Fue por mediación de Bradbury Minor, cuando oí hablar por primera vez del jujú.
—¿Ha visto usted el dios de Winterborn, señor? Llegó por correo esta mañana.
—¿Dios?
—Sí, de África. Tiene solamente un ojo y es terriblemente feo, señor.
Y cuando Winterborn lo trajo para realizar una inspección descubrí que, por una vez, Bradbury no había exagerado: era terriblemente feo aun cuando en la forma de distorsión que uno espera hallar en una talla del África Occidental. El trabajo era africano, pero las facciones y su expresión eran completamente europeas.
—¿Envió tu padre esto, Winterborn?
—Sí, mi padrastro, señor. Perteneció a un médico brujo. Lo tomó de su cabaña.
—¿Y el brujo no le dio importancia?
—La carta dice que huyó a la selva, y así los policías de mi padre lo registraron todo y quemaron la cabaña. Era un brujo malo y si le hubiesen atrapado con seguridad le hubieran ahorcado... ¿Cree usted que es un dios, señor?
—Sospecho que es un juju..., un talismán de alguna clase..., creo yo..., un mal juju.
—¡Diablos!, es terriblemente feo..., como aquel monstruo de un solo ojo de la obra latina que estamos haciendo..., el tipo que es un caníbal, ya sabe, señor... Polly...
—¿A cuál te refieres?
—No lo recuerdo bien, señor.
—Sin duda alguna te referirás al cíclope, Winterborn.
Yo era nuevo en el campo de la enseñanza, pero ya había adoptado aquel deplorable hábito de corregir a los demás.
—Polyphemus, desde luego..., este es exactamente igual a como imagino debió ser Polyphemus, aunque mucho más pequeño. Pero pesa mucho, ¿verdad, señor?
Tomé el talismán y le di vueltas entre las manos. Estaba tallado en una clase de madera dura como el hierro, y pintada toscamente, pero con gran eficacia. Había algo en la forma del cuerpo y la inclinación de la cabeza hacia arriba que era sugestivo..., pero no tenía yo la menor idea en aquellos momentos de lo que podía sugerir. Tenía un aspecto general casi griego: la perfecta talla de los cabellos rojos y la barba que rodeaban al rostro, pálido como la nieve, la boca cuadrada, abierta, mostrando unos terribles colmillos de marfil que se parecían mucho a las máscaras de la Tragedia. Pero no era en la antigua Grecia donde debía buscar la pista de aquella cabeza y cuello extendido, así como aquel ojo único que miraba hacia arriba: la asociación que mi mente trataba de buscar parecía pertenecer a una fecha posterior. En consecuencia mencioné la explicación mucho antes que me enterase con certeza de lo que se representaba en mi mente.
—Sabes, Winterborn..., creo que es un modelo del mascarón de proa de una nave.
—Pero, ¿no es muy pequeña, señor?
—Se trata sólo de un modelo, un modelo a escala reducida, pero se parece más al mascarón de un buque del siglo dieciocho que a los modelos usuales de los ídolos africanos.
—¡Pero si es africano!
—Es un trabajo de artesanía africana, diría yo, pero copiado de un modelo europeo.
—Entonces no es un dios ni nada por el estilo.
Winterborn parecía sentirse un tanto decepcionado ante mi idea. Al cabo de unos segundos de silencio, añadió:
—¡No es más que la imitación del mascarón de proa de un buque! ¡Qué fracaso!
—No veo la razón por la cual no deba ser un dios —dije—. Después de todo los negros han considerado como ídolos hasta sombreros de copa antes de ahora, y este cíclope seguramente parece más poderoso que un sombrero de copa. Mi idea es que se trata de un mascarón de proa de una nave esclavista..., y esto, evidentemente, tendría una fuerte influencia como «medicina del hombre blanco». Es feo y tiene un aspecto lo suficientemente maligno como para hacer ruido entre todos los dioses de la selva. Bien, toma esta cosa horrible antes que me lance algún sortilegio.
Al mismo tiempo que pronunciaba estas últimas palabras me estremecí cómicamente, estremecimiento que al final resultó ser real, ya que en el acto tuve una visión en la que aquella cosa crecía desmesuradamente entre mis manos, hasta llegar a sobresalir por encima de los árboles más altos, formando parte de una extraña nave cuya proa parecía un enorme dardo, con las parchadas velas flotando perezosamente bajo el escaso viento.
—¡El mascarón de proa de una nave de esclavos, convertido en un dios! —exclamó Winterborn mirando a su tesoro—. ¿Realmente lo cree usted así, señor?
—Nada me sorprendería: un negro cíclope o Polyphemus, ¿quién sabe? Ya podrás imaginar la impresión que produciría una figura muchas veces mayor que este tamaño deslizándose por un río. Para lograr que el dios estuviese de buen humor, los nativos de la localidad seguramente tallaron este modelo en pequeño, esto creo yo, posiblemente tallado por las propias tripulaciones ribereñas. Luego le llevaron a tierra y comenzaron a ofrecerle los sacrificios que más le complacían.
—¡Vaya! Veo lo que quiere usted decir, señor..., con eso del mascarón de proa. Debió ser entonces un barco bestial.
—De lo peor, sin duda alguna.
—Ahora mismo no parece estar de muy buen humor, ¿verdad, señor? Quizá echa de menos tales sacrificios. ¿Cree usted que le importaría mucho tomarse un chocolate con leche?
—Seguramente exigiría una dieta más fuerte, me temo yo, que chocolate y leche.
—¿Sangre, señor? Y corazones humanos arrancados de los pechos...
—Algo parecido a eso, sin duda.
—Le diré una cosa, señor. Si hay salchichas para la cena, guardaré una para Polly.
Después de la llegada del juju, noté que Winterborn se tomaba mucho más interés por su latín, o al menos por los ensayos que estábamos realizando durante aquel curso para representar la obra. Existía la tradición en la Sheridan House School que los muchachos representasen al año por lo menos dos obras en el Día del Premio, una en latín y la otra en inglés: Roger Edlington, quien hacía unos pocos años había heredado de su padre la dirección escolar, también había heredado el punto de vista, un tanto pasado de moda, en que los padres de los alumnos debían recibir una buena impresión antes de ser debidamente agasajados, y la obra en latín evidentemente estaba bien pensada como «impresión». Roger me había pedido que produjera ambas obras en aquel año, y yo había elegido el pequeño drama de Ulises y el Cíclope porque era corto y fácil de aprender, y por otra parte contenía suficiente cantidad de mímica e incidentes para facilitar incluso a los padres que no tenían la menor idea del latín, con la ayuda de una breve sinopsis, que yo había impreso en el programa, seguir bien el guión. Además, el tema Grand Guignol sería un gran contraste con Toad of Toad Hall, que se representaría a continuación.
Winterborn, en un principio, figuraba en el reparto como oveja cíclope, pero esto no le satisfizo nada; y cuando Fenwick cayó enfermo con ictericia, muy pronto se presentó voluntariamente para representar el papeel de Polyphemus.
—Pero tú tienes la mitad de la estatura de Fenwick —alegué yo—. Y Polyphemus era un gigante.
—De todas maneras iba usted a encargar una cabeza de cartón para Fenwick, señor. Podría hacerla un poco más alta para mí. Eso es todo.
—Si eres capaz de representar el papel, sí que podría hacer eso —respondí.
Winterborn miró retadoramente al resto del elenco.
—Haré de Polyphemus —declaró con toda determinación.
Nadie aceptó el reto.
—Es un papel largo, Winterborn —dije yo—. ¿Serás capaz de aprenderlo?
—Ya lo conozco, señor. Nunca pensé que Fenwick fuera muy bueno, aunque no pescase esa enfermedad amarilla..., y así pensé que por si acaso ocurría algo imprevisto debía aprender su papel. Y le diré una cosa más, señor, cuando haga esa cabeza de carnaval para mí, puede usted copiar el rostro de Polly.
