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CUENTOS CIENCIA-FICCIóN
CUENTO PROBLEMAS DEL GENIO CREADOR (por Thomas M. Disch)
Sentía un dolor sordo, una especie de vacío en la zona del hígado, el asiento de la inteligencia, según la Psicología de Aristóteles; sentía como si alguien estuviese dentro de su cuerpo inflando un globo, y que aquel globo era su organismo. Unas veces lo ignoraba, pero otras no podía hacerlo, igual que cuando se tiene una encía hinchada e incesantemente se comprueba su estado con la lengua o un dedo. Se sentía enfermo y las piernas le dolían de estar tanto tiempo sentado.
El profesor Offengeld estaba hablando de Dante. Dante había nacido en 1265. «Nació en 1265», escribió en su cuaderno.
Se habría sentido igual aun a pesar de la frialdad de Milly, pero esto no hacía más que empeorar las cosas. Milly era su chica, y ambos se amaban, pero durante las tres últimas noches ella le esquivaba ostensiblemente, diciendo que tenía que estudiar, o alegando cualquier otra excusa absurda.
El profesor Offengeld hizo una observación jocosa y los demás alumnos que se hallaban en el auditorio se echaron a reír. Birdie estiró las piernas por el pasillo y bostezó.
—El infierno que Dante nos describe, es el que cada uno de nosotros llevamos secretamente en lo más recóndito de nuestra alma —aseguró Offengeld, solemnemente.
Tonterías, se dijo para sí mismo. Todo eso era un montón de tonterías. Escribió «tonterías» en su cuaderno, y luego dio a las letras un aspecto de relieve, sombreando los lados con todo cuidado.
Offengeld les hablaba ahora acerca de Florencia, de los papas y esas cosas.
—¿Qué es simonía? —preguntó el profesor.
Birdie estaba escuchando, pero no se dio cuenta de la pregunta. En realidad no la oyó, pues trataba de reproducir en su libreta el rostro de Milly, aunque no sabía dibujar demasiado bien. Exceptuando las calaveras. Estas le salían espléndidamente. Tal vez debió haber asistido a una escuela de Bellas Artes. Convirtió la cabeza de Milly en una calavera con larga cabellera rubia. Se sintió aún más enfermo.
Ahora le dolía el estómago. Quizá era la barrita de Synthamon que había tomado en lugar de una comida caliente. No se sometía a una dieta equilibrada, y eso era un error. Durante más de dos años había comido en cafeterías y descansado en dormitorios comunes. Desde que se diplomó en la escuela de enseñanza secundaria, para ser más exactos. Aquella vida era un infierno. Necesitaba un hogar, una existencia regular. Tenía que sentar cabeza, en suma. Cuando se casara con Milly iban a tener lechos gemelos. Tendrían un apartamento de dos habitaciones para ambos, y una de las estancias serviría sólo de alcoba. En ella no habría nada más que dos lechos. Se imaginó a Milly en su elegante uniforme de azafata, y luego comenzó a desnudarla mentalmente. Cerró los ojos. Le quitó primero la chaquetilla con la insignia de la Pan-American sobre el pecho izquierdo. Luego soltó el broche de la cintura y descorrió la cremallera. Deslizó la falda por encima del terso pantaloncito. Éste era del tipo antiguo, con encajes en los dobladillos. También la blusa estaba confeccionada de un modo tradicional, con muchos botones. Era engorroso soltar tantos botones. Birdie perdió interés en la imagen.
Los reos de pecados de la carne se hallaban en el primer círculo, dijo el profesor, porque su pecado era menor. Francesca de Rímini, Cleopatra, Elizabeth Taylor. La clase entera celebró la bromita del profesor Offengeld. Todos conocían a Elizabeth Taylor por la asignatura de Historia del Cine, cursada el año anterior.
Rímini era una ciudad de Italia.
¿A quién demonios podía interesarle semejante tostón? ¿Qué importaba el lugar donde había nacido Dante? Tal vez nunca había existido. Aun así, ¿en qué podía afectarle a él, Birdie Ludd?
En nada.
¿Por qué no se decidía a hacerle esas preguntas a Offengeld? ¿Por qué no le pedía que se callara de una vez?
La razón principal era que Offengeld no se encontraba allí. Lo que parecía el profesor era en realidad un flujo de electrones dentro de un gran cristal sintético. El Offengeld de carne y hueso había muerto dos años antes. En vida, el profesor fue considerado como el mayor erudito en los estudios sobre Dante y su literatura, y por ello el Consejo Educativo Nacional estaba empleando sus cintas aún.
Aquello era ridículo. Dante, Florencia, los papas simoníacos... Ahora ya no estaban en la condenada Edad Media, sino en el condenado siglo XXI, y él era Birdie Ludd, estaba enamorado, se encontraba solo y sin trabajo, y no podía hacer nada para remediarlo, nada en absoluto, ni disponía de un solo lugar donde refugiarse en todo aquel hediondo país.
La sensación de vacío que experimentaba en el interior del pecho se acentuó, y de nuevo trató de pensar en los botones de la imaginaria blusa de Milly, así como en la carne tibia y familiar que había debajo. Seguía sintiéndose enfermo. Rompió la hoja con la calavera dibujada, no sin echar una ojeada culpable al cartel que había sobre el estrado del auditorio, y que decía: EL PAPEL ES VALIOSO. NO LO DESPERDICIES. Entonces dobló los trozos con cuidado y siguió doblándolos hasta que fueron demasiado gruesos para seguir con la operación. Por fin introdujo el papel en el bolsillo de su camisa.
La muchacha que se sentaba a su lado le estaba mirando con mala cara por desperdiciar el papel de esa forma. Como otras chicas vulgares, era una acérrima conservadora, pero tenía excelentes notas, y Birdie contaba con ella para pasar los exámenes finales. Por con-siguiente, le dirigió una sonrisa. Tenía una sonrisa realmente simpática. Todo el mundo se lo decía. Su único problema era la nariz, demasiado chata.
El profesor Offengeld dijo en ese momento:
—Y ahora vamos a realizar una pequeña prueba de asimilación. Por favor, cierren sus cuadernos y colóquenlos debajo de los asientos.
Su imagen se desvaneció, y se encendieron las luces del auditorio. A continuación, una voz grabada resonó en la sala:
—¡No hablen, por favor!
Cuatro monitores negros procedieron a distribuir las hojas con el cuestionario a los quinientos estudiantes que había en el auditorio.
Volvieron a debilitarse las luces y la primera elección múltiple apareció en la pantalla:
1. Dante Alighieri nació en: a) 1300, b) 1265, c) 1625, d) fecha desconocida.
Por lo que a Birdie se refería, la fecha era desconocida. La perra que se sentaba a su lado estaba ocultando su cuestionario. ¿Cuándo diablos habría nacido Dante? Había escrito la fecha en el cuaderno, pero no la recordaba. Alzó la vista para mirar de nuevo la pregunta, pero ya habían colocado la segunda en la pantalla. Hizo una señal en el espacio (c), y luego la borró, sintiendo vagamente que no estaba acertado; mas, al fin, volvió a trazar la misma marca. Cuando levantó de nuevo la mirada, aparecía ya la cuarta pregunta en la pantalla.
