El de la colonización espacial es uno de los temas ya clásicos de la SF. Como réplica a las pesimistas predicciones malthusianas, numerosos autores han imaginado la incontenible expansión del hombre por el universo. Los más realistas, al abordar el tema, no olvidan que cualquier empresa social está marcada por la ideología del sistema que la promueve, y que, por tanto, si los intereses de clase siguen rigiendo nuestra sociedad, ello condicionará, viciándola desde el principio, la hipotética colonización del cosmos. Tal es el caso de esta lúcida extrapolación de Keith Laumer, en la que se nos muestra que la tan cacareada «igualdad de oportunidades» no es más que una bella frase, una socorrida fórmula demagógica.
—No —dijo la chica, sacudiendo la cabeza y volviendo los ojos hacia la programadora que casi llenaba su habitación de trabajo—. Ten sentido común, Gus.
—Podríamos vivir con mi familia por un tiempo...
—Ustedes ya son uno más de lo que marca la ley. ¿Y acaso crees que estaría dispuesta a vivir con ellos?
—Sólo sería hasta que consiguiese mi próximo aumento.
Sus dedos ya corrían sobre el teclado de la programadora.
—Comprende mi situación, Gus. Mel Fundy me ha ofrecido un contrato por cinco años y una opción.
—¡Un contrato!
—Es mejor que no casarse nunca.
—¡Matrimonio! ¡Una cochina transacción comercial!
—No tan cochina. Voy a aceptar. Me va a significar una casa de tipo B y raciones B.
—Tú y ese vejestorio...
Gus se la imaginó entre las garras de Aronski.
—Más vale que vuelvas a tu sección —dijo ella como despedida—. Aún tienes un empleo que puedes conservar.
Él se dirigió a su puesto. Un hombre pequeño de incipiente calvicie y cara regordeta se acercaba por el estrecho corredor mirando duramente al interior de las oficinas. Al pasar vio a Gus.
—No está usted en su puesto, Addison. Si le encuentro fuera de él otra vez, tendrá que atenerse a las consecuencias.
—No volverá a suceder —murmuró Gus—. ¡Jamás!
La sirena que indicaba el cambio de turno sonó a las ocho de la mañana. Gus se abrió camino por el pasillo de salida hasta el coche 98. Allí fue estrujado, junto con el resto de los trabajadores, mientras el vehículo se deslizaba siguiendo su ruta horizontal, deteniéndose cada doce segundos para que los pasajeros descendieran. Después, Gus continuó por la ruta vertical durante kilómetro y medio hasta llegar a su parada. En el andén, de apenas metro y medio de ancho, un cartel mostraba a un oficial del servicio de colonización en posición de firmes junto al eslogan «Complete usted el número de voluntarios». Gus metió la llave en la cerradura y se sintió invadido por el olor familiar de la casa. Un ambiente pesado de polvo dulce, de sudor humano, de excrementos y sexo, parecía envolverlo como una pátina oleosa.
—Augusto —dijo su madre desde la cocina situada en el extremo del comedor, con una sonrisa que lo acariciaba como una mano húmeda—. Te he preparado una sorpresa. ¡Filetes sintéticos y un flan!
—No tengo hambre.
—¡Hola, hijo! —La cabeza de su padre asomó por la puerta del cubículo que hacía las veces de estudio—. Puesto que tú no quieres el flan, ¿te importa que me lo coma? Últimamente me molesta un poco el estómago. —Y eructó como para demostrarlo.
A dos pasos de la cara de Gus empezaron a moverse las cortinas del cuarto de baño, y a través de una abertura asomó una nalga pálida y enorme. El deseo se esparció por su cuerpo como el agua sucia de un sumidero. Al desviar la mirada se encontró con una cara de conejo que le miraba ferozmente desde el cuarto.
—¿Qué miras?
—¡Dile que deje las cortinas cerradas, tío Fred! —gritó Gus.
—Eres un degenerado. ¡Mirar a tu propia tía!
—Gus no hacía nada —dijo una voz tímida tras él—. A mí me ha hecho ella la misma cochinada.
Gus se volvió hacia su hermano, un muchacho de brazos huesudos y tórax estrecho que mostraba una mala complexión.
—Gracias, Len. Pero pueden pensar lo que quieran. Me voy. Sólo vine a decir adiós.
Lenny se quedó con la boca abierta.
—¿Te vas...?
Gus no le miró a la cara. Sabía bien la expresión que iba a encontrar: admiración, amor, desaliento... Y no había nada que pudiese entregarle a cambio.
Su madre, de un graznido, rompió aquel silencio.
—Augusto —dijo con una voz falsamente alegre, como si no hubiese oído nada—. He estado pensando que esta tarde tú y tu padre podrían ir a pedir al señor Geyer una recomendación para los exámenes de la Clase C.
El padre tosió.
—Ada, sabes que hemos ido ya.
—Pero es posible que haya habido algún cambio desde entonces.
—Nunca hay ningún cambio —la interrumpió Gus con dureza—. Jamás conseguiré un trabajo mejor, ni lograré un piso para mí solo para poder casarme. El problema radica en que no existe espacio suficiente.
El padre arrugó el entrecejo y las comisuras de su boca cayeron formando una expresión cómica.
—Mira, hijo... —comenzó.
—No importa —dijo Gus—. Me habré ido dentro de un momento y lo dejaré todo para ustedes, incluido el flan.
—Dios mío...
Gus vio entristecerse la cara de su madre hasta convertirse en una horrible máscara del dolor, en una expresión repelente de inútil y débil amor maternal.
—Dile algo, George —gimió—. Se va allí.
—¿Quieres decir...? —El rostro del padre se ensombreció—. ¿Te refieres a las colonias?
—Claro que es eso lo que quiere decir —dijo Lenny—. ¿De verdad que te vas a Alpha, Gus?
—No me tomarían a mí voluntario. —Tío Fred sacudió la cabeza—. He oído historias...
—Augusto, he estado pensando... —empezó a decir la madre—, que podríamos dejarte el piso entero. Es un estupendo apartamento, y nosotros podríamos irnos a las barracas y venir sólo los domingos de visita... para traerte alguna comida hecha en casa. Sobre todo esa sopa de líquenes que tanto te gusta.
—Debo irme —Gus retrocedió un paso.
—Después de todo lo que hemos hecho por ti —gimió la madre—. Todos estos años que hemos trabajado y ahorrado para darte lo mejor...
—Es mejor que lo pienses, hijo —murmuró el padre—. Recuerda que si te presentas voluntario no podrás volver. Nunca volverás a tu casa, ni a ver tu madre... —Su voz fue haciéndose más débil. Incluso a sus propios oídos, la perspectiva se le antojaba atractiva.
—Buena suerte, Gus —Lenny le tomó la mano—. Volveré a verte.
—Claro, Lenny.
—Se va —gimió la madre—. George, impídeselo.
Gus observó las caras que le miraban, sin conseguir que la conciencia le remordiera al irse.
—No es justo —dijo la madre.
Gus apretó el botón y la puerta se replegó sobre sí misma.
—Oye, si ese flan todavía no se ha enfriado... —decía el padre, mientras la puerta se cerraba tras de Gus.
El centro de reclutamiento número 61 era una manzana profusamente iluminada, donde reinaba el ruido y la tensión producidos por la gente que se apiñaba hombro contra hombro bajo un techo en el que figuraban los letreros indicadores: «Clase uno, especial», «Unidades de pruebas d-g» y «Preprogramación (Estado de desplazamiento)». Y sus flechas pintadas, casi indescifrables, eran de todos los colores imaginables. Después de una hora de espera, Gus estaba casi mareado.
Por fin le llegó el turno. Una mujer de uniforme gris, le colocó una tarjeta de plástico.