—¿De tu juju? Ya hace mucho tiempo que no le veo.
—¡Oh!, lo lleva con él a la cama —dijo Bradbury— para que le conceda dulces sueños..., dulces, ¡cosa que no creo posible!
—¡Oh, no digas más tonterías, Bradbury, cierra la boca! —exclamó Winterborn.
—Bien, te probaremos en esa parte del programa, Winterborn.
Sorprendentemente fue muy bueno, y solamente hubo que hacerle un par de advertencias. El alarido que lanzó cuando se abrasa el ojo del cíclope fue enormemente realista..., fue parecido al grito duro y áspero de un pavo. El muchacho consiguió el papel..., y antes que transcurriese mucho tiempo ya estaba desempeñando el papel de ayudante de productor.
La escena donde Ulises y sus marineros se apoderan del cayado del gigante e introducen su punta en el ojo del dormido Polyphemus, lo más dramático de la obra, podía llegar a ser un fracaso si su mecánica salía mal. Yo había pensado en encajar un ojo postizo a la falsa cabeza, algo parecido a la tapadera de desagüe de una bañera, que podría arrancarse desde el interior de un tirón. Incluso había jugueteado con la idea de un ojo eléctrico muy brillante que se podría desenchufar en el momento de la repentina ceguera. Pero ninguno de estos métodos parecía encaminarse al ridículo o al desastre. Fue Winterborn quien dio con la solución que, aunque horripilante, fue eficaz y sencilla.
—Mire, señor, se coloca el cayado de hierro en el brasero para calentarlo. El fuego debe ser solamente papel rojo con una luz por la parte posterior. Bien, ¿no podríamos poner un pote de pintura roja también en el brasero? Entonces todo lo que tienen que hacer es meter el extremo del cayado en la pintura de manera que cuando lo retiren aparecerá la punta roja para introducirla luego en mi..., sobre el ojo pintado de Polyphemus...
—Es una buena idea, Winterborn..., pero se necesitarán dos cabezas para las dos representaciones. Me gustaría probarlo en la escuela, primero en el ensayo de ropas, y apenas habrá tiempo de volver a pintar la cabeza para la representación ante las familias, del día siguiente.
—¡Oh, eso no tiene importancia, señor! —dijo Winterborn—. Todos ayudaremos a hacerlo.
Fue el método que yo adopté. Construimos el entramado de alambre y cartón piedra, empleando el modelo del juju de Winterborn. Colocamos parches de crepé rojo para el pelo y barba y la única ceja, y el efecto final fue verdaderamente horrible. Era como si el juju mediante alguna monstruosa forma de partenogénesis hubiese concebido aquel par de gigantes gemelos, un reduplicado hinchado y siniestro de sí mismo.
Las obras de verano se representaban al aire libre cuando lo permitía el tiempo, y hasta algunas veces cuando no lo permitía. Se colocaban sillas en el césped formando un amplio semicírculo cuyo pivote sobre el suave césped era un pequeño pabellón de verano con columnas, muy parecido a una construcción griega, a un templo heleno, protegido por enormes hayas que proporcionaban sombra y buen sonido a los actores. Este rincón del parque formaba un teatro natural, ya que los setos que bordeaban el semihundido Paseo de las Hayas, ofrecían gran número de senderos ocultos que se podían aprovechar para entrar y salir en escena, y el jardín del templete tenía una elegancia extraña que le permitía ser tanto palacio como cabaña, Toad Hall y la cueva del Cíclope, en la misma tarde sin el menor esfuerzo de imaginación.
En la tarde anterior al ensayo con trajes, los actores se reunieron allí para realizar los últimos ajustes a sus ropas.
A Polyphemus se le entregó una larga capa roja que colgaba de unas enguantadas alas sujetas a la cabeza falsa, y desde un orificio por el cual Winterborn atisbaba como un enano. Tenía un aspecto prodigioso. Molly Sabine, que estaba rellenando las vestiduras de Rana y ajustando sobre su cabeza formada por una cesta, los ojos que más bien parecían dos pelotas de tenis, lanzó un pequeño chillido cuando se volvió hacia el disfraz de Winterborn y vio el ojo pintado que se alzaba sobre ella.
—¡Cielo santo! —exclamó volviéndose hacia mí en débil protesta—. ¿No es eso demasiado horrible, James? Vas a lograr que los muchachos sufran pesadillas.
Winterborn se sentía muy complacido.
—Acabo de atemorizar a Sabby enormemente —dijo desde los pliegues de su capa roja—. Drácula y Frankenstein no son nada a mi lado. Tendrán que llamar a enfermeras profesionales de la Cruz Roja y hombres con camillas para trasladar a las madres que se desmayarán en el Día del Premio.
—Ven aquí —dije— y déjame quitarte esa cabeza antes que la tuya se hinche demasiado para permitirlo.
Los trajes y cabezas quedaron almacenados en el pabellón de verano hasta el día siguiente. Winterborn permaneció detrás de mí, mientras yo comprobaba lo que había y lo encerraba todo. Estuvo musitando latín durante todo el tiempo como si deseara impresionar-me sobre el hecho que su dicción era perfecta y que podría desempeñar cualquier otro papel si también era necesario.
—Pero, ¡oh, señor! —exclamó cuando regresábamos caminando sobre el césped—. He dejado ahí dentro a Polly.
—Bien, has dicho que vas a llevarle bajo tu capa mañana como mascota..., de manera que, ¿por qué no debe estar ahí con el resto del material?
—Es que prometí prestarlo esta noche a Custance. Pero no importa, señor. Podrá pasarse sin él otro día, creo yo.
—¿Y qué diablos quiere hacer con él Custance?
—Bien, es curioso lo que Sabby..., lo que dijo acerca de pesadillas. Verá usted, si dormimos con Polly bajo la almohada todos tenemos sueños.
—Todos tienen sueños..., ¿qué quieres decir con eso?
—Ya lo hemos probado, señor. Todos soñamos con ese barco.
—Tonterías. Tienen mucha imaginación.
—Al principio creí que sería debido a pensar en él..., que no eran verdaderos sueños. Pero todos lo hemos probado en nuestro dormitorio, y siempre soñamos con ese horrible barco.
—Quizá es que están demasiado nerviosos con el Día del Premio e imaginan cosas. O probablemente llevan encima demasiado contrabando después de apagar las luces y lo pagan con malos sueños. Será preciso dosificar esas pesadillas...
—No son exactamente pesadillas, señor, a causa de la emoción. Hay oscuridad y cantos, muchos cantos; las maderas crujen y nosotros rodamos de un lado para otro de manera que las cadenas chocan constantemente. Y hay gritos en la oscuridad, y sobre todo esto cierta sensación de algo que va a suceder. Comparamos impresiones y todo es igual excepto el suspense que se está haciendo cada vez más intolerable...
—Pues está bien que hayas dejado tu juju en el pabellón de verano. Necesitas dormir todo cuanto puedas para los dos próximos días..., y no estar despierto a todas horas contando historias de horror.
—¡Oh, no estamos despiertos, señor! Nunca hablamos hasta que llega la mañana. Entonces es cuando charlamos..., sobre el barco..., y lo que puede suceder a continuación.
—Bien, pues olvídenlo todo hasta el día del Premio.
Los maestros de preparatoria, al igual que los padres para los que actúan a menudo, escuchan a medias cuando un muchacho está hablando. Los mundos del adulto y del muchacho tropiezan, pero no se penetran mutuamente. He desenterrado esta conversación sostenida con Winterborn únicamente cuando más tarde los acontecimientos hicieron necesario que yo la recordase. Porque, efectivamente, la conversación inmediatamente se olvidó y quedó sumergida en los acontecimientos de la rutina diaria tan pronto como él y yo llegamos a los edificios de la escuela y seguimos desde allí diferentes caminos.