Esta vez debía elegir entre una serie de nombres ridículos de los que nunca había oído hablar. Aquel maldito cuestionario no tenía pies ni cabeza. Irritado, marcó la (c) en todas las preguntas, por anticipado, y luego entregó la hoja de papel al monitor que estaba en la parte anterior de la sala. El individuo le dijo que no podía abandonar el auditorio hasta que terminase la prueba. Birdie tomó asiento en un rincón oscuro y procuró pensar en Milly. Algo marchaba mal, pero no sabía lo que era. Sonó en ese momento la campanilla, y todos lanzaron un suspiro de alivio.


El número 334 de la calle 11 era uno de los veinte edificios idénticos que se construyeron en 1980 bajo el primer programa MODICUM, del Gobierno federal. Cada edificio tenía veintiún pisos (uno para tiendas, y el resto para viviendas), y las plantas presentaban forma de esvástica, con los brazos abiertos hacia cuatro apartamentos de tres habitaciones (para parejas con hijos), y seis apartamentos de dos habitaciones (para parejas sin hijos). Por consiguiente, cada edificio podía albergar a 2.240 ocupantes sin que se sintieran hacinados. El polígono, que ocupaba una zona de menos de seis manzanas de casas, albergaba una población de 44.800 almas. Había sido una notable realización, para su tiempo.
«¡Cállense!» Alguien, un hombre, estaba gritando por el patio de ventilación del número 334 de la calle 11. «¿Por qué no se callan, de una vez?» Eran las siete y media, y el individuo llevaba chillando cuarenta y cinco minutos por el patio, desde que regresara de su trabajo (tres horas lavando platos en una cafetería). No era fácil saber a quién le gritaba. En otro apartamento, una mujer vociferaba, dirigiéndose a un hombre: «¿Qué significa esto, veinte dólares?» Y el hombre le replicó, no menos sonoramente: «¡Veinte dólares; eso es lo que significa!»
Numerosas criaturas lanzaban vagidos de descontento, y otros niños mayores hacían ruidos más fuertes mientras jugaban a las guerrillas en los pasillos. Birdie, sentado en la escalera, alcanzaba a ver, en el piso inferior, a una chiquilla negra de trece años que bailaba en aquel lugar, frente a la luna de un armario, y cantaba acompañando la música de un transistor que mantenía en el hueco de sus senos adolescentes. No puedo decir cuánto le amo, tronaba la radio, a todo volumen. No era una canción que agradase especialmente a Birdie Ludd, pero estaba catalogada en el tercer lugar del listado de éxitos del país, y eso quería decir algo. La muchacha tenía un traserillo bastante atractivo; Birdie pensó que la chica iba a hacer estallar las costuras de su pantaloncito de calle. Trató él de abrir la estrecha ventana que comunicaba la escalera con el patio de ventilación, pero se hallaba atascada. Retiró las manos cubiertas de hollín, y lanzó débilmente una maldición. «¡Ni siquiera puedo oír lo que pienso!», aulló el hombre por el patio.
Al oír que alguien subía, Birdie se sentó, abrió su libro de texto e hizo como que estaba leyendo. Pensó que tal vez sería Milly (fuera quien fuese, usaba tacones altos), y en la garganta comenzó a hacérsele un nudo. En el caso que fuera Milly, ¿qué iba a decirle él?
Pero no era Milly. Tan sólo se trataba de una anciana que llegaba cargando con el bolso de la compra. Se detuvo en el rellano, debajo de Birdie, se apoyó en la baranda, suspiró y dejó en el suelo la bolsa. Luego se colocó un palillo rosado de Oralina entre los fláccidos labios, y al cabo de unos segundos sonrió a Birdie. Éste frunció el ceño y se enfrascó en la contemplación de una mala reproducción de La Muerte de Sócrates, de David, que figuraba en su texto.
—Estudiando, ¿verdad? —inquirió la anciana.
—Sí, eso es lo que estoy haciendo. Estudiando.
—Así me gusta.
La vieja se quitó el tranquilizante de la boca, y lo mantuvo entre los dedos índice y medio, como si fuera un cigarrillo. Se ensanchó su sonrisa, como si estuviera pensando alguna ocurrencia graciosa.
—Es muy conveniente que los jóvenes estudien —declaró al fin, entre risitas.
La radio comenzó a emitir un nuevo anuncio de la Ford, Era uno de los favoritos de Birdie, y éste deseó que el viejo achacoso se callara para poder oírlo.
—No se puede ir a ninguna parte, en estos días, sin tener estudios —insistió ella.
Birdie siguió mudo. La vieja se decidió a abordar un nuevo tema.
—Estas escaleras... —dijo, y se calló.
Birdie, irritado, levantó la mirada del libro.
—¿Qué pasa con las escaleras? —preguntó.
—¿Qué pasa? Pues que los ascensores están estropeados desde hace tres semanas. Eso es lo que pasa. ¡Tres semanas!
—¿Y qué?
—Pues que ya podían arreglarlos, de una vez. Pero no hace uno más que llamar a la oficina de MODICUM, y le contestan con evasivas. Es inadmisible.
A Birdie le hubiera gustado amordazarla. Le estaba estropeando el anuncio. Además, hablaba como si hubiera pasado toda su vida en algún edificio privado, y no en un mísero suburbio de MODICUM. En realidad hacía años, y no semanas, que los ascensores de aquel edificio no funcionaban.
Con gesto de disgusto, Birdie se hizo a un lado en el escalón para que la anciana pudiera pasar por donde él estaba. Subió ella tres escalones, hasta que su rostro estuvo a la altura del de Birdie. La mujer olía a cerveza, a Synthamon y a vejez. Él odiaba a los viejos. Le irritaban sus rostros arrugados y el contacto de su piel fría y reseca. Precisamente porque había tantos viejos, Birdie Ludd no podía casarse con la muchacha que amaba, ni le permitían tener un hijo. Eso era una verdadera vergüenza.
—¿Qué estás estudiando?
Birdie echó una ojeada al pie de la ilustración, que no había leído antes.
—Sócrates —repuso él, acordándose vagamente de algo que había dicho el profesor de Historia de Arte—. Es el tema del cuadro, un cuadro griego.
—¿Vas a estudiar pintura, u otra cosa?
—Otra cosa —dijo Birdie, secamente.
—Eres el amigo de Milly Holt, ¿no es cierto?
No hubo respuesta.
—¿Acaso la estás esperando esta noche?
—¿Hay una ley que prohíba esperar a alguien?
La vieja se rió ante el rostro de él, y luego se dispuso a seguir hasta el próximo rellano. Birdie trató de no mirarla, pero no pudo evitarlo. Se miraron a los ojos, y ella volvió a reírse. Sin poder contenerse, Birdie le preguntó de qué se reía, y la vieja replicó en seguida:
—¿Hay alguna ley que prohíba reírse?
A continuación siguió lanzando carcajadas, hasta que éstas se convirtieron en una tos ronca, como la que recordaba de una película de educación sanitaria acerca de los peligros del tabaco. Birdie se preguntó si la vieja sería una adicta al vicio. Él conocía a numerosos hombres que fumaban, pero aquello parecía repugnante en una mujer.