—Vaya a la estación 25. Está a su izquierda —dijo ella—. ¡Muévase...!
—Me gustaría preguntarle algo —comenzó Gus.
La mujer lo miró, y su voz quedó sumergida en el bla-bla de otras voces, mientras que la presión de los de atrás le iba empujando. Un hombre de hombros anchos y pelo rojizo apareció junto a él.
—Menuda multitud —clamó—. ¡Esto es una evacuación en masa!
—Sí —dijo Gus—. He oído decir que Alpha es un infierno. Pero aun así parece ser que hay mucha gente que desea ir allí.
—Oye. —El pelirrojo se acercó un poco más—. ¿Sabes que la población mundial, según las cifras que comunicaron el domingo por la noche, pasa de treinta mil millones, y dicen que al ritmo de reproducción que llevamos, se duplicará en mil doscientos cuatro días? ¿Y sabes por qué? —su cara pareció alegrarse—. Ningún político va a procurar que disminuya el número de votantes.
—¡Tú, aquí! —Una mano tomó a Gus y lo empujó hacia una mesa, tras la cual se sentaba un empleado pálido, con los pelos de punta. Éste le acercó dos tarjetas perforadas a través de la mesa—. Fírmalas.
—Antes me gustaría preguntarle unas cosas —dijo Gus.
—Firma o lárgate. ¡Quítale de en medio, Mac!
—Quiero saber dónde me voy a meter. ¿Cómo es Alpha Tres? ¿Qué clase de contrato...?
Una mano se cerró sobre el brazo de Gus. Un hombre vestido con el uniforme del cuerpo de infantería apareció junto a él.
—¿Algún problema, chico?
—Vine aquí voluntariamente —Gus se libró de la mano—. Todo lo que quiero...
—Mira, chico, pasan veinte mil personas al día por nuestras manos. Comprenderás que no tenemos tiempo para informar a nadie. Ya has leído los noticiarios, de manera que ya sabes lo suficiente sobre Nueva Tierra.
—¿Qué seguridad tengo...? —objetó Gus.
—Ninguna seguridad, chico. Ninguna en absoluto. Tómalo o déjalo.
—Estás interrumpiendo el avance de la cola —dijo el individuo del pelo tieso—. ¿Quieres firmar o te vas a tu casa...?
Gus tomó el punzón y firmó en las tarjetas.
Una hora más tarde, a bordo de un avión de carga especial, Gus se sentaba, mareado y con frío, en un asiento de tiras de lona entre el pelirrojo, que dijo llamarse Hogan, y un individuo gordinflón, que continuamente se quejaba.
—...Dan a un hombre tiempo para pensar. Menudo plan, ir a las colonias a mi edad, dejando un buen empleo...
—Eliminaron a muchos en el examen médico —dijo Hogan—. Es una simple medida económica. La vida es muy dura en Alpha; y para qué llevar un peso que allí no va a servir para nada, ¿eh? Cuesta mucho dinero un viaje de cuatro años luz.
—Yo creía que tomaban a cualquiera —dijo Gus—. Nunca había oído de alguien que se presentara voluntario y tuviera que regresar a su casa.
—He oído decir que los envían a campos de trabajo —murmuró Hogan confidencialmente, torciendo la boca—. No pueden permitirse el lujo de devolver descontentos a la vida normal.
—Puede ser —contestó Gus—. Todo lo que sé es que he pasado esta prueba y voy. Y no quiero regresar jamás.
—Sí —afirmó Hogan—. Lo hemos conseguido. Por mí, los demás pueden irse al infierno.
—...Tiempo para volver a pensarlo, y considerar la situación detenidamente —dijo el gordinflón—. No es lícito. No es...
Desembarcaron en un valle llano y seco que se extendía hasta un horizonte formado por montañas de color azul. Gus se resistió a sujetarse en la baranda mientras bajaba por la escalerilla; el cielo abierto lo mareó.
Se respiraba un aire limpio, sobre todo después de la atmósfera contaminada de la ciudad y de la enrarecida del avión. Gus sintió que la cabeza se le iba. No había comido en todo el día. Miró el reloj y quedó sorprendido al darse cuenta que hacía menos de cinco horas que había salido de su casa.
Unos individuos uniformados les llamaron al orden, haciéndoles formar una fila. La irregular hilera de reclutas empezó a avanzar, siguiendo a un coche-guía de color terroso. Después de media hora de camino, las piernas de Gus estaban resentidas por el desacostumbrado ejercicio, y el aire le parecía fuego al pasarle por la garganta. El coche se movía uniformemente al frente de la columna, dejando una senda de polvo a través del vacío desierto.
—¿Adónde demonios vamos? —Se oyó la voz de Hogan junto a él—. Aquí no hay nada más que este maldito desierto.
—Debemos estar yendo hacia el espacio-puerto de Mojave.
—Están tratando de matarnos —se quejó Hogan—. ¿Qué te parece si nos dejamos caer y descansamos un poco?
Gus pensó en ir retrasándose para arrojarse al suelo a descansar. Pero se imaginó a los guías acercándosele y ordenándole que volviese.
Que volviese a casa. Y continuó marchando.
En toda la tarde sólo realizaron una parada, durante la cual fueron repartidas unas gachas grisáceas en unas bolsas de papel. Mientras caminaban vieron ponerse el sol como una bandeja de metal hirviente. Cuando aparecieron las estrellas aún estaban caminando.
Había pasado ya la medianoche cuando, a lo lejos, apareció una hilera de luces. Gus caminaba penosamente, sin ser ya consciente del dolor de sus pies. Cuando se les dio el alto en una explanada iluminada, fue enviado, junto con los demás, a unas barracas que olían a desinfectante y a plástico nuevo. Se dejó caer en el estrecho camastro que le señalaron y se hundió en el sueño más profundo que jamás había conocido.
Despertó con el viento septentrional, a causa del estruendo de los altavoces. Después de un desayuno a base de gachas oscuras, los reclutas fueron alineados delante de los barracones, y un oficial se subió a una tarima para hablarles.
—Tienen muchas preguntas que hacer —afirmó. El eco de su voz amplificada rebotaba en el pavimento—. Quieren saber en qué asunto se han metido, y qué clase de trabajos tendrán que realizar en Nueva Tierra. —Hizo una pausa, mientras se empezaba a levantar un murmullo—. Les contestaré —dijo. Y el murmullo se acalló—: En Alpha Tres sólo conseguirán una cosa: una oportunidad.
El oficial bajó de la tarima y se retiró, mientras el murmullo aumentaba hasta convertirse en gritos acalorados. Uno de los guardias tomó la palabra y ladró:
—¡Basta! Cuando el mayor dijo que conseguirían una oportunidad, quiso decir que nadie obtendrá privilegios. ¡Nadie! Es posible que alguno de ustedes hayan sido peces gordos. ¡Olvídenlo! A partir de ahora, lo que cuenta es lo que ustedes puedan hacer. Sólo la mitad de ustedes irá a Alpha. Hoy sabremos quiénes son. Ahora...
Empezó a dar órdenes. Gus se encontró formando parte de un grupo de veinte hombres que se dirigían a través de la zona asfaltada hacia la torre de un edificio. Un muchacho alto y de pelo negro iba junto a él.
—Esta gente no da mucha información —murmuró—; cualquiera diría que tienen algo que ocultar.
—¡Silencio en las filas! —ladró un sargento de cara ancha y dientes enormes—. Pronto se enterarán de todo lo que necesitan saber y no les gustará. —Se calló y continuó caminando. Nadie volvió a hablar.
En la torre, los hombres fueron empujados hacia un enorme montacargas, que crujía como si fuera a desprenderse de un momento a otro. Gus vio el desierto extendiéndose a sus pies como una manta sucia. Se apartó, mientras la puerta chirriaba al abrirse junto a él.
