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CUENTOS CIENCIA-FICCIóN
CUENTO VIAJERO DE IBIRIS (por Christian Comes)
De su figura emanaba una sensación de fragilidad; de su pequeñez, de sus cabellos largos y oscuros. Cuando la encontré, ya no tenía ninguna esperanza.
Yo admiraba el suave movimiento de las nubes, sentado en la hierba de un parque. La gente llevaba ropas de abrigo: supongo que hacía frío. Mi cuerpo no siente el frío, igual que no puede ser alimentado.
Mi vista seguía fascinada por los colores del cielo cuando ella habló, y sólo entonces me di cuenta de su presencia.
- ¿Puedo sentarme aquí?
Traté de sonreír, asintiendo. Como respuesta, ella se dejó caer a mi lado
- ¿Qué miras?
La miré detenidamente. Al pensar en ella siempre la recordaría así. Sus manos jugaban con la hierba.
- Estoy mirando el cielo. Azul, blanco, rojo - saboreé los nombres de los nuevos colores. Es muy bonito.
Hablar me costaba. Ella lo notó.
Durante un rato no volvimos a hablar, mientras yo dejaba mi vista vagar por el horizonte, donde los colores se sucedían en un orden que ya había memorizado. Me tranquilizaba, y de aquella manera trataba de hacer huir la realidad. Me quedaban pocos días de vida.
- ¿Cómo te llamas?
Ella todavía no se había marchado; estaba claro que yo le gustaba. En otras circunstancias esto me habría divertido, y habría seguido el juego, pero ahora no tenía fuerzas.
- Me llamo Joan - un nombre era tan bueno como otro.
- Yo soy Laura. No pareces de aquí, no eres de Valencia, ¿verdad?
- Estoy de viaje.
Este paso sólo me llevaría algunos días. La tentación de suicidarme era muy grande. Quizás lo hiciera cuando mi cuerpo comenzara a desintegrarse, pero antes quería disfrutar un poco más de la vida. Todo en la Tierra era nuevo para mí, sobre todo el incesante movimiento en la superficie y la atmósfera.
Pasaban los minutos en silencio. Por primera vez tuve deseos de expresar mis pensamientos.
- Tenéis unos paisajes preciosos... son emocionantes.
La miré. Parecía satisfecha por mis palabras.
- A mí también me gustan mucho, sobre todo aquí. Pero es extraño, nunca se me hubiera ocurrido que un turista se fijara en esto. No llama la atención... Quiero decir, es más o menos como en todas partes.
- No en todas partes.
Me volvió a mirar fijamente. El pelo lo movía el viento con violencia, pero de ella emanaba una sensación de seguridad que me hizo pensar en una isla perdida. Sus ojos eran azules; como el cielo de este planeta, como su mar. Pensé tristemente en el poco tiempo que me quedaba.
- Tengo que irme - dijo.
Acercó el dedo índice a sus labios, y me lo mostró mientras se levantaba. Sonriendo, se alejó.
Después me sentí vacío. Para anestesiarme decidí sumergirme un rato en el tráfico urbano, donde olvidaba todas las preocupaciones, observando el movimiento sin pausa.
»Si quiero durar debo ahorrar fuerzas.«
»¿Para qué?«
Me importaban lo mismo cinco días que cuatro o tres.
Durante buena parte de la noche estuve recorriendo avenidas a media luz, sin gente, que me recordaban de una forma muy viva mi planeta. Ya no iba a volver.
Cuando llegó el amanecer, me encontró sentado en el paseo marítimo, al lado de la playa; hasta allí me llevó mi paseo al azar. Tampoco puedo dormir.
A media mañana ella volvió.
Todavía no me había movido de la playa, cuando su figura apareció frente a mí, saludándome. Me sentí extraño al formar, de alguna manera, parte de la vida de otra persona, tan lejos de mi hogar.
- Qué alegría encontrarte aquí, ¿no crees?
