Era la última casa al final de la calle, una hermosa mansión georgiana construida sobre un par de acres de césped perfectamente cuidado.
Incluso bajo el azote del duro mes de febrero, la lluvia parecía prestarle cierto aire de comodidad y abrigo. La luz de sus ventanas caía suavemente sobre mí a través del crepúsculo de plomo cuando me acerqué a la calzada de coches del edificio.
El agua sonaba en el interior de mis zapatos.
El picaporte estaba formado por una gran águila de metal que sostenía una bola en el pico. Llamé suavemente. Tuve que cobrar ánimos para hacer aquella última llamada. Tenía las ropas totalmente empapadas y mis pies estaban tan fatigados como mojados. Por otra parte tenía frío. Pero también tenía un plan que llevar a cabo y no habría nada que pudiese desviarme del camino emprendido. Calle por calle, casa por casa, estaba «peinando» la ciudad. Si me atrasaba en tal programa una sola vez, lo único que lograría sería quedarme más y más atrás. Gracias a Dios aquella era la última visita del día.
Oí cómo giraba la manilla de la puerta y fijé en mi rostro la estereotipada sonrisa del vendedor. Se abrió la puerta unas ocho pulgadas. La voz de una mujer preguntó:
–¿Sí...?
–Buenas tardes –dije–. Me gustaría charlar con usted durante unos minutos sobre la duración de su vida.
La puerta se abrió un poco más.
–¿Qué es lo que vende, joven?
–Una vida larga, señora –respondí–. Una vida muy larga.
En aquel momento veía bien a la mujer. Era una señora de aspecto muy distinguido, una anciana aristócrata, una verdadera grande dame. Sus blancos cabellos estaban meticulosamente peinados con estilo ya pasado de moda, y en su garganta brillaba un enorme diamante pendiente de una cadena de oro. Su rostro estaba surcado por muchas arrugas y exteriorizaba cierta dureza. Su voz y modales evidenciaban educación. Me sentí entonces mucho más consciente de mis ropas empapadas y de la expresión que sin duda aparecería en mi rostro.
La mujer me miró fijamente.
–¿Una larga vida? –interrogó–. ¿Qué es lo que usted vende?
Una ráfaga de viento lanzó sobre mi espalda la helada lluvia, que también penetró por la puerta entreabierta. La mujer añadió:
–Bien, será mejor que pase antes de que los dos nos quedemos congelados.
Penetré en el vestíbulo y la mujer cerró la puerta.
Me miró entonces abiertamente mientras de mis ropas goteaba el agua sobre la gruesa alfombra. Había visto, por supuesto, mi maletín y entonces volvió a mirarlo para preguntar a continuación:
–¿Productos alimenticios?
–No vendo cosas de comer, señora... señora...
–Moswell –dijo la anciana.
–No vendo productos alimenticios, señora Moswell, pero lo que tengo que decir se relaciona con la comida. Si me concede unos minutos de su tiempo le enseñaré algo que puede cambiar toda su vida.
–Entonces serán libros.
La mujer estaba arruinando mi discurso. Yo «vendía» libros, por supuesto, pero era demasiado pronto para mencionar tal extremo. Siempre es mucho mejor mantener el interés de la entrevista hasta llegar a mostrar el libro. Hay muchas más personas de las que se cree que escapan al ver un libro.
–Señora Moswell –dije–, lo que voy a decirle puede parecer increíble en un principio, pero espero que me escuche hasta el final. Hablo en serio cuando digo que éste puede ser el día más importante de su vida.
La dama sonrió ligeramente.
–Sin duda... sin duda –murmuró con tono de condescendencia.
Consultó su reloj y añadió:
–¿Puedo preguntarle cuál es su nombre, joven?
–Smeed, señora Moswell. Ripley Smeed.
–Señor Smeed, si cuelga usted ahí su abrigo, me encantará escuchar por qué este día será tan importante.
La seguí hasta el living-room. Me sentía allí tan desplazado como un caballo en una biblioteca. Era una estancia larga, ricamente alfombrada, y en las paredes había cuadros al óleo en los que aparecían caballeros victorianos muy barbudos. En el extremo opuesto de la estancia ardían grandes leños en la chimenea de mármol. Las lámparas arrojaban una suave luz sobre el esplendente mobiliario. Era una hermosa estancia, algo más que rica y algo más que cómoda en comparación con la desapacible tarde del exterior.
