¿A qué debe el hombre sus progresos? ¿A que esfuerzos humanos debe nuestra vida su estructuración? ¿Qué —en el sentido humano— depende de los hombres, de mi y de usted, de ellos y de nosotros? ¿De que dependen los hombres?
¡Todos! Y de todo.
Pero eso hay que comprobarlo todavía.
Soplaba un viento atroz que atravesaba de extremo a extremo el valle infinito, bordeado de colinas solo en el Oeste. Dos hombres parecían desesperadamente pequeños en el mismo centro de la semitundra-semibosque, tan monótona que cada paso no aproximaba a nada ni de nada alejaba. La nieve, traspasada por ramas negras y mojadas de los arbustos bajos, yacía en islotes, montones y copos que en lontananza confluían en todas las direcciones. Deshelaba. Entre los musgos espejeaban lagunas y charcas pequeñas, unidas entre sí en su mayoría. Arriba, velando el sol, rodaban desordenadas, en varias capas, nubes negras y blancas: el inmenso panorama del cielo cambiaba incesantemente, pero solo de vez en cuando aparecía en uno que otro lugar un claro azul.
Un mundo inhóspito e inclemente, sin ningún sitio donde calentarse: por doquier había nieve y suelo impregnado de agua helada. Mas, los dos, encadenados por la lentitud de su desplazamiento al territorio en que habían nacido, jamás vieron algo distinto, solo oyeron decir a los mayores que antes había sido mejor. Y no era el frío lo que los desazonaba, pues ellos eran más bien hijos del frío que del calor.
Diez milenios atrás.
El Norte del continente europeo...
Los hombres se acercan, y nosotros podemos observarlos. Son un varón y una hembra, de unos dieciocho años de edad, pero a quienes las veleidades de la lucha por la vida les hacen parecer mayores que a nuestros contemporáneos de su misma edad. El hombre es alto, de piernas largas, tórax bien desarrollado y hombros poderosos, igualmente hábil en la carrera duradera y paciente, como para hacer un gran esfuerzo instantáneo. Los dos visten pieles de animal, pero no curtidas recientemente por ellos, sino ya gastadas, rotas y repuestas en las rajas, pieles que casi no llegan a hacer conservar el calor del cuerpo y solo lo protegen del viento. La mujer viste un sayo de piel de reno y una prenda más, que parece una chaqueta, de la misma piel; esta en los primeros meses de embarazo y no solo a si misma se preserva del frío. Lleva a cuestas un gran bulto de piel de bisonte y, en una mano, una cesta primitiva, vieja y oscurecida, heredada de la madre. El hombre va armado. Al cinturón le cuelgan una aljaba con cuatro flechas gruesas y un saquito con piedras de sílice, rascadores y otros objetos para obtener fuego. En una mano lleva un arco basto, sin adorno alguno, y una lanza; en la otra, un hacha de silex con largo mango de hueso, que ahora tomaríamos más bien por un martillo.
La mujer camina con la cabeza gacha, mirando bajo los pies: es recolectora. El hombre es cazador; anda escudriñando las lejanías.
Pero nada hay ni cerca ni lejos. La palpitante vida animal parece una excepción aquí, en medio de la nieve y el agua. Difícil es creer que este suelo yermo sea capaz de crear y de sostener entes de sangre caliente y carne tersa. Verdad es que el hombre divisa debajo del horizonte varios puntos oscuros. Pero son lobos, cazadores, igual que él. Grandes y morrudos, ya durante varios días no quedan a la zaga, persiguiéndolos, en espera de que se debiliten. Y los dos hace tiempo que están sin comer, sus movimientos y pasos se hacen cada vez más inseguros.
Ahora están muy cerca de nosotros. Con un suspiro corto la mujer deja caer de la espalda el bulto y se sienta encima. El hombre se pone en cuclillas. La mujer siente hambre, tiene ganas de comer algo agrio; corta del arbusto una ramita negra y chupa su zumo espumoso, amarillo, picante y amargo, la tira y luego recoge una plumita de musgo azul y la prueba también. Toda ella esta aquí, y ahora su pensar y su sentir son más concretos e ingenuos que los del hombre que en estos instantes de descanso contempla el dibujo tallado toscamente en el mango del hacha, dándole varias vueltas con cuidado, incluso raro para sus manos grandes y callosas. Recuerda el pasado y, mirando de vez en cuando al horizonte lejano y a la retahíla de las colinas, conjetura el futuro.
¡Hombres! Casi iguales que nosotros, solo que de cien siglos atrás. Igual que nosotros, capaces de aprender a leer y escribir, de comprender o recordar por lo menos por algún tiempo, para un examen, formulas químicas y matemáticas, de adaptarse a la vida civilizada.
Nuestros parientes en el sentido más directo. La población de Europa apenas llegaba en aquel tiempo a diez mil habitantes, lo que significa, teniendo en cuenta un sinnúmero de clanes extinguidos, que cada pareja humana de aquella época dio partículas de su sangre a uno o a dos millones de nuestros contemporáneos.
Menos de quinientas generaciones nos separan del hombre que se halla meditando. ¡Qué curioso sería formar en el tiempo una fila de padres veintenarios (un batallón de infantería, por el numero), jóvenes, de ojos resplandecientes, con la vida entera por delante!
He aquí el primero, el más próximo a nosotros, vistiendo la guerrera de soldado de la Gran Guerra Patria. Agachado con los amigos en una trinchera, nervioso, termina rápidamente de fumar una colilla, tira la brasita, hirviente y chisporroteante al rozar la tierra húmeda, y por costumbre la aplasta con la suela de su bota pesada. Ahora vendrá el ataque. Claro esta, él quedara con vida, pues ha de conocer aún a nuestra futura madre y concebirnos en un instante de ternura, de pasión, al compás de los golpes ensordecedores del corazón.
