, pues los que llevan sangre de europeos nunca pudieron entender que es, y los guaraníes lo olvidaron.