La dama me hizo ocupar un asiento cerca del fuego. El calor pareció abrazarme en el acto, desde el momento en que me hundí en el formidable sillón. Había una bandeja de té sobre una pequeña mesa. La señora Moswell dijo:
–¿Quiere usted tomar una taza de té? En este momento estaba a punto de tomar el mío.
–Gracias –respondí–. Lo acepto encantado.
Esperaba que mis palabras no sonasen a excesiva sorpresa. Recibir una oferta de té servido en taza de porcelana con pesado servicio de plata no es experiencia común en los vendedores de libros.
–¿Leche o limón? –preguntó la mujer.
–Leche, por favor –respondí.
Mis dientes chocaban intermitentemente a la vez que el calor del fuego comenzaba a extraer el frío de mis huesos. La mujer me miró nuevamente y dijo:
–¡Oh, no! Está usted congelado. Será mejor que tome algo de esto en su té.
Tomó de un pequeño armario una jarra de cristal exquisitamente tallado y vertió un poco de licor en mi té. Era un ron obscuro, y tan suave como el agua de lluvia, pero que al mezclarse con el té caliente pareció lanzar explosiones de súbito calor hasta las yemas de mis dedos.
La dama tomó asiento con majestuosidad patricia, firmemente erguida, y sosteniendo delicadamente en una mano la taza de té. Luego dijo:
–Bien, señor Smeed... dígame lo que tiene que vender.
–Señora Moswell –contesté ansiosamente inclinándome hacia delante–. La gente no tiene por qué envejecer. No hay ninguna razón, en absoluto, que abone el hecho de que alguien tenga que padecer las incapacidades y molestias de la edad avanzada. No tienen por qué existir el endurecimiento de las arterias, el riñón débil, o el corazón fatigado. La artritis alcanza a los huesos, la dispepsia al estómago, y hay padecimientos del hígado... todo ello sin ninguna razón de ser. Los jóvenes tienen el cabello brillante, los ojos claros, y la piel fresca, mientras que los viejos aparecen grises, reumáticos y arrugados. Esto no tiene por qué ser así. ¡La edad avanzada ha sido conquistada!
La mujer me dirigió una mirada irónica y dijo:
–Me temo, señor Smeed, que ha venido usted a mí un poco tarde. Yo ya padezco la mayor parte de esos achaques.
–¡Ah!, pero con este método podrán desaparecer por completo.
–Señor Smeed, eso me suena a ridículo.
–No señora, nada de eso. El envejecimiento, sabe usted, se da en las células individuales del cuerpo, pero no en el organismo como conjunto. Cuando las células envejecen... y cuando en su reproducción por escisión el par de células resultante es menos viable que la célula original... entonces es cuando tiene lugar el deterioro de las partes y órganos del cuerpo. Llamamos a esto envejecer.
«Ahora bien, se ha descubierto un método para refrescar y rejuvenecer las células del cuerpo. Es un método conveniente y enormemente sencillo que puede seguir cualquiera. Cuando las células individuales permanecen vigorosas, entonces no puede tener lugar el envejecimiento. Y yo estoy aquí hoy, señora Moswell, para que usted pueda usar este método.
En aquellos instantes me hallaba en mi ambiente, lanzándome hacia delante a toda velocidad, proporcionando realismo a la inventada charla sobre las ventas. El ron había engrasado muy satisfactoriamente mi lengua. La taza de té estaba ya vacía y, sin preguntarme si deseaba más, la señora Moswell me sirvió más té y más ron. Luego dijo:
–¿Y cuál es su método, señor Smeed?
–Dieta, señora Moswell –respondí majestuosamente–. O más bien, cierta adición a la dieta...