Varios pisos más abajo se oyó el sonido de una puerta al cerrarse. Birdie miró por el abismo del pozo de la escalera, y pudo ver una mano que ascendía por la barandilla. Tal vez era la de Milly. Los dedos eran delgados, como los de ella, y las uñas pintadas de color dorado. No obstante, en la tenue luz de la escalera, resultaba difícil asegurar algo. Un sen-timiento de esperanza le hizo olvidar la risa de la anciana, el hedor de la basura y los gritos que se oían por todas partes. El pozo de la escalera se convirtió en el escenario de un romance, como los de la televisión.
La gente le había dicho siempre que Milly era lo suficientemente hermosa como para poder ser actriz. Y él mismo hubiera tenido mucho mejor aspecto de no haber sido por la nariz. Ya imaginaba cómo exclamaría ella: «¡Birdie!», cuando le viera esperándola; cómo le besaría, y le haría entrar en seguida en el piso de su madre...
Al llegar al piso once o doce, la mano abandonó la baranda y no volvió a aparecer. Evidentemente, no había sido Milly.
Echó una ojeada a su reloj «Timex», garantizado. Eran las ocho en punto. Aún podía aguardar un par de horas a Milly. Luego tendría que tomar el Metro, de regreso a su alojamiento; una hora de viaje. De no ser por los exámenes, habría seguido esperando allí toda la noche.
Volvió a sentarse, para estudiar Historia del Arte. Observó la reproducción del cuadro de Sócrates bajo la luz mortecina. El griego sostenía con una mano una gran copa, y con la otra estaba señalando a alguien. En modo alguno parecía estar muriéndose. El examen semestral de Historia del Arte sería al día siguiente, a las dos de la tarde. Tendría que estudiar a fondo. De nuevo examinó la ilustración. ¿Por qué pintaría cuadros la gente, después de todo? Siguió mirando hasta que le dolieron los ojos.
En algún lugar estaba llorando un niño. «¡Silencio! ¿Por qué no se callan de una vez? ¿Han perdido el juicio?» Una pandilla de andrajosos, que jugaban a guerrilleros birmanos, bajó corriendo las escaleras, y un minuto después otro grupo, éste de tropas norteame-ricanas, pasó persiguiéndolos y gritando barbaridades.
Mientras seguía contemplando la ilustración en la penumbra, Birdie comenzó a llorar. Estaba seguro, aunque no era capaz de admitirlo a viva voz, que Milly le estaba engañando. Él amaba tanto a Milly, era tan hermosa... La última vez que la vio le llamó estúpido. «Eres un estúpido —le dijo—, y me pones enferma.» Pero era tan hermosa...
Cayó una lágrima sobre la copa de Sócrates, y fue absorbida por el papel barato del libro. La radio comenzó a transmitir un nuevo anuncio. Poco a poco fue serenándose. ¡Debía esforzarse por estudiar, caramba!
Vamos a ver, ¿quién demonios era Sócrates?


El padre de Birdie Ludd era un hombre rollizo, con una barbilla huidiza y nariz chata, como su hijo. Desde la muerte de su esposa, había vivido en un dormitorio de MODICUM para hombres maduros, donde Birdie le visitaba una vez al mes. No tenían nada de qué hablar, pero la gente de MODICUM insistía en que los miembros de las familias debían seguir unidos. La vida familiar era la fuerza de cohesión más poderosa que había en cualquier sociedad. Se veían en la sala de visitas, y si alguno de los dos había recibido una carta de los hermanos o hermanas de Birdie, hablaban un poco de ello. También miraban algo la televisión (especialmente si había partido de béisbol, pues el señor Ludd era apasionado seguidor de los Yanquis). Luego, poco antes de marcharse Birdie, su padre le pedía prestados cinco o seis dólares, ya que la asignación que recibía de MODICUM no le bastaba para proveerse de Thorazina. Birdie, claro está, nunca tenía nada para prestar.
Cada vez que el muchacho visitaba a su padre, se acordaba del señor Mack. Éste había sido su consejero tutor en la clase superior de P.S. 125 y, como tal, desempeñó un papel mucho más importante en la vida de Birdie que su propio padre. Se trataba de un hombre calvo, de edad madura, con un vientre tan protuberante como el del padre de Birdie, y una característica nariz judía. Birdie siempre tuvo la impresión que el consejero le tomaba a broma, que su benevolencia era un disfraz bajo el cual escondía un desdén ilimitado, y que sus buenos consejos no eran más que una burla. Lo malo era que Birdie no podía hacer otra cosa que aguantar. El señor Mack era quien tenía la sartén por el mango, y había que obedecerle.
En realidad, el señor Mack experimentaba una especie de tibia simpatía hacia Birdie Ludd. De los diversos estudiantes que habían fracasado en la REGENT, Birdie era, sin duda, uno de los más simpáticos. Nunca se comportó con violencia o grosería durante las entrevistas, y siempre parecía estar dispuesto a intentar lo mejor.
—Lo cierto es —le había dicho una noche el señor Mack a su mujer, confidencialmente (ella también hacía como de consejera tutora)— que se trata, a mi juicio, de un magnífico ejemplo de falta de adaptación al sistema, porque el muchacho es básicamente decente.
—Vamos, vamos —repuso ella—. Tú sí que eres básicamente un viejo bonachón.
En realidad el caso de Birdie no era tan excepcional. El Congreso había aprobado la ley de Revisión Genética (REGENT, como era vulgarmente conocida) en el año 2011, siete antes que Birdie hubiera cumplido los dieciocho años y tuviera que someterse a ella. Pero ahora la agitación y las protestas habían concluido, y el sistema parecía desenvolverse con toda normalidad. Las cifras de la población se habían mantenido invariables desde el año 2014.
El primer decreto instituido en ese ámbito, en 1998, era menos concreto. En él, simplemente se especificaba que los individuos evidentemente indeseables, desde el punto de vista genético, como los diabéticos, los locos peligrosos y los idiotas, no tendrían el privilegio de poder reproducirse. También se les negaba el voto. El decreto de 1998 no encontró virtualmente oposición alguna, y fue fácil implantarlo, ya que por aquella época los métodos cívicos anticonceptivos se aplicaban en todas partes, menos en las zonas rurales más atrasadas. La principal misión del decreto de 1998, fue preparar el camino al sistema de la REGENT.
Esta prueba comprendía tres partes: en primer lugar, el ya conocido examen de Stanford-Binet, relativo a la inteligencia; luego el Skinner-Waxmann, de potencial creador (que consistía, en gran parte, en elegir una serie de líneas punteadas especiales), y por fin la prue-ba O’Ryan-Ejército, de aptitud física, con el examen de metabolismo. Los candidatos fracasaban si recibían una puntuación que, en dos de las tres pruebas, estuviera por debajo del límite admitido. Birdie Ludd estuvo nervioso el día de su REGENT (era un martes trece, ¡condenación!), y justamente en medio de la prueba de Skinner-Waxmann un gorrión entró en el auditorio y provocó un revuelo, por lo que Birdie no se pudo concentrar. En consecuencia, no le extrañó demasiado saber que le habían reprobado en la prueba de cociente intelectual y en la Skinner-Waxmann. En el examen de aptitud física, Birdie obtuvo cien puntos (el máximo en la curva normal), lo que le hizo sentirse muy orgulloso.