Tras el está su padre, proletario de comienzos de la década del 20. El siguiente asoma ya de la fila. Viste una camisa típica rusa de fustán fabril, ceñida con un cinturón de correa, que usa por encima del pantalón oscuro metido en las botas; un casquete cubre su cabeza: es un obrero de 1900.
Uno más, y vemos a un mozo pensativo que viste una camisa de lienzo y calza laptis trenzados de corteza de abedul: pronto recibirá del terrateniente la libertad. Una generación más, y aparece un mozo que se prueba una coraza francesa: un combatiente de 1812. Solo ocho generaciones lo separan de la nuestra.
Luego siguen campesinos, campesinos..., y todos son padres; en muchos se adivinan todavía los rasgos del soldado que terminó de fumar la colilla ofrecida por su compañero en la trinchera. ¿Qué hicieron estos jóvenes para nuestro hoy, además de procrearnos?.
¿Ese que fue llevado a Moscú del Don, de Ucrania...?
¿Ese que se había escapado del yugo terrateniente al Don varias generaciones antes? (Es también nuestro padre lejano, de el tenemos en el carácter la soltura de las estepas anchurosas.)
¿Aquel que logró regresar a casa del maldito cautiverio turco? ¿Ese otro que marchó, lazo al cuello, sin protestar, al cautiverio tártaro? (A él le debemos timidez en nuestro carácter).
Solo cuarenta generaciones, solo cuarenta pasos a lo largo de la fila, y vemos a un guerrero de la tropa del príncipe, con una cota de malla de hierro. Al dar el paso ciento treinta, veremos desaparecer el metal; en el paso doscientos, la lana casera dejara lugar a las pieles de animal meticulosamente adobadas. Pero todos los rostros curtidos por el viento denotan una misma esperanza tenaz.
¿No es cierto que una rara responsabilidad recae sobre cada uno de nosotros al ponernos a pensar cuantos padres y madres intercambiaron la primera mirada tímida para que en el mundo apareciera el "yo"? La responsabilidad y la grandeza anidan en cada cual, desde un académico que guarda en su mente un enorme cúmulo de complicadísimos problemas científicos y económicos hasta un humilde desgraciado que asume una actitud pasiva ante la vida, desde un discípulo hasta un maestro, desde un conductor hasta un diseñador jefe. Una grandeza solemne en cualquiera...
Cada vez más despoblados se ven los alrededores. Al dar media centena de pasos, dejamos atrás un milenio y luego otro, y, por fin, estamos de nuevo al frente de esos dos, perdidos en el valle desierto.
¿Y si con la mirada retrospectiva continuamos avanzando, para asomarnos más allá de un regimiento, más allá de una o dos divisiones de generaciones? Entonces, ya en el primer ejército toparemos con un grupo de cazadores de la raza de Neandertal, separada, desaparecida en las tinieblas de la inexistencia: sus últimas hogueras se apagaron en Europa treinta y cinco mil años atrás. También dentro del primer ejército se hará notablemente más angosta la frente, se harán más pesadas las mandíbulas y más achaparrados los troncos. Al final de este ejército y componiendo por entero el siguiente están los australopitecos, peludos y de brazos largos.
¿Qué está haciendo un macho de la raza de estas semifieras grandes ahora que lo observamos? Alrededor se extiende la estepa de Tanzania; una zanja angosta y profunda, abierta por un reciente aguacero, se cubrió de dracena de hojas agudas y de una suculenta planta rojiza, y el ojo avizor del australopiteco distinguió allí una mancha marrón. Entretanto, por el otro lado de la zanja se aproximan las hembras madres con los críos, que regresan al campamento después de las búsquedas diurnas. ¡Que instante! ¿Gritar, rugir para prevenirlas? Pero entonces enseguida tendrá lugar un salto inminente, una garra alcanzara a la madre, y los colmillos amarillentos se hincaran en el pequeño. El fuerte semianimal, nuestro padre lejano, se pone a cuatro patas y avanza con cautela hacia el leopardo: sacrificará su vida para desviar la muerte de la madre y el hijo. Brilla el sol africano de dos millones de años atrás. Sin embargo, a través de miles de siglos aquella gesta hará impacto en nosotros, porque no esta descartado que a los linajes de Pushkin, Chopin o Tsiolkovski se les haya transmitido lo salvado por aquella proeza realizada en el pasado remotísimo.
El australopiteco separa con sigilo la hierba, sus músculos están tensos, la mirada no se aparta de la fiera. Ahora entre él y el leopardo quedan siete pasos... seis... cinco... cuatro... tres... dos... uno... ¡cero! ¿Oyen ustedes el estrépito del cohete sobre Baikonur? ¿Lo oyen?
Pero volvamos a aquellos dos que se hallan en el centro del inmenso campo gélido, en el norte europeo. Si pudieran mirar adelante y prever esa larga retahíla de descendientes protegida ahora bajo el corazón de la madre joven, si supieran cuan asombrosamente se transformaría en el futuro el territorio yermo que les rodea. Mas esto no les es dable. Han llegado ya al ultimo limite de su tiempo, en derredor reina la soledad, por delante tienen el porvenir ignoto, agobiante.
Agobiante, porque el hombre y la mujer son contemporáneos de un gran desplazamiento. En vida de contadas generaciones el mundo ha cambiado. Los hábitos viejos no corresponden a las condiciones nuevas, en las manos todo se deshace, uno siente pisar terreno movedizo y debe hallar algo, pues de otro modo perecerá.
Los dos son los primeros seres humanos en esta parte del globo. Los trajo acá una catástrofe horrible que había exterminado a una tercera o quinta parte de la población del continente, dejando en un lugar y otro hordas condenadas a perecer, poniendo por poco al hombre al borde de la extinción. El sol se niega a brillar como antes, la bruma nebulosa cubre el cielo, los límpidos campos nevados oscurecieron, desde el sur avanza la espesura intransitable de plantas desconocidas.
