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CUENTOS CIENCIA-FICCIóN
CUENTO DE LA LUZ A LA OSCURIDAD (por Henry Armitage)
Una negrura infinita, casi cósmica, llenaba todos los huecos vacíos de la Universidad. Me había quedado dormido leyendo una circular del Rectorado, que advertía precisamente sobre los filtros adormecedores, que contenían ciertos incunables de la Biblioteca. En mi despacho, los brazos del butacón parecían haberme acurrucado, mientras por la ventana abierta se filtraba una brisa que vibraba con sonido de flautas dulces. Sobre el pecho tenía un pequeño libro, de encuadernación casera, que recogía una selección personal los relatos de Borges, entre los que se encontraba el cuento que el escritor argentino dedicó a la memoria de Howard P. Lovecraft: «There Are More Things». El libro parecía tener vida propia, ya que inesperadamente pareció saltar sobre la alfombra, al tiempo que una inexplicable ráfaga de viento batía las hojas, hasta dejar a la vista una página llena de anotaciones al margen y palabras subrayadas entre las que se encontraba Uqbar: «Debo a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar». De pronto me sobresalté.

Mis oídos se despertaron antes que mis ojos, ya que pude percibir una especie de repique sobre el roble de la puerta. Mi imaginación adormecida disfrazó la llamada en la puerta como si alguien tocara unas campanas de madera y, al abrir los ojos, la oscuridad me lamió los párpados y me peinó las pestañas hacia arriba. Bajo la puerta, la luz de la galería empezó a acuchillar el suelo y servir de faro a mis pies.

Me deshice del abrazo tierno del sillón, extendí la mano sobre mi cabeza y, con un retintín de pequeños metales y chisporroteos eléctricos, hice estallar un sol artificial, que sorprendió las bocas amenazadoras de los libros sobre el escritorio y los puñales afilados de los lápices y la sangre negra de las plumas, que manchaba con un puñado de arañas en forma de letras una hoja con el membrete de la Casa. Entonces pude leer el lema casi sagrado de nuestra Universidad de Miskatonic: Ex Ignorantia Ad Sapientiam; E Luce Ad Tenebras.

Parecía un aviso, así que murmuré una traducción rudimentaria... «Desde la Ignorancia a la Sabiduría; De la Luz a la Oscuridad». El butacón me había acunado en sus brazos, los libros me habían amenazado con sus bocas llenas de temblorosos bostezos y ahora el membrete de la Universidad entonaba el Oráculo de la Pitonisa: De la Luz a la Oscuridad. ¿No había ocurrido al revés?
«Henry, menos mal que te encuentro». - Era la voz de James Queen. Esa voz que siempre me recordaba a una bolsa llena de caracolas, sal marina y la pulpa rosada de seis moluscos. «Quiero enseñarte algo que...» Una de las caracolas pareció hacerse añicos en su boca, así que movió un dedo para que le siguiese.
Su cuerpo se abría paso por el pasillo, que oscilaba entre luces y tinieblas. Yo seguía sus pasos que dejaban huellas cristalizadas en el suelo y un reguero de olor a plata de escamas. Sus gestos nerviosos nos llevaron a los sótanos, donde se encontraban almacenados los libros no catalogados de la Biblioteca: libros raros, prohibidos y perniciosos para la salud de la mente y del alma misma. Apenas me dio tiempo a ojear los títulos, pero me llamó la atención el temible grimorio «Khantelhetar Mhyoçiz» del que tantas veces me había hablado James, aunque nunca me había permitido leer ni una sola de sus líneas. Al menos, me había contado que Mhyoçiz era una especie de guerrero cósmico que luchaba contra los amorfos de la oscuridad para restablecer en el trono de Mhusul-Ishla a Dhioç-Aalhbo... Extendí la mano hacia el libro, pero algo surgió de la estantería. Me cubrió las uñas y trenzó mis dedos con unos hilos de aspecto sarroso, formando una especie de guantelete, que desapareció de inmediato, cuando retiré rápidamente la mano.
«Henry, échame una mano» - La ridícula coincidencia me hizo sonreír. La situación convirtió en un rictus torcido, que James no tuvo tiempo de percibir. - «Vamos a mover esta estantería». Detrás había un recinto oscuro, que mostró su claustrofóbica estrechez, cuando James despedazó la oscuridad con el chasquido de una cerilla y la cuchilla mortecina de una vela. En el suelo se abría un pozo cilíndrico, que ocultaba en sus paredes rugosas los restos carcomidos de una escalera de caracol. Empezamos a bajar, parecía que nuestros cuerpos giraban con nuestros pies taladrando las entrañas de la tierra. La vela apenas podía rasgar los espesores de la oscuridad, nuestras piernas sentían la presión de cosas blandas. La oscuridad no era algo inmaterial, sino que parecía tener una textura del lodo pastoso de las arenas movedizas, incluso nos cubría la cara, pero no nos impedía la respiración. Por fin, nuestros pies llegaron a una superficie que nos pareció rocosa, que parecía ser el suelo de una galería de paredes húmedas cubiertas de unos hongos especialmente esponjosos.
«Ya hemos llegado, Henry. Espero que tus ojos estén preparados para ver lo que acecha al otro lado del umbral».


FIN


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