Birdie no creía realmente en el fracaso, al menos como situación permanente. Había reprobado el tercer año; pero, ¿le había impedido eso terminar los estudios de enseñanza secundaria? En absoluto. Lo importante, según el señor Mack había advertido en una asamblea especial a Birdie y a los otros 107 candidatos que fueron reprobados, era que el fracaso podía considerarse tan sólo como un punto de vista, y que la confianza en sí mismos podía resolver la mayor parte de los problemas. Birdie creyó aquellas palabras entonces, y firmó para que volvieran a examinarle en la gran sede que la oficina de Salud, Educación y Beneficencia tenía en la ciudad. En esta ocasión, realmente, se aplicó al estudio. Compró la obra Cómo puede usted añadir veinte puntos a su cociente de inteligencia, por L. C. Wedgewood, doctor en Filosofía, y Sus exámenes REGENT, preparada por el Consejo Nacional de Educación. En este último libro había una docena de pruebas de ejemplo, y Birdie resolvió todos los problemas fáciles de cada prueba (lo único importante, según el mismo libro explicaba, eran las treinta primeras preguntas; las treinta segundas eran para genios precoces). Al llegar el día del segundo examen, Birdie se mostraba optimista y confiado en sí mismo.
Pero las preguntas fueron absurdas. Ninguna estuvo de acuerdo con lo que había estudiado. Para la prueba de inteligencia tuvo que sentarse en una sofocante cabina, junto a una vieja vestida de negro, para repetir números de teléfono según ella se los iba apuntando, y tanto en el orden normal como al revés, ¡pero con el número de zona, además! Luego la mujer le enseñó distintos dibujos y él tuvo que decir lo que había de erróneo en ellos. Con mucha frecuencia no había nada equivocado. Así siguieron las cosas durante más de una hora.
La prueba de capacidad creadora era aún más difícil. Le entregaron unos alicates y le llevaron a una estancia vacía, de cuyo techo pendían dos trozos de alambre. Birdie tenía que unir los dos alambres.
Aquello era imposible. Tal como estaban colocados esos alambres, aun utilizando los alicates, no había posibilidad de efectuar el empalme. Trató de conseguirlo una docena de veces, y no logró nada. Cuando abandonó la estancia, estaba a punto de echarse a llorar. Había otras tres pruebas aún más ridículas que aquélla, y Birdie apenas hizo un esfuerzo para resolverlas. Era imposible.
Luego le indicaron la forma de solucionar el problema de los alicates y los alambres, y no le pareció demasiado difícil. En verdad no era más que un vulgar truco, y eso le puso de un humor realmente endemoniado. Consideraba que ejercicios como ésos eran una injusticia. Pero, ¿qué podía hacer él? Nada. ¿A quién podía quejarse? A nadie. Lo hizo ante el señor Mack, quien prometió hacer lo posible por ayudar a Birdie, procurando que volvieran a calificarle debidamente. Lo importante era recordar que el fracaso tan sólo suponía una actitud negativa. Birdie debía pensar positivamente, y aprender a ayudarse a sí mismo. El señor Mack le sugirió entonces que fuera a la Universidad.
En esos momentos la Universidad era en lo último que Birdie podía haber pensado. Sólo pensaba en descansar, después de los fatigosos exámenes. Y, por otra parte, él no pertenecía al tipo universitario. Claro está que no era un bruto, pero tampoco pretendía hacerse pasar por un genio. El señor Mack le dijo entonces que el 73 por ciento de los diplomados en institutos de enseñanza secundaria iban a la Universidad, y que las tres cuartas partes de los que comenzaban estudios superiores obtenían el diploma final. Birdie contestó:
—Sí, claro, pero...
Sin embargo, no fue capaz de decir lo que estaba pensando: que el propio Mack era un condenado intelectual, y que por consiguiente no podía saber lo que Birdie sentía acerca de la Universidad.
—Debes recordar, Birdie, que se trata ahora de algo más que un proyecto de educación. Si recibes una puntuación suficiente en REGENT, podrás abandonar los estudios, podrás casarte y obtener un sueldo trabajando para MODICUM. Eso, si no tienes más ambiciones...
Después de un hosco y pesado silencio, el señor Mack abandonó la táctica de reprenderle y optó por engatusarle.
—Supongo que querrás casarte, ¿verdad? —inquirió.
—Sí, pero...
—Y tener hijos, ¿no es eso?
—Claro, pero...
—En tal caso, a mi entender, la Universidad es lo que más te conviene, Birdie. Has hecho tus REGENT y has fracasado. Volviste a efectuar las pruebas y lograste una puntuación más baja que en las primeras. Después de eso, sólo te quedan tres posibilidades: o bien realizas un servicio excepcional en beneficio de la nación o de la economía del país, lo que no es fácil para una persona corriente; o demuestras aptitudes físicas, intelectuales o creadoras muy superiores al nivel demostrado en las REGENT que reprobaste, lo que también presenta grandes problemas, u obtienes una licenciatura. Esto último me parece lo más fácil, Birdie. Tal vez sea tu único camino.
—Creo que tiene usted razón.
El señor Mack sonrió satisfecho y se ajustó el cinturón bajo el voluminoso vientre. Birdie se preguntó cuál habría sido la puntuación obtenida por Mack en la prueba O’Ryan-Ejército, de aptitud física. Seguramente, no fue de cien puntos.
—Y por lo que respecta al dinero —agregó Mack, mientras examinaba la ficha educativa de Birdie—, no necesitas preocuparte por eso. Mientras mantengas unas calificaciones medias, podrás obtener una beca del estado de Nueva York, como mínimo. Supongo que tus padres no estarán en condiciones de ayudarte, ¿verdad?
Birdie repuso que era así, efectivamente, y el señor Mack le entregó un formulario para solicitar becas.
—Todo ciudadano de los Estados Unidos tiene derecho a recibir educación superior, Birdie. Si no conseguimos ejercitar nuestros derechos, la culpa será sólo de nosotros. Hoy no hay excusa para los que no asisten a la Universidad.
Y como Birdie Ludd no tenía excusa alguna, se inscribió en la Universidad. Desde el principio le dio la sensación que todo aquello era una trampa, un rompecabezas con una solución capciosa que les habían descubierto a todos menos a él. Un laberinto en el que los otros entraban y salían a voluntad, pero donde Birdie, cada vez que intentaba hallar una salida, se veía ante un obstáculo insalvable.
Pero, ¿qué otra cosa podía hacer? Birdie estaba enamorado.


En la mañana del día en que se realizaba el examen de Historia del Arte, Birdie se hallaba tendido en su cama, en el vacío dormitorio, pensando en su amor. No podía dormir, pero tampoco sentía deseos de levantarse. Sin embargo, el cuerpo le bullía de vitalidad, de energía juvenil, aunque no tenía ganas de desperdiciar esas energías cepillándose los dientes y bajando a desayunar. A decir verdad, ya era demasiado tarde para ir a desayunar. Se encontraba muy bien allí.