Antes vivían cazando renos, que acudían en manadas a los valles cercanos. Se abrigaban con pieles; la carne, alimento para el largo invierno, la acopiaban en las cavernas. El hombre recuerda la ultima caza de acoso: la carrera rápida, los morros espumosos de los animales, el tiro de la lanza y el grito triunfante salido del pecho. Recuerda los cuentos de los ancianos sobre el grueso uro y sobre como sus padres cazaban a un animal más grande aun, feroz y peludo, que para atraparlo se cavaban hoyos. El hombre sabe que ese animal existió, porque sus huesos enormes abundan en derredor del campamento, y sus imágenes adornan los mangos de las hachas viejas.
Pero las manadas de renos fueron menguando, y una primavera no apareció ninguna. La masa negra de arbustos y árboles, a través de la cual no se veía nada y era imposible abrirse paso, se aproximó a las colinas colonizadas y las devoró. De año en año hacía más calor, los animales grandes se extinguieron, y en la horda no sabían el modo de cazar otros. Se alimentaban de carroña y de hongos, por lo cual mucha gente murió.
Cuando de su tribu quedó una cuarta parte, el joven decidió abandonar el campamento y hallar la tierra donde en los espacios nevados se ve lejos y donde los renos rugen alzando sus astas, huyendo del cazador fuerte.
Pero es fácil decirlo.
Hoy nos parece que los problemas que arrostraban nuestros antepasados no eran tan grandes y apremiantes como los nuestros. Que todo no fue tan difícil en los impetuosos tiempos caballerescos y en la briosa época de los mosqueteros. Montar a caballo, y adiós cualquier desgracia pendiente: solo ruido de cascos y los rostros perplejos de los enemigos confundidos. O la época de la esclavitud: ¿es que es difícil hacer una revuelta si a cualquiera le salta a la vista la injusticia, incluso la necedad de lo que ocurre? Y si aun la revuelta queda reprimida, la mitad del globo permanece todavía sin colonizar, o sea, ofrece libertad para uno. Todo es cierto, pero solo en parte. En rigor, la realidad era más sencilla, pero morían también más simplemente. Los hombres siempre se mantuvieron en comunidades, las que con saña, sin preguntar nada, se defendieron de los solitarios nómadas forasteros; se defendieron con cuchillo, con flecha, con garrote. El mundo era en todos los tiempos un mundo de escasez y de indigencia. Cualquier objeto tenía gran precio, el dueño se prendía de él hasta el ultimo suspiro. Un rey moribundo decía a quién dejaba su pantalón, quién heredaría su chaleco y quién su cama. En una casa rica, una copa pasaba del bisabuelo al bisnieto; en una casa pobre, el hacha y el arado, del padre al hijo. Solo es decir lo de "montar a caballo, y adiós..." Pero en la época de los torneos y los castillos, el numero de caballos equivalía justamente al de caballeros y escuderos, y no al de campesinos que lo superaba en treinta o cincuenta veces... Además de todo, estaba lo ignoto, que envolvía a aquel que abandonaba a los suyos. Y el hambre. Basta con no comer una semana, y ya faltan las fuerzas para procurarse el alimento. Basta incluso con no comer cinco días.
Sin embargo, el hombre se marchó junto con su compañera, se marchó del bosque en ofensiva, dando la espalda al sol que se había hecho demasiado caliente. Al cabo de medio mes, a los dos los recibió un viento frío que pronto se hizo incesante, y ellos comprendieron que iban por un camino cierto. Los víveres que habían acopiado se acabaron, los renos no se veían, y el hombre y la mujer empezaron a extenuarse. Luego comenzaron a perseguirlos los lobos que, privados de su botín de antes, se hicieron más valientes y feroces.
Ahora en todo el mundo circundante, hasta donde llegaba la vista, había dos grupos: la pareja humana y las fieras. Un despueble a centenas de kilómetros atrás; el despueble absoluto por delante. El lento andar por un desierto húmedo y carente de puntos de referencia, un desierto en el cual no hay con que protegerse ni donde resguardarse.
El hombre conoce la inminencia desalmada de la caza que emprenden los lobos. Sabe que, al acercarse el fin, sería imposible rechazarlos. Un ojo amarillo, feroz e inexpugnable, un salto repentino y aturdidor por detrás, y el cuerpo desgarrado se agita agonizante. Pero ahora, durante una tregua, se permite distraerse de la realidad aterradora. Da vueltas al mango del hacha, contemplando un morro con trompa y colmillos. No puede imaginar las dimensiones verdaderas del animal y cree que no es mayor que un reno grande. Un golpe fuerte, y cae la mole de carne ansiada.
El hombre aprieta el hueso pulido. Lo aprieta y...
La mujer, que de repente quedo petrificada, emitió un sonido gutural, quedo y ahogado. Un sonido apenas perceptible, destinado a llegar solamente al oído del hombre y no más. Siguiendo su mirada clavada en algo, el hombre volvió la cabeza, también contuvo la respiración, bajo el hacha y, muy lentamente, alargo el brazo para recoger su arco.
A diez pasos de ellos, una liebre septentrional grande, marrón rojiza, de curiosos ojos saltones, emergió de entre los arbustos y se sentó mirando a las dos figuras desconocidas. Saltó más cerca y volvió a sentarse. Se puso de cuatro patas y empezó a masticar una piñita de sauce trepador: observaron como su blando labio superior se le torcía de un lado a otro.
Una oportunidad para salvarse, la única.
El tiempo pareció detenerse, el mundo quedo inmóvil, los dos oyen solamente el latir de sus corazones. El hombre pone la flecha en la cuerda, la mujer deja de respirar. El hombre, tenso el arco, se precipitó hacia adelante y disparó. Pero mal, sin acertar. La flecha pesada voló fallando el blanco. Mas la liebre, asustada, saltó justamente en ese instante y dio de través con su morrito contra la punta de piedra.
