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CUENTOS CIENCIA-FICCIóN
CUENTO UN LUGAR EN LA HISTORIA (por Carles Garcia)
A lo largo de mi vida creo que he oído cientos de veces aquello de "recuerdo perfectamente lo que estaba haciendo cuando me enteré de que habían disparado a Kennedy". No es mi caso, claro, yo pertenezco a una generación posterior. Sé lo que hacía, en aquel momento flotaba en una bolsa de líquido amniótico, en el vientre de mi madre, pero evidentemente no puedo decir que lo recuerde. Ahora que lo pienso, quizás podría hacerlo si me sometiese a una de esas regresiones hipnóticas sobre las que a veces hablan en la televisión. Sí, estoy segura, porque al enterarse mamá debió sentirse muy afectada, ya que ella es católica y demócrata, y probablemente ese dolor y amargura se filtraría de alguna manera al feto, en forma de descarga de adrenalina o de alguna otra substancia así.
De todos modos está claro que la muerte de JFK no significó nada para mí, no afectó a mi vida. En cambio el asesinato del presidente Clinton la marcó por completo. Recuerdo perfectamente lo que estaba haciendo cuando le mataron, estaba al otro lado del revolver, apretando el gatillo.
Él me había engañado siempre, y era increíble que yo no me hubiera dado cuenta de ello mucho antes. Tenía que haberlo hecho cuando, en una fiesta de la Casa Blanca, oí a aquella estúpida becaria, que había bebido más de lo debido, jactarse delante de una amiga de que el presidente en realidad estaba enamorado de ella. Fijate, decía, lleva la corbata que le he regalado, está loco por mí. Su amiga no le hizo caso, supuso que estaba bromeando o fantaseando, y se la llevó de la fiesta antes de que esas palabras llegasen a oídos inadecuados. Pero ya habían llegado a los míos, y esa noche volví a casa furiosa y celosa. Los días siguientes les espié y vi lo que había de cierto en sus palabras. Maldita sea, podía imaginarme perfectamente que hacían cuando se quedaban a solas en el despacho. Fue cuando comencé a pensar en el asesinato, pero entonces todavía estaba ciega y era a ella a quien soñaba en matar. Cuando él me decía que me quería yo continuaba creyendo sinceras sus palabras. Pensaba que realmente me amaba a mí, que simplemente se había encoñado de esa zorra que lo habría seducido con sus aires de Lolita. Si ella desaparecía, yo volvería a ocupar en solitario su corazón y compartir su cuerpo tan sólo con Hillary.
Así pasaron varios meses, en los que mi odio por ella fue creciendo y creciendo. Los celos me corroían por dentro y estaba siempre de mal humor, aunque intentaba disimularlo cuando estaba con él; entonces trataba de mostrarme más guapa y más encantadora que nunca, pensando que así le haría olvidar a esa mocosa. Por las noches, sola en casa, me entretenía imaginando maneras de eliminarla. Eso fue hasta el día que oí en las noticias que Paula Jones había interpuesto una demanda contra el presidente por abusos deshonestos. Eso me hizo despertar. Nadie en todo el país había creído las declaraciones de aquella ex-bailarina que decía haber ido su amante durante su época de gobernador de Arkansas, ni si quiera yo misma, que aún estando en una situación similar no podía admitir que él pudiera haber estado liado con una mujer con tan poca clase como aquella. Pero ahora eran dos las que lo acusaban, y sabía que al menos dos más permanecíamos en la sombra. Comprendí entonces que yo era sólo una más de una larga colección. No dejaría a su mujer después de su mandato, cuando el divorcio ya no afectara a su carrera política. Nunca haríamos pública nuestra historia de amor, que las circunstancias nos habían obligado a mantener en secreto. Eran falsas promesas, todo una gran mentira. Se había aprovechado de mí, y tenía que pagar por ello.
A la mañana siguiente, cuando hubo terminado las reuniones oficiales, me llamó a su despacho para hablar del tema. Era todo un montaje, me dijo, pero ahora más que nunca teníamos que mantener en secreto nuestro amor, porque aquello le había puesto bajo el punto de mira de la opinión pública. La prensa controlaría en todo momento su vida privada y cualquier desliz podía ser fatal para su carrera y para el país. Yo debía saber que su corazón me seguía perteneciendo, pero debía entender que era necesario que durante un tiempo dejásemos de vernos. Tras decirme todo esto malinterpretó mi silencio posterior, pensó que me había dejado desolada, y comenzó a abrazarme y a insistir que era un sacrificio que los dos debíamos hacer. Le seguí el juego, le contesté que lo comprendía, que no se preocupase, que lo soportaría de alguna manera, pero que no podría hacerlo sin que nos separásemos como era debido. Le rodeé con mis brazos y comencé a besarle. Él me devolvió el beso, pero intentó que la cosa no fuera a más. No era el momento, me dijo, era peligroso y tenía también otros asuntos importantes que no podían esperar. Yo insistí y se demostró que no hay nada que un hombre no pueda dejar de lado un rato ante la perspectiva de un buen polvo. Me pidió que esperase un minuto mientras hacía una visita al lavabo y cuando volvió le hice sentarse en el sillón presidencial. Yo sabía que era lo que a él más le gustaba, así que me saqué la blusa para no mancharla, le desabroché la bragueta y comencé a chupársela. Me sorprendió que, aunque cuando se la saqué la tenía ya bien dura, tardó más de lo habitual en llegar al final. Dejé que se corriese en mi cara, y como siempre, echó la cabeza y los brazos hacia atrás y cerró los ojos mientras dejaba que su cuerpo se relajase. Yo seguí masajeándosela con una mano mientras con la otra abría el último cajón de su mesa y, sin hacer ruido, sacaba que revolver que sabía guardaba allí. Cuando lo tuve bien aferrado le saqué el seguro, me incorporé y, mientras le apuntaba a la cabeza oí como, todavía sin abrir los ojos murmuraba algo sobre lo fantástica que había estado aquel día. Bonitas últimas palabras, pensé irónicamente, y disparé.