Me detuve y bebí un sorbo de té para añadir a continuación:
–Se ha sabido que, ciertas substancias comunes, tomadas como suplemento en la dieta ordinaria de uno, detendrán el fenómeno conocido bajo el nombre de envejecimiento. Entenderá usted que no estoy hablando de los llamados «productos alimenticios para la salud...»: hígado desecado, médula ósea y cosas por el estilo, sino de verdaderas substancias que se encuentran en cada hogar. Estas substancias, tomadas en cantidades adecuadas, combinadas con las moléculas proteínicas de la comida corriente, forman algo que se llama «provín». El provín rejuvenece las células del cuerpo. En efecto, la convierte a usted en joven nuevamente.
«Ahora bien, señora Moswell, este libro es en realidad un libro de cocina, un libro de recetas...
Y al pronunciar estas últimas palabras se lo entregué, añadiendo:
–Permítame mostrarle lo sencillo que es todo esto. En la página veintidós hay una receta de una tortilla. ¿Quiere usted leerla, por favor? Como verá usted, el libro en su presentación no es gran cosa. La encuadernación es más bien modesta, y el papel es de tercera clase, así como la impresión es evidentemente barata. Pero aun así, me costó todo mi dinero lograr imprimir y encuadernar tres mil ejemplares.
La señora Moswell alzó los ojos del libro. A continuación alzó también ambas cejas.
–¿Yodo? ¿Crémor tártaro...? ¿En una tortilla?
Bebí otro sorbo de té y dije:
–Notará usted, señora Moswell, que las cantidades empleadas son muy pequeñas, evidentemente. Las recetas exigen que las adiciones sean dosis solamente homeopáticas. Hallará usted, por ejemplo, que en esta receta de una tortilla se añadirá suficiente yodo si se ha empleado sal como aderezo. Sin embargo, estas pequeñas cantidades de yodo y crémor tártaro producirán, en la mezcla del huevo y bajo la temperatura necesaria para hacer una tortilla, una pequeña cantidad de provín. Será una cantidad suficiente para activar las células del cuerpo durante un mes. Si cada mes usted come un plato preparado con una de estas recetas, la juventud permanente será suya.
–Bien, señor Smeed, no creo que hable usted en serio.
–Señora Moswell, por favor, ¿quiere usted mirar esto?
Le entregué el certificado de nacimiento. Estaba arrugado y hasta sucio de tanto manejarlo, pero se leía perfectamente que Ripley Smeed había nacido en Bagby County, Nebraska, el día 14 de agosto de 1898. Luego dije:
–Es mi certificado de nacimiento, señora Moswell.
–Pero esto..., bien... esto le haría a usted tener ahora mismo sesenta y ocho años de edad.
–Así es.
La mujer se echó a reír, auténticamente divertida, y a mí, sin saber por qué, me agradó su postura. La señora Moswell dijo luego:
–Veintiocho años tiene que ser, y sin duda es su verdadera edad, digo yo.
Era una mujer aguda. Lo que decía era cierto. Tendría que obrar con ella con más cuidado.
Dije apresuradamente:
–Señora Moswell, por favor, créame. Lo que le estoy diciendo es absolutamente cierto. Tengo sesenta y ocho años de edad. El provín me ha convertido en una persona joven. ¡Y a usted también la puede convertir en tina muchacha hermosa!
Yo esperaba no excederme mucho en mi emoción. Me daba cuenta de que estaba un poco bebido.
–Hace cuatro años, señora Moswell –añadí–, no hubiese usted dudado de mi edad. Tenía sesenta y cuatro y, efectivamente, era tan viejo como parecía. Tenía las arterias endurecidas y mi corazón se parecía mucho a una cafetera vieja. Me quedaban solamente seis dientes y no había nada más que pellejo en mi cráneo... y todo esto hace solamente cuatro años.
«Entonces fue cuando comencé a añadir cierta cantidad de crémor tártaro y un poco de yodo a mis tortillas, unas gotas de jugo de soja y también cierta cantidad de un tónico capilar en mi ración de carne. Y durante cada año que seguí la dieta, mi edad comenzó a decrecer en diez años. Tengo el aspecto y me siento fuerte como un hombre de treinta años. Y cualquiera puede hacer lo mismo. «Usted» también podrá hacer lo mismo que yo, señora Moswell.
Entonces la señora Moswell no rió.
–¿Y cómo descubrió usted esta substancia milagrosa, señor Smeed?