La mujer se precipitó del lugar donde estaba y se abalanzó sobre el cuerpo contraído del animal. Lo cogió, se lo llevó a la boca y clavo los dientes en la garganta...
Ahora los dos beben sangre tibia, ese concentrado de la vida animal que el hombre recoge todavía con hartas dificultades de las grandes superficies de la vida vegetal.
Si supieran guardar en la memoria aquella situación: el disparo dirigido no al propio blanco sino con anticipación. Pero, ¡que va! Eso ha de repetirse aún centenares, miles de veces. Pasarán varias generaciones hasta el día en que los cazadores ingeniosos empiecen a cazar animales en carrera y aves en vuelo con arcos ligeros y más finos. Entretanto, los dos no comprendieron lo que había ocurrido. Hicieron la fogata, frieron la carne y se la comieron. Recuperaron energías, y sus movimientos volvieron a ser ágiles.
¡Adelante!
Avanzaron, en unos lugares saltando los charcos, en otros pisándolos. Ahora el valle subía hacia el norte, y un viento más fuerte les azotaba los rostros. Pronto el hombre avistó en el horizonte una cordillera de montañas blancas. El aire y la tierra se hacían cada vez más húmedos. Por doquier corrían arroyos, formando riachos más grandes. La pareja comenzó a tropezar con moles de piedras y de hielo, cuyos amontonamientos eran tan grandes que les obligaban a dar rodeos. Los hielos aumentaban y yacían ya a la izquierda ya a la derecha en grandes espacios, extendiéndose también infinitamente por delante en suave declive.
El hombre se detuvo, miró alrededor. Esto era nuevo y alarmante. Se acuclilló, meditabundo, luego se incorporó decididamente. Donde hay hielo, hace frío; donde hace frío, hay nieve y, por consiguiente, leños.
¡Adelante!
Entretanto, a la pequeña hoguera apagada que quedara atrás se acercaron los lobos, flacos, la piel rala en muda. Olfateando sangre, devoraron atropelladamente los restos de la piel con pellejo, arrancándosela unos a otros con gruñidos, luego dieron varias vueltas, husmearon y trotaron sin prisa en pos de los hombres. Nada podía despistarlos, nada podía distraerlos de su, quizás, última oportunidad para seguir viviendo. Se aproximaron a los hielos y pisaron el terreno gélido.
El hombre y la mujer subieron largo tiempo, luego descansaron y continuaron avanzando. A sus espaldas el horizonte se levantaba cada vez más alto; el valle se convertía poco a poco en un inmenso cáliz gris. Los dos se sumergieron en la niebla: era raro ver las nubes al margen de los arbustos y árboles, flotando libremente y en lento desplazamiento. Cuando salieron de la niebla, el sol los iluminó fuertemente, las pendientes de los hielos reverberaban, límpidas, alrededor, y podía creerse que estaba al alcance de la mano la cordillera, más allá de la cual habría una caza abundante. Aquí la calma era absoluta y hacía calor; la mujer desató el nervio de reno que ceñía su chaqueta. El hielo se había derretido en algunos lugares, formando cavernas y peñascos; en otros yacía formando ríos inmóviles; en otros más, se hundía en abismos. Se hacía cada vez más difícil avanzar, a la mujer le pinchaban las sienes y su respiración era pesada y frecuente. Mientras, tanto, la cordillera se alejaba más y más, diríase que cada vez a una distancia que los dos habían ido cubriendo entre tregua y tregua.
Luego terminó la franja de hielo variado que de nuevo se desparramó en campos que se elevaban al cielo. El hombre quedo desconcertado: de haber sabido cuan difícil sería el camino, no se hubiese atrevido a subir.
¿Tal vez regresar?
Desde lo alto la niebla se veía como nubes, y en lontananza parecía montones de nieve movedizos, emergidos de repente. Era raro ver todo eso abajo y no en lo alto del cielo, como era habitual. Varios puntos surgidos en medio de la bruma blancuzca les advirtieron que los lobos no los habían abandonado.
¡Adelante!
Ahora la cordillera empezó a aproximarse más perceptiblemente. Una muralla de la altura de un hombre o menor surgía en alguno que otro lugar, y, más allá, el azul del vacío. Diez pasos, luego otros diez. El hombre también se había extenuado y respiraba roncamente. El sol, habiendo traspasado su cenit, empezó a bajar; el valle se entreveía abajo en medio de las nubes-neblinas, y muy lejos al sur había la franja oscura de una valla de altas plantas hostiles.
Los dos se acercaron al ultimo rellano. Allí debía comenzar el descenso, después del cual habría renos y animales peludos.
El hombre se encaramó y se enderezó. La mujer vio que el hizo un paso y, echándose para atrás, quedó estático. Ella subió a duras penas en pos de el y en seguida se sentó, mirando con susto adelante.
No había los campos nevados que habían esperado encontrar. Ni bosques, a los que habían temido.
Ni tampoco hielo.
En su vida habían estado a una altura tan espantosa; en general los hombres de Europa nunca habían subido, tal vez, a una altura como aquella.
Allí, por encima de las nubes, empezando junto a las plantas violáceas del hombre, junto a sus dedos congelados y anquilosados, de uñas deterioradas y rotas, se extendía bajo el cielo y el sol reluciente una superficie plana e infinita de agua oscura y fría.
Se veía a todos los lados, perdiéndose en la lejanía. Olas pesadas y de poca altura rodaban, redondeadas, con lentitud, avanzando hacia el hombre y calmándose junto a sus mismos pies.