Ninguna madre se desmayó realmente en el Día del Premio, aunque algunas confesaron que consideraban «molesta» la obra en latín. Winterborn se sintió muy conmovido a causa de las felicitaciones de sus condiscípulos tras el ensayo hecho con trajes, y actuó muchísimo mejor en la segunda representación. Tenía un aspecto soberbiamente obsceno: los pequeños pies calzados con sandalias y mostrando los finos tobillos bajo el borde de la capa escarlata que ayudaba a exagerar la deformidad de los hombros y de la cabeza que se balanceaba torpemente; y la voz aflautada que salía de todo aquel tinglado era grotesca pero no absurda.
Hubo risas nerviosas cuando pronunció sus primeras líneas, pero más tarde el público llegó a aceptar su terrible aspecto como una de las más características deformidades del monstruo que representaba.
Y cuando se situó entre las columnas del templete del jardín con su horripilante rostro pintado y embadurnado en rojo, para soltar las gotas de pintura escarlata al mismo tiempo que lanzaba un grito estridente como si fuera el de un herido monstruo prehistórico, el grito casi rasgó las membranas de los cerebros presentes. Era un grito inhumano. En aquel instante todo el mundo olvidó al muchacho que atisbaba por la pequeña abertura de la roja capa: era el propio cíclope el que lanzaba un fantástico alarido de dolor.
Los padres se sintieron terriblemente impresionados por aquel grito, o al menos eso supuse yo cuando más tarde escuché sus comentarios durante la hora del té en el jardín. Pero sus hijos les dijeron que aquél era un grito de as, un grito magnífico, súper, de verdadero brujo..., y Winterborn recibió por ello una larga serie de alabanzas por parte de los adultos.
Las madres, haciendo una enorme variedad de comentarios bajo la también gran variedad de sus sombreros, se sintieron impulsadas a admitir que la obra en latín, y especialmente Polyphemus, y por supuesto su grito, había sido indudablemente formidable. Pero aun así había miradas bajo los sombreros que eran ligeramente críticas, exactamente igual a la mirada que me había dirigido Molly Sabine, dos días antes, que sugerían que evidentemente la obra en latín había impresionado a los padres, pero no en la forma en que Roger Edlington había intentado. Me di cuenta que preferían, cuando sus hijos lo permitieron, hablar de Toad of Toad Hall, que había sido todo lo que se esperaba de ella y que había ayudado a disolver mediante felices y alegres carcajadas las tensiones creadas por la representación de Winterborn.
Como es corriente en estas ocasiones, hubo muchas cosas que hacer cuando partió el último coche con los padres. Se permitió a algunos de los muchachos quedarse en pie y ayudar. Los bedeles del colegio ya estaban amontonando las sillas alquiladas y una montaña de diversos objetos y un grupo de muchachos ayudaba a cargarlo todo en camiones. Las sillas de la escuela se devolvieron a la biblioteca y a otras aulas de donde se habían tomado. El parque era un lugar de terrible confusión, pero de confusión organizada, de donde logré tomar unos cuantos actores para que trabajaran en el pabellón de verano y en los varios «ca-merinos» que se habían construido en los senderos. Recogimos los aplastados tubos de cosmética, lápices para las cejas, frascos vacíos, y todo ello lo guardamos en las cajas del maquillaje. Pelucas, trajes, cabezas de animales, y espejos se colocaron en cestas de la lavandería y luego se enviaron al cuarto de plancha para su posterior clasificación y almacenamiento. Las dos grandes cabezas de cíclope, todavía húmedas de pintura, se dejaron en compañía de otros objetos en el templete griego..., en compañía de la vieja red de tenis, los polvorientos paquetes de cañas de bambú, la máquina averiada para marcar líneas en el terreno, y las desvencijadas sillas de lona.
Antes de cerrar lancé una ojeada a mi alrededor para comprobar que no faltaba nada y que no había olvidado algo. Había una cosa sobre el alféizar de la ventana: era el juju de Winterborn.
—Mira esto —dije—, ¿dónde está Winterborn? Se dejó atrás su mascota.
—¡Oh, la llevaré yo, señor! —dijo Custance—. Winterborn me pidió que la buscase.
—¿Dónde está él? No lo he vuelto a ver desde que terminó la obra, su representación.
—Creo que no se siente muy bien, señor.
—¿Se ha ido a la cama?
—No, señor. Está sentado ahí fuera, sobre la hierba.
—Está bien. ¿Tienes ya esa mascota? Yo voy a cerrar.
Me detuve entonces entre las columnas dóricas. Estaba oscureciendo. Una luna descolorida, los planetas y las estrellas bordaban ya un cielo azul negro. Entre los árboles la casa de estuco parecía muchísimo más blanca, un blanco fantasmal sobre el que unas abiertas ventanas ya iluminadas por la luz eléctrica se destacaban como si fuesen manchas de sangre sobre un blanco espectro.
Acababa de levantarse un viento frío con la salida de la luna. Recordé al cegado Polyphemus balanceándose en aquel mismo lugar horas antes, reuniendo fuerzas para lanzar aquel poderoso grito..., y sentí un estremecimiento.
Custance ya atravesaba el césped haciendo oscilar el juju como si se tratara de un llavero. Cuando le seguí salió una figura de entre los arbustos situados en un lado del césped. La figura avanzó hacia él.
—¡Eh, Custance! Te hablé en serio. No debes llevarle esta noche.
—Me lo prometiste. Me lo prometiste hace dos noches.
—Pero te lo advertí. Está de muy mal humor...
—¡Oh, no digas tonterías, Winterborn! Lo imaginaste. Solamente se trata de madera pintada. No pudo haber hecho lo que has dicho.
—Déjalo abajo..., en tu pupitre. En cualquier parte. No lo lleves al dormitorio esta noche..., ven, dame eso.
Hubo una breve lucha, y luego Winterborn lanzó un grito.
—¿Lo ves?..., ya te lo dije. Acaba de morderme.
Custance se había liberado de Winterborn y en aquel momento interpretaba sobre el césped una especie de danza salvaje blandiendo el juju.
—¡Imaginación! —gritó por encima del hombro—. Los dos son de madera desde la cabeza a los pies. Nunca podrías sentir un mordisco.
Winterborn estaba apretándose un dedo entre los dientes cuando yo me acerqué a él.
—¿Te has herido la mano, Winterborn?
—Tiene unos dientes terribles, muy agudos. Salió sangre cuando mordió.
—Querrás decir que tu mano tropezó con esas cosas que tiene en la boca, al luchar con Custance ahora mismo.
—Quizá haya sido eso, señor. Tengo el dedo herido en ambos lados...
Y al pronunciar estas últimas palabras alzó el dedo lleno de sangre. Después, añadió:
—Esos colmillos son como púas.
—Mejor será que vayas a ver a la directora y le pidas que te lo venda. Custance me ha dicho que no te sentías muy bien esta tarde.
—Noté cierto malestar después de la representación, pero ya se me ha pasado.
—Fue un...
Me detuve para elegir la palabra más idónea e inmediatamente la palabra se eligió a sí misma para que yo la pronunciara:
—...un éxito «fantástico» tu representación de esta tarde.
—Eso es lo que dicen todos, señor. Pero..., pero no recuerdo muchas cosas después de haberme quedado ciego, excepto el hecho que estoy seguro de no haber hecho aquel ruido.
—¿Qué ruido?
—El grito, señor..., y luego el ruido de espantoso gorgoteo que siguió después.
—Ciertamente te portaste bien, Winterborn —dije yo—, y creo que algunas personas, por ejemplo, la directora..., bien, no se dieron cuenta.
