Según algunas obras de SF los extraterrestres son monstruos sin sentimientos ansiosos de apoderarse de la Tierra; según otras, son seres sabios y generosos que contemplan con benevolencia la evolución de la raza humana...
Menos frecuente, aunque tal vez más realista, es el enfoque de este sugestivo relato de Robert Taylor , donde la actitud de los xenoides hacia sus hermanos terrestres es más bien de indiferencia.
Su piel era oscura, en contraste con la blancura nívea de las sábanas de la cama, pero no tanto como para que no brillara con un fulgor marfileño y translúcido. La luz de la luna se hallaba oculta por unas pesadas cortinas que cubrían la ventana, pese a lo cual las uñas de la muchacha relucían como extraños trocitos de perla. Estaba tendida en la cama, respirando suavemente, sumida en aquel mar de penumbras que inundaba la habitación.
Fuera, en la lejanía, el verdadero océano rompía contra las rocas con un ritmo cadencioso e incesante, y arañaba la arena de la playa con sus dedos ondulantes movidos por la energía acumulada durante millones de años en su extensa y oscura profundidad. Escuchando muy atentamente, casi se podía oír la cruel restregadura de los millones de partículas de arena que las olas arrojaban contra la escollera, así como el ruido de la sólida roca que comenzaba a henderse y a separarse del continente. ¡Incluso se podía oír cómo el mundo entero comenzaba a deslizarse para precipitarse en el mar!
Kurt se hallaba tendido junto a la muchacha sobre las blancas sábanas de la cama, que ahora, debido al calor de sus cuerpos, parecía que iban a arder. Intentó dejar flotar su imaginación en ese mundo de colores arremolinados y placenteros sonidos que yace junto al borde del sueño, pero algo seguía atormentando su mente; algo que, en cualquier momento, podía convertirse en una realidad.
Aquel extraño lugar le hacia sentirse incómodo, y volvió a recordar con anhelo las altas ciudades amuralladas, las infinitas llanuras de arena y los grandes depósitos de agua de su tierra. De nuevo sintió deseos de abandonar aquel lugar y a la muchacha que yacía junto a él en la cama. Ésta no estaba dormida, sino en ese estado de letargo existente entre el sueño y la vigilia.
Kurt sintió cómo los dedos de la muchacha se deslizaban por su brazo cual un gigantesco insecto de cinco patas para detenerse finalmente en su muñeca. Luego se la apretó, la acarició suavemente, palpándola con delicadeza, como si estuviera buscando alguna cosa.
Había algo en ella que le resultaba muy extraño. Sus ojos parecían demasiado abiertos para el mundo en que se hallaba. Daba la impresión que se daba cuenta de todo, aunque no lo daba a entender. Incluso cuando no lo miraba sentía la extraña sensación que ella lo estaba observando. «Siente unas ansias tan intensas de saber, que lo devora todo —pensó Kurt—. Todos los seres primitivos son así.»
Kurt sintió que algo hurgaba su piel, como si un soplo de viento se deslizase sobre ella dejando caer a su paso unas gotas de ardiente rocío.
Hubo un momento en que le pareció que la muchacha podía ver a través de él y leer sus pensamientos.
Los dedos de la joven dejaron de moverse, y le sujetaron firmemente la muñeca. En la oscuridad de la habitación, Kurt sintió sobre su piel la suavidad y el calor de aquellos dedos.
Fuera, en la lejanía, el océano continuaba rugiendo, fluctuando rítmicamente como un gigantesco corazón. Se oía el ruido de las rocas chocando unas con otras, elevándose en el aire, y luego un chapoteo que era ahogado por el bramido de las enormes y enfurecidas olas. El continente era ahora un poco más pequeño.
La muchacha se movió en la cama y gimió:
—¿Kurt?
La voz tembló en la noche, y Kurt se estremeció sintiendo un miedo irracional. La tensión que ardía dentro de su cuerpo hizo que moviera sus dedos.
—Sí, dime —respondió Kurt, presintiendo lo que la muchacha iba a preguntarle.
—Kurt —dijo ella, retirando sus dedos de la muñeca de él—, eres un extraterrestre, ¿verdad?
Kurt dirigió su mano a la mesita de noche que estaba junto a la cama y tomó un cigarrillo. Lo encendió e inhaló profundamente, casi con fruición, su delicado aroma. Tendido en el lecho, envuelto en la negra oscuridad, dirigió su mirada al invisible techo. Sentía un extraño y agradable calor en el pecho. Sin embargo, algo violento se agitaba dentro de él, y temió que aquello explotase de repente en cualquier momento.