Los rayos del sol entraban por la ventana del sur, y una leve brisa susurraba, agitando la cortina. Birdie rió quedamente al notar aquella sensación de plenitud. Se volvió de lado, hacia la izquierda, y contempló, a través de la ventana, un rectángulo perfecto de cielo azul. Una hermosura. Estaban en marzo, pero más parecía abril o mayo. Ese iba a ser un día espléndido. Lo presentía hasta en los huesos.
La forma en que la brisa estremeció la cortina le hizo pensar en el verano anterior, cuando el suave viento del lago jugueteaba con el cabello de Milly. Habían ido a pasar un fin de semana al lago Hopatcong, en Nueva Jersey. Encontraron un pequeño prado no lejos de la orilla, pero aislado de donde estaban los bañistas por un seto de arbustos, y allí se hicieron el amor durante casi toda la tarde.
A continuación permanecieron tendidos, el uno al lado del otro, con la cabeza apoyada en la hierba, mirándose a los ojos. Los de Milly eran de color avellana, con motas doradas. Los de él eran como un cielo sin nubes. Algunos mechones del cabello de Milly, algo re-beldes tras el baño matinal, le cruzaban el rostro. Birdie pensó que era la muchacha más hermosa del mundo. Cuando se lo dijo, ella se limitó a sonreír. Sus labios estaban tibios y dulces, y no dijo nada cruel.
Birdie cerró los ojos para recordar mejor el momento en que la había besado.
—Te quiero mucho, Birdie, te amo con toda el alma —aseguró Milly.
Y él también la adoraba. Más que a nada en el mundo. ¿No lo sabía ella? ¿Acaso lo había olvidado?
—Haré cualquier cosa por ti —dijo él en voz alta, en el dormitorio vacío.
Ella había vuelto a sonreír, después. Le susurró algo al oído, y Birdie pudo notar que sus labios le rozaban el lóbulo de la oreja.
—Sólo una cosa te pido, Birdie. Una cosa. Y tú sabes bien lo que es.
—Lo sé, lo sé.
Él trató de volver la cabeza para hacerla callar con un beso, pero ella se la retuvo firmemente entre sus manos.
—Debes clasificarte debidamente.
Aquello le sonaba casi cruel, pero cuando la miró de nuevo a los ojos, no vio asomo alguno de saña, sino tan sólo amor.
—Quiero tener un hijo, mi amor. Tuyo y mío. Quiero que nos casemos y que tengamos nuestro propio piso, y una criatura. Estoy cansada de vivir con mi madre, y también de mi trabajo. Deseo ser tu mujer; sólo pretendo lo que todas las mujeres quieren. Por favor, Birdie.
—Estoy haciendo lo posible, ¿no te parece? Dentro de tres años tendré un título superior, y entonces volverán a clasificarme. Ese mismo día nos casaremos.
Él la miró con aire de perrillo herido, lo que habitualmente servía para que ella dejase de discutir.


El reloj de pared del dormitorio señalaba las 11.07. «Este será mi día de suerte», se prometió Birdie a sí mismo. Saltó del lecho e hizo diez flexiones sobre el linóleo del piso, apoyado en los brazos. Aquel suelo no parecía ensuciarse nunca, aunque Birdie jamás había visto a nadie limpiarlo. En la última flexión no pudo levantarse, y se quedó allí, descansando con los labios pegados contra el frío linóleo.
Luego se incorporó y tomó asiento en el borde del desordenado lecho, observando la cortina blanca que se movía a impulsos del viento. Pensó de nuevo en Milly, su querida, hermosa y espléndida Milly. Deseaba enormemente casarse con ella, sin que le importarse cuál era su clasificación genética. Si ella le amaba de verdad, eso no podía constituir ningún inconveniente. No obstante, se daba cuenta que estaba haciendo lo que debía, al esperar. Comprendía que el apresuramiento era una necedad. Inmediatamente después de fracasar en la prueba para rectificar su clasificación, Birdie trató de convencerla para que tomase una píldora fecundadora que compró en el mercado negro por veinte dólares. La píldora contrarrestaba el efecto del agente anticonceptivo que se vertía en el agua de la ciudad.
—¿Estás loco? —le gritó ella, entonces—. ¿Has perdido el juicio, Birdie?
—Sólo quiero un hijo, eso es todo. ¡Condenación! Si no nos dejan tenerlo legalmente, lo tendremos por nuestra cuenta.
—¿Y qué crees que pasará cuando descubran que estoy encinta ilegalmente?
Birdie se encerró en un hosco silencio. No había pensado en aquel detalle.
—Me harán abortar y tendré entonces una calificación negativa, en mi hoja de servicios, para el resto de mi vida. ¡Dios mío, Birdie, a veces eres realmente torpe!
—Podríamos ir a México...
—¿Y qué haríamos allí, morirnos, suicidarnos? ¿No has leído los periódicos en estos últimos diez años?
—Bueno, sé que lo han hecho otras mujeres. He leído las noticias de este año. Fue como una protesta. Reclamaban sobre los derechos civiles, y esas cosas.
—¿Y qué ocurrió entonces? Todos los chiquillos fueron recluidos en orfanatos federales, y los padres terminaron en la cárcel. Además, los esterilizaron. ¿Es posible que no supieras eso, Birdie?
—Sí, lo sabía, pero...
—Pero, ¿qué, estúpido?
—Que había pensado...
—Tú no piensas, eso es lo malo que tienes. Jamás piensas. Yo tengo que hacerlo por los dos. Por suerte, tengo más cerebro del que necesito para mí sola.
—Bah —dijo él, burlonamente, al tiempo que exhibía su sonrisa especial, de estrella de cine.
Ella no podía resistir esa sonrisa; ahora se encogió de hombros y, después de lanzar una breve carcajada, lo besó en los labios. No era capaz de estar enfadada con Birdie más de diez minutos seguidos. Le hacía reír y olvidar todo lo que no fuera su amor. En ese aspecto, Milly era como su madre. Y Birdie era como el hijo de ella.
Las 11.35. El examen de Historia del Arte se iniciaba a las dos. Ya había perdido la clase de las diez, sobre Aptitud de Consumo. Una lástima.
Birdie se dirigió al cuarto de baño para asearse, y la radio automática comenzó a sonar cuando abrió la puerta. Estaban tocando Vaya, vaya, ¿por qué soy tan feliz? Birdie también pudo haberse hecho la misma pregunta.
Ya de vuelta, en el dormitorio, trató de llamar por teléfono a Milly, a su trabajo, pero sólo había un aparato en cada sección de segunda clase de los reactores de la Pan-American, y solía estar ocupado durante todo el vuelo. Dejó un mensaje para que ella le llamara, aunque sabía que no lo haría.
Resolvió ponerse su jersey blanco, con el pantalón tejano del mismo color, y zapatillas blancas. Se cepilló y peinó el cabello, se miró en el espejo del cuarto de baño y sonrió complacido. La radio automática comenzó a transmitir su anuncio favorito, el de la Ford. Solo, frente al espacio que había ante los urinarios, comenzó a bailar mientras entonaba las estrofas de la serie comercial.