- Sí, me imaginaba que no te volvería a ver nunca más.
- Ya ves, aquí estoy. ¿Otra vez mirando el paisaje? ¿Seguro que no eres pintor o algo así?
- No. Es que donde yo vivo no hay tanta gente, y los colores son otros - ella no sabía hasta qué punto -. Todo es más frío; las cosas se hacen de otra manera más sutil y más tranquila. Me gusta esto; podría estar todo el día mirando, escuchando. Podría estar toda la vida...
»Si la tuviera«
- ¿Vienes de muy lejos?
- Muy lejos. Además, ya no volveré.
Se dio cuenta de mi tristeza, y no habló durante unos minutos. Estaba sentada delante de mí, y me miraba sin pudor.
- Eres muy atractivo. ¿Por qué dices que no puedes volver?
- Perdí mi billete de vuelta. Estaba en la acera y se me cayó. Los coches lo destrozaron antes de que pudiera hacer nada.
»Igual podían haberme atropellado a mí«
- No puede ser tan grave. Si necesitas llamar, o algo... Te puedo ayudar.
- No, da igual. Ya no importa mucho.
Traté de no reflejar mis sentimientos.
- Estoy bien.
- ¿Quieres comer algo? Tengo naranjas y un par de bocadillos.
- No, gracias.
Mis fuerzas iban menguando progresivamente, pero no podía tomar ningún alimento. Las reservas debían ser suficiente para el tiempo que duraba una visita: unos siete días. Ahora mi vida sólo se alargaría hasta el límite de estas reservas. Antes ya iba a sufrir problemas, pero todo podía llegar a su fin en cualquier momento.
- Entonces, ¿piensas quedarte aquí definitivamente?
- No puedo ir a ningún otro lugar.
- ¿Cómo se llama el sitio de donde vienes?
- Ibiris.
Me hacía daño recordar ese nombre. Mi rostro se contrajo en un gesto de dolor. Las emociones de los humanos se reflejan en sus rostros, y yo aprendía rápido.
- No lo conozco. ¿Dónde está?
- Muy lejos, más que todo. Ahora - pensé en la Tierra -, por lo menos a cien años de aquí. O más.
Miré al cielo. Un sitio al que no puedes ir, de alguna forma, no existe.
- Ya no tengo hogar.
La gente paseaba a nuestro alrededor.
- Parece que son felices - comenté.
- Este es un sitio a donde vienen para pasarlo bien; pero hay mucha infelicidad escondida en la ciudad. O aquí.
- ¿Tú eres feliz?
- No.
Dejamos de hablar durante bastante tiempo, pero no fue un vacío. Hay cosas que en este planeta se dicen con pequeños gestos, igual que en Ibiris.
- ¿Cómo has llegado aquí? - me preguntó después.
- Hacía un viaje para conoceros... Para conocer la Tierra.
Estaba diciéndole toda la verdad. No sabía por qué, seguro que pensaría que estaba loco, pero tampoco tenía nada que perder.
- ¿Y qué piensas hacer ahora?
- ¿Nada? Dentro de poco, mi cuerpo dejará de funcionar y moriré.
Era ya media tarde y no había mucha gente. Sentados en la sombra, teníamos toda la intimidad que podíamos desear.
- ¿Por qué hablas con uno que parece que está loco? No es muy normal.
- ¿Loco? Yo tampoco soy tan normal. ¿Quién...?
Su rostro mostraba sufrimiento; había tocado el área oscura de sus sentimientos. Sin dejar de mirarme, continuó hablando.
- No creo que estés loco. Yo hace tiempo que he abierto una distancia con el resto de las personas, y nadie parece dispuesto a cruzarla; sólo lo has hecho tú. Todo lo que sé de las relaciones con personas es cómo ocultarme y cómo esconder mi miedo; me han dicho cómo no mostrar lo que siento. Y cuando lo hago, soy tan extraña que me siento fuera. No, no estás loco.