—¡Fuera! —gritó el suboficial.
Nadie dio un paso.
—¡Tú! —los ojos del sargento parecieron taladrar a Gus—. Vamos. Tú pareces fornido y resistente. Lo único que se necesita son agallas.
Gus miró al exterior, donde había una terraza sin barandilla, y un pasillo de dos pasos de ancho y cinco metros de largo que acababa en otra terraza un poco más grande. Sintió como si sus pies se pegaran al suelo del ascensor. El sargento sacudió la cabeza, pasó bruscamente junto a Gus y al llegar a la mitad del pasillo, se dio la vuelta.
—Alpha es así —exclamó, señalando con su cabeza hacia el final del pasillo.
Gus respiró hondo y pasó aprisa; otros le siguieron y tres permanecieron en su sitio, negándose a pasar. El sargento hizo un gesto:
—¡Llévenselos!
Y la puerta del ascensor se cerró ante ellos. Entonces miró a sus subordinados.
—Esto les asusta, ¿eh? —dijo—. Naturalmente, es una cosa nueva. Nunca tuvieron que hacer algo semejante. Pues bien, allí en Alpha todo va a ser nuevo, así que más vale que se adapten o de lo contrario morirán.
—¿Qué pasaría si alguien se cayese? —preguntó el hombre de la barba negra.
—Se mataría —contestó secamente el sargento—. Lo que tienen debajo es roca. Y si van a morir, más vale que lo hagan aquí y no después que el Gobierno haya desperdiciado el dinero enviándolos a una distancia de cuatro años luz.
Después tuvieron que trepar por una tortuosa estructura a base de barras y codos, con una especie de laberinto que conducía a lugares sin salida y obligaba al escalador a descender y buscar un nuevo camino, mientras sus manos y sus piernas temblaban de fatiga. A continuación, la dificultad fue el agua: encerrado en una enorme jaula que pendía sobre un estanque fangoso, Gus atendía a las instrucciones. Conteniendo su aliento, trató de resistir mientras la jaula se metía bajo el agua y salía goteando, se metía otra vez..., y otra. Cuando la tortura acabó, estaba casi ahogado. Dos hombres habían sido retirados ya, desmayados. Luego había una carrera de obstáculos, en los que figuraban unos signos de advertencia; algunos los ignoraron o bien no los advirtieron y perdieron el equilibrio. También fueron retirados. Gus miró con incredulidad una cara cubierta de sangre.
—¡No pueden hacer esto! —gritó Hogan—. ¡Por Dios! ¿Se han vuelto locos? ¡Son unos...!
Se calló al pasar por su lado el sargento de los dientes enormes.
Más tarde hubo otra ración de gachas durante un descanso de media hora y el día continuó igual. Había que correr por una zona cubierta de rocas, donde un mal paso podía significar un tobillo roto. Y lo que era peor todavía, un recorrido a través de una tubería de cincuenta centímetros de diámetro y que a causa de los recodos que formaba podía dejarte atrapado debido al pánico; montar en una máquina centrífuga que dejó a Gus temblando, mareado y bañado en un sudor frío. Ninguna de las pruebas era particularmente dura, ni siquiera peligrosa, si el individuo que las realizaba mantenía la cabeza en su sitio y seguía las instrucciones. Sin embargo, la fila de hombres disminuía regularmente. A la caída de la noche, sólo quedaban Gus y ocho más, de los veinte que habían comenzado. Hogan y el hombre del pelo negro —Franz— estaban entre ellos.
—¿Has captado ya la idea de lo que está sucediendo? —Hogan susurró roncamente a Gus, mientras los supervivientes regresaban a las barracas—. He oído cosas sobre este tipo de sitios. Nos trajeron para eliminarnos. Todo, un viaje gratis a un planeta nuevo y el programa de colonización es un engaño, sólo un truco para matar a los disconformes.
—Estás loco —dijo Franz.
—¿Sí? ¿Has oído hablar de la eutanasia...?
—Un poco de gas en las barracas hubiese sido más fácil —contestó Gus.
—Lo del estanque... Habría llamado mentiroso a cualquiera si no lo hubiese visto con mis propios ojos.
—De acuerdo, quizá es demasiado duro —admitió Franz—. Pero éste es un programa de choque y tenían que improvisar...
Un zumbido había ido creciendo en la distancia. Ahora, mientras aumentaba de intensidad, Gus pensó en un trueno lejano. Y su imaginación le hizo creer que notaba un viento fresco y una tormenta tras el agobio del calor diurno.
—Miren —los hombres señalaban algo.
Una estrella blanca brillaba. Poco a poco iba aumentando de tamaño, mientras el ruido crecía. El rugido invadió la planicie y la luz se convirtió en un fuego centelleante, que dejaba un rastro luminoso.
—¡Apártense! —gritaron los oficiales, mientras rompían filas.
Un avión a reacción pasó como un rayo desde el este y ascendió hasta desaparecer. La gran nave que aumentaba de tamaño, brillando como una luna, emitió un chorro de aire caliente y descendió con suavidad sobre su columna de fuego, desapareciendo de nuevo en la oscuridad. Lentamente, una torre móvil llena de luces se deslizó hasta detenerse al pie de la nave. Poco a poco, el murmullo de los enormes motores fue extinguiéndose, mientras permanecía el eco que iba y volvía a través del llano.
—¡Es una nave espacial! —corrió la voz por las filas. Gus sintió cómo el corazón golpeaba contra su pecho.
Nadie durmió esa noche.
—Van a dormir bien a partir de ahora —dijo el sargento a los reclutas, mientras formaban en fila doble y se dirigían a un edificio pintado de blanco que brillaba pálido junto a las arcadas.
A Gus de parecía que la llanura estaba llena de hombres que caminaban hacia las puertas iluminadas. Pasaron varias horas antes que llegase al edificio. Una vez allí, pestañeó al recibir el fogonazo verdoso de la enorme habitación antiséptica. Allí, equipos de médicos y mujeres con mascarillas trabajaban en largas filas de mesas.
—¡Desnúdese y tiéndase sobre la tabla! —ordenó una voz. Un grupo de técnicos le rodeó. Pero Gus retrocedió agarrotado por un súbito pánico.
—¡Esperen...!
Unas manos lo atraparon. Él se resistió, pero los hombres le obligaron a tenderse. Con un spray hipodérmico le inyectaron algo en el brazo. Las preguntas se amontonaron en su cerebro, pero antes de poder convertirlas en palabras, se hundió en la algodonosa suavidad del sueño...
Alguien hablaba con ansiedad. La voz parecía haber estado allí durante largo tiempo, pero sólo ahora empezaba a comprender su significado:
—¿Entiendes? ¡Vamos, despiértate!
Gus trató de hablar, pero sólo le salió un bostezo.
—¡Vamos, ponte en pie!
Gus abrió los ojos y vio que la cara que se inclinaba sobre él no era la de ningún técnico. Era una cara semifamiliar, excepto por los tres centímetros de barba y las hundidas mejillas.
—Sargento... Berg... —Gus se levantó.
—Vamos, muévete. Hay trabajo que hacer.
—¿Qué ha ido mal?
—¿Qué? Querrás decir qué no ha ido mal. Hemos tenido daños en la proa y un motín. Pero tú no tienes que preocuparte de eso. Estamos a diez horas de viaje; ya has dormido suficiente.
—¿A diez horas..., de la Tierra?
—¡A diez horas del planeta Alpha Tres, tonto! Es decir, a mil ochocientos catorce días de la Tierra.
Gus se estremeció como si hubiese recibido un golpe... ¡Casi cinco años!
—Casi hemos llegado —balbució incrédulo.