Sólo tenía que hacer un viaje de quince minutos en Metro para llegar a Battery Park. Compró una bolsa de cacahuetes, para dar de comer a las palomas del aviario. Cuando se le terminaron los cacahuetes, deambuló entre las filas de bancos donde los viejos se sentaban día tras día para contemplar el mar y aguardar la muerte. Esa mañana, Birdie no sentía por los ancianos el mismo odio que la noche anterior. Alineados en filas, bajo la intensa luz del sol, parecían estar muy lejos; no daban la impresión de constituir una amenaza.
La brisa que llegaba del puerto olía a sal, petróleo y materias corrompidas, pero en conjunto no resultaba un aroma desagradable, sino que, por el contrario, era vigorizante. Si Birdie hubiese vivido unos siglos antes, tal vez habría sido marino. Se comió dos barras de Synthamon y bebió un bote de Fun.
El cielo estaba lleno de aviones reactores. Milly podía estar en alguno de ellos. Una semana, sólo una semana antes, ella le había dicho:
—Te amaré toda la vida. Nunca habrá ningún otro hombre para mí.
Birdie se sentía enormemente contento.
Un anciano, que vestía un antiguo traje con solapas, avanzó, arrastrando los pies por el camino, apoyándose en la balaustrada. Tenía el rostro casi cubierto por una cómica barba blanca, espesa y rizada, que contrastaba notablemente con su cráneo, tan liso y desnudo como el casco de un policía. Al pasar junto a Birdie le pidió una moneda, hablando con un raro acento, ni español, ni francés, que hizo recordar algo a Birdie. Éste arrugó la nariz y le contestó:
—Lo siento, yo también estoy sin un centavo.
Lo cual, en realidad, no era precisamente la verdad.
El viejo de la barba hizo un ademán poco académico, y entonces Birdie recordó a quién se parecía. ¡A Sócrates!
Echó una ojeada a su muñeca, pero se dio cuenta que había olvidado ponerse el reloj. Giró en redondo, y en ese momento el gigantesco reloj, anuncio del First National City Bank, dio las dos y cuarto. No era posible. Birdie preguntó a otros dos ancianos si era esa hora, y sus relojes lo confirmaron.
De nada valía ya tratar de llegar al examen. Sin saber muy bien la razón, Birdie esbozó una sonrisa.
Lanzó después un suspiro que denotaba alivio, y se sentó a contemplar el mar.


—Lo que quiero que comprendas, Birdie, si me dejas terminar, es que existen personas más capacitadas que yo para aconsejarte. Hace ya tres años que no he visto tu ficha. Desde entonces, desconozco los progresos que has hecho, y las metas que te has trazado. Cierto es que hay un psicólogo en la Universidad, y además...
Birdie se agitó en la concha de plástico que era su asiento, y la mirada acusadora de sus cándidos ojos azules actuó tan eficazmente sobre el consejero, que éste también empezó a moverse inquieto en su sillón. Birdie parecía tener el don de hacer que el señor Mack se sintiera culpable.
—...Y, además, hay otros alumnos esperando fuera para verme, Birdie. Has elegido el momento en que estoy más ocupado.
Y al decir esto el señor Mack señaló con gesto patético hacia la pequeña antesala adyacente a su oficina, donde un cuarto estudiante acababa de tomar asiento.
—Está bien; si no quiere usted ayudarme, será mejor que me marche.
—Aparte del hecho que quiera o no, ¿qué podría yo hacer? No comprendo cómo has podido fracasar en esas pruebas. Tus calificaciones medias eran buenas. Si continuaras insistiendo...
El consejero sonrió débilmente. Estaba a punto de endilgarle una perorata sobre el valor que suponía mantener una actitud positiva, pero pensó en seguida que Birdie necesitaba algo más enérgico, y dijo:
—Si rectificar tu clasificación significa algo para ti, es necesario que trabajes duro, que hagas sacrificios.
—Ya le dije que debió ser un error. ¿Tengo yo la culpa del hecho que no hagan exámenes normales?
—¡Dos semanas, Birdie! ¡Dos semanas sin asistir a una sola clase, sin llamar siquiera a tu alojamiento! ¿Dónde has estado? ¡Y esos exámenes trimestrales! En realidad, parece como si estuvieras tratando que te expulsaran.
—¡He dicho que lo lamento!
—No sacas nada irritándote conmigo, Birdie Ludd. Ya nada puedo hacer por ti. Absolutamente nada.
El señor Mack echó hacia atrás su silla, disponiéndose a levantarse.
—Pero, antes..., cuando me reprobaron en el primer examen, recuerdo que usted habló de otras formas de lograr que rectificasen la clasificación, además de la Universidad. ¿De qué se trataba?
—Servicios Excepcionales. Podrías intentarlo.
—¿Qué es eso?
—En términos llanos, y para ti, supondría ingresar en el ejército y llevar a cabo una acción bélica de extraordinario heroísmo. Y, además, vivir para disfrutarlo.
—¿Formar parte de las guerrillas del ejército? —manifestó Birdie, riendo nerviosamente—. Eso no es para este chico, para Birdie Ludd. ¿Quién ha sabido de algún guerrillero al que hayan rectificado la clasificación?
—Admito que es algo desusado. Por eso te recomendé lo de la Universidad desde el principio.
—Y el tercer procedimiento, ¿qué era?
—Una demostración de aptitudes manifiestamente superiores —repuso el señor Mack, sonriendo y con tono de ironía—. Unas aptitudes que no se hayan puesto de manifiesto en las pruebas.
—¿Cómo podría hacer eso?
—Debes llenar un formulario ante la Oficina de Salud, Educación y Beneficencia, y a los tres meses se llevará a cabo la demostración.
—¿Qué demostración? ¿Sobre qué trata y qué debo hacer?
—Eso es algo que te concierne exclusivamente a ti. Algunos presentan cuadros, otros una pieza musical que han compuesto. Pero la mayoría entrega una muestra de sus escritos. Creo recordar que hay un libro totalmente compuesto por historias, ensayos y demás, de los que consiguieron, con ello, su propósito de rectificar la clasificación. Claro está que la mayor parte de los que presentan un trozo literario no logran su objeto. Los que triunfan suelen ser individuos no conformistas, de los que siempre están criticando el sistema. No te aconsejaría...
—¿Dónde puedo conseguir ese libro?
—En la biblioteca, creo yo; pero...
—¿Permiten a cualquiera intentarlo?
—Sí, sólo una vez.
Birdie saltó tan súbitamente de su asiento, que por un instante el señor Mack temió que fuera a golpearle. Pero el joven sólo le tendió la diestra para estrechar la suya.
—Gracias, señor Mack, muchísimas gracias —dijo—. Ya sabía yo que usted aún hallaría una forma de ayudarme.