- Es muy difícil creer lo contrario.
- Yo lo hago.
- Entonces eres tú la loca... o lo somos los dos, tal vez.
Ella se rió; sus dientes se mostraron al sol. Blancos, regulares. Llevaba un tesoro y no lo sabía.
- ¿De verdad que no quieres comer nada?
- Mi cuerpo no admite alimentos. Tampoco puedo sentir frío ni calor, y prácticamente tampoco dolor - expliqué.
Se comió lo que traía, y después tiró las sobras a una papelera.
- Eres como un príncipe... Un pequeño príncipe - dijo, después de un rato en silencio.
- ¿Qué quieres decir?
- ¿Conoces la historia del principito? No, claro.
- No.
- Es un niño, que viene de un planeta muy lejano y pequeño. Visita muchos planetas, hasta que llega a la Tierra, donde conoce a un aviador perdido en el desierto. Le cuenta sus viajes, y después de ayudarle se marcha.
- ¿Crees que podrás salir de tu desierto? Yo no sé cómo ayudarte.
- Lo intento con todas mis fuerzas, pero todavía no he encontrado el final. El principito ayudó al aviador a conseguir agua. ¿Lo podrás hacer tú por mí?
- No lo sé. Mi desierto no tiene arena, no tiene dunas. No sé si tiene agua para ofrecértela.
Su soledad se hizo más patente. Yo estaba a miles de años luz de casa; ella no sabía si tenía o llegaría a tenerla. En cierto modo, ella estaba más sola que yo, y sólo podía ayudarla con mi compañía y con mi comprensión.
Pero yo moriría antes de cuatro días.
La tarde iba declinando, y de nuevo los cambios de color atrajeron mi atención al cielo. Notaba aún la presencia de Laura a mi lado, pero pasó media hora sin que ninguno de los dos dijera nada.
- Debo marcharme.
Ya era de noche, y toda la luz había desaparecido. Antes de ir hacia el tranvía, me besó, y después se alejó sin dejar de mirarme y sonreír.
Me había enamorado.
Algunos viajeros se pierden; es algo sabido.
Otros se enamoran de alguien del lugar que visitan; eso era menos frecuente.
Sólo yo había hecho las dos cosas, pero nadie lo sabría nunca; me quedaban tres días.
La salida del sol no fue como la de las otras veces. Una telaraña de nubes hizo imprecisa la llegada del día, y todos los objetos aparecían sin luz, grises.
La mañana pasó con mis ojos fijos en la parada del tranvía. Laura no apareció.
Pensé que no quería verme más. Probablemente la había asustado.
La tarde llegó y se fue sin señales de ella. Cuando la luz desaparecía, decidí que ya había estado bastante tiempo en aquel lugar. A paso vivo, tomé el camino de vuelta a la ciudad.
- Qué lástima - pensé -. Seguramente ya no la volveré a ver.
Mi cuerpo comenzaba ya su decadencia; el tobillo de mi pie derecho no apoyaba bien. Tenía que haber reducido la marcha, haberme parado y descansado, pero esas cosas ya no me importaban.
Las calles, que otras noches habían estado llenas de jóvenes que iban de un sitio a otro, presentaban un aspecto diferente; la desolación y una especie de frío psicológico llenaban el vacío, angustiándome.
Cuando la noche iba a medio camino, llegué al final de la ciudad: los edificios, cada vez más descuidados, dejaban paso a la huerta, aunque a veces los vertederos destacaban como un augurio de mi destrucción. Hacía tiempo que no veía a nadie, y los sonidos me llegaban distantes.
Oí una conversación cerca, y al atravesar una de aquellas montañas de chatarra y neumáticos encontré a dos drogadictos disfrutando del breve placer que les ofrecía la droga. Me miraron sin verme, y enseguida los dejé atrás.