—Sí —dijo Berg—. Además has sido elegido para ayudar en el aterrizaje, junto con unos cuantos colonizadores más. Sígueme.
Vacilando un poco, Gus siguió al sargento a lo largo de un estrecho corredor iluminado por una luz verde, que procedía de un tubo colocado a lo largo del techo. Al pasar frente a una puerta abierta, pudo ver una pared destruida cubierta por una masa informe de plástico; en el suelo se veían tubos rotos, alambres y algunos escombros.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó.
—Da igual —gruñó Berg—. Tú sólo eres un recluta mudo. Continúa siéndolo.
Tomaron un ascensor, anduvieron a lo largo de otro pasillo y por fin llegaron al puente de mando, que aparecía iluminado como un árbol de Navidad. Muchos individuos uniformados de caqui y con las ropas algo arrugadas, estaban atareados mirando en silencio las múltiples pantallas y controles. Los oficiales murmuraban entre sí y los técnicos soltaban sus cantilenas ante las computadoras audiovisuales. Un oficial joven, con el pelo rubio muy corto, le hizo una seña a Berg.
—Éste es el último, señor —dijo el sargento.
—Lo utilizaremos como mensajero. Se han interrumpido las comunicaciones con las secciones dependientes de la estación 28. El aparato se está estropeando rápidamente.
—No te muevas de aquí —dijo Berg a Gus, y se marchó.
—Teniente, vaya a ocuparse del número 6 —gritó una voz gutural.
El teniente rubio se movió en dirección a un asiento giratorio, situado frente a una pantalla que mostraba vívidamente una luna creciente que se destacaba sobre un fondo negro como el terciopelo. En un extremo de la pantalla aparecía una luna llena de un color blanco verdoso. No se veían estrellas; la sensibilización de la pantalla había disminuido debido a la proximidad de un sol.
Gus retrocedió hacia la pared. Durante toda la hora siguiente estuvo allí, en pie, olvidado, observando la imagen del planeta que iba creciendo en las pantallas, y a los oficiales que trabajaban sobre un laberinto de controles que se extendía alrededor de la sala formando una herradura de unos veinte pies.
—...No vamos a intentarlo. Al menos mientras esté yo en el puente de mando. —Las palabras llamaron la atención de Gus. Un oficial delgado y con cara de halcón, tiró al suelo un montón de papeles—. Tendremos que cambiar el rumbo.
—¿Está negándose a cumplir mis instrucciones? —El hombrecillo rechoncho y de pelo blanco a quien Gus conocía como capitán de la nave, levantó la voz—: Está usted haciéndome llegar muy lejos, Leone.
—La haré descender sobre el Planeta Cuatro. —El primer oficial replicó a gritos—. Es lo mejor que se puede hacer.
El capitán lanzó una maldición.
Otras voces se unieron a la discusión. Y al final, el capitán capituló, gritando:
—¡Pues vayamos al Planeta Cuatro, Leone! Pero le garantizo que me ocuparé para que reciba usted la sanción correspondiente.
—¡Ocúpese de lo que le dé la gana!
La discusión prosiguió. Apoyado en la pared, Gus observó cómo la media luna iba creciendo hasta llenar la pantalla, se convertía en una curva polvorienta a modo de horizonte y finalmente en una llanura neblinosa manchada con blancos copos que debían ser nubes. Se oyeron una serie de silbidos suaves, y de pronto empezó a temblar toda la nave. En ese momento, todos los que estaban en el puente olvidaron sus diferencias. Sólo se oían voces dando órdenes y breves respuestas de asentimiento.
Bajo los pies de Gus, la cubierta vibraba y parecía que fuera golpeada por enormes martillos. Decidió descender, pero tuvo que detenerse para sujetarse, debido al aumento de la vibración que amenazaba lanzarlo contra el suelo. El silbido del aire estaba convirtiéndose en un tornado fantasmal.
De pronto, e inesperadamente, la vibración disminuyó y un nuevo estruendo recorrió toda la nave: el rugido de los motores que se ponían en movimiento.
Los minutos pasaban lentamente, mientras el rugido, que sólo se podía comparar al fragor de las cataratas del Niágara, iba aumentando paulatinamente. Luego, un golpe le lanzó al suelo. Medio atontado, se puso en pie y vio a los oficiales que se levantaban de sus asientos dando gritos y propinándose palmadas en la espalda. El capitán salió precipitadamente, abandonando el puente de mando. La gran pantalla central mostraba una serie de colinas de un color gris verdoso y un cielo plomizo, como si estuviera lloviendo.
—¿Qué diablos está haciendo usted aquí? —La voz restalló como un látigo. Era el primer oficial, Leone—. ¡Salga del puente inmediatamente!
—Señor —dijo el sargento Berg, acudiendo en su ayuda—, son órdenes del capitán.
—¡Que se vaya al diablo el capitán! ¡Váyanse todos al diablo! —Con el brazo hizo un gesto que incluía a todos los que se hallaban en el puente de mando—. ¡Reservistas! Son la vergüenza del ejército.
Gus volvió solo a la sala en que había estado cuando despertó. Uno de los guardianes le recibió con una maldición.
—¿Dónde te has metido? Estás en la lista de los congelados. Date prisa y preséntate a Hensley en el comedor, ¡y no te pierdas!
—No me había perdido —respondió Gus, mirando al guardián airadamente—; pero creo que un individuo llamado Leone sí se ha perdido.
—¡Ah...!
El guardián le dio las instrucciones exactas; las siguió y le condujeron a una sala estrecha de techo alto, brillantemente iluminada y muy fría. Un pionero de piernas arqueadas caminó hacia él, le señaló un armario lleno de trajes aislantes y le asignó a un equipo. Gus observó mientras quitaban los cerrojos de una portezuela cuadrada de medio metro de espesor. Al abrirla, pudo verse el cuerpo congelado de un hombre que yacía bajo una delgada capa de plástico.
—Los aparatos automáticos se han estropeado —dijo el jefe del grupo—. Tenemos que descargar a los pioneros a mano; vamos, quiero decir, lo que queda de ellos.
—¿Qué quiere decir?
—Hace unas cincuenta horas, nos topamos con una roca de cuatro toneladas. Hemos perdido un grupo de oficiales y varios miembros de la tripulación, y antes que Leone viniera a curiosear, ya se habían perdido un buen número de pioneros. La roca pasó por en medio del cuerpo central de la nave. —El individuo levantó el plástico, que se desprendió de la piel cérea del muerto con una crepitación—. Podríamos decir que se estropearon igual que éste.
Gus miró el rostro contraído y amarillento, en el que destacaba el blanco de los dientes bajo los labios grises. El plástico volvió a cubrirlo y la tripulación avanzó hacia la puerta.
En las cinco horas siguientes, Gus encontró otros veintiún cadáveres. En la sala de reuniones se agrupaban ciento cuarenta y un colonizadores aparentemente intactos. Gus pudo echarles un vistazo mientras temblaban, respondiendo a los estímulos de los equipos médicos.
—No es fácil morirse y volver a resucitar —admitió el individuo de las piernas arqueadas, observando a un hombre que se retorcía a pesar de las ataduras que lo sujetaban.
El trabajo prosiguió. El horror había desaparecido; ahora era sólo un trabajo monótono, cansado, emocionante... Gus aprendió a percibir en seguida los síntomas de aquella tragedia. Cuando delante de una puerta aparecía un saliente congelado, significaba invariablemente que dentro había un cadáver. En los complicados procesos que requería la vida latente de un ser hibernado, el sujeto generaba el calor suficiente para evitar la congelación en el interior de la cápsula.