—Ni yo tampoco, señor. Verá usted, después que Ulises y sus griegos metieron el cayado por mi ojo y yo me puse en pie, me enredé en los pliegues de la capa. No veía nada, señor. Todo estaba terriblemente rojo y oscuro. Creo que en aquel momento tuve miedo de escena o como se llame esa sensación. Temía tropezar y golpear la cabeza contra las columnas del templete o tropezar en los escalones. Yo tenía a Pol..., mi juju, ya sabe usted, bajo mi capa. Y cuando estaba luchando con aquellos antipáticos pliegues de tela roja en busca de aire para respirar mejor y ver la luz del día..., bueno..., suena estúpido, señor, y quizá yo estaba muy cansado y lo imaginé, pero...
—Adelante, Winterborn, ¿qué más?
—Me pareció, señor, que aquella imagen se retorcía entre mis manos y entonces..., «entonces gritó, señor»..., fue aquel grito terrible con el gorgoteo posterior... Le dejé caer al suelo como si fuese un hierro candente y le oí caer sobre el escalón donde pareció retorcerse como una serpiente y luego sentí también cómo me mordía un tobillo. En aquel momento me las arreglé para encontrar la abertura de la capa. Entonces vi todas las caras y supe dónde estaba y que tenía que pronunciar más palabras en latín. Fue como cuando una pesadilla se convierte en un sueño ordinario, señor. Me sentí aliviado, pero deseando despertarme en caso que sucediera algo peor.
—Si me preguntas, te diré que esta representación ha sido para ti un gran esfuerzo. Cuando te enredaste en la capa sentiste pánico e inmediatamente imaginaste todo cuanto me acabas de decir. Te dejaste arrastrar por el papel y quizá creíste que el primer grito no so-naba con suficiente fuerza desde allí dentro, y así, cuando lograste liberar tu rostro, lo prolongaste con aquel espantoso gorgoteo de garganta.
—Quizá, señor. Eso mismo he intentado explicarme a mí mismo. Sudaba mucho bajo aquella larga capa y probablemente la cosa resbaló de mis manos. Y así debí pensar que se retorcía entre mis manos, lo solté, y me tocó en un tobillo.
—Por esa razón gritaste tan bien. No había necesidad de actuar en tal momento. Pero ahora te llevaré hasta la señorita Sabine, y haré que te curen ese dedo..., y el tobillo. Y mientras lo hace le diré también que te dé un par de aspirinas. Lo que necesitas esta noche, querido muchacho, es dormir todo lo que puedas.
—Bien, me alegra que sea Custance quien tiene esta noche a Polly y no yo —dijo Winterborn a la vez que partíamos hacia los edificios de la escuela.
En las semanas que siguieron al Día del Premio, el tiempo se hizo tropical. Los días fueron muy calurosos y pesados. Era como si el aire hubiese adquirido la cualidad del metal, como si la tierra comenzara a cubrirse con una máscara dorada, con un Faraón que soñara y se creyese muerto, yacente, sin movimiento y aun así vivo en su propia imagen dorada. Los árboles aparecían como tallados sin que se moviese ni una sola de sus hojas.
Era imposible trabajar en las aulas. Los muchachos se sentaban ante sus pupitres, con los rostros ardientes y sin el menor deseo de hacer nada. Las voces de sus maestros tenían efecto soporífero, como el zumbar de mil insectos. Cuando podía yo daba mis clases en al-guna parte del parque donde hubiese sombra, pero no puedo decir que allí se lograse realizar un buen trabajo. Mi propia voz ciertamente parecía ejercer también efectos soporíferos sobre mí.
El único lugar donde podíamos alcanzar la ilusión de hallarnos frescos era la piscina. Sus aguas, calentadas por el sol durante todo el día, eran caldo caliente. El personal podía bañarse allí después que se hubiesen apagado las luces, pero era igual que meterse en aceite caliente, y el pequeño esfuerzo que se hacía para flotar hacía que el aire nocturno fuera más pegajoso cuando uno salía del agua.
La puesta del sol no produjo alivio del calor. Al menos así me lo parecía. Por el contrario, aumentaron las incomodidades. Las noches eran períodos de tiempo sin viento, y había en la oscuridad cierto reflejo rojizo, invisible, que había descrito Winterborn cuando recordaba su momento de pánico al luchar con los pliegues de su capa. Se tardaba mucho en conciliar el sueño y cuando llegaba quedaba roto por extraños sueños y sonidos. A menudo había relámpagos en el horizonte y en la lejanía sonaba el bramar de los truenos. Estábamos rodeados por un enorme círculo de tormentas, pero ninguna estallaba.
Para empeorar las cosas, en la tercera semana de la ola de calor, la piscina quedó prohibida por orden del médico del colegio.
Varios muchachos se sentían afectados por una enfermedad cutánea..., una especie de furúnculos que el doctor Halliday consideraba que podían ser contagiosos y tenían su origen en el agua de la piscina.
Ciertamente, la enfermedad no respondía a su tratamiento: dijeron que las inyecciones de penicilina aún inflamaban más las hinchazones. Se drenó la piscina, pero el contagio, si era tal..., continuó extendiéndose.
Los muchachos afectados no tenían fiebre y a todos se les permitía asistir a las clases, bien ocultos sus furúnculos bajo una compresa de gasa.
En realidad yo no vi uno de tales furúnculos hasta que en una noche, normalmente tórrida, en la que sufría un terrible dolor de cabeza, había ido a la «clínica» de Molly Sabine, tras el general apagón de luces, para topar una aspirina y una tableta para dormir. En aquel momento acababa de entrar allí Custance, ataviado con tu pijama y parpadeando.
—Creo que ahora tengo nostalgia, directora —dijo—. Tengo un pequeño bulto en el pecho.
—Haces ya el número siete de tu dormitorio —dijo Molly—. Quítate el pijama y déjame echar una mirada..., súbete ese faldón estúpido..., así.
Había una mancha oval en el centro del pecho..., un enrojecimiento ligeramente hinchado bordeado por una piel cuarteada y amarillenta.
—¿Están todos así? —pregunté.
—Todos igual —dijo Custance—, pero Bradbury tiene un furúnculo en el brazo y el de Felton está en su estómago. Winterborn lo tiene en la clavícula, y...
—¡Estate quieto! —estalló Molly a la vez que limpiaba con una loción el extraño grano—. ¿Te duele?
—Bueno..., creo que me late..., pero no me duele exactamente.
—Te pondré una compresa para que no lo rasques. Ven a verme por la mañana.
—Está bien, directora. ¿Cree usted que..., que es una picadura de mosquito?
—Podría ser. Dejarás de jugar y vendrás aquí por la mañana para la cura, ¿entendido?
—Custance —dije yo—, ¿qué es lo que ha estado sucediendo en ese barco? ¿Lo sabes tú?
El muchacho me miró abriendo mucho los ojos.
—¿Sabe usted lo de ese barco, señor?
—Algo sé. Creo que iba a suceder no sé qué. ¿Tengo razón?
—¡Oh, tomamos el barco que usted ya conoce —respondió el muchacho con aire distraído— y matamos a algunos en la lucha, y al resto los sujetamos con nuestras propias cadenas. Hubo una tormenta... Felton fue quien soñó esa parte, señor..., y el buque se arruinó. Cuando me tocó a mí el turno, ya no quedaba mucho de él. Por todas partes había selva impenetrable y había fuego en unos claros, y arrastramos una cosa enorme desde los árboles. Los tambores sonaban locamente y una o dos veces esta cosa..., creo que era una especie de ídolo..., se tambaleó y se estrelló, y cuando esto ocurrió todo el mundo comenzó a lamentarse.
—Aun así..., ¿sabes de qué se trataba?
—En mi sueño era la hora de dormir. No pude ver mucho. En compañía de los demás tiré de las sogas.
—¿Qué diablos estás diciendo? —preguntó Molly.
—¡Oh, no es más que un serial! —respondí yo—, una historia que los muchachos del dormitorio de Custance se cuentan unos a otros.