—Quiero decirte —dijo ella, volviéndose hacia él y apoyándose en un codo— que creo que procedes de otro planeta, de otro sistema estelar.
Kurt se levantó suavemente de la cama, se puso la bata y se dirigió a la ventana. El aire fresco de la noche acarició sus mejillas. Descorrió las cortinas de la ventana para que la luz de la luna penetrase en la habitación.
Allá arriba, en el firmamento, la Luna, tan inmensa, tan brillante, proyectaba sobre la Tierra una extraña luz de plata. ¡Y con cuánta rapidez se movía detrás de las nubes! Pero no era así, una vez más se había vuelto a equivocar: no era la luna la que se movía, sino las nubes.
Kurt recordó en aquel momento cómo las tres diminutas lunas de su mundo brillaban algunas veces en el cielo, iluminando con sus rayos las extensas llanuras de arena de su planeta. «¡Oh, Señor! —se dijo Kurt—. ¡Qué océano de luz podría hacer esta luna en aquel desierto! Cualquier hombre quedaría cegado ante tanto fulgor.»
Fuera, en la lejanía, el mar estaba radiante bajo la luz de la luna, meciéndose suavemente.
—¡Cuánto brilla la Luna! —exclamó Kurt—. Nunca había visto una cosa tan grande.
Hizo una pausa y luego añadió tenuemente:
—¿Cómo llegaste a saber que yo era un extraterrestre?
—No lo sé exactamente —respondió ella—. Creo que empecé a sospecharlo al observar tu extraña forma de hablar, de caminar, de tocarme. Sí, noté algo misterioso en ti. Miras las cosas de un modo distinto, y, además, reaccionas de una forma muy extraña. Asimismo, cuando hablas, parece que mezclas varios idiomas. Me di cuenta que eras casi perfecto, pero, con todo, había algo en tu persona que no «encajaba» bien. No podía asegurar qué era, pero estaba plenamente segura que había algo anormal. Aparte de esto, observé que tu corazón no estaba en el mismo lugar en que lo tenemos los terrestres, y, además, latía con demasiada lentitud y con mucha fuerza.
Kurt se volvió hacia ella y contempló su hermoso cuerpo bañado por los rayos de plata de la luna, sus ojos y sus labios, húmedos, brillantes. Luego alzó su mirada y observó un cuadro que había colgado en la pared, un turbulento remolino de colores. Indudablemente, se trataba de una copia, pero era imposible distinguirla del original.
—Creo que necesito beber algo —dijo Kurt.
Rápidamente se dirigió a la cocina.
Instantes después regresó con una botella muy grande, de color azul plateado por el líquido que contenía. Vertió un poco del mismo en un vaso de la misma forma que se vierte un metal fundido en un molde. Bebió unos sorbos y sintió una gran frialdad dentro de su cuerpo. Entonces, toda aquella violenta tensión que le había estado carcomiendo por dentro, desapareció como por encanto.
La muchacha surgió de la oscuridad. Su cuerpo se hallaba cubierto ahora con una ligera y transparente bata. Sus largos cabellos negros descendían por sus hombros, deslizándose como un río.
—Lo lamento mucho —dijo ella—. No pensé que iba á molestarte tanto con lo que comenté.
—¿Cómo puedes decir tal cosa? —le respondió Kurt, volviéndose hacia ella—. Va contra toda lógica el hacer una acusación de esa índole.
La muchacha sonrió. Luego, después de una pausa, añadió:
—Creo que nosotros, los humanos, no somos muy lógicos.
—¿Pretendes darme a entender que yo no soy un humano?
—No, no, no quise... —balbuceó la joven, temblorosa.
—Pero lo dijiste, al menos subconscientemente —acotó Kurt—. Debías haber dicho: «Nosotros, los primitivos, no somos muy lógicos».
—Perdóname, lo siento mucho —dijo ella, sonriendo.
Kurt se volvió, tomó un vaso de la mesa y se lo tendió a la muchacha.
—Toma, bebe; no creo que te haga ningún daño beber un poco de esto. Puedes estar segura que eres la primera persona de este planeta que paladea un licor de mi mundo.
Kurt la observó con atención mientras la muchacha se llevaba lentamente el vaso a sus labios y dejaba que aquel misterioso y frío líquido azul fluyese dentro de su roja y ardiente boca. Bebió unos sorbos y luego depositó el vaso sobre la mesa. Sus labios se estremecieron y la muchacha hizo una mueca de asombro. Luego se sonrió y dijo a Kurt:
—¡Qué frío es este licor tan extraño!