Sabía que el ruido del disparo alertaría de inmediato a las fuerzas de seguridad y que tardarían apenas unos segundos en llegar. No me importaba, nunca pasó por mi cabeza que podía asesinar a un presidente y huir sin que nadie me descubriese. No, quería que nos encontrasen exactamente de la manera que lo hicieron: a él con los pantalones bajados y el miembro todavía hinchado, y a mí cubierta de su semen. Pretendía, de ese modo, que todo el mundo supiese que yo era su amante. Deseaba que todos conociesen mi historia, que comprendieran que yo le había querido más que nadie y que le había matado al descubrir que era sólo un maldito cerdo embustero.
Más tarde comprendí el riesgo que había corrido. Si por allí cerca hubiese estado alguna de esas ratas que se hacen llamar consejeros del presidente, posiblemente que hubieran urdido alguna manera de arreglar las cosas para que yo mantuviese la boca callada (un cadáver no puede hablar) y la reputación del presidente quedase intacta. Pero los primeros en llegar fueron dos guardaespaldas que no supieron entender bien la situación. Ellos me conocían desde hace tiempo y debían sospechar mi relación con el presidente, así apenas me dedicaron un rápido vistazo y comenzaron a abrir el resto de puertas y a gritar "¿Dónde está? ¿Por dónde se ha ido?". Mientras tanto por la puerta vi cómo se asomaban a ver qué había pasado algunas secretarías y personal administrativo Cuando los guardaespaldas cayeron en la cuenta de que la pistola estaba a mis pies, demasiada gente sabía ya lo que realmente había pasado como para que una conspiración de silencio pudiera tener éxito.
Conseguí un buen abogado, lo suficientemente respetado como para que el aceptar mi caso no le hicieran parecer un oportunista con ganas de obtener popularidad. Era capaz de que las palabras "todo hombre tiene derecho a una buena defensa" no sonasen vacías o absurdas en sus labios, aunque estuviera hablando de defender al asesino de un presidente atrapado cuando del agujero que había atravesado la cabeza todavía goteaba la sangre. Creo que el partido republicano pagaba su minuta, pero a través de unos fondos o donaciones anónimas con las que no se les podían relacionar.
Necesitamos un jurado compuesto exclusivamente de mujeres, me dijo. Eso yo ya lo tenía claro, pero, al contrario de lo que yo pensaba, debíamos evitar que entre ellas hubiera ninguna a la que su marido la hubiera engañado. Debía recordar que yo también era una amante, no la legítima esposa, y ellas me verían como una rompematrimonios y me condenarían por ello. Lo ideal eran mujeres liberales, de treinta y tantos, solteras y con malas experiencias con los hombres. Vaya, yo era un jurado ideal, lastima que tuviese que sentarme en el banquillo de acusados.
Un punto a mi favor fue la declaración de Paula Jones. Conseguimos que se ratificase en la declaración que había hecho al interponer su demanda. No le quedó otra opción porque si no podía ser acusada de perjurio. Yo quería que llamasen también a declarar a la becaria, pero mi abogado me convenció de que no serviría para nada, ella lo negaría todo, era una chica de buena familia que de ningún modo le interesaba verse mezclada en un asunto como ese, así que su nombre quedó para siempre en el anonimato.
Pero lo que pareció definitivo fue mi declaración. La ensayamos una y mil veces hasta que conseguimos que tuviera las suficientes dosis de amargura y afectación para conseguir la simpatía del jurado hacia mi situación y hacia mi reacción ese día. Y creo que lo conseguí, porque vi que varias de los rostros que desde el principio del juicio me miraban con una expresión condenatoria se tornaban en semblantes que mostraban comprensión o, como mínimo, duda. De modo que todo parecía ir bastante bien hasta el día que la defensa hizo públicos unos nuevos resultados de la autopsia.
No sé por qué lo hizo. Tal vez porque la edad le estaba pasando cuentas y no estaba en tan buena forma. Quizás porque yo no le excitaba como antes, pero creía más sensato, y más divertido, tener una amante satisfecha que una ex amante despechada. O incluso el motivo podría haber sido un encuentro esa misma tarde con la putilla de la becaria del que no había tenido tiempo de recuperarse. La cuestión es que el muy cabrón se había tomado una pastilla de ese nuevo medicamento, Viagra. Eso era lo que decían los nuevos análisis, y esa mierda lo cambió todo.
El fiscal no tardó en explicar al jurado una increíble historia donde yo, revolver en mano, obligaba al presidente a ingerir una droga que me permitiría hacer realidad mis fantasías sexuales antes de acabar con su vida. Una mujer obsesionada, dijo, desesperada ante la virtud de un hombre que siempre había sido fiel a su familia y país, y cuyo único error fue no haberla apartado de su equipo porque no supo diferenciar su pasión enfermiza de lo que él creía simple admiración y devoción. Una mujer que con premeditación planeó un crimen sanguