Hubo un tiempo en que el Fondo del Jardín estaba lleno, llenísimo de odos. Había odos chicos y medianos, odos gordos y odos flacos, odos morochos, rubios y pelirrojos. Había unos odos muy estudiosos que se llamaban doctodos y otros odos más bien tímidos que se escondían detrás de las hojas del laurel.
Los odos vivían en latitas de azafrán y jugaban al fútbol con arvejas. Y se llevaban bien con todo el mundo, con los grillos, con las hormigas y con los gusanos.
Los odos son buena gente: trabajan y juegan o juegan y trabajan, según el día. Menos los odos chicos, que juegan y juegan, porque para eso son chicos, qué tanto.
Nicolodo era un odo mediano, más bien chico, aunque ya usaba pantalones largos y zapatos redondos. Pero Nicolodo trabajaba. Era mecánico de escarabajos en la calle del Hormiguero, cerca de la Plaza Margarita.
Nicolodo se despertaba muy temprano todas las mañanas. Se peinaba el flequillo con un peine de tres dientes y salía a buscar su desayuno. Los odos desayunan siempre al aire libre: toman dos o tres gotas de agua con pajita y se comen un pastito. (A Nicolodo le encantaba mojar el pastito en el agua antes de comérselo).
Después del desayuno Nicolodo se iba al taller silbando bajito para no despertar al grillo Gardelito, que se había pasado la noche cantando tangos.
Y al llegar al taller agarraba el destornillador y la llave inglesa y se ponía a arreglarles las alas y las patitas a los escarabajos, que como andan mucho siempre se descomponen.
Pero un día Nicolodo quiso viajar. Se despidió de Gardelito, de la hormiga Andrea, siempre tan atareada, y del gusano Arístides. Pidió licencia en el taller y se fue caminando ando ando ando por la ruta Tres. Cruzó la Frontera de los Rosales, atravesó el Desierto del Patio y ya era casi de noche cuando llegó al País de la Cocina, del que tanto le habían hablado las hormigas.
Justo, justo en el medio de la cocina estaba Cristina, que acababa de encender la luz y se estaba poniendo el delantal para preparar la comida. Cristina era enorme, enormísima, enormisimísima, lo más enorme que había visto Nicolodo en toda su vida. Las rayas de la blusa le parecían grandes avenidas azules. En un bolsillo de ese delantal bien podían vivir siete familias de odos y un par de grillos.
Nicolodo estaba más bien asustado. Todo, todo era grande. Las cacerolas parecían rascacielos redondos con manija y la pileta llena de agua era como el mar.
Así que Nicolodo se fue acurrucando detrás de un montón de huevos, calladito y un poco arrepentido de haber salido de viaje solo a un país tan extraño. Pobrecito Nicolodo. Creía que no lo iban a ver, pero Cristina dijo: -Me parece que voy a hacer una tortilla.
Así que peló las papas y las cortó en rodajas, y después agarró un huevo, y después otro huevo, y otro huevo más, y detrás del cuarto huevo estaba Nicolodo, tapándose los ojos para que no lo vieran. Cristina no dijo OH ni AY ni HUIA ni HOLA ni nada porque era buena y enseguida se dio cuenta de que las cosas chicas se asustan si uno les grita. Entonces hizo como que no veía y se puso a batir los huevos sin hacer demasiado ruido.
Nicolodo espió primero con un ojo y después con el otro y después con los dos, y cuando vio que todo seguía igual y que Cristina era una giganta amable y comprensiva, empezó a mover las patitas, que es lo que hacen los odos cuando están contentos. Cristina levantó un dedo (a Nicolodo le pareció que era el Obelisco) y después lo bajó despacio y le acarició el flequillo. Era un dedo inmenso, pero suavecito, y Nicolodo se sintió feliz.
Después Cristina puso dos gotas de leche y dos gotas de agua, un montoncito de mermelada, una miga de pan y un pedacito de lechuga, para que Nicolodo eligiera. Nicolodo eligió el agua y la lechuga, que era lo más parecido al pastito. Y después de comer se quedó dormido en el fondo de una cuchara sopera.
Cristina y Nicolodo no se hablaron, pero se hicieron muy, muy amigos.
A la mañana siguiente Nicolodo regresó a su casa. Salió del País de la Cocina, atravesó el Desierto del Patio, cruzó la Frontera de los Rosales y ya era casi de noche cuando llegó a su latita de azafrán. Estaba por ponerse la tapita para dormir cuando oyó a Gardelito que le preguntaba: -¿Qué tal el viaje, Nicolodo?- -Lindo, lindo –dijo Nicolodo, y se quedó dormido sin cerrar la latita. Pero antes de ponerse a soñar pensó: “Si junto unos pesos la semana que viene me hago otra visita al País de la Cocina”.