Cuando el poeta fue a nacer, el firmamento y los planetas telescópicos se encontraban como siempre, es decir, como cuando nacen los niños que una vez adultos serán boticarios, hermeneutas, ascensoristas y vendedores de loterías.
El poeta se hizo grande.
Verdad es que le pasaron ciertas razones en la infancia: algún desamor de la madre siempre pendiente de la leche en el fuego, y la melancolía temprana que se filtraba a la hora vespertina por las ventanas de su habitación, desparramando sus cabellos sobre su frente.
La glorieta abandonada del parque, donde apenas prendían algunas violetas y caminaban hormigas de lomo rojo, se convirtió, con el transcurso del tiempo, en la causa de su vida. A ese lugar semiabandonado, iba la perra preñada de la vecindad a parir y subían los mendigos para echar sobre sus rostros la claridad de la luna a la medianoche.
El poeta escribió versos sobre la glorieta.
Que sí, que eran hermosas sus columnas cilíndricas.
Que no, que las mariposas...
Que sí, que no.
Y llenó cuadernos su caligrafía redonda.
Conviene decir que tenía un conocimiento pobre y desparejo de sus pares, de aquellos que habían publicado libros de tapa color sepia donde sobresalían caracteres en tono dorado, y este desconocimiento le distrajo de mundos distintos que ni siquiera alcanzaba a presentir. ¿Y por qué me atrevo a decir esto de Orión? Porque todo cuanto hacía le parecía digno. Y humano. Y divino.
Y se maravillaba sobremanera de escribir, de prolongar la fila de palabras y más palabras que le venían al corazón como la palpitación acompasada de una larga lluvia. Se entretenía formando con ellas, sobre las líneas del papel rayado, hileras zigzagueantes de hormigas en constante movimiento.
Y si caía un relámpago ciego en medio de la noche, o se estaba por marchar la claridad del crepúsculo, buscaba rápidamente un papel y un lápiz en el fondo oscuro de la habitación, para trazar el nombre de la mujer que amaba.
Y se sentía Dios.
Y las alas de Ícaro se le desplegaban como grandes remos.
Y un día se encontró, cuando caminaba por las calles amarillas, con un profeta mayor.
Un profeta mayor es (conviene definirlo) un maestro, un poeta tocado por la gracia divina, un hombre venido al mundo para que todo aquel que lo conozca no se pierda por los caminos barrosos de la poesía profana mas tenga vida eterna.
El profeta le habló, mientras la lluvia caía mansamente sobre los tejados, de la sonoridad de los versos.
Le recordó que la Poesía tiene las teclas afinadas del piano inglés, de tres pedales, del viejo salón, y las cuerdas de la guitarra amanecida junto al pecho viajero del gitano, y algo de la tristeza del violín callejero, y una pizca, un temblor de las sonajas de las fiestas, y mucho del sonido de guerra de los tambores arrastrados por la corriente de la historia, y un poco de los espíritus fugaces de los sauces inflando aquel viento repentino del pueblo.
“Así cantarás mejor la armonía del mundo, porque la Poesía debe tener música, que viene a ser su gesto, casi la mirada de su rostro, ¿te das cuenta?”, dijo mientras tomaba un café espeso y fumaba un pucho.
Aquella primera lección parecía ser simplemente la expresión del cigarrillo y de la cafeína, y es probable que así fuera, pues se encontraba relajado y feliz. Sin embargo, su discípulo sentía que dentro de su interior se estaban abriendo - violentamente - puertas que permitían la entrada de vientos desconocidos para él. Y esos vientos eran fríos y traían mensajes de aves nocturnas. Y el aroma de las clemátides que también arrastraban se convirtió en un olor de mar furioso, de olas altas que se alzaban sobre su propia furia para caer con un ruido de mundo empujado por la fuerza de los astros.
Escuchaba en silencio hablar al profeta, pero sentía que cientos de grillos estallaban en su cabeza.
“De haberlo sabido; Dios mío, de haberlo sabido”, se decía, aunque todavía se resistía a reconocer la culpa de su ignorancia.
“Pero ya estoy avisado”, se dijo, y entendió de golpe la Revelación.
Había cambiado su vida.
Ya nunca más la costumbre de antes, aquel enamorarse un rato de alguna mujer de ojos azules que mordía, acostada sobre el pasto, un zumo de hierbas si lo escuchaba decir, subido a la tarima de su arrogancia, sus poemas.
Sus pobres poemas que en su conjunto eran casi nada se le cayeron - aparatosamente - de su existencia.
Alguien barría en la calle.
“Nacer poeta es tan fiero, Dios del cielo”, le comentó entonces al profeta.
Y el profeta hizo no sé qué extraño gesto.