Los funcionarios de la Oficina de Salud, Educación y Beneficencia mostraron más deseos de ayudarle de lo que Birdie hubiera creído. Incluso dispusieron que recibiera una beca de quinientos dólares para mantenerse durante el período preparatorio de tres meses. Además, le proporcionaron una placa de metal con el número del asiento que podría usar en la sección Nassau de la Biblioteca Nacional; le recomendaron algunos consejeros literarios, con distintos honorarios profesionales, e incluso le entregaron gratuitamente un ejemplar del libro al que se había referido el señor Mack. Éste tenía una introducción de Lucille Mortimer Randolphe-Clapp, creadora del sistema de REGENT, y Birdie encontró ese prólogo muy interesante, si bien no terminaba de entenderlo del todo.
Birdie no se mostró muy impresionado por el primer ensayo que aparecía en el libro: En el fondo del montón, relato de una deplorable niñez en MODICUM. Había sido escrito por Jack Ch..., que entonces tenía diecinueve años, y Birdie se dijo que era capaz de escribir algo parecido; no había nada allí que fuera una novedad para él. Incluso advirtió que el lenguaje era vulgar, y la construcción de las frases defectuosa. Seguía una historia que no tenía pies ni cabeza, y luego una poesía no menos absurda.
Birdie leyó todo el libro en un solo día, algo que nunca había hecho antes, y encontró pocas cosas que le gustaran: el relato de un muchacho que abandonó la escuela de segunda enseñanza para ir a trabajar a una reserva de caimanes, y un sesudo ensayo sobre las dificultades que se presentaban para lograr una subvención de MODICUM. Lo mejor de todo era el artículo titulado El consuelo de la Filosofía, que había sido escrito por una muchacha que era ciega y tullida a la vez. Birdie nunca había leído nada relativo a Filosofía, a excepción de su libro de texto en el curso de ética, y se dijo que sería buena idea intentar algo en ese sentido, durante los tres meses del período preparatorio del que disponía.
Durante los tres o cuatro días que siguieron, sin embargo, Birdie empleó todo el tiempo en buscar habilitación. Tendría que limitar todo lo posible los gastos, si pensaba superar esos tres meses con sólo quinientos dólares. Al fin halló un cuarto en un edificio privado de Brooklyn, que debió haber sido construido un siglo antes, por lo menos. El alquiler le costaba treinta dólares a la semana, lo que no era caro teniendo en cuenta el tamaño, ya que la estancia medía sus buenos nueve metros cuadrados. En ella había una cama, un sillón, dos lámparas de pie, una mesa de madera con su silla, una desvencijada cómoda y una alfombra de lana legítima. También tenía baño privado. En su primera noche allí, pasó un buen rato caminando descalzo sobre la alfombra, con la radio puesta a todo volumen. En dos ocasiones bajó a la cabina telefónica del vestíbulo para llamar a Milly e invitarla tal vez a una fiestecilla íntima, pero en ese caso tendría que explicarle la razón de haberse mudado del dormitorio común, y el no haberla llamado desde el día del examen de Historia del Arte, lo que sin duda la tendría intrigada.
La segunda vez que bajó a hablar, se puso a charlar con una chica que estaba también esperando para llamar por teléfono. La muchacha dijo llamarse Fran. Llevaba un vestido muy ajustado, de plástico semitransparente, pero en su cuerpo no resultaba demasiado provocativo, ya que era un tanto delgaducha. Birdie disfrutó conversando con ella, a pesar de todo, pues era más comunicativa que la mayoría de las muchachas. Vivía justo frente a Birdie, en el mismo vestíbulo, de modo que era la cosa más natural del mundo que poco después fuera a la habitación de ella para tomar algunas cervezas. Al poco tiempo, Birdie ya le había contado todo lo relativo a su situación, incluso lo concerniente a Milly. Fran se echó a llorar. Luego confesó que también ella había fracasado en la REGENT, y además en las tres partes de la prueba. Birdie estaba empezando a mostrarse afectuoso, cuando ella recibió una llamada telefónica y tuvo que marcharse.
A la mañana siguiente, Birdie hizo su primera visita (de toda su vida) a la Biblioteca Nacional. La sección Nassau estaba alojada en un antiguo edificio de cristal, un poco al oeste de la zona central de Wall Street. En cada piso había una colmena de casillas, cada una con su exhibidor de microfilmes y su altoparlante. En el piso 28, el último, se hallaba el equipo electrónico que relacionaba esa sección con la central, y mediante otra conexión con la Biblioteca del Congreso, la del Museo Británico y la Osterreichische Nationalbibliothek, de Viena. Un monitor, que no tendría más edad que Birdie, le enseñó a utilizar el sistema de perforación de tarjetas de su casilla. Un investigador podía solicitar, prácticamente, cualquier libro del mundo, o escuchar la grabación que deseara, sin necesitar otra cosa que un código de doce cifras. Cuando hubo terminado de leer, Birdie se puso a mirar hoscamente la vacía pantalla de cristal. Habría experimentado una gran satisfacción rompiendo de un puñetazo aquel trozo de vidrio.
Después de una buena comida caliente, Birdie se sintió bastante mejor. Se acordó de Sócrates y del ensayo de la muchacha ciega acerca de El consuelo de la Filosofía; a continuación, solicitó todos los libros de Sócrates a nivel de los últimos cursos de las escuelas de enseñanza secundaria, y comenzó a leerlos al azar.
A las once de aquella noche, Birdie terminaba de leer el capítulo de La República, de Platón, que contiene la famosa parábola de la cueva. Abandonó la biblioteca, deslumbrado, y vagó durante varias horas por la zona de Wall Street, brillantemente iluminada. Aun cuando era más de la media noche, el lugar se hallaba rebosante de trabajadores. Birdie los contempló lleno de asombro. ¿Estaría alguno de ellos al corriente de las grandes verdades que habían transfigurado el alma de Birdie aquella noche? ¿O tal vez, a semejanza de los prisioneros de la cueva, vivían entre sombras, sin sospechar la existencia de la luz del sol?
En el mundo había una increíble belleza en la que Birdie ni siquiera llegó a soñar. Esa belleza era algo más que una mancha azul de cielo o la curva de los senos de Milly. Penetraba por todas partes, incluso en la misma ciudad, hasta entonces, para Birdie, una cruel máquina cuya única función consistía en estropear todos sus sueños, aunque ahora parecía refulgir interiormente, como un diamante herido por un rayo de luz. El rostro de todos los peatones reflejaba aquel inefable significado.
Birdie recordó el delito por el que el Senado ateniense condenó a muerte a Sócrates... —¡por corromper a la juventud!—, y sintió que odiaba al Senado ateniense, aunque era un odio diferente del que sentía habitualmente. Ahora odiaba a Atenas por una razón: ¡la justicia!
Verdad, belleza, justicia. Y también amor. En todas partes, se dijo Birdie, había una explicación para todo, un sentido de las cosas. Todo tenía un significado especial.
Las emociones pasaron por él tan rápidamente que no podía identificarlas. En cierto momento, al ver reflejado su rostro en el cristal de un oscuro escaparate, sintió deseos de echarse a reír. Luego, al recordar a Fran tendida en el lecho, con su vestido barato de plás-tico, tuvo ganas de llorar. Ahora se daba cuenta, al fin, que Fran era una prostituta, y que nunca podría ser otra cosa. Birdie, en cambio, aún alentaba esperanzas para que su situación cambiase.