–Bien, verá usted, conocíamos ya la existencia del provín, y trabajamos mediante pruebas y equivocaciones... trabajamos así durante largo tiempo... para ver si podíamos «fabricarlo» nosotros mismos.
La mujer volvió a llenar mi taza de té antes de hablar nuevamente. Me recordaba a la señorita Beiderbeck, mi profesora de noveno grado de inglés. Luego dije:
–Dice usted «nosotros», señor Smeed, ¿acaso cuenta con socios?
Me dije a mí mismo: «Ahora tómalo con más calma. Pisa con cuidado a partir de ahora. Esto tiene que hacerse perfectamente bien». Luego dije en voz alta:
–Solamente mi esposa. En realidad es ella quien hace las pruebas, y la que aprendió a mezclar el provín en nuestra comida. Mi única contribución ha sido extender la noticia en la medida en que he podido y puedo hacerlo... y la verdad es que no he logrado gran cosa. La publicidad es cara. Lo que estoy esperando es demostrar la verdad de este descubrimiento a alguien que cuente con el dinero suficiente para financiar un programa que proclame en el mundo entero todo esto, señora Moswell.
–De acuerdo. Pero, ¿cómo llegó su esposa a conocer que existía esta substancia llamada provín, señor Smeed, y luego decidirse a hacer las pruebas?
Respiré hondo antes de contestar. Nos. hallábamos en el punto donde ella podía decidir que yo era un peligroso lunático. Dije:
–Ella se ha mantenido toda su vida sólo con comida con contenido de provín. Luego, súbitamente, se encontró sin él. Sabía que comenzaría a envejecer a menos que lograse hallar el medio de obtenerlo, y así comenzó a realizar experimentos. Tardó años en conseguirlo. Cuando lo descubrió ya estábamos casados y pude beneficiarme porque comí lo que ella comía. Ya ve usted los resultados.
La expresión de la señora Moswell era difícil de adivinar.
–Dice usted que vivió toda su vida con comida que contenía provín. Entonces, ¿he de creer que ha vivido una vida muy larga?
–Exactamente.
–¿Qué edad tiene ella, señor Smeed?
Había llegado el momento. Allí podría desequilibrarse la balanza.
Respondí:
–Cuatrocientos dieciocho años, señora Moswell, La mujer bebió té y me miró pensativamente. Yo me sentía razonablemente seguro de haberla manejado en la debida forma, que se vería obligada a hacerme más preguntas, pero aún era posible que la mujer se echara a reír y me expulsara de su casa. Luego habló y sentí que me inundaba una ola de alivio. Preguntó:
–Pero si su esposa se crió con esta substancia mágica es casi seguro que se la hubiesen administrado sus padres, y eso podría significar que aún viven y que incluso sean mucho más viejos que ella, ¿no?
–Es muy probable.
–Entonces, ¿dónde están? ¿Por qué nadie ha oído hablar nunca de esta familia que ha vivido tantos años?
–Señora Moswell –dije con firmeza–. Yo vendo este libro por dos dólares. Comprando un ejemplar podrá usted aprobar o desaprobar lo que estoy diciendo. ¿Por qué no adquirir un ejemplar? Entonces no la entretendré más.
–¡Oh, no, señor Smeed! –respondió la mujer con igual firmeza–. Estoy muy interesada en escuchar todo esto. Y ahora dígame: ¿dónde viven sus padres? ¿En algún lugar misterioso e inaccesible? ¿En el Tibet o en la Antártida?