Aparecía una inmensidad, ubicada a tres kilómetros sobre el nivel del mar y que se extendía a millones de kilómetros cuadrados; enormes masas de aguas vacías, sin peces ni algas ni bacterias siquiera.
Los dos no lo sabían, naturalmente. No sabían que no les alcanzaría media vida para llegar, caminando por el litoral, a la orilla opuesta. Abatidos, miraban el inabarcable espejo acuático que en el horizonte se confundía con el cielo. Se disipaba, desaparecía la imagen de una manada de renos pastando en los prados nevados.
El sol calentaba con fuerza; reinaba pleno silencio. Sin embargo, las corrientes de aire, ligeras, imperceptibles, surcaban la superficie lisa del mar en lontananza; allí los espacios negros se alternaban con franjas azules y grises. A la izquierda de la pareja, el agua vaporeaba quién sabe por qué, se abombaban y se dispersaban en el aire raudas nubes blancas. Un témpano de hielo se desplazaba sin el menor ruido empinándose de entre las profundidades. Estaba corroído por el sol, cuyos rayos calientes habían practicado en sus pendientes deformes algo así como gigantescos panales. Iba inclinándose poco a poco y, de repente, empezó a volcarse con precipitación; la parte superior, agitando el agua, desapareció bajo su superficie, emergiendo su otro costado, pulido y blanco.
Algo ocurría en este mundo, inmóvil a primera vista. Algo había ido preparándose durante milenios y ahora estaba en cierne.
El hielo, aunque tal por doquier, no era igual en diferentes sectores; los tintes azules se alternaban con los verdosos y hasta amarillos. En unos lugares era granuloso, en otros parecía lana con incrustaciones de nieve, en otros más reverberaba con límpida faceta cristalina.
Una ola que había producido el témpano de hielo sumergido alcanzó la costa y baño las plantas del hombre. Él se estremeció, volviendo en si. Los destellos del sol afluían a centenas. El borde de hielo que separaba el mar de la costa en suave declive ora era ancho y formaba peñascos, ora plano y reducido a uno o dos metros, como lo hubiésemos medido ahora.
El hombre, sombrío y lento, se quitó el cinturón con aljaba y tomó dos pieles enrolladas que cargaba la mujer y que les servían como tienda para pasar la noche. Las desenrolló, las tiró a la misma vera del agua y se tumbó sobre ellas. La mujer se acostó al lado, se hizo un ovillo y en seguida se durmió, porque tenía el estomago lleno y estaba mortalmente cansada. Pero el hombre no podía ni quería dormir; tenía que decidir adonde debían encaminarse ahora. Encogió las piernas, se abrazó las rodillas y permaneció sentado así, reflexionando. Le parecía que los renos debían estar en algún lugar cercano, solo que el camino hacia ellos estaba interceptado por el agua inmensa; en cruzarla ni siquiera podían pensar.
Con una exclamación corta, inacabada, se incorporó, se paseó de un lado para otro, luego empuño el hacha: se sentía más seguro cuando sus dedos abrazaban el mango de hueso.
En la proximidad se oyó un susurro: una capa de hielo derretida se desprendió de un peñasco.
En este lugar la ribera era muy angosta: por un lado estaba el mar, por el otro, a la vera, se percibían difusamente los contornos del semibosque-semitundra que se perdía en una hondonada lejana.
El hombre se detiene en el lugar angosto. Sin reflexionar, alza el hacha y da golpes contra el hielo: uno, dos, tres.
Ve formarse un surquito, y las primeras gotas hacen ya desbordar el gigantesco plato.
Un golpe más, el chorrito se vierte y muy pronto se transforma en arroyo.
El hombre esta acostumbrado a evacuar aguas. En el campamento esto había de hacerse en primavera, en las cavernas donde en invierno no vivían ni encendían hogueras, sino que solamente conservaban carne.
Otro golpe, y el arroyo se hincha. Silencioso por ahora, corre entre las plantas del hombre que esta de cara al sol al valle. En las inmediaciones la superficie del agua se puso en movimiento, y el agua que se mueve no es lo mismo que la estancada. Tiene otra fuerza, sus moléculas se frotan contra las del hielo, lo hacen desprenderse. Paf, y cae un trocito que derruyó y que le había estado cerrando el paso; el silencio cambia por un melodioso gorgoteo. Paf, y se segrega una mole pequeña.
El arroyo se pone a hablar, a murmurar, se hace el doble de ancho.
Y el hombre: ¿en que orilla ha de quedarse?
La opción es sumamente importante, aunque el hombre no lo sospecha. Si se queda en la orilla derecha del riacho, será un antepasado de los normandos que habrán de colonizar los fiordos de Escandinavia, ver en el horizonte los abedulares de la isla de Groenlandia y desembarcar en América. Si en la izquierda, dará comienzo a la raza eslava y sus bisnietos lejanos edificaran, quizás, la Kiev de cúpulas de oro, capital de la Rusia antigua. En el horrible para el pueblo ruso otoño de 1240, alguno de ellos vera reunirse en la orilla baja del Dnieper a los ágiles jinetes de pómulos salientes, de chamarras largas y gorros con orejeras: las huestes incontables del Khan Bati. Pero huirá al bosque, se salvaré y traspasaré su semilla y su pasión a aquel quien un amanecer rosáceo se hallara en el Campo de Kulikovo... Eso sí nuestro hombre opta ahora por la izquierda. Pero a la derecha le esperan una puntiaguda lancha veloz, un incesante chirriar de los escalamos, las espumosas olas del mar y luego las ovejas en un prado montañoso, la demencia de Edward Munch, una casita junto a un lago límpido, la música de Grieg.
Una alternativa sorprendente, y todo depende de un solo paso. ¿A la derecha o a la izquierda?