—Le diré esto, señor —continuó Custance—. No me gustaría ser ellos.
—¿Ellos?
—Los hombres que atamos. También los llevamos a la selva y...
—James, por favor —dijo Molly—. Es hora que este chico esté en la cama..., ahora te irás a tu dormitorio, Custance, y procura no rascarte.
—¡Oh, no me pica ni nada! Siento algo, eso es todo..., noto solamente un suave golpear, un latido como cuando se tiene sujeto en la mano a un pájaro..., buenas noches, directora..., buenas noches, señor.
Cuando el muchacho se fue, dije:
—El doctor Halliday está desorientado con esas hinchazones, ¿no? ¿Qué supone sobre todo esto?
—Cree que puede tratarse de la mordedura o picadura de un insecto de alguna clase.
—¿Y usted?
—No lo sé. Nunca he visto antes de ahora cosa semejante.
—Yo creo haberlo visto —respondí—. Esa hinchazón del pecho de Custance es como un ojo..., un ojo con una catarata y un párpado semitransparente sobre ella..., ¿tienen todos el mismo aspecto?
—Sí, el mismo. Ahora que usted menciona eso, efectivamente, todas las hinchazones tienen el aspecto de un ojo.
—¿Y hay algún muchacho que muestre más de una hinchazón de esa clase?
—No..., un momento..., no, creo que no.
—Es curioso que esa epidemia por llamarla de alguna manera sólo se haya dado en los dormitorios de los chicos mayores.
—Eso es lo que me hace pensar que el doctor estuvo equivocado al prohibir la natación en la piscina..., pero supongo que sabrá lo que hace... Y a propósito, ¿qué era lo que trataba de decir Custance con esa extraña historia, cuando le envié a la cama?
—No estoy seguro. Tiene algo que ver con el juju de Winterborn.
—¡Oh! —exclamó Molly un tanto desesperada—. Hasta ahora han estado llevando esa cosa horrible a los dormitorios. Una vez lo encontré en la cama de uno de los chicos. Les dije que si alguna vez volvía a ver aquella cosa en un dormitorio la confiscaría.
—¿Cómo tomaron eso?
—¡Oh, hubo las usuales protestas! Pero comprendieron mis intenciones.
—Molly —dije—. ¿Esperaremos una hora o algo así y luego registramos los dormitorios? Me gustaría saber quién tiene esta noche ese juju.
—No se atreverán..., no dejé la menor duda del hecho que lo confiscaría y castigaría al muchacho responsable.
—Francamente creo que podrá usted confiscar eso esta misma noche.
Incluso desde la mitad del pasillo pudimos oír, a través de la puerta entreabierta, que los muchachos del dormitorio de Custance aún no se habían dormido. Caminamos de puntillas los últimos pasos por el pasillo sin iluminar y nos detuvimos para escuchar los excitados murmullos que partían del ulterior del dormitorio.
—Te digo que es verdad. Si uno sueña, soñamos todos.
—¿Quieres decir que yo soñaré ahora aun cuando no esté conmigo? —preguntó Custance a otro muchacho.
—Sí, cualquiera que tenga la marca: nosotros siete y los que están en los otros dormitorios.
—¿La misma cosa?
—Siempre la misma cosa.
—¿Quién lo tiene esta noche?
En aquel momento hablaba Bradbury.
—Yo lo tengo. Winterborn dijo que todo iba bien.
—¡Vaya, Felton! Me pregunto qué es lo que en realidad vamos a hacer con ellos.
—Lo sabes, lo sabes muy bien —dijo alguien riendo entre dientes en plena oscuridad—. Los estamos alimentando desde hace semanas, ¿no?
Molly Sabine encendió las luces. Hubo unos rápidos movimientos, el crujido de los muelles de las camas, y un súbito coro de ronquidos. Ni una sola cabeza se movía en su almohada.
—Estaban charlando después de la hora de apagar las luces —dijo Molly en voz alta.
Nadie habló ni se movió.
—Bradbury —dije yo—, entrega eso a la directora.
El muchacho se volvió simulando parpadear bajo la luz y a la vez pretendiendo despertarse.
—¿Cómo..., qué..., qué es eso, señor?
—Lo que tienes en tu cama.
—¿En mi cama, señor...? ¿Qué quiere usted decir, señor? No tengo nada.
Algo muy pesado cayó en aquel mismo momento sobre el suelo del dormitorio. Los otros muchachos decidieron despertarse ante el ruido, pero aun así su representación fue muy pobre.
Recogí el juju del suelo. Había caído junto a la cama de Bradbury y a continuación lo entregué a Molly.
—Su premio —dije.
Pero Molly parecía estar tan enfadada conmigo como con los muchachos. Me lanzó una de sus rápidas miradas antes de enfocar sus baterías a todo el dormitorio.
—Muy bien —dijo—, todos han estado charlando después de apagarse las luces y les voy a castigar. Saben bien lo que les dije sobre el hecho de traer esta cosa horrible al dormitorio. Bien. Pediré al señor Herrick que lo guarde durante el resto del curso. Y..., Bradbury, te castigaré por la desobediencia y por mentir. Ahora si sorprendo a alguien charlando una vez más esta noche, enviaré a todo el dormitorio al director.
Molly apagó las luces y salió de la habitación con ademán majestuoso..., dejando tras ella un profundo silencio.
—Creo, James —me dijo cuando llegamos a su habitación—, que si usted sabía que se llevaban esto al dormitorio debía habérmelo dicho.
—Bien, pero yo no sabía que usted lo prohibiría. Y hasta esta misma noche supuse que era una cosa inofensiva. ¿Quiere guardarlo usted?
—No. Hágase usted cargo de él. Y procure que Winterborn no lo tenga hasta el fin del curso. Y, James...
Molly se detuvo esbozando una sonrisa con la que me decía que estaba perdonado, que se había esfumado su enfado, y que volvía a ser la mujer de siempre:
—...puede llevárselo a la cama cada noche, si gusta.
No me agradaba. Lo guardé en mi armario y cerré la puerta con llave. Pero aun así soñé.
Hacía un calor terrible y estaba empapado de sudor desde los pies a la cabeza. En alguna parte había un incendio que producía grotescas sombras como demonios alrededor de la cabaña. Los muros de barro parecían escarlata bajo aquella luz y vi cómo un enorme escorpión cobrizo trepaba por encima de mi cabeza y se ocultaba en el techo de paja. En mi cerebro sonaba un monótono canto acompañado por el batir de los tambores. Regueros de sudor, tan molestos como una nube de moscas, se deslizaban por mi cabeza y rostro para detenerse en los ojos.
Súbitamente cesaron los cantos y el sonar de los tambores, y en el largo silencio que siguió, luché desesperadamente para desembarazarme de mis cadenas. Un grito terrible apuñaló mi corazón como si fuera un cuchillo y caí hacia atrás sobre el duro suelo de barro. Fue seguido de un enorme suspiro, como exhalado por el mismo infierno, o de todas las bocas del averno. Comenzaron de nuevo los cantos y el sonar de tambores, pero con más violencia que antes, acompañados por el golpear de innumerables pies. El horror iba en aumento con el ritmo del canto. Entonces un cuerpo fue arrojado en el interior de la cabaña, tropezó con las piernas de alguien y cayó sobre mí, en el suelo. Bajo la luz del fuego vi el rostro sangriento y mutilado, y desperté gritando: «¡Los ojos! ¡Se han comido los ojos del capitán Zebulon!»