En la puerta siguiente se veía la señal fatídica. Gus la abrió, forcejeando para romper el sello helado, y tiró de la bandeja que sostenía el cuerpo. Se acercó para mirar detenidamente, pues algo le llamaba la atención en aquel rostro que yacía bajo una capa de hielo. Arrancó el plástico que lo cubría y sintió una corriente helada que le cortó el aliento.
Era el rostro de su hermano menor, Lenny.
—Es duro —dijo el jefe, mirando a Gus con curiosidad—. De acuerdo con la ficha, entró un día después que tú; debió embarcar casi al mismo tiempo. Estuvimos cargando durante cinco semanas...
Gus pensó en el cansancio de todas las pruebas, la tortura de la jaula que se sumergía, el paseo sobre el vacío, sobre aquel estrecho pasillo, y Lenny tratando de seguirle, pasando por todas aquellas pruebas para acabar muriendo de ese modo.
—Dijo usted que cuando Leone vino aquí para comprobar lo que había pasado, algunos de los colonizadores estaban ya muertos —expresó Gus con voz átona.
—Olvídalo. ¡Vamos a trabajar! Allí están los vivos, que son de los que tenemos que cuidar. —El jefe apoyó la mano en una pequeña pistola que llevaba al cinto—. Aún no hemos salido del peligro ninguno de nosotros...
Hacía veinticuatro horas que la nave había aterrizado cuando le tocó a Gus bajar la rampa que se extendía bajo el frío cielo de un mundo nuevo. Estaba lloviznando. Había un olor acre de plantas quemadas y se podía ver una zona verde de vegetación extraña, pero fresca y agradable.
La tierra requemada era un trozo de barro ennegrecido, pisado por los miles de hombres que habían desembarcado antes que él. Estaban formados en filas irregulares que se extendían hasta perderse sobre un pequeño promontorio. El grupo de Gus formó y se puso en marcha hacia el final de esa zona.
—No me parece gran cosa esto —dijo Hogan. Su rojo pelo estaba más despeinado que nunca. Al igual que el resto de los colonos, también llevaba una barba de tres centímetros crecida durante la hibernación.
—No es aquí donde debíamos aterrizar —señaló Gus—. Estamos en otro planeta.
—Vaya, ¿cómo lo sabes?
Gus le explicó lo que había oído durante su permanencia en el puente.
—¡Maldición! —clamó Hogan, señalando con la mano la ondulante tundra que se extendía ante sus ojos—. ¡Se han equivocado! Eso quiere decir que aquí no existe ninguna colonia, ni edificaciones, ni nada...
—Como dijo el hombre... —intervino Franz—, tendremos que arreglárnoslas por nuestros propios medios. Podemos construir un pueblo propio en éste...
—¿Ah, sí? Sin árboles, ni madera, ni ríos...
—Sin embargo, por lo menos hay agua. —Y señaló las gotas que se deslizaban por su cuello.
—De cualquier manera —replicó Hogan—, esto no es por lo que yo firmé.
—Tú firmaste igual que todos, sin hacer preguntas.
—Sí, pero...
—No lo digas —replicó Franz—, me vas a hacer llorar.
—No hay refugios —dijo Hogan una hora más tarde—. Y yo había oído que la mejor comida era para nosotros, los colonos. ¿Dónde está?
—Espera hasta que descarguen la nave —dijo Franz.
—Por ahora, de ahí no ha salido otra cosa más que nosotros. —Hogan se frotó las manos para entrar en calor, mientras miraba la torre gris que parecía la nave. Los daños hechos a la estructura por el meteorito se veían claramente, como un punto cerca del vértice.
—Probablemente aún están ocupados haciendo reparaciones de emergencia —comentó Franz.
—No me parece que un agujero tan pequeño como ése haya podido hacer tanto daño —objetó Hogan.
—Esa nave es casi tan complicada como un cuerpo humano —dijo un hombre que estaba a su lado—. Hacer un agujero en ella causa los mismos efectos que si te lo hubiesen hecho a ti de un disparo.
—¡Eh, miren! —señaló Hogan. Un nuevo grupo de colonos estaba formándose en la cumbre de la colina.
—Mujeres —murmuró Franz.
—¡Por Dios, son hembras! —gritó Hogan.
—Es natural —dijo alguien—. Después de todo, no se puede formar una colonia sin mujeres.
Los hombres vieron cómo, sección tras sección, las mujeres colonos subían la colina, empezando a formar tras los hombres. Entonces se volvieron al oír el sonido de unos motores. Un carruaje que remolcaba un pequeño vagón venía cerca de la formación y se paró cerca de Gus. Un cabo bajó de él y quitando la lona que cubría el vagón, mostró un pesado envoltorio. Lo sacó mientras gritaba:
—Ahora van a cavar. Acérquense y tomen las palas.
—¿Palas? ¿Estás bromeando? —dijo Hogan, mirando a los demás.
—¿Cavar para qué? —preguntó alguien.
—Para hacer refugios —contestó el cabo—. A menos que quieran dormir al cielo raso.
—¿Y qué hay de las casas prefabricadas?
—Sí. ¿Y qué hay de nuestras raciones?
—Hay equipo pesado en la nave. Si hay que cavar, vamos a tomarlo y hagámoslo con él.
El cabo sacó una porra.
—Les he dicho...
Comenzó, e inmediatamente, su voz desapareció entre el clamor que se levantó al acercarse los hombres a rodearle.
—¡Queremos comida!
—¡No queremos cavar!
—¿Cuándo nos van a dar las mujeres?
—Yo..., yo voy a preguntarlo.
El hombre de la porra dio varios pasos hacia atrás, y después se volvió y desapareció rápidamente colina abajo. Ahora ya se oían voces en toda la formación. Gus vio otros cabos y sargentos que se retiraban, uno de ellos con la cara sangrando y sin gorra. El griterío aumentaba por momentos. Un vehículo llegó corriendo desde la nave y los recogió. Las porras golpearon a los pioneros que los perseguían.
—¡Atrapémoslos! —gritó Hogan.
Pero Gus lo sujetó del brazo.
—Quieto, imbécil. Esto nos va a costar caro.
—Ya es hora que saquemos algo. No somos prisioneros.
—Ellos tienen toda la fuerza —dijo Gus—. Esto no nos va a ayudar en nada.
—Somos ciento a uno —gritó Hogan—. ¡Míralos correr! Me parece que se les ha olvidado la gran idea de obligarnos a cavar. —Se soltó de la mano de Gus que lo sujetaba y miró hacia las mujeres—. Muchachos, vamos con ellas. Las damitas parecen aburrirse.
Gus retuvo al pelirrojo.
—Como empieces así, estamos condenados. ¿Aún no has visto el lío en que nos hemos metido?
—¿Qué lío? —empezó a chillar Hogan—. Les acabamos de enseñar que no pueden hacer lo que les dé la gana con nosotros.
—Están cargando y vuelven a la nave —señaló Gus.
Las cabezas se giraron y vieron cómo subía la rampa el último de los coches.
—Los hemos asustado...
—Claro —Hogan arrugó el entrecejo ferozmente—. Están huyendo de nosotros.
—Imbécil —repitió Gus con cansancio—. ¿Y si no vuelven a salir de la nave, qué va a pasar?
—No nos pueden hacer esto —repitió Hogan una vez más.
Ambos soles se habían puesto hacía horas y la lluvia se había convertido en escarcha, que se iba helando sobre el cieno y las ropas de la gente.
—Debemos estar a cinco grados bajo cero —dijo Franz.
—¿Creen que nos abandonarán aquí para congelarnos?
—No lo sé.
—Y están allí, comiéndose nuestras raciones y durmiendo en camas blandas —gruñó Hogan—. ¡Sucias sanguijuelas!
—No les podemos culpar demasiado —comentó Franz—. Con cabezas cuadradas como tú, persiguiéndoles. ¿Aún esperas que salgan fuera y te dejen terminar lo que has empezado?