La mujer estaba colocando un cebo, al igual que podría hacerlo con un nieto que evidenciase un afecto irracional hacia los Beatles. Yo respondí tan seriamente como pude:
–Señora Moswell, si tiene usted tiempo para escuchar, me alegrará contarle lo que sé acerca de eso. Y si es difícil de creer, procure tener en cuenta lo poco que sabemos sobre nuestro Universo. Recuerde cuántos importantes aumentos en el conocimiento humano casi se perdieron porque hubo hombres e instituciones que se perdieron para siempre porque no se quiso escuchar al descubridor. Supongamos que no hubiera existido un Galileo para demostrar la teoría de Copérnico o que Copérnico no hubiese dejado constancia escrita de su idea. Bien, usted me preguntó por los orígenes de mi esposa. Por favor, escúcheme:
«Deseo que vea usted al mundo como podría haber sido si el provín hubiera formado parte de la existencia del hombre desde sus comienzos. Quiero que acepte usted la idea de que en algún tiempo remoto el provín fue parte del mundo. Pudo haber caído sobre la Tierra en un meteorito o ser lanzado hacia la atmósfera por la cola de un cometa, o simplemente haber sido una parte de la creación. Sin embargo, llegó, el provín está ahí. Está en toda cosa verde que crece, en los herbívoros que comen verde y en los comedores de carne que devoran a estos últimos. El pescado, las aves, los insectos, los microbios..., todos tienen sus cantidades de provín.
«Donde existe el provín, la vida es larga. Cada criatura se ha desarrollado a través de los años en tal forma que no necesita producir tantos jóvenes como para desnutrir peligrosamente otra forma de vida. Hallará usted cucarachas realizando excavaciones en los basureros, pero no invaden al mundo con cucarachas; las acederas crecen bajo las hileras del trigo y absorben su alimento del suelo, pero no hay tantas acederas que lleguen a dejar morir de hambre al trigo. La comadreja mata al conejo y succiona el huevo, pero no hay muchas comadrejas. La naturaleza siempre se equilibra.
«Ahora bien, en ese mundo de desparramada población se desarrolló, como usted puede imaginar, una sociedad que es totalmente rígida y estratificada, parecida a la sociedad del Egipto de hace cinco mil años, si Egipto hubiera disfrutado de lo que nosotros llamamos «progreso». Desde luego, en el mundo del provín comenzó hace mucho más de cinco mil años, y no tuvieron nuestros problemas de alimentación y desarrollo.
«La sociedad en el mundo del provín está científicamente avanzada y totalmente controlada. Es como una sola familia, la mayor parte de cuyos miembros son listos y tienen gran inventiva, pero donde todos ellos están totalmente sujetos a los principios del padre, que son tan viejos y tan fijos que han llegado a ser condiciones de vida sencillas y necesarias. La desviación de los principios familiares es una auténtica locura y por supuesto ciertamente criminal.
«Imaginemos que tal criminal existe en el mundo del provín. Y supongamos que todos los conocimientos acumulados en diez siglos de la vida de un formidable matemático se emplean para crear una puerta a un mundo paralelo, pero a un mundo paralelo sin provín. Supongamos aún más. Que un explorador es enviado al mundo paralelo y que este explorador es la oveja negra, el individualista, y que el mundo paralelo es nuestra Tierra.
«¿Lo ve usted, señora Moswell? Este explorador de un mundo que está total y rígidamente controlado viene a nuestra Tierra y se enamora de nuestras fáciles maneras, de nuestro abundante populacho, y de nuestras costumbres contumaces y opuestas. En la mente de este explorador despiertan las ideas de libertad e individualismo, conceptos que no tienen nombre en el mundo del provín. Y le agrada tanto que decide quedarse aquí.
»Es ahora, pensando en el mundo del provín, un loco criminal. Debe regresar allá y curar su aberración. Se envían cazadores y el explorador se convierte en una presa. Se oculta a los cazadores y se siente terriblemente atemorizado, siempre consciente de que le persiguen. Les evita durante muchos años, pero se encuentra en un mundo sin provín, y sin provín debe envejecer y morir. Comienza sus experimentos. Estos, eventualmente, tienen éxito, y obtiene su provín. Finalmente puede establecerse para gozar de una vida larga y feliz... Este "explorador" rebelde y fugitivo, señora Moswell, es mi esposa.
«Pero, quizá desgraciadamente, se ha casado con un hombre idealista, poco práctico, convencido de que su deber está en dar provín al mundo. Y trabaja para extender la palabra, en lugar de limitarse a vivir un número ilimitado de años sumido en una existencia confortable. El pobre loco no ha logrado demasiado éxito, pero sí está realizando un honrado esfuerzo para proporcionar a la humanidad algo bueno que jamás ha tenido antes.
