En el Tercer Mundo una niña quería ir al colegio.
Vivía en una pequeña ciudad, en la que todos tenían un tamarindo a las puertas de su casa.
Cada año, un tamarindo, sólo uno, daba una flor prodigiosa. Todos anhelaban ver florecer en su árbol la prodigiosa flor que tenía la virtud de hacer cumplir el deseo de su sueño.
La niña se llamaba Iris y también tenía un tamarindo.
La madre de Iris trabajaba en un telar, que vendía sus bellas telas de seda a una multinacional de Occidente.
Como la multinacional le pagaba tan poco y le hacía trabajar tantas horas, Iris se encargaba de limpiar la casa, hacer la comida y cuidar de sus hermanos. Y para ayudar económicamente, recogía coles y las vendía en el mercado de la ciudad.
Por eso no iba al colegio. Además, en su ciudad no había un colegio donde ir. En medio del trabajo, Iris siempre encontraba un hueco para regar su tamarindo. Ella también deseaba la flor prodigiosa. Si florecía en su árbol, le concedería su deseo: ir al colegio. La flor prodigiosa haría que su deseo se convirtiera en realidad.
Como en el Tercer Mundo no hay agua corriente, todos los días, acompañada de su perro Gushú, recorría un buen trecho en las afueras de la ciudad, hasta llegar a un arroyo, y regresaba a casa con agua suficiente para regar su tamarindo.
Y le hablaba con amor. Pues regar el árbol era lo más hermoso que ella hacía. Le decía :
-Tamarindo, mi bonito árbol, ¡si floreciera en ti la prodigiosa flor!
Una noche que en el cielo brillaba la luna, la niña se asomó a la ventana para mirar las estrellas. Gushú dormía a los pies del tamarindo, y el árbol parecía dormir también.
De pronto, un perfume de flores llegó hasta ella y una flor nació en una de las ramas. ¿Sería la flor prodigiosa, o una de tantas flores amarillas que crecen en los tamarindos?
¡Oh, sí! Era la flor roja, la flor prodigiosa. La luz de la luna dejaba ver su color.
El corazón de Iris latió muy deprisa. Corrió hasta el árbol. Pero, al llegar a él, la flor no estaba en la rama.
La había robado el hombre poderoso. Un magnate que tenía propiedades y acciones, bancos que guardaban su dinero y hombres a su servicio; por eso lo llamaban así. El magnate guardó la flor en un cofre de plata.
Al dar las doce, le pidió un deseo:
-Flor prodigiosa –le dijo-, quiero que llenes de lingotes de oro la cámara de mis bancos. –No conozco tu voz –dijo la flor. Y se marchitó dentro del cofre.
Y la niña pensó que tal vez había soñado. Tal vez no había nacido la flor.
Al día siguiente, de noche, la luna brillaba en el cielo y la niña se asomó a la ventana para mirar las estrellas. Gushú dormía a los pies del tamarindo, y el árbol parecía dormido también.
De pronto, un perfume de flores llegó hasta ella. Miró el tamarindo y vio que una flor nacía en una de sus ramas. ¿Sería la flor prodigiosa? ¡Oh, sí! Lo era… la luna dejaba ver su color.
El corazón de Iris empezó a latir muy deprisa. Corrió. Corrió hasta el árbol, pero al llegar a él, Gushú ladraba y la flor no estaba en la rama.
La había robado el hombre poderoso. Por segunda vez, el magnate guardó la flor en el cofre de plata, y, al dar las doce, le pidió un deseo.
-Flor prodigiosa –le dijo-, quiero que llenes de lingotes de oro la cámara de mis bancos. Por segunda vez, la flor respondió –No conozco tu voz –y se marchitó en el cofre.
La niña pensó que había vuelto a soñar. Deseaba tanto ir al colegio, pedírselo a la flor…, que tal vez lo había soñado.
La flor volvió a florecer. Gushú volvió a ladrar y el hombre poderoso se la llevó de nuevo. Y de nuevo se marchitó dentro del cofre. Hasta que el magnate, aburrido, dejó de robarla. Pues la flor siempre decía que no conocía su voz. Y siempre se marchitaba.
Una mañana, al despertar, la niña vio la flor en su árbol. No estaba soñando: era la flor roja, la flor prodigiosa.
Le pidió su deseo: ir al colegio. ¡Lo deseaba tanto! Deseaba tanto ir al colegio, que su corazón empezó a latir muy deprisa.
La flor dijo:
Arranca uno de mis pétalos. La niña arrancó uno de sus pétalos, y éste se convirtió en una pequeña figura, como un pequeño soldado. Y el pétalo volvió a florecer.
Arrancó otro pétalo, y se convirtió n otra pequeña figura, como otro pequeño soldado. Así, porque la flor se lo pedía, arrancó todos sus pétalo y éstos se convirtieron en un montón de pequeños soldados, mientras la flor permanecía entera y hermosa.
Los soldados trabajaron todo el día. Llegó la noche, y la niña se durmió junto al perrito Gushú. ¡Estaba tan cansada! Al despertar, en su pequeño ciudad había un colegio, construido cerca de su casa.
Un día, una maestra joven empezó a dar clase, y el colegio empezó a funcionar. Se llamaba señorita Ishiam. Se hizo tan amiga de los niños que todos la llamaban Ishi.
Iris no dejaba de trabajar. Ordenaba la casa, hacía la comida y cuidaba de sus hermanos. Recogía coles y las vendía en el mercado de la ciudad. A pesar de ello, el colegio le quedaba tan cerca, que le daba tiempo de ir a las clases de Ishi, como tanto había deseado. Desde que iba al colegio, estaba aún más atareada. Pues leía libros y estudiaba. Pero siempre encontraba un hueco para regar el tamarindo.
Aunque el árbol nunca más podría darle una flor prodigiosa, cada mañana Iris se levantaba temprano, muy temprano, recorría un buen trecho en las afueras de la ciudad con su perrito Gushú, y regresaba con suficiente agua para regar su árbol.
Lo regaba y le hablaba:
-Tamarindo, mi querido árbol, gracias por la flor. Le hablaba con mucho amor. Pues regar su árbol era lo más hermoso que ella hacía. Y se iba al colegio. Todos, todos los días.
Y, mientras regresaba, el perrito Gushú la esperaba echada a los pies del tamarindo.