Cuando de nuevo me dormí, las sombras habían tomado una forma delirante. Se movían danzando a mi alrededor. Unas enormes cabezas se movían sobre diminutos cuerpos pintados y unas piernas emplumadas y tatuadas se agitaban sobre mi cabeza. Una mujer embadurnada con pintura amarilla cayó sobre codos y rodillas y así permaneció, con sus senos temblando y expulsando espuma por la boca: me gruñía como un chacal y se acercó más a mí, retorciéndose. Alguien cubierto por una piel de hiena la apartó a un lado vio-lentamente y se inclinó para darme comida de una calabaza pintada. Oí una voz que murmuraba en mi oído: «No lo comas. Es Zebulon», y entonces desperté para contemplar un rojizo y silencioso amanecer, y el familiar espectáculo de las hayas que se alzaban más allá de mi ventana.
Me levanté y me vestí. Abrí el armario y saqué de allí el talismán cíclope, y durante un rato estuve junto a la ventana pensando en lo que debía hacer con él. Mi habitación estaba orientada a una parte del Paseo de las Hayas, y allí era el punto donde más se aproximaba a un ala de la casa: las hayas se perdían a lo lejos, y a la izquierda se veía el parque y el pequeño templete.
Con la creciente luz del día el horror de la noche fue haciéndose más y más remoto. Mis temibles sospechas de hacía solamente un rato comenzaron a parecer absurdas. De todas maneras no deseaba compartir mi habitación otra noche con aquel trozo de dura madera tallada que sostenía en aquel momento como un cetro sobre mi antebrazo. El problema quedó resuelto al fijarme en el pabellón de verano. El templete griego sería el «hogar» de Polly hasta fin de curso.
Antes que alguien se hubiese levantado tomé la llave del tablero que había en la oficina de la escuela, salí por una puerta lateral y caminé sobre la hierba empapada de rocío hasta llegar al pabellón. Allí escondí el juju de Winterborn, en el interior de un rollo de red vieja y luego cerré la puerta del pabellón. Sentí un gran alivio cuando regresé a la escuela. El pequeño ídolo estaba más seguro allí. Que las arañas y los ratones soñaran con él, si él así lo deseaba. Me sentí contento conmigo mismo y al mismo tiempo enormemente consciente de lo absurdo de mi actitud.
Hubiera sido más razonable, tal y como se desarrollaron los acontecimientos, haber seguido mi primer impulso que era meter al cíclope en la caldera de la calefacción.
Winterborn armó cierto ruido a causa de la confiscación de su dios.
—Señor, no es justo. Yo no sabía que Bradbury le llevaría al dormitorio..., se lo digo de verdad, señor. ¿No puedo recuperarlo si prometo que nunca más le llevaremos arriba?
—La directora ha dicho que lo tendrás a final de curso. Aun cuando la pudieras convencer de lo contrario, prevalecerá mi opinión. Estará encerrado hasta finales del curso.
—Pero, señor, ése..., es mi dios. No sabía que Bradbury lo había tomado..., si él viene y le dice a usted que yo no sabía nada, ¿no será posible...?
—Me dijo que se lo habías prestado y los demás así lo han confirmado.
—¡Los sucios embusteros! Pero, señor, ¿no puedo, de vez en cuando verlo, y tenerle conmigo un rato?
—No.
—¿Dónde lo ha guardado, señor? No está en su habitación.
—¿Cómo sabes eso, Winterborn?
—Bien. Yo..., no lo sabía, solamente lo suponía. Pero, ¿dónde lo ha puesto, señor?
—Puedes seguir suponiéndolo.
Winterborn cerró los ojos y en sus facciones se reflejó una expresión de infinito sufrimiento. Se acercó más a mí. Mostraba un vendaje por la entreabierta camisa deportiva. Era la última cura que sin duda alguna le había hecho Molly Sabine.
—Esto no es justo. Esta escuela es una esclavitud —murmuró con los ojos todavía cerrados.
Se ciñó más a mí, hasta el punto que por un momento creí que iba a perder el conocimiento.
—¿Qué es lo que te ocurre, Winterborn? —pregunté—. ¿Estás enfermo?
El muchacho abrió los ojos y dijo:
—No, solamente es sueño..., todo va bien ahora, señor. Allí el dios estará bien. ¿Me permitirá usted recuperarlo en el último día de clase?
—En el último día.
Durante varias noches continué soñando, pero lo atribuí más al calor que al juju. En aquellos momentos mis pesadillas parecían consistir en sonidos, gritos extraños, lamentos, y un lejano sonar de tambores. Estos ruidos me despertaban y hacían que todos mis sentidos permaneciesen alerta y alarmados..., mis ojos forzando la visión en la oscuridad, mis oídos escuchando al enorme silencio que reinaba, y mi respiración controlando los latidos de mi corazón. Antes que transcurriese mucho tiempo descubrí que otros también habían escuchado los ruidos que yo atribuía a mi imaginación.
—Ese pájaro maldito —observó Roger Edlington a la hora de desayunar, una mañana— me ha tenido despierto la mitad de la noche. ¿Lo has oído tú, James?
—¡Un pájaro! —exclamé—. Escuché ruidos muy extraños durante varias noches..., pero no pude identificarlos.
—Pienso que quizá se haya escapado de su jaula alguno de los pájaros del coronel Torkington. Estuvo chillando por toda la casa durante horas. Al principio creí que se trataba de un pavo, pero el grito era más agudo y prolongado. Quizá se trate de algún loro o algo por el estilo.
—Las aves del coronel Torkington están a cinco millas de distancia —observé yo.
—Lo sé. Es extraño que algún pájaro haya volado hasta aquí. Pero es la única explicación que encuentro a ese ruido nocturno. Telefonearé a Torkington esta misma mañana y le diré que envíe a uno de sus hombres para que se lleven a ese animalito.
Más tarde, en la misma mañana, me encontré con Roger en la biblioteca. Ante él, sobre la mesa, había dos volúmenes de la Enciclopedia Británica y varios libros sobre pájaros.
—Torkington no ha perdido ninguno de sus pájaros, James —dijo—. Pero de una cosa sí estoy seguro: que el pájaro de la noche pasada no era un búho...
Comenzó a volver las páginas de la enciclopedia. Luego añadió:
—La dificultad con estos expertos en pájaros es que resultan ininteligibles e inútiles al tratar de explicar en letra impresa los gritos de los pájaros. O bien se muestran en sus descripciones vagos y poéticos o dicen que son sonidos musicales, o hablan de «notas límpi-das» y de «escalas descendentes».
—Sospecho que el pájaro de la última noche no era vago, ni poético ni musical.
—¡Desde luego que no! —exclamó Roger, frunciendo el ceño al inclinarse sobre su estudio de los hábitos y canto del «pájaro que ríe».
Estuvimos levantados hasta muy tarde aquella misma noche, y aproximadamente a la una oímos un extraño grito muy cerca de la casa. Era un largo y áspero lamento seguido de un horrendo gorgoteo. Roger salió al exterior armado con una escopeta para cazar a la criatura bajo la luz de la luna. Al cabo de veinte minutos regresó para informar sobre su fracaso.
—Es un bicho listo —dijo—, porque desde el momento en que salí de la casa no se volvió a oír un solo ruido. Sin embargo, tuve la sensación de estar siendo observado en todo momento. Fue algo muy extraño.
La excursión de Roger al menos tuvo la virtud de asustar a la criatura en cuestión. Una o dos veces gritó nuevamente, pero lo hizo remotamente, desde alguna parte distante de los campos de juego o quizá desde el bosque.
A la noche siguiente me fui a la cama temprano y desperté repetidas veces, como ya era mi costumbre, para descubrir que reinaba el más profundo de los silencios. Debió ser después de la medianoche cuando me levanté al escuchar una llamada en la puerta y a causa también de moverse la manilla de esta última. Encendí la lámpara de la mesita de noche y dije:
—Sí..., ¿quién es?
Era Molly Sabine ataviada con su bata de cama y reflejándose en sus facciones cierta expresión de temor.
—James —dijo—, no hay nadie en el dormitorio Azul de los mayores. Las camas están vacías. Miré luego, en el Amarillo de la puerta de al lado y allí hay solamente dos muchachos dormidos. Los demás se han ido.