—Seguramente esperabas que fuese algo distinto. ¿Qué te ha parecido el sabor?
—No podría definirlo... Me parece extraño... Tengo la impresión de estar viendo un espacio muy oscuro y unos soles deslumbrantes, así como una lluvia de polvo descendiendo sobre unas llanuras desérticas, sin vida.
—Pues cuando yo lo bebo —respondió Kurt—, siempre recuerdo mi lejano planeta, su aire seco y las extensas llanuras de arena parecidas a un océano de piedras preciosas sobre las que se reflejan los rayos de las estrellas.
Acto seguido, Kurt abrió la puerta que daba a una terraza desde la que se dominaba el mar.
—Salgamos fuera un rato —dijo a la muchacha.
Ella se irguió, caminando tras él a lo largo de la pequeña valla que bordeaba la terraza, y desde la cual se veía, al fondo, las negras olas de un mar embravecido, que rompían furiosamente contra las rocas del acantilado. Kurt se apoyó en la barandilla de la terraza y se puso a mirar hacia abajo, contemplando la ardiente fosforescencia de las olas. Mientras tanto, los rayos de la luna arrancaban misteriosos destellos del vaso de cristal que sostenía en la mano, aún lleno de aquel extraño licor.
—Todo lo que es extraño y hermoso —dijo Kurt— llena el alma de una misteriosa admiración, de una paz inmensa. ¡Qué raro y hermoso es el océano! Háblame del océano.
La muchacha se acercó a él, sosteniendo aún el vaso en su mano, los cabellos flotando en el viento cual una cascada de ondas negras en las que se reflejaban los rayos de plata de la luna. Se arrimó a él, suavemente, como un niño contra el seno de su madre, como las primeras caricias del sueño sobre nuestros párpados. La muchacha desprendía cierto olor característico, el olor de los seres primitivos criados con carne y leche; pero a Kurt no le pareció desagradable; era simplemente un olor extraño al que no estaba acostumbrado.
La muchacha se volvió hacia él y lo miró, con una rara sonrisa en sus labios, con un extraño destello en sus negros ojos.
—¡Oh, el mar! —musitó ella—. El océano es la madre de todo lo que tiene vida en la Tierra.
—¿De verdad?
—Desde luego —respondió la muchacha, casi riéndose—. ¡Tienes que saber esto!
—Pero... —Kurt se detuvo y permaneció silencioso durante largos segundos; y cuando de nuevo volvió a hablar, lo hizo con una voz que casi parecía un sollozo—. Mi mundo perdió sus océanos hace un millón de años. Mis antepasados quedaron enarenados en ellos hace veinticinco mil años, después del Éxodo desde el Centro.
—¡Oh, lo siento mucho, discúlpame! —exclamó ella.
—No te preocupes, ya no se puede hacer nada. Existen algunos habitantes de mi planeta a los que les gustaría saber lo qué me has contado, pero, dada su inteligencia, no creo que pudieran comprenderlo. Anda, continúa hablándome del océano.
—¿Qué tipo de inteligencia tienen los extraterrestres de tu planeta?
—Muy elevada; pero sigue hablándome del océano.
—¿Qué más puedo decirte del mar? —respondió la muchacha—. Es la Madre Oscura de toda vida, fluye incluso en nuestra sangre, late en nuestros corazones. Es oscuro y eterno. Hace vibrar nuestras almas, nos llama. Continuará en la Tierra cuando nosotros nos hayamos muerto. Continuará en la Tierra cuando las llamas del Sol se apaguen para siempre.
Kurt tomó otro sorbo del vaso. Sabía lo que iba a pasar; estaba tan seguro de ello como del ruido que hacían las olas del mar al romperse contra las rocas del acantilado. Después de unos instantes de silencio, añadió:
—Supongo que algunos de los seres de mi planeta aún conservan algún vago recuerdo del océano, a pesar de lo lejos que están del mar que en principio les dio la vida. Hay algo extraño dentro de mí que me obligó a alquilar esta casa frente al mar; algo que no tiene nada que ver con la búsqueda de un lugar solitario. Quizá sentí la llamada del mar.
Arriba, en el cielo, la luna continuaba bañando con sus rayos de plata a la pareja, lo mismo que habría hecho con otros millones de otras parejas durante miles y miles de años.
—¿Qué era eso del Éxodo desde el Centro del que me hablabas antes? —preguntó la muchacha.
—Hace veinticinco mil años, el imperio en el núcleo central de la galaxia se disolvió en un movimiento de anarquía y de caos. Todos los que pudieron huyeron y se refugiaron en otra galaxia, y otros, incluso, llegaron más lejos: hasta este planeta. Sin duda alguna, la Tierra fue poblada de este modo. Así, es muy probable que los habitantes de mi galaxia y los de la Tierra seamos primos lejanos, muy lejanos.