El hombre hace un paso a la derecha y se acerca a su compañera. Sensible, ella se despierta al instante y se levanta, refrescada, fuerte y presta a obrar. Pero alrededor no hay nada que hacer, y he aquí que los dos están junto al arroyo. Este no es ya precisamente un arroyo, sino un torrente que a cada segundo va ampliándose y convirtiéndose en un río impetuoso. Su chorro, de un metro y medio de ancho, traspasa la barrera de hielo y luego se derrama abajo como una película. Pero también allí empieza a perfilarse el cauce.
Ahora no se puede detener, no se puede estancar el agua que corre, incluso si el hombre lo quisiera. Cerca, en el mar, cambiaron de rumbo las corrientes y despertaron unas fuerzas imposibles de dominar.
El hombre salta a la orilla, vuelve y salta allá otra vez. Refulgió en la catarata un nuevo trozo desprendido de la ribera helada. El río se hizo el doble de ancho, y su murmullo se torna ruido. Hay que gritar para hacerse entender.
El hombre llama a la mujer, ella se acerca al torrente, lo mide con la mirada y menea negativa la cabeza. El hombre mira abajo. El agua ha encontrado ya el camino y rueda en medio de un pequeño desfiladero, derrumbándolo y ahondándolo sin cesar. El torrente ha dividido la pendiente en dos partes y, efervescente e inflado, crece, alimentándose no solo desde arriba, sino también llevándose las aguas que halla en su trayecto.
¿Y los lobos? ¿Dónde están?
Su manada esta allí, siempre a unos cien pasos más abajo. De día las fieras no se habían acercado tanto todavía.
Están a la derecha del agua que corre y retroceden viéndola crecer. Es una razón más para que los hombres pasen a la izquierda..
El hombre recoge las pieles tiradas sobre el hielo y salta con ellas el torrente. Enseña a la mujer los lobos. ¡Date prisa, si no, será tarde!
Entretanto, del macizo helado se desprende otro trozo. El torrente aumenta, y su presión se hace más fuerte.
La mujer vacila, luego retrocede para tomar impulso y mide la distancia con la mirada. Varios pasos rápidos, y salta. Un pie da contra el borde de un rellano y, agitando los brazos, la mujer cae. En contados segundos el torrente la derriba y con violencia la arrastra unos diez metros hacia abajo. En el lugar donde las aguas se desparraman, ella logra detenerse y se incorpora. Con el agua helada hasta las rodillas, la mujer no se atreve a moverse, solo se echa adelante, se inclina. Los chorros fríos derrubian, socavan inexorablemente el fondo bajo sus pies, y ella apenas se sostiene.
El día es luminoso aún. En lo alto el sol no velado por nada, inunda con luz deslumbrante el declive infinito, la superficie inabarcable de las aguas colgantes y el témpano de hielo que había virado arriba y se dirige, majestuoso, hacia la fuente del río.
El hombre tira la lanza y el hacha a un lado. Desciende con dos saltos grandes. Cae, se incorpora y se precipita hacia la mujer. Están ya juntos. Caminan agarrados. El agua, irritantemente fría, les llega a los dos a la cintura. Por suerte, aquí hay un llano pequeño donde el río se desparrama. Un breve descanso y adelante, a la izquierda. Otro lugar profundo. De repente la mujer se hunde por completo. El hombre intenta sacarla a flote y también desaparece en el torrente. Las aguas los arrastran por una honda quebrada.
El río se hace cada vez más caudaloso y raudo.
De que fino hilo pende la vida de los futuros padres cazadores, padres labriegos, la de un guerrero del príncipe, la de los campesinos y soldados...
Los dos emergen, el hombre lucha con furia. De pronto se ven pegados contra un peñasco de hielo. La mujer tiene los labios fuertemente apretados, desde que se cayó no ha dicho una sola palabra, no ha dado un solo grito. El hombre, jadeante, la mantiene, pero siente ya paralizarse sus brazos entumecidos y mira alrededor con desesperación.
¿Qué pasa? La presión ha decaído bruscamente y casi se agota, el agua ha bajado hasta las rodillas.
¡El témpano de hielo! Ha cortado arriba el río. Sin embargo, la capa superior de agua tibia, calentada durante el día, derriba sin cesar nuevas brechas por los costados, se abre paso y refunfuña sacudiendo la mole de hielo.
El hombre y la mujer salen del torrente, jadeantes, lacerados, impotentes y temblorosos.
¡Pero, el hacha! ¡El arco y las flechas...! Han quedado al otro lado. Y sin armas, sin ropa, sin herramientas, se rompe el hilo que une a los dos con el pasado, con la humanidad. Se verán reducidos inmediatamente a la condición de unos animales débiles y desnudos que no podrán subsistir un día siquiera en la tundra fría y estéril.
La mujer, su piel adquirió un tinte blancuzco, hasta violáceo corre hacia arriba, donde están las pieles de reno. El hombre, sin vacilar, vuelve a tirarse al agua. Al cabo de un minuto empieza a subir. El hacha, la aljaba, el saco con trozos de silex y rascadores, todo lo lleva en las manos. Toma un impulso y hace un salto audaz. La mujer lo sostiene, y los dos se alejan corriendo de la brecha y avanzan por el angosto litoral que esta entre el mar y el declive.
¡A tiempo! El témpano de hielo se ha puesto de punta, se vuelca y, al caer, arranca un pedazo de la costa, de unos diez metros. El agua se desploma rugiendo con todo su peso, su luengo cuerpo gris se precipita abajo. Los chorros tensos se entrelazan, los salpicones vuelan y refulgen. Por encima de la fuente se ha levantado polvo de agua; un fragmento del arco iris se enciende, se apaga y vuelve a encenderse. Las masas de agua se derrumban ininterrumpida, incesantemente. El hielo cruje al desbaratarse, el semicírculo que forma el agua cayendo se extiende ya a cincuenta, a cien metros, a medio kilómetro.