La última oración surgió de mis labios con tono más fuerte y pareció estallar en cien ecos diferentes entre los ancestrales retratos. La señora Moswell se había hundido más en su sillón como si estuviese atemorizada por mi violencia, sin apartar sus ojos de mí ni un sólo instante. Era ya hora de abandonar el tema. Acto seguido cogí el libro de encima de la mesa.
La mujer dijo débilmente:
–Señor Smeed, le compraré uno de sus libros. ¿Dijo usted que valía dos dólares?
¡Por Dios que ya había caído! A continuación tenía que venir el resto. Aclaré la garganta y dije:
–Señora Moswell, el libro es una falsedad. Le he estado mintiendo. No hay manera de adquirir provín aquí. Tiene que venir de aquel otro mundo. El libro es una especie de juego de confianza...
Aquéllas eran las últimas palabras que remataban la acción. Me puse en pie y me volví hacia la puerta para realizar una salida majestuosa. Lo estropeé al tropezar. Generalmente no bebo mucho.
–No se vaya, Ripley –dijo la mujer–. Hay algo más que quiero preguntarle. ¿Se quedaría unos minutos más conmigo?
–Desde luego, señora Moswell.
–Ripley, usted me desorienta. ¿Cree usted en su provín o no? Hace un momento sus palabras parecían sinceras.
–¡Oh, creo en él! En realidad sé que existe. Lo sé porque antes era viejo y ahora soy joven. Pero no la engañaré vendiéndole el libro. El provín no se puede hacer aquí. La única manera de conseguirlo es comiendo alimentos del mundo provín. En tal comida se concentra el provín. Especialmente en la carne. Una pequena tajada de carne de uno de sus animales vale por décadas de vida.
»Pero el libro es simplemente un conjunto de tonterías. Esas extrañas adiciones a su dieta nunca incrementarán la duración de su vida. Soñé con el libro después de que Mirva, mi esposa, comenzó a alimentarse con cosas del mundo provín. Siempre he logrado vivir de pequeños engaños. Durante treinta años vendí libros de astrología, libros sobre productos alimenticios y medicinas patentadas, y cuando me encontré con un verdadero milagro basé en él un pequeño juego de confianza o de confidencias esperando hacer dinero. Ha sido un fracaso total. Pero el provín existe. Nadie lo sabe mejor que Mirva y yo. Si regresáramos al carnaval y dispusiera de una tribuna, la enseñaría a usted una auténtica anciana de cuatrocientos años de edad. Pero se necesita verdadero provín para obtener una.
Una vez más, me dirigí, un tanto vacilante, hacia la puerta.
Una voz extraña exclamó detrás de mí:
–¡Deténgase, señor Smeed! Di la vuelta rápidamente.
La señora Moswell apuntaba un revólver hacia mi estómago. La mujer había cambiado totalmente. Todavía vestía el mismo traje y lucía su peinado, pero la mujer era diferente. Aquélla no era una anciana, sino una mujer fuerte y joven. Habían desaparecido las arrugas de su rostro y los torpes movimientos de la edad avanzada se habían remplazado por una enorme flexibilidad. Una soberbia actriz revelaba su estado natural. Su actitud no dejaba lugar a dudas de que usaría el revólver si lo necesitaba. Traté de decir algo, pero solamente salió de mis labios un sonido extraño.
–Smeed –dijo ella con su voz nueva y fría–, ¿realmente creía Mirva que no la cogerían y la devolverían a casa? Por supuesto, jamás tuvo una oportunidad. Estuve dándole caza durante largo tiempo y de todas maneras la hubiese encontrado, pero es típico de ella haber seleccionado a un pobre ladrón para compartir su vida en este hormiguero. Tu codicia de unos cuantos dólares me ha conducido a ella más rápidamente de lo que esperaba y por accidente. Sabes que realmente está loca. Lo suficientemente loca como para adaptarse a este basurero vuestro. Debe regresar y servir de ejemplo.
Las palabras pertenecían a un mal melodrama, pero el revólver era auténtico y real. Lo inclinó un tanto, pero no lo suficiente como para fallar si tenía necesidad de usarlo. Lo hizo con el objeto de subrayar mejor sus palabras al añadir:
–Está bien, Smeed, llevaremos mi coche a dondequiera que esté esperando Mirva. Sabes conducir, ¿verdad?