—No podemos permitirles que hagan esto.
—Pueden hacer lo que quieran —dijo Gus—. Nadie en la Tierra sabe lo que está pasando aquí. Pasan diez años desde que se hace una pregunta hasta que se recibe la respuesta. Y en diez años, la población de la Tierra, ya se habrá triplicado. O sea, que tendrán otras cosas en que preocuparse más importantes que nuestras quejas. No somos imprescindibles.
El murmullo continuaba en los grupos que se extendían por aquella parte de la colina, bajo la constante aguanieve. Algunas figuras oscuras se acercaron desde el lugar donde estaban las mujeres.
—Son las chicas —dijo Hogan—. Quieren compañía.
—Déjalas tranquilas, Hogan —le advirtió Gus—. Veamos qué es lo que quieren.
La que figuraba al frente del grupo era una rubia de aspecto atlético, que aparentaba unos veintitantos años; venía abrigada con un chaquetón demasiado holgado. Al colocarse en frente de los hombres, éstos se acercaron a observarla.
—¿Quién es el jefe de ustedes? —preguntó.
—Nadie, nena —empezó a decir Hogan—. Aquí cada hombre se vale por sí solo.
Y mientras hablaba iba extendiendo el brazo como una garra carnosa. La chica le detuvo.
—Deja eso por ahora, cerdo —dijo con brusquedad—. Tenemos cosas importantes para hablar, como por ejemplo, el no morirnos de frío. ¿Ustedes qué están haciendo para evitarlo?
—Nada en absoluto, monada. ¿Qué quieres que hagamos? —Hogan señaló hacia la aeronave con el pulgar—. ¡Esos asesinos nos han abandonado!
—Hemos visto muy bien lo que pasaba. Unos cuantos cretinos de entre ustedes han iniciado un motín. No puedo echarles en cara el que se hayan largado. ¿Pero qué van a hacer ahora? ¿Van a dejar que vuestras mujeres se mueran de frío?
—¿Nuestras mujeres?
—¿Y de quién creen que somos las mujeres? Hasta hay una para ti, gordinflón, si eres capaz de conseguir que no se muera de frío.
—Tenemos algunas palas —dijo Gus—; podemos hacer refugios. Esta tierra parece fácil de trabajar.
—¿Cómo quieres cavar refugios para más de nueve mil personas con sólo dos docenas de palas? —se burló Hogan—. ¿Estás loco?
De pronto se oyó un estruendo semejante al fragor de un trueno.
—¡¡Atención...ón!! —una voz potente resonó en la explanada—. Habla el capitán Harris...iss.
Los focos del pie de la astronave se encendieron.
—¡Se han amotinado contra nosotros...os! —prosiguió la voz—. Creo que podría justificar cualquier medida que tomase contra ustedes...es. Incluso la de abandonarles y hacerles pagar las consecuencias de vuestros propios actos...actos. —Hubo una pequeña pausa para permitir que la idea se infiltrara en el ánimo de todos—. Sin embargo, tienen la suerte del hecho que sea preciso hacer algunas reparaciones a bordo...bordo. Me falta personal...al. Tenemos poco tiempo...empo.
—¡Estamos listos! —exclamó Hogan.
—Necesito veinte voluntarios para ayudar a poner la nave en condiciones de vuelo...vuelo...vuelo. A cambio les dejaré alimentos para que puedan sobrevivir.
Se elevó un murmullo entre las nueve mil personas que se encontraban en el exterior.
—¡Se va a quedar con nuestra propia comida! —gritó Hogan.
—A la menor señal de desorden despejaré los alrededores de la nave en un radio de dos kilómetros —la voz del capitán resonó como un bombo—. ¡Les ofrezco la última oportunidad...dad...dad! ¡Piénsenlo cuidadosamente! ¡Quiero que escojan veinte hombres entre los más fuertes y que éstos se acerquen a la nave...ave!
—¡Lancémonos sobre ellos en cuanto abran las escotillas! —gritó Hogan, dominando el barullo de la multitud—. ¡Podemos apoderarnos de la nave y matar a los tripulantes uno por uno! ¡A bordo hay equipo y alimentos que nos pueden durar muchos años! ¡Incluso podemos quedarnos en ella hasta que vengan a rescatarnos!
Muchos rostros, ansiosos, se volvieron hacia Hogan. Sus ojos brillaban en las caras semiheladas.
—¡Al ataque! —vociferó Hogan—. ¡Vamos!
Gus dio un paso al frente, le agarró por un hombro y le hizo dar media vuelta, luego le dio un puñetazo que lo lanzó contra el suelo.
—¡Me presento como voluntario para el trabajo! —gritó Gus.
Y empezó a caminar hacia la nave. La multitud se apartó, abriéndole camino.
Franz se puso al lado de Gus y ambos encabezaron la pequeña tropa de voluntarios. Los enormes focos los bañaban en su luz azulada. Gus sintió cómo los músculos de su estómago se contraían al pensar en las armas que le encañonarían desde las escotillas abiertas. O quizá dispararían desde las compuertas de entrada...
Pero no hubo ningún disparo. Un equipo de tripulantes les salió al encuentro, les registraron en busca de armas, les estudiaron cuidadosamente y luego les condujeron hacia el interior de la nave. Gus y la mujer rubia fueron escoltados hasta la «Sección de energía», donde fueron entregados a un oficial calvo y de rostro sombrío.
—¿Sólo dos? ¡Y uno de ellos es una mujer! ¡Que se vayan al diablo el capitán y su orgullo! Ya le dije que... —se calló y gritó a un tripulante de manos grasientas para que se hiciera cargo de los recién llegados. Éste les dio una ración de gachas y les puso a arreglar un mecanismo ennegrecido por el fuego.
—¿Por qué tienen tanta prisa? —preguntó la chica al tripulante—. ¿Para qué trabajar toda la noche? Todos estamos cansados, ustedes también. ¿Cuánto tiempo hace que no has dormido?
—Hace tanto tiempo, que casi no me acuerdo. Pero son órdenes del capitán.
—¿Y qué está haciendo el capitán por los colonos? ¿Ha enviado la comida y el equipo que prometió?
—¿Yo qué sé? —murmuró el mecánico—. Ocúpate de tu trabajo y deja de hablar.
Media hora más tarde, mientras el cabo y el ingeniero se ocupaban de una válvula que se había congelado en el otro extremo de la sala, la muchacha le dijo a Gus:
—Creo que nos están tomando el pelo.
—Tal vez —murmuró Gus.
—¿Qué vamos a hacer?
—Sigue trabajando.
Pasó otra hora. De pronto el ingeniero tiró el calibrador con el que había estado trabajando. El aparato salió rebotando al otro lado de la puerta abierta.
—Intenta distraer al cabo durante unos instantes —dijo Gus a la chica en voz baja.
Ella asintió, se levantó y fue hacia donde se encontraba el cabo.
—Me siento mareada —dijo.
Y se apoyó contra él.
Gus se dirigió rápidamente hacia la puerta y desapareció en la luz verdosa del corredor.
Cuando llegó a la oscura antesala del puente de mando alguien estaba gritando:
—...Nueve horas fuera. ¡Si no nos marchamos antes, será demasiado tarde!
—No me fío de tus cálculos, Leone.
—Ya te he enseñado las curvas de desgaste; compruébalas tú mismo, pero hazlo aprisa. La estructura se está abriendo a una velocidad de dos centímetros por hora. Dentro de tres horas tendremos averías serias, y dentro de ocho, ya será demasiado tarde.
—Como mínimo necesito seis horas para descargar, después de la prioridad, no podemos pensar que...
—Déjate de descargas, capitán. Tu primera obligación es devolver la nave intacta.