Kurt quería seguir hablando; quería contarle a la muchacha cosas de su planeta; quería hablarle de las naves de su galaxia, que se deslizaban por la arena de sus desiertos iluminados por las tres pequeñas lunas, pero no podía. Kurt acababa de darse cuenta que un enorme abismo los separaba. Ella era un ser primitivo, más emotivo que él. El mar latía con mayor intensidad en la sangre de la muchacha que en la suya. Ella estaba más en contacto con la naturaleza que él; y más controlada por los ciclos de la misma.
—¿Cuánto tiempo hace que estás aquí? —preguntó ella.
—Dos años.
—¿Tanto tiempo? —dijo extrañada la muchacha—. Supongo que aún continúas estudiándonos a nosotros.
—Eso, y coleccionando... —Kurt se detuvo sobresaltado, temiendo haber hablado demasiado. De haber proseguido, seguramente la muchacha habría adivinado sus intenciones. Y Kurt tenía muy buenas razones para que la joven las ignorase.
—¿Coleccionando qué? —inquirió la muchacha.
—Obras de arte, de literatura...
—Ya veo; estás estudiando nuestra cultura... ¿Cuándo piensas decirme quién eres realmente?
—No pienso hacerlo —respondió él, con sequedad.
—¿Por qué no? Si ya has conseguido lo que pretendías, no puedes marcharte de mi planeta sin decirme quién eres. ¿Qué opinión te has formado de nosotros, los terrestres? ¿Somos demasiado beligerantes? Si lo somos, puedes ayudarnos.
Kurt deseó que la muchacha se callase, que permaneciese en silencio, pero ya era tarde. Ella había ido muy lejos; sabía demasiado, o había adivinado demasiado.
Durante unos instantes, Kurt permaneció callado. Luego, cuando volvió a hablar, lo hizo con un tono como si se sintiese avergonzado de algo, como si estuviese plenamente convencido de no estarse comportando bien.
—¿Por qué motivo los habitantes de mi galaxia tendríamos que ayudarles? Abandonaremos este planeta solamente nosotros. Hay una razón muy poderosa.
—¿Cuál? —preguntó ella, con ansiedad.
—El cerco vital que envuelve vuestro planeta —respondió Kurt, dirigiéndose lentamente hacia la casa—. Ya es tarde; no hay tiempo.
El misterioso extraterrestre parecía hablar consigo mismo más que con la muchacha. Luego, de repente, se volvió hacia la joven, clavó su mirada fijamente en ella y le dijo:
—Dentro de cien años, vuestro sol entrará en las primeras fases de novación.
La joven dio unos pasos atrás, separándose bruscamente de Kurt. Estaba aterrorizada.
—Pero ustedes podrían ayudarnos, evacuarnos a otro sistema estelar. Podríamos serles de mucha utilidad. No pueden dejarnos morir.
—¿Por qué no? Nosotros no tenemos la culpa. El universo los está destruyendo. Es como si nosotros nunca nos hubiéramos encontrado.
—¡Pero ustedes están ahora aquí! ¡No pueden pretender que no lo están!
Kurt permaneció silencioso. Algo macabro se agitaba en su mente.
—Yo no soy mi propio dueño —respondió el extraterrestre—. Existen otros...
—Entonces —dijo asombrada la muchacha—, ¿qué es lo que están ustedes haciendo aquí?
—Estamos para recoger todas las obras de arte, de literatura, para salvarlas de las llamas.
—¿Se llevan nuestras obras de arte y nos dejan abandonados a la muerte? ¿Es que no tienen ustedes sentimientos? ¿Es que no son capaces de amar?
—En el sentido en que ustedes entienden esas palabras, no. Sólo siento algo de lo que ustedes sienten: nuestros sentimientos no son los mismos. Con todo, las emociones de nuestro pueblo son miles de veces más fuertes que las de vuestros maestros. Nuestro pueblo tiene un sentido de la belleza que ningún habitante de otras galaxias posee; y por este motivo somos los coleccionistas de obras de arte de nuestra galaxia.
Kurt se quedó callado durante unos instantes, sonrió tristemente y luego añadió:
—Es algo maravilloso el poseer una obra de arte seleccionada por algunos de nosotros, porque entonces sabemos que se trata de una cosa verdaderamente hermosa, incluso aunque uno no lo sienta.