Me puse la bata y las zapatillas y seguí a la linterna de Molly a lo largo del pasillo.
El dormitorio Azul estaba completamente iluminado por la luz de la luna, que al filtrarse por las altas ventanas del siglo dieciocho, formaba largos rectángulos de luz sobre el pavimento y tumbas de alabastro de las camas.
—Ya han regresado, Molly —musité señalando a una cama junto a la puerta.
Había sobre el lecho el bulto de un cuerpo que dormía, bajo la colcha, y sobre la almohada se dibujaba el contorno de una cabeza.
—¡Oh!..., han tomado bien sus precauciones —dijo Molly al mismo tiempo que tiraba hacia abajo de la colcha y sábanas.
Una almohada formaba el cuerpo, y la cabeza estaba compuesta por un par de calcetines rellenos de papel y una esponja. Aquél era mi muchacho durmiente. Molly enfocó la linterna hacia las otras camas.
—El resto —dijo— han sido igualmente ingeniosos. Pero, ¿a dónde habrán ido?
—Escuche, Molly —dije—. ¿Quiere usted hacer una lista de los muchachos que faltan? Me vestiré e iré en busca de Roger. Tenemos que evitar despertar a los demás.
Habían desertado todos con una sola excepción en los dormitorios de los mayores. Molly había descubierto una cama deshecha y vacía en el dormitorio Verde de los pequeños.
—Se trata del pequeño Dickie Zuppinger —informó Molly—, y es el único que no lo adquirió.
—¿Adquirir qué...? —preguntó Roger con mal humor por haberse interrumpido su sueño y a continuación tener que enfrentarse con aquella responsabilidad.
—Lo que ellos llaman nostalgia por la tierra natal..., esos extraños furúnculos que les he curado.
—¿Quiere usted decir que todos los que están ausentes padecen esa misma epidemia?
—La lista que acabo de hacer es la misma que extendí en la última cura..., excepto Zuppinger.
—¡Esos pequeños asnos! —exclamó Roger—. Me he dado cuenta que se sienten terriblemente orgullosos de sus ampollas o lo que sea. Supongo que andarán por ahí celebrando alguna fiesta con motivo de su marca de Caín. Pero en sus cuerpos habrá muy pronto algunas ampollas más en cuanto les ponga la mano encima.
Registramos toda la casa y comprobamos que los muchachos no se hallaban en el edificio. Roger descubrió que faltaba en el tablero la llave de la puerta lateral.
—¿Y la llave del pabellón de verano? —pregunté.
—No me he fijado en eso... Mejor será que registremos los diferentes sectores. Yo pasaré por la piscina, miraré en el gimnasio y luego examinaré el parque y los campos de juego. Usted vaya por el otro lado. Examine el Paseo de las Hayas. Quizá estén reunidos entre los arbustos. Si no están por allí, vaya hasta el parque y el bosque. Si los dos no encontramos a nadie, nos reuniremos en el otero donde armamos los fuegos artificiales. Ya veo que tiene una linterna. ¿Tiene también un silbato?
—No.
—Tenga..., aquí hay uno. Yo tomaré otro en mi despacho. Hágalo sonar con fuerza si los chicos echan a correr.
La puerta del pabellón de verano estaba entreabierta. Miré al interior. El rollo de vieja red y el ídolo que contenía habían desaparecido. El pequeño y polvoriento cuarto aparecía muy vacío, como si aquella estancia bostezara bajo la luz de la luna. Durante un momento permanecí inmóvil, desorientado ante aquel vacío, antes de recordar que cuando había estado allí por última vez las dos grandes cabezas pintadas me habían contemplado desde uno de los rincones de la estancia.
Penetré a continuación por entre los altos arbustos, enfocando mi linterna en todas direcciones. No había nadie en aquellos lugares. Luego, descendí hasta el paseo flanqueado por las hayas. Allí la luz de la luna se filtraba por entre las espesas copas de los árboles, formando luego un gran bordado de luz y sombras sobre la tierra.
El Paseo de las Hayas conducía al parque y a la vez bordeaba el bosque. Cuando me acerqué a este último vi el resplandor de un fuego a través de los árboles, y comencé a endurecer mis rasgos preparándome para mostrarme sumamente severo, tal y como lo exi-gían las circunstancias incluso en un novato maestro de escuela.
Apagué la linterna y, apartándome del sendero, di un rodeo, alejándome, a la vez, del fuego, con objeto de surgir en un punto donde era más densa la arboleda.
El canto de voces infantiles y el tronar de tambores ahogaba perfectamente mis pasos.
Incluso, cuando salí al claro donde ardía la hoguera, nadie pareció darse cuenta de mi presencia.
Había unos veinte muchachos desnudos hasta la cintura agachados en semicírculo alrededor del fuego. Yo me encontraba a unas diez yardas de distancia de ellos, y me apoyé contra un árbol, preguntándome si debía hacer sonar el silbato y gritar luego con terrible ironía:
—¡Hora de recreo!
La mayor parte de aquellos que se hallaban en cuclillas, balanceando los cuerpos al ritmo del canto, me daban la espalda en aquellos momentos. Pero frente a mí, un tanto retiradas y sobre una elevación del terreno, más allá del fuego, había «tres» grandes figuras.
«Han fabricado una tercera cabeza —me dije a mí mismo, incómodamente—, y han vuelto a pintar los rostros de las otras dos.»
Los que tocaban los tambores se hallaban arrodillados a ambos lados de las figuras cíclope, y golpeaban sobre un oxidado bidón y sobre lo que parecían ser latas vacías de galletas. En un terreno más elevado, entre el fuego y las tres pintadas figuras, había un objeto largo y negro, que al principio no pude identificar.
Súbitamente, cesaron los cantos y el sonar de tambores. Luego hubo una especie de prolongado suspiro, como el eco de aquel otro que yo había percibido en mi suelo, aunque un poco más suave, y uno de los pintados cíclopes osciló hacia delante hasta que estuvo sobre la cosa larga y negra que se hallaba tendida en tierra. Aquella cosa se retorció y lanzó un prolongado grito. El cíclope alzó un largo cayado de extremo muy afilado, como el de un dardo. Y entonces yo grité con todas mis fuerzas:
—¡Suelta eso!
Y, al mismo tiempo, corrí hacia la hoguera.
Hubo una enorme confusión, precedida de otro grito agudo y prolongado. El cayado había fallado en su objetivo y aparecía clavado en la tierra. Las tres figuras de los cíclopes se volvieron y se perdieron con paso torpe entre los árboles.
Yo había echado a correr a través del semicírculo, bordeando el fuego, y me acerqué rápidamente hacia aquel objeto que había en tierra. Y en aquel mismo instante el terrible silencio que reinaba a mi espalda me hizo volver la cabeza para mirar a los muchachos.
Estaban dormidos; dormidos o quizá en trance. En su mayor parte mostraban los ojos cerrados y aquellos cuyos ojos estaban abiertos miraban hacia el frente fijamente, con horrible expresión. La luz del fuego hacía brillar intensamente el aceite que embadurnaba sus cuerpos. Me volví de nuevo hacia el cayado y hacia aquella cosa que yacía en el suelo tendida a su lado. Durante un terrible momento pensé que estaba contemplando un cuerpo carbonizado. Al instante siguiente, con infinito alivio, me había dado cuenta que se trataba de la vieja red de tenis procedente del pabellón de verano que envolvía un cuerpo que se agitaba. A través de la negrura de la red distinguí dos ojos atemorizados, un mechón de cabellos rubios y las tiras de una rasgada almohada, con las que el muchacho estaba maniatado.
—Todo va bien, Dickie —dije al mismo tiempo que le liberaba de la red—. Te sacaré de aquí dentro de un minuto.