—Y a ti con ella, ¿eh, Leone?
—Los otros oficiales piensan como yo.
—¡Después de haberlos convencido tú! ¿Y qué hacemos con los colonos? Tenemos sus equipos, sus raciones...
—La comida la necesitamos —dijo Leone firmemente—. Ya sabes las pérdidas que hemos tenido. Tendremos suerte si logramos lo suficiente para nosotros. Los colonos ya se las arreglarán; no tienen más remedio. ¿O es que no vinieron para eso?
—No venían aquí, recuérdalo. Tenían que ir al planeta Tres. En Alpha Cuatro pueden sobrevivir, pero es muy dudoso.
—No exageres; hace bastante frío, pero en la Tierra hay lugares peores.
—Serías capaz de asesinarlos a sangre fría, Leone.
—Creo que no queda otra alternativa.
Gus dio un paso atrás y se marchó en el mismo silencio con el que había llegado.
El ingeniero seguía lanzando juramentos cuando Gus volvió a aparecer. Gus se dirigió directamente hacia él y sin mediar aviso de ninguna clase, le dio un puñetazo en el estómago. El ingeniero cayó hacia delante y Gus volvió a pegarle, esta vez en la mandíbula. El cabo lanzó un grito y saltó, intentando desenfundar la pistola, pero la muchacha se tiró a sus pies y lo derribó al suelo. Gus le golpeó en la cabeza y le dejó sin sentido.
—¡Marchémonos de aquí!
Ayudó a levantarse a la chica, que sangraba por la nariz. La condujo hacia el corredor y ambos se dirigieron hacia la plataforma de carga. Apenas habían andado unos cincuenta metros, cuando un grupo de hombres armados les salió al paso. Se necesitaron tres de ellos para poder reducir a la chica. Gus vio cómo un objeto contundente se dirigía contra él; luego el mundo pareció convertirse en un castillo de fuegos artificiales.
Un foco luminoso brillaba frente a su rostro. Estaba tumbado boca arriba en el suelo y con las manos atadas a la espalda. Al otro lado del cuarto un hombre alto, uniformado, estaba sentado frente a una mesa. Gus se incorporó dolorosamente. Al oír el ruido, el hombre levantó la cabeza. Era Leone, el primer oficial. Lanzó una mirada burlona hacia Gus. Tenía los ojos enrojecidos y no se había afeitado.
—Podría hacerte matar —dijo—. Pero primero quiero averiguar unas cuantas cosas. Habla y tal vez pueda hacer algo por ti. Dime, ¿con quién habías organizado el plan? ¿Están ésos —señaló con la cabeza hacia fuera— intentando alguna clase de ataque?
—Trabajo por mi cuenta —dijo Gus.
—Déjate de historias, quiero la verdad. Ya estás en un buen lío: atacar a un oficial, deserción...
—Yo no formo parte de su ejército —le interrumpió Gus—. Quiero ver al capitán; si es que no se lo ha merendado usted todavía.
Leone se rió.
—Supongo que querrás reclamar tus derechos.
—Más o menos.
—Aquí ya no hay derechos —dijo Leone llanamente—, sólo necesidades.
—Quiero comida y equipo. Esas gentes que están fuera, vinieron aquí esperando tener una oportunidad decente y usted pretende abandonarles sin nada a cambio.
—Vaya, vaya. Así que era eso lo que se escondía detrás de tu intentona.
Leone parecía complacido.
—Tendrás que irte haciendo a la idea, colono...
—Me llamo Addison. Aunque nos llame usted colonos, no conseguirá borrarnos de su conciencia.
—Has fallado los dos asaltos. No tengo conciencia. Y en cuanto a los nombres, implican lazos familiares y un lugar dentro de la estructura social. Careces de ambos. Aquí no tienes ninguna de las dos cosas, excepto lo que hayas podido conseguir por ti mismo desde que estás aquí —se sirvió un trago de una botella que estaba sobre la mesa y vació el vaso antes de seguir hablando—: Hubo un tiempo en que me preguntaba qué sentido tenía la carrera de la humanidad hacia el carnaval enloquecido en que se ha convertido el planeta. Hoy en día, la Tierra no es más que una superficie de nulidades sin nombre y sin rostro que se afanan desesperadamente para conseguir que toda la masa terráquea no sea más que carne humana. Me parecía completamente absurdo. Pero ahora lo veo claro —Leone sonrió. Estaba muy borracho—. ¡Ah! Te lo preguntas, pero eres demasiado orgulloso para manifestarlo. ¡El orgullo! Sí, cada una de esas pobres moléculas olvidadas de humanidad tiene su poquito de ese fatuo engaño en que consiste la importancia de uno mismo. Es gracioso; muy gracioso. —Leone se inclinó hacia Gus gesticulando con el vaso que había vuelto a llenar—. No sabes cuál es tu función, ¿verdad?
Sonrió, esperando una respuesta, pero Gus seguía mirándole en silencio.
—¡No eres más que un número estadístico! —Leone levantó el vaso en un brindis burlón—. La naturaleza produce millones de seres para que uno solo pueda sobrevivir. Y tú eres uno de esos que pertenecen al millón.
—Ahora que ya lo ha solucionado todo —dijo Gus—, ¿qué va a hacer con nosotros? Esa gente que está ahí fuera va a morir congelada.
—Quizá —dijo Leone despreocupadamente—. Pero quizá no. Los más fuertes sobrevivirán..., si pueden. Sobrevivirán para reproducirse y con el tiempo devorarán este nuevo mundo y saltarán hacia otra estrella. Entretanto tiene muy poca importancia lo que le pueda ocurrir a un número estadístico.
—Les prometieron una oportunidad.
—Promesas, promesas. Todos acabaremos muriendo, ésta es la única promesa. En cuanto a estas cifras que están pasando frío ahí fuera, imagínate que son huevas de pescado; eso te ayudará. Se producen millones para que unos pocos de ellos puedan vivir y seguir reproduciéndose. Mientras haya exceso de huevas de pez, la vida sigue.
—No son huevas. Son seres humanos y tienen derecho a que se les haga justicia.
—A cualquier cosa le llamas justicia —Leone se inclinó tanto hacia delante que estuvo a punto de caer de la silla—. La justicia es uno de los conceptos más falsos con los que el hombre se engaña a sí mismo. No existe, mejor dicho, sí que existe; en la mente del hombre. ¿Quieres decirme qué sabe el Universo de la justicia? Los soles arden, los planetas siguen sus órbitas, los productos químicos reaccionan. La zorra devora al conejo con la conciencia tranquila, exactamente igual que Alpha Cuatro devorará a esos pobres de ahí fuera. —Se levantó de la silla—. Y así es como tiene que ser. La Naturaleza actúa de este modo. Sobrevivir o no sobrevivir es igual. Es natural, igual que un terremoto, que te mata tranquilamente con la mejor intención del mundo.
—Usted no es ningún terremoto —dijo Gus—. Y es usted quien piensa quedarse con la comida que necesitan esas gentes.
—¡No empieces a gimotear hablando de una tontería como la justicia! —gritó Leone, sentándose de nuevo—. Estábamos tranquilamente tomando unas copas en la sala de guardia, cuando un meteorito chocó con nosotros. Mató a la mitad de los oficiales que iban en esta maldita nave... Mató a mi amigo, a mi mejor amigo. ¡Que se vayan todos al infierno! ¡Estábamos a punto de terminar un viaje de cinco años...!, ¡y todo por culpa de un estúpido cargamento de caviar! —Leone apuró el vaso de un trago y lo lanzó contra la pared—. No me vengas con más historias de lo que está y de lo que no está bien —murmuró—. Lo único que importa es la realidad.
Reclinó la cabeza sobre los brazos y empezó a roncar.