Poco después se encontraba solo, en Battery Park. Allí había más oscuridad y había menos agitación. Permaneció de pie junto a la balaustrada del paseo marítimo y echó un vistazo a las negras ondas que lamían los bloques de hormigón. En el cielo parpadeaban unas luces rojas, mientras los reactores salían o llegaban al aeropuerto de Central Park. Y esa escena, que siempre le había impresionado profundamente, ahora la encontraba increíblemente regocijante.
A Birdie le parecía que todo aquello contenía un significado especial, un principio que él debía comunicar a las demás personas que no lo conocían. Sin embargo, no acertaba a precisar, con exactitud, qué principio era ése. En su espíritu, que acababa de despertar, estaba desarrollándose una batalla para poder traducir en palabras aquel sentimiento, pero en el momento en que creía haberlo logrado, se daba cuenta que había sufrido un error. Por fin, cerca ya del amanecer, regresó a su habitación, sintiéndose temporalmente derrotado.
Justamente en el momento en que iba a entrar en su cuarto, advirtió que un guerrillero, con la máscara impersonal de su oficio cubriéndole el rostro, y con el número de identificación pintado sobre una ceja, salía de la alcoba de Fran. Birdie sintió un breve impulso de odio hacia él, seguido de un sentimiento de compasión y ternura hacia la pobre muchacha. Pero esa noche no le quedaba tiempo para consolarla. Ya tenía él sus propios problemas.
Durmió con sueño inquieto y se despertó a las once, cuando estaba a punto de tener una pesadilla. Se hallaba en una estancia de cuyo techo pendían dos cuerdas. Él se colocó debajo, tratando de atraparlas, pero cuando creía tenerlas en la mano, se le escapaban en un movimiento pendular.
Sabía lo que significaba aquel sueño. Las cuerdas representaban una prueba a su capacidad creadora. Ése era el principio que había buscado tan desesperadamente la noche anterior. La capacidad creadora era la clave de todo. Si podía aprender a conocerla, si lograba analizarla, sería capaz de resolver sus problemas.
La idea se hallaba aún en su mente en forma nebulosa, pero se daba cuenta que iba por buen camino. Tomó para desayunar unos huevos y una taza de café, y se dirigió inmediatamente a su casilla de la biblioteca, para estudiar. Aunque notaba que tenía algo de fiebre, le parecía sentirse mejor que nunca. Se hallaba libre, o en un estado muy similar. En todo caso, estaba totalmente seguro de una cosa: nada del pasado valía un ardite, mientras que el futuro se anunciaba radiante de promesas.


No comenzó a trabajar en su ensayo hasta la última semana del período preparatorio. Tenía muchísimas cosas que aprender primero: literatura, pintura, filosofía, todo aquello que no había comprendido anteriormente. Y aún le quedaba mucho por aprender; lo admitía, pero se daba cuenta que al fin iba a conseguirlo, porque ahora lo deseaba de todo corazón.
Cuando inició la redacción de su trabajo, comprobó que la tarea era más difícil de lo que había pensado. Pagó diez dólares por una hora de consulta con un consejero literario colegiado, el cual le indicó que limitara la extensión del ensayo, pues incluía en él dema-siadas ideas. Lucille Mortimer Randolphe-Clapp daba más o menos el mismo consejo en el libro que le entregaron para prepararse, afirmando que los mejores ensayos no excedían de las doscientas palabras. Birdie se preguntó si en las futuras ediciones del libro aparecería su propio trabajo.
Hizo cuatro borradores completos, antes de sentirse satisfecho. Luego se lo leyó a Fran, quien dijo que le hacía llorar de emoción. Redactó la copia definitiva el mismo día ocho de junio, que era el de su cumpleaños, para que le diera buena suerte, y la envió a la Oficina de Salud, Educación y Beneficencia.
El ensayo de Birdie Ludd decía así:


PROBLEMAS DEL GENIO CREADOR
por Berthold Anthony Ludd

Son tres los requisitos de la belleza:
plenitud, armonía y esplendor.

ARISTÓTELES

Desde los tiempos antiguos, hasta nuestros días, hemos ido descubriendo que existe más de un criterio a tenor del cual el crítico analiza el producto del genio creador. ¿Sabemos acaso cuál de esas medidas deben emplearse? ¿Es conveniente enfrentarse directamente con el sujeto propuesto, o más bien debe hacerse de un modo indirecto?
Todos conocemos el gran drama de Goethe, Fausto, al que no es posible negar la cúspide de la calidad literaria, el atributo de «obra maestra». Sin embargo, ¿qué motivación pudo impulsarle a describir «el cielo» y «el infierno» en la extraña forma que lo hace? ¿Quién es Fausto, sino nosotros mismos? ¿No demuestra acaso una verdadera necesidad de comunicarse con los espíritus que le rodean? Nuestra respuesta sólo puede ser «¡sí!».
De este modo, nos enfrentamos una vez más con el problema del genio creador. La belleza de una obra está supeditada a tres condiciones: 1) el tema debe ser de fórmula literaria; 2) todas las partes deben estar contenidas en el total, y 3) el significado será absolutamente claro. La verdadera capacidad creadora sólo se halla presente cuando puede ser descubierta en la obra de arte. Este es también el parecer de Aristóteles.
El criterio del genio creador no se establece solamente en el dominio de la literatura. ¿Acaso el científico, el profeta o el pintor, no tienden hacia el mismo fin? ¿Qué camino debemos seguir, en este caso?
Otro criterio de la capacidad creadora ha sido determinado por Sócrates, al que tan cruelmente obligaron a quitarse la vida sus propios compatriotas, y de quien son estas palabras: «No saber nada es la primera condición de todo conocimiento». De la gran sabiduría de Sócrates es posible extraer conclusiones acertadas en relación con este problema. El genio creador es el que es capaz de establecer relaciones donde éstas no existen.


La computadora que hizo la primera clasificación dio a Berthold Anthony Ludd una puntuación de 12, y remitió el escrito al archivo de Rechazo Automático, donde se hizo una fotocopia del ensayo y desde donde lo enviaron, luego, a la sección de Correo Exterior. Una empleada de esta oficina unió con una grapa el escrito de Birdie a una carta donde se explicaban las razones por las que no se podía rectificar su clasificación, por el momento, y se le sugería que lo intentase de nuevo 365 días después de la fecha de esa misma carta.
Birdie se hallaba en el vestíbulo del edificio cuando llegó el correo. Estaba tan ansioso por abrir el sobre, que rompió en dos pedazos su ensayo, al sacarlo.
Esa misma tarde, sin molestarse siquiera en emborracharse, Birdie se alistó en las tropas de Infantería de Marina de los Estados Unidos, para ir a defender la democracia en tierras de Birmania.
Inmediatamente después de prestar juramento, el sargento se le acercó y deslizó sobre el sombrío rostro de Birdie la máscara negra con el número de identidad pintado sobre una ceja. Su número era USMC100-7011-D07. Desde ese momento, Birdie era un guerrillero.



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