De los lobos, ni hablar: han desaparecido. Han huido, asustados, ahora sus sombras raudas se alejan al trote hacia el oeste.
En el sector más próximo del mar han surgido corrientes nuevas y se forman, se desplazan y desaparecen los embudos de los remolinos. Se alzó una tromba de agua y golpeó un alto peñasco ribereño.
A unos tres kilómetros más abajo, en la llanura, también esta el agua. Allí ya se ha formado un lago que crece con rapidez catastrófica. Corren a diferentes lados bichos que nunca vieron ni pudieron ver los cazadores de animales grandes, ni los lobos. Se desliza serpenteando el armiño, salta el zorro polar, abandona su nido destruido la aguzanieves. Pero nadie podrá escapar. Los sauces enanos se han hundido por completo, los remolinos de agua giran, las olas chocan entre si, salen a flote moles de hielo.
El agua ruge y se espuma en todo su trayecto sinuoso. Un Dnieper primaveral de nuestros días, desparramándose en unos lugares y reduciéndose en otros, se abalanza desde más allá de las nubes.
Mientras tanto, arriba las aguas arrastraron al hoyo un iceberg. La gran masa flotante de hielo se levanta, queda pendiente, luego cae, desgajando un inmenso pedazo del litoral y un Volga, todo un Volga se arroja al abismo. El aire tiembla, y un estruendo descomunal se oye a decenas de kilómetros. El arco iris se extendió en la altura por encima del río impetuoso, cuya corriente lanza cada instante nuevos centenares de toneladas de agua.
El sol los hielos blancos, el horizonte del mar, el horizonte de la tierra firme y dos seres humanos...
¿Qué es lo que pasa?
Pues, que termina el periodo glaciar en Europa. Se forma el Mar Báltico. .
Un millón de años atrás, aproximadamente, el frío sobrevino a nuestro planeta con una rapidez espantosa. Allí donde habían estado las húmedas sabanas y los bosques cálidos, se extendió un desierto blanco, llano y muerto, como en la Luna. En los polos surgieron zonas de alta presión, por lo cual los áridos vientos ecuatoriales cambiaron su dirección de meridional a latitudinal. Los trópicos y subtrópicos se convirtieron en un reino de las lluvias que caían sin cesar con gotas cuyo volumen igualaba la cabeza de un niño. Las latitudes moderadas y altas se helaron fuertemente. El hielo absorbió masas fabulosas de agua planetaria, secó mares y bajó el nivel de los océanos, desuniéndolos y cortando las corrientes marítimas tibias, que calentaban el globo terrestre. En la tierra firme disminuyó bruscamente la esfera de la vida, y el hombre que justamente entonces pisó por primera vez el territorio de Europa, se vió obligado a huir. Cuatro veces, por lo menos, el clima en este continente hizo juguetes de los hombres, haciéndolos acudir en tropel cuando se suavizaba y expulsándolos luego. Idas y venidas a través de miles de kilómetros y durante centenares de milenios: de África y Asia a Europa y viceversa. Solo los hombres de Neandertal lograron soportar en Europa tres periodos glaciares, pero les costaron caras aquellas invernadas milenarias. El frío y el hambre cortaron el desarrollo de esta raza; la lucha aciaga por la vida echó a los neandertales hacia atrás, dándoles de nuevo un aspecto semianimal. Y cuando otra vez volvió el calor, cuando una primavera reverdecieron los prados, los hombres nuevos que regresaron de África por un istmo que había entre Túnez e Italia, no reconocieron a sus semejantes en los habitantes bajos, velludos y magros de las lúgubres cavernas. Los neanderthales fueron exterminados, pero de nuevo sobrevinieron las heladas, y un tiempo difícil llego para los triunfadores. Volvieron a crecer los glaciares, la tundra desplazó el bosque. Sin embargo, el hombre era ya más ingenioso. Siguiendo al mamut y al reno penetró muy lejos al norte, poseyendo ya una desarrollada cultura de la piedra.
Y he aquí que sobreviene otra catástrofe: el clima cambia de nuevo, esta vez por efecto del glaciar que retrocede.
¿Qué rige las congelaciones?
Los procesos que se operan en la Tierra.
Quizás, las mutaciones de la actividad del Sol.
Probablemente, el escape periódico (cada 300 millones de años) de las gigantescas masas de sustancia del centro de la Galaxia.
No está descartado que también la influencia que otras galaxias y sus aglomeraciones ejercen sobre la nuestra, sobre la aglomeración de que formamos parte nosotros.
La escala es grandiosa, pero no debe asustarnos. Al contrario, es excelente que nuestro destino histórico este ligado a tantos fenómenos y dependa de tantos fenómenos. Se apilan las montañas, respiran fuego los volcanes, verdean los bosques, brilla el sol, los corros de estrellas recorren sus círculos, y todo ello influye en los hombres. Entonces, no somos alienígenas, no existimos por pura casualidad, sino que constituimos una parte palpitante de un todo único que es infinito y que nosotros denominamos Universo.
He aquí ellos, los dos, se hallan al borde mismo del mar que ruge por encima de las nubes. Lo que los condujo acá, tal vez hubiese empezado en el cosmos remoto, en la inaccesible espesura sideral.
Pero ellos mismos, ¿qué hicieron?
El glaciar que cubría el norte de Europa fue derritiéndose desde el centro durante milenios. La hondonada llena de agua deshelada formo una titánica congeladora que determinaba el clima del continente. Pero el hacha golpeo, y un chorrito se transformo en arroyo, en río, en una inmensa catarata. Esta rugirá como cien Niagaras durante semanas, meses, decenios.
¿Oyen ustedes confundirse con el estrépito de las aguas el son de una larga trompeta? Es Espartaco que forma cerca del Vesubio a los gladiadores insurrectos.