Gus necesitó cinco minutos para llegar hasta la mesa y registrar los cajones hasta encontrar la llave eléctrica que le permitió abrir las esposas. En el armario había un uniforme de los que usaba la tripulación. Gus se lo puso y tomó también una pistola, que halló en un cajón. En el pasillo todo estaba en silencio. La mayoría de la tripulación debía estar ocupada. Descendió hacia la parte inferior de la nave hasta que encontró el corredor que conducía a la «Sección de energía». En el camino se cruzó con dos hombres que no le hicieron caso.
La puerta roja que daba entrada a la «Sala de control de energía» estaba entreabierta. Gus entró sigilosamente, la cerró sin hacer ruido y echó el cerrojo. Cuando Gus apoyó el cañón de su pistola en la espalda del ingeniero jefe, éste dio un respingo.
—¡No se mueva! —advirtió Gus.
Le empujó hacia uno de los armarios, decidido a encerrarle en él.
—¡Está usted loco! ¿Qué espera ganar con esto? —el rostro rojizo del ingeniero estaba congestionado—. Sólo va a conseguir que le peguen un tiro...
—Y usted también. ¡No haga ruido!
Gus cerró la puerta del armario con llave. Luego se dirigió a la sala en la que se hallaban los controles. Tres técnicos trabajaban sobre un tablero a medio montar. Levantaron la cabeza sorprendidos al oír la voz de Gus. Luego levantaron las manos lentamente. Gus les empujó hacia el mismo armario donde se encontraba el ingeniero. Encerró a dos de ellos y apoyó la pistola en el pecho del tercero.
—¡Enséñame cómo funciona esto! —ordenó.
El técnico inició una confusa conferencia sobre los reactores de fusión cíclica.
—Deja lo que no interesa —ordenó Gus—. Lo que quiero saber es cómo funcionan estos controles.
El técnico empezó la explicación. Gus escuchaba y de vez en cuando hacía alguna pregunta. Al cabo de quince minutos, señaló una cubierta de plástico rojo que tapaba un panel.
—¿Es éste el control de puesta en marcha?
—Eso es.
—¡Ábralo!
—Bueno, un momento... ¡Oiga, amigo! —dijo el hombre rápidamente—. ¡Usted no sabe lo que está haciendo...!
—¡Haga lo que digo!
—¡Si toca estos controles desajustará el giroscopio irreparablemente!
Gus apretó la pistola contra el pecho del tripulante.
—Bueno, bueno, ya lo haré.
Empezó a trabajar, pero le temblaban las manos. Gus estudió el laberinto de cables que se extendía ante su vista y preguntó:
—¿Qué ocurriría si cortase estos cables? —el técnico se incorporó, sacudiendo la cabeza.
—¡Espere un momento y no haga barbaridades!
Gus le golpeó en la cabeza con fuerza.
—¡Invertiría el circuito de los reactores, la energía pasaría al sistema de alimentación interna y...!
—¡Explíquelo más claro!
—¡Se sobrecalentarían los motores y explotaría todo! ¡Abriría un buen boquete en el planeta!
—¿Y qué ocurriría si sólo cortase ese cable rojo? —preguntó Gus, señalando a un extremo.
El técnico sacudió la cabeza con desaliento.
—Casi lo mismo —contestó con voz cortada—. Los reactores empezarían a funcionar, la parte central se recalentaría y al cabo de una hora, estaría al rojo vivo. Necesitaría unas tres horas para inutilizarse por completo. El contador gamma...
—¿Hay algún medio de impedir que ocurra esto una vez que se haya cortado el cable?
—No en cuanto se ha llegado al punto crítico. Si se deja que se ponga al rojo, estamos todos acabados y ya no podremos movernos de aquí.
—¡Córtelo! —ordenó Gus.
—¡Usted está loco!
El hombre se lanzó contra Gus; éste le golpeó con la pistola y le envió rodando contra el suelo. Había un par de enormes llaves colocadas sobre el panel. Gus usó una de ellas para destruir el cable que no llegaba al grosor de un lápiz. Inmediatamente empezó a sonar una campana con gran estruendo. Gus se desprendió de la llave que había usado y encerró al técnico, que se hallaba inconsciente, en un armario de herramientas. Entonces tomó un teléfono que se encontraba en la pared y pulsó un número escogido de la lista que estaba junto al aparato.
—Capitán, aquí una de las huevas —dijo—. Creo que más vale que conversemos un rato sobre algo que va a tener que hacer dentro de poco.
Gus se encontraba con el capitán Harris en la cima de una colina que estaba a más de un kilómetro de la nave. Miraban junto a los demás, cómo una mancha de color rojo mate se iba extendiendo sobre uno de los lados de la brillante nave. Un suspiro se escapó de la garganta de los espectadores, al ver cómo la pulimentada estructura de la nave se iba ondulando.
—Puede estar contento. La ha dejado inútil para volar —dijo el capitán con una voz sin tonalidades.
—En primavera se habrá enfriado lo suficiente como para que podamos entrar en ella y recuperar todo lo que pueda ser útil para la colonia. Mientras tanto, lo que ya hemos sacado antes que se calentase demasiado, deberá bastarnos.
Harris lanzó una mirada helada a Gus.
—Sí, supongo que podremos sobrevivir hasta entonces.
—Tenemos que sobrevivir —corrigió Gus—. Ahora estamos todos metidos en el mismo lío.
—Cuando la historia de su traición salga a la luz...
—Sería una desventaja para usted el permitir que lo hiciese —interrumpió Gus—. Así que más le valdría que se mantuviese firme en la historia que hemos preparado. Y recuerde mi golpe de suerte y su heroicidad al salvar tanto material como logró sacar.
—Mis oficiales me destrozarían si supiesen que he llegado a un trato con un infame amotinado...
—Y los colonos también lo harían, si supiesen que usted había planeado dejarlos abandonados.
—Estoy preguntándome si usted hubiese cumplido su palabra de hacer volar la nave si yo no aceptaba sus condiciones.
—No importa, de cualquier manera hubiese salido perdiendo. Así, de esta forma, ha conseguido con los colonos un cierto prestigio, puesto que piensan que usted prefirió perder la nave antes que abandonarlos.
—Si hubiese habido otra manera...
Un individuo alto se dirigió hacia los dos hombres.
—Capitán —gritó Leone con voz pastosa—. Le dije que sucedería eso.
—Sí, ya sé que me lo dijo, Leone. Pero antes de protestar, vaya a dormir la borrachera.
—Estamos perdidos —murmuró Leone, mientras observaba cómo la orgullosa figura de la nave se inclinaba visiblemente sobre la debilitada estructura—. Nos hemos quedado sin nave. Mi retiro, mi casa, mi mujer..., todo ha desaparecido. Estamos clavados aquí, ¡para siempre!
—Nos dirigiremos hacia el sur —dijo Gus—. Posiblemente allí encontraremos un clima mejor.
—No estoy seguro que sea conveniente abandonar esta zona —contestó Harris—. Si vamos a tener alguna oportunidad para que nos rescaten...
—Nuestra oportunidad no es más de una entre un millón —replicó Gus—. Nadie nos echará de menos. Así que ahora sólo nos servirá lo que nosotros podamos hacer.
—Mi autoridad...
—Ahora no significa gran cosa —le interrumpió Gus—. Ahora todos somos pioneros y nos encontramos inmersos en las mismas aguas.
—¡Menudas aguas, llenas de tiburones!
Gus asintió.
—Es posible que no todos sobrevivamos; pero estoy seguro que algunos lo vamos a lograr.
Harris pareció temblar.
—¿Cómo puede estar tan seguro?
—Tenemos una oportunidad —dijo Gus—. Es todo lo que un hombre puede pedir.