El minuto fue largo, y yo todavía luchaba con los nudos que le inmovilizaban, cuando un segundo dardo cayó muy cerca de nosotros, en el borde del fuego, alzando una nube de chispas.
Me incorporé y miré de nuevo hacia el semicírculo de sonámbulos. Parecían hallarse congelados, en la misma posición que yo les había visto anteriormente, algunos con los ojos cerrados, y otros mirando hacia el frente, sin parpadear lo más mínimo.
Sin embargo, cuando yo me inclinaba sobre la red, un momento antes, había tenido la extraña sensación que alguien me vigilaba. Era una situación que yo solo no podía manejar. Hice sonar el silbato varias veces, y me alegré cuando en la lejanía oí su eco. Unos cuantos muchachos despertaron entonces y comenzaron a quejarse:
—¿Qué sucede...? ¿Es el señor Herrick...? ¿Dónde estamos? ¿Acaso hubo un ataque aéreo, señor?
—No ocurre nada —respondí—. Quédense junto al fuego, caliéntense y procuren no dormir. Esto es importante, ¿comprenden? No vuelvan a dormirse otra vez. Procuren despertar a los demás también.
Pero, aunque yo estuve un rato gritando para guiar a Roger hacia aquel lugar, los muchachos volvieron a dormirse inmediatamente. El pequeño Zuppinger había perdido el conocimiento y yo permanecí sin moverme de mi sitio hasta que llegó Roger.
—Es una especie de hipnosis colectiva —dije a Roger—. Es preciso despertarles y mantenerles despiertos. Ahí junto a los árboles están apilados los pijamas y batas. Iré a buscar a los demás. Hay unos cuantos que se han adentrado en el bosque.
No se hallaban muy lejos: tres inmensas figuras bajo los árboles.
Una de ellas me apuntó con un palo aguzado, pero le tomé por la fina muñeca y le sacudí con violencia; la pintada cabeza osciló y se desprendió de los hombros, dejando al descubierto a Felton, quien parpadeó, volviendo a la vida.
—¿Qué es lo que ocurre, señor? ¿Qué sucede...? ¿Qué estamos haciendo aquí, señor?
Los otros dos cíclopes se alejaban por entre los árboles. Tomé al más próximo por un brazo, cuando seguía a su compañero, le arranqué la falsa cabeza y Bradbury comenzó a lamentarse:
—¿Qué diablos, señor? ¡Eh, Felton..., si no llevas nada encima! ¿Qué estamos haciendo en el bosque?
Les llevé a ambos hasta la higuera y les dejé en manos de Roger, quien estaba vigilando cómo el grupo de chicos se ponía sus pijamas.
—¡Ah, Felton y Bradbury! —exclamó Roger—. Bien, ya está el lote completo, James.
—Hay otro en el bosque —dije—. También le traeré.
—¡Pero si todos los muchachos que faltaban están aquí! He pasado lista. Tiene usted que ayudarme a llevarles a la escuela. Habrá que llevar a Zuppinger en brazos.
Era casi el amanecer cuando logramos llevarles hasta la escuela y subirles a sus dormitorios. Se llamó al doctor, y Roger, su esposa Pamela y Molly Sabine, se quedaron vigilando sus camas.
Había dicho a Roger lo que sospechaba y añadí:
—Estoy seguro que uno de ellos huyó al bosque.
—¡Pero si hemos comprobado la presencia de todos, James! No faltaba ninguno. ¡Oh, me gustaría que el doctor se diese más prisa! Supongo que ha sido una especie de autosugestión; como usted ha dicho, una especie de histeria en masa o una hipnosis colectiva...
Roger se detuvo y luego añadió calmosamente:
—Creo que a mí también me alcanzó... ¿Sabe usted que cuando les traíamos aquí yo..., en realidad creí que la hinchazón que había en el cuello de Winterborn era un ojo? Caminaba a tropezones, con los ojos cerrados, y durante un instante creí que me estaba mirando desde su garganta. Absurdo. Pero ha sido una noche muy agitada.
—¿Quiere usted que me quede aquí de guardia?
—No. Ya somos bastantes aquí. Creo que el doctor Halliday ya no tardará en llegar. Vaya a dormir un poco, James.
—Voy hasta el parque para ver si ha quedado alguna cosa atrás. Y, con su permiso, me llevaré su escopeta.
El aire era pesado cuando caminé por el parque. La tormenta que nos había amenazado durante semanas por fin se estaba acercando. Sonaban los truenos sobre el bosque. Los relámpagos parecían hacer saltar hacia mí los árboles del bosque. Pero por el este el cielo estaba ya clareando.
Mi excursión con la escopeta, al igual que la anterior de Roger, fue un fracaso. Una vez me pareció oír el áspero grito que surgía de un grupo de árboles, en el centro del parque, pero cuando me acerqué allí, no había nada ni nadie.
Entonces, y después que hacia el norte estallara una tremenda sinfonía de truenos y relámpagos, creí haber oído gritar a los cíclopes en el bosque. En aquel instante había llegado al claro del bosque, la oscuridad se había disipado y ya no necesitaba la linterna. Examiné el terreno en un amplio círculo alrededor del punto donde había estado antes la hoguera, y al cabo de veinte minutos encontré el talismán cíclope.
Se había reducido a su tamaño habitual, y estaba caído entre las hojas que tapizaban aquel punto del bosque. Lo recogí y lo llevé hasta el lugar donde aún ardía el fuego. Trató de asirse a mi mano con sus dientes, pero me lo sacudí de encima y cayó en el centro de las llamas. Hubo una nube de chispas y sonó un agudo grito. El ídolo se retorció durante un instante entre la ardiente madera y yo recogí una larga astilla para empujarlo más hacia el centro del fuego, de donde trataba de huir. Contemplé cómo ardía hasta convertirse en una escoria incandescente, y a continuación le apliqué unos cuantos golpes, hasta convertirlo en cenizas.
Regresé al edificio del colegio poco antes que la lluvia comenzara a caer con fuerza. Unas cuantas gotas de buen tamaño cayeron sobre mí al atravesar corriendo el parque y, cuando alcancé la puerta lateral del edificio, estalló la tormenta con toda su intensidad.
Encontré en el vestíbulo al doctor Halliday, que bajaba en compañía de Roger Edlington.
—¡Maravilloso! —decía el médico en aquel momento—. Se han curado casi milagrosamente. No les ha quedado ni una sola marca, excepto ese pequeño que se mordió la lengua, pero no creo que le haya quedado hinchazón alguna. Es sorprendente lo que a veces puede hacer la penicilina.
Ninguno de los muchachos recordaba lo sucedido aquella noche. Yo podría haber pensado igual que Roger..., que me había alcanzado también aquella hipnosis colectiva..., si los acontecimientos posteriores no hubiesen suministrado una posdata a la historia.
Durante la guerra mi buque fue torpedeado en medio del Atlántico y los supervivientes fueron desembarcados en una fétida ciudad portuaria de la costa de África occidental, para esperar allí la llegada de otro convoy. Pasé allí varios días y durante este tiempo visité un museo de la localidad. En un rincón del salón de Etnología se alzaba, en inmenso tamaño, el original del talismán juju.
A sus pies, una tarjeta explicaba que aquel mascarón de proa de un buque naufragado había sido durante cien años el dios tribal del pueblo Walupa. Me dijeron que los walupas habían sido en otro tiempo notorios caníbales, y quien me lo dijo añadió que «pro-bablemente aún lo eran». Un amigo mío, policía, pocos años antes de la guerra, tuvo entre sus manos un caso. Había un doctor-brujo walupa...
Y así volví a escuchar de nuevo sobre el ataque durante el cual se había descubierto el juju de Winterborn. Los detalles de aquel ataque y de las cosas descubiertas en la cabaña eran suficientes para prestar autenticidad a mi historia; pero entonces no la conté. Apenas podía pasar de ser algo más que un relato de bar.