Tragué saliva y dije que sabía.
–Sí. Conducirás cuidadosamente y recordarás que este revólver te está apuntando constantemente. Vamos.
Nos fuimos. La mujer tomó asiento silenciosamente detrás de mí y el coche avanzó siseando sobre las mojadas calles. Yo estaba todavía desorientado, en parte a causa del ron, pero principalmente a causa de la situación en la que me hallaba. La mujer era todopoderosa. Su fría arrogancia, su enorme seguridad en sí misma, y el terrible peso de su personalidad, parecían haberme reducido a la jerarquía de simple gusano. Conduje el coche por las desiertas calles hasta nuestro apartamento, sin intentar siquiera desviarme de la ruta o recurrir a algún otro truco. Me sentía más dócil que un cordero, conduciendo con mucho cuidado, tratando de ordenar mis pensamientos, pero sin acabar de lograrlo.
Nos detuvimos frente a la casa de apartamentos. Metódicamente paré el motor, metí el freno y quité la llave. Todo me parecía irreal, alucinante. Era casi capaz de contemplarme a mí mismo desde el exterior.
–¿Qué apartamento? –preguntó ella.
Era la primera vez que hablaba desde que habíamos dejado la casa.
–Ocho –respondí–, segundo.
Subí las escaleras completamente aturdido, alzando y posando mis pies como si estuvieran hechos de barro. En aquel momento la mujer apuntaba con el revólver hacia mi espalda.
Cuando llegamos a la puerta del apartamento no pude llamar al timbre. Mi dedo se detuvo a unas tres pulgadas de distancia y así permaneció, inmóvil, temblando. La mujer se colocó a mi lado y pulsó el timbre. Oí cómo sonaba y luego los pasos de Mirva.
Quise hacer alguna especie de ruido. Se me hizo imposible. Y luego sonó la voz de Mirva detrás de la puerta:
–¿Quién es?
Hice un poderoso esfuerzo y respondí:
–Soy yo, querida.
Esperamos.
La llave giró en la cerradura y se abrió la puerta. La mano de la señora Moswell me apartó violentamente hacia el vestíbulo. Luego atravesó rápidamente el umbral mientras yo aún me tambaleaba tratando de recuperar el equilibrio. Justamente cuando me recuperé y me lancé hacia la puerta oí un fuerte golpe, y vi a la señora Moswell que caía al suelo con la cabeza destrozada.
Un segundo después Mirva se hallaba entre mis brazos, temblando y sollozando histéricamente. El bate de baseball todavía estaba en su mano. Aparecía enrojecido y húmedo junto a su marca de fábrica.
–Es una mujer –dijo a la vez que sollozaba–. Creí que habrían enviado a un hombre. Cuando te oí pronunciar la palabra clave, «querida», pensé que sería un hombre.
Mirva aún temblaba terriblemente.
–Tómalo con calma –dije–, tranquilízate. Ya ha terminado todo. Hemos esperado mucho tiempo, pero todo ha terminado. Ya lo tenemos. Mira. Ahí está.
La respiración de Mirva fue recuperando su ritmo normal.
–Ahí está –repitió ella.
Miramos hacia el cuerpo de la señora Moswell. Durante largo rato permanecimos inmóviles.
–Bien –dijo Mirva al cabo de un rato–, será mejor que hagamos algo, ¿no? Tenemos mucho que hacer. ¿Por qué no te desembarazas de ese coche mientras yo comienzo a trabajar aquí?
Aparté un cabello blanco de su mejilla y la besé. Dije luego alegremente:
–Regresaré dentro de veinte minutos. Siéntate y bebe algo mientras estoy fuera. Ahora no hay prisa.
Mirva sonrió.
Dejé el coche en un callejón, situado a dos manzanas de distancia, y regresé caminando a casa. Estábamos a salvo. No había olvidado traerme el maletín y el libro que había enseñado a la señora Moswell. Lo extraje del bolsillo y lo acaricié con afecto. La lluvia mojó su cubierta y la luz de un farol iluminó durante un momento su título impreso en letras doradas:
Coma a gusto para una vida más larga.