¿Oyen, distinguen ustedes en medio del estruendo de los chorros espumosos gritos y el trote de los caballos? Alza el brazo el adalid Bobrok. Las tropas rusas habían retrocedido a la orilla del Nepriadva, el príncipe Dmitri había caído, ensangrentado, sobre la hierba. Pero el regimiento de reserva está fresco, desenvainadas las espadas, apretados los dientes, el estandarte ondea, las riendas están aflojadas, la tierra tiembla.
Todos están ya aquí... Las aguas abalanzadas marcan lo que ahora es el litoral del Mar Báltico; se unirán con el Océano Atlántico, se confundirán con sus ondas calentadas por el sol, y de allí el calor ira al norte. Los vientos ecuatoriales, libres de la presión del ciclón eterno, giraran hacia el interior del continente llevando allá la humedad oceánica. La semitundra se reemplazará por robledales, en el lindero del bosque una abeja zumbará sobre una flor, los grandes animales gregarios se Irán lejos al este, y en Europa se operara forzosamente un gran cambio: el hombre pasará de la caza a la agricultura, de la recolección de víveres a su producción. Se formarán los excedentes estables y fácilmente conservables de comida, se levantaran las primeras ciudades, empezara la civilización.
¡Si lo supieran ellos, el hombre y la mujer!
Pero no lo saben y, en vez de alegrarlos, los asustan el sol cálido y las nubes blancas, heraldos de otra época. Taciturno y cabizbajo, el hombre se amarra el cinturón con aljaba y saco. En su hombro musculoso sangra una desgarradura; una cicatriz le cruza la frente.
La mujer enrolla las pieles y se las echa la espalda. Hace un gesto con la cabeza al hombre en señal de que esta lista, pues no puede oírla en medio del ruido ensordecedor, y los dos emprenden camino por el borde del mar hacia las colinas que cercan la llanura que se esta inundando. Los dos descienden por el declive. El hombre se detiene, echa la ultima mirada a la superficie inabarcable del océano de hielo. Sus labios están apretados, las cejas fruncidas, pero un desafío orgulloso y amargo aparece por un instante en sus ojos: quiéranlo o no, ellos dos alcanzaron el extremo mismo. No es culpa suya que no haya a donde seguir.
Ahora la pareja se aleja de nosotros. Se aleja muy lentamente, y pasará una hora entera hasta que se convierta en una manchita sobre el vacío fondo blanco de hielos y nieve. La manchita se hace cada vez más pequeña y por fin desaparece del todo. Los dos se marcharon hacia el sur, a la futura estepa de los escitas, al bosque eslavo, a la noche de los espacios y los tiempos.
Se marcharon, pero regresaran, no se perderán. Su sangre entró en nuestras venas filtrándose a través del grosor de los milenios. Por las aguas del Mar Báltico que abrieron navegaran barcos, a sus orillas Petersburgo construirá sus palacios. Luego la Plaza del Senado, el asalto al Palacio de Invierno, los duros combates de 1941 en la plaza de armas de Oranienbaum, la artillería principal dispara desde los cruceros anclados en la bahía de la fortaleza de Kronstadt contra los tanques nazis de las divisiones al mando de Got, y luego volaran sobre el Neva los cohetes festivos celebrando el fin del sitio.
Los dos realizaron lo que les incumbía.
¿Y nosotros? ¿Dónde esta nuestro Mar Báltico?
Pues, aquí. Cada segundo se vierte el primer chorrito, se abre la fuente, solo hay que saber verlo. La respiración, un ademán, una palabra o un hecho dan comienzo a desarrollos cuyas consecuencias nadie puede medir.
Puede parecer que el cazador prehistórico aproximo el fin del glaciar, solo porque el mundo estaba entonces transformándose, viviendo un gran desplazamiento.
Pero el mundo siempre cambia, y nosotros estamos permanentemente en el linde ultimo, decisivo, de nuestro tiempo.
Como el reloj de arena, cada uno de nosotros se halla en un puente entre el "hace poco" y el "después", solo que los granos de arena —los segundos— fluyen hacia arriba, al mañana, tenidos de nuestro sentir, de nuestro obrar.
Millones de años pasados garantizaron la posibilidad de actuar; sobre millones de años venideros se proyectarán la sombra y el reflejo de nuestras realizaciones. Un australopiteco se lanzó al leopardo, el monje Roger Bacon se puso a escribir su gran obra en la celda de una cárcel medieval, Dostoievski permanece meditabundo en un puente a través del Moika, los hermanos Wright dieron contacto al motor que levanta al aire su avión... Todo esto llegó hasta nosotros, entró en nosotros. Un compositor está sentado al piano, un cosmonauta dirige su aparato celeste para ensamblarlo con otro, la semilla cae en la tierra, un orgulloso no cometió una vileza y otro hombre mintió: todo esto se proyecta sobre el futuro y determina el porvenir. Cualquier paso es responsable; tanto el de "la derecha" como el de "la izquierda" tiene la misma importancia que en aquel entonces, cuando el arroyo, cien siglos atrás, se convirtió en un río.
No debemos preocuparnos: nada bueno de lo que hacemos se perderá. Hemos de inquietarnos porque no se puede lavar, no se puede borrar el mal si ha entrado en el mundo. El hombre que hizo el Mar Báltico es usted, soy yo. Los hombres, dependiendo de todo e influyendo sobre todo, avanzan portando sus cabezas en medio de las estrellas, por los cruces de lo instantáneo y lo eterno, de lo nimio y lo infinito. Solo que hay que querer obrar.
¡Y creer!
Estamos habituados a pensar que la razón es más fuerte que la confianza. Pero antes de comenzar, antes de decidirnos, antes de descubrir, antes de actuar, debemos estar seguros de nuestra capacidad de triunfo. La razón es grande, sin embargo por delante va la confianza en nosotros mismos.
FIN