El día llegó cuando yo estaba cerca de una carretera, sentado bajo un árbol, mirando cómo pasaban los coches. Por un momento, hice que una sonrisa apareciera en mis labios: estaba pasando los últimos días de mi vida admirando cosas que hacía cientos de años que habían desaparecido de mi planeta. Probablemente nunca hubo una naturaleza que hablase tan violentamente como esta, y las impresiones que recibía en cada instante eran mucho más fuertes que en Ibiris. Quizá no lamentaría tanto acabar allí con todo. Si tan sólo tuviese un cuerpo de verdad...
La imagen de Laura volvió a mi cabeza. Con esfuerzo me conseguí levantar y fui hasta la carretera. Quería volver a Valencia; todavía era posible que la encontrase una vez más, y quería intentarlo.
Los coches no se detenían, aunque se lo pedía; seguro que mi aspecto no era de lo mejor después de cuatro días sin ducharme. Al cabo de una hora conseguí que un viejo me llevase hasta el centro, desde donde traté de llegar al mar.
El estado de mi tobillo era cada vez peor: si no iba con cuidado, podía caer al dar un paso. La playa me pareció lejana, tanto como mi planeta, y decidí ir al parque que había al lado del río, donde había encontrado a Laura la primera vez.
Ella estaba allí. Me esperaba en el mismo lugar donde yo había estado tres días antes, y cuando me acerqué cojeando se levantó y me ayudó a llegar hasta la sombra. Las nubes que habían oscurecido el cielo la mañana anterior ya habían desaparecido, y brillaba el sol.
- ¿Dónde te habías metido? - preguntó.
- No viniste ayer.
- Llegué cuando se hacía de noche; no pude ir antes. Te vi de lejos, caminando muy rápidamente, pero no te encontré cuando fui detrás de ti.
Parecía nerviosa. A lo mejor pensaba que era culpa suya por no haber ido durante el día. Si tan sólo yo hubiese esperado unos minutos más...
- ¿Te has hecho daño en el tobillo?
- Sí.
No lo podía negar; era demasiado evidente.
- ¿Quieres que vayamos a un médico?
- No serviría de nada. No se puede arreglar.
Nos cogimos de las manos, y los minutos volaron con más rapidez que nunca, cuando menos quería. Mi desintegramiento físico se aceleraba: notaba como por dentro iban rompiéndose cosas, y cada vez me costaba más respirar.
- Ya pensaba que no te volvería a ver. Estaba aterrada, ¿sabes?
Sonreí. Estaba aprendiendo a ser humano muy rápido.
- Todavía pareces un príncipe; ahora más que nunca.
Me pasó la mano por el pelo, con una ternura que casi me hizo llorar.
- ¿Has dejado a alguien querido en tu planeta?
Habría jurado que hablaba en serio acerca de mi planeta. Eso me hizo feliz un instante; después, el recuerdo de mi familia me hizo sentirme triste. Lloré. No mucho, pero sí pena real, mis primeras lágrimas como ser humano.
- Tengo familia...
No continué; ella tampoco me lo pidió. El silencio nos volvió a atrapar y durante un tiempo sin medida me perdí en sus ojos.
Poco a poco, diferentes signos me avisaban de que la muerte llegaría antes de lo que había previsto, y fue entonces cuando supe que aquel sería mi último día.
Anochecía.
- ¿Te volveré a ver? - sus ojos brillaban, a punto de llorar.
Negué con la cabeza.
- Tengo que irme - me dijo, un rato después -. Ya he estado aquí más tiempo del que podía.
- Te estoy muy agradecido - dije, sinceramente.
Las estrellas brillaban y parpadeaban. Hacía media hora que Laura se había marchado. Para siempre, supongo.
Lo peor fue dejar de ver. Aún podía escuchar silbidos y trinos, pero cada vez eran más lejanos. Al final no supe si eran reales o ya había muerto.



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