Kurt contempló a la muchacha con tristeza, o al menos con lo que él podía entender por este sentimiento. Luego la miró fijamente a los ojos y le dijo:
—Nosotros somos los críticos de la galaxia, y ustedes, los seres primitivos, los creadores. Vuestra precaria inmortalidad depende de nosotros. Ustedes fenecen, pero vuestras obras permanecen...
—Pero, ¿por qué me necesitas a mí? —dijo ella, mirándole horrorizada.
—Porque aunque pertenezco a un mundo muy lejano, soy un hombre, y tú eres muy hermosa. Sé apreciar las cosas bellas.
La muchacha se apartó de él, empujándole con todas sus fuerzas contra la barandilla de la terraza. Luego le dijo con una mezcla de odio y terror en su voz:
—¡Eres un monstruo! Sí, eso es lo que eres.
Kurt le tendió los brazos y le respondió:
—Por favor, yo...
—¡No! Aléjate de mí.
Las lágrimas comenzaron a brotar de los ojos de la muchacha, y se deslizaron cual gotas de rocío por sus mejillas.
Abajo, en el fondo del acantilado, el océano continuaba rugiendo como un gigantesco corazón, mientras que en el cielo algunas aves nocturnas que habían perdido su orientación piaban quejumbrosamente.
Kurt avanzó hacia ella, diciéndole:
—Por favor, no llores. Ustedes no tienen por qué preocuparse; disponen de cien años, por lo menos. Quizá puedan encontrar el modo de salvarse.
—¡Aléjate de mí! —gritó la joven.
Trató de huir, pero tropezó contra la barandilla de la terraza. La vieja madera de la barandilla, expuesta durante años a la acción corrosiva del aire salino, al sol y al frío, empezó a resquebrajarse. Lentamente, una parte de la misma fue cediendo hacia atrás.
Kurt tomó a la muchacha por la mano, pero ella, con una mirada de desprecio en sus ojos, la soltó.
No gritó. Durante toda su caída hacia el fondo del acantilado, no profirió un solo grito.
La Luna se reflejó en el cristal del vaso mientras éste caía cual una gota de lluvia sobre las rocas del acantilado, para hundirse finalmente en las blancas olas del océano, oscuro y eterno. Hubo una pequeña salpicadura..., y las negras aguas devoraron su presa.
Kurt se volvió y se encaminó hacia la casa, mientras observaba en el cielo la única estrella que se movía entre todas las demás. Ya era hora de regresar a su galaxia.
Mientras, en el fondo del acantilado, las olas se rompían contra las rocas brillando con luz fosforescente.
Kurt se hallaba de nuevo en la astronave. La atmósfera dentro de la misma tenía un fuerte olor a ozono.
Quería hacer algo importante, pero no sabía qué.
Detrás de él, unos hombres se hallaban trasladando su equipo a los compartimientos de seguridad, mientras que otros acondicionaban la preciosa carga en recipientes especiales para preservarla de cualquier daño. Kurt había cumplido bien su misión, archivando todas las obras de arte y literatura que había descubierto en la zona que le había sido asignada. Deseó que los demás miembros de aquella astronave, al igual que todos los que exploraban otras áreas del planeta, hubiesen cumplido igualmente bien la misión encomendada.
Su primer oficial se acercó lentamente a él y le dijo:
—Es usted el último en llegar a bordo, señor. Todo está listo para dirigirnos al punto de la cita en el espacio.
—Adelante entonces —respondió Kurt.
Se oyó una ligera vibración cuando la astronave se puso en marcha. Kurt se dirigió a su cámara, sintiendo dentro de él un extraño y doloroso vacío.
En la pantalla vio el llameante Sol, ahora ya lejos, y muy atrás, descendiendo con lentitud en el horizonte. Un día no muy lejano, aquel astro sufriría una violenta expansión, mediante un proceso que no todos los terrestres comprenderían completamente, para convertirse en una supernova, más brillante que mil soles, que abrasaría todos los planetas de su sistema...
Y otro planeta creador de belleza se perdería para siempre.
Kurt sintió entonces una imperiosa necesidad de llorar, igual que había hecho la muchacha momentos antes de su triste fin, de su hermoso fin; pero hacía veinticinco mil años que los habitantes de su galaxia habían olvidado lo que significaba llorar.
De repente, se oyó un estruendo que se extendió por todo el universo hasta sus capas más profundas. Al principio, Kurt pensó que era el recuerdo del bramido de un océano que su pueblo había perdido hacía ya muchos años, pero entonces se dio cuenta que era el ruido de su propia sangre, deslizándose impetuosamente por sus oscuras y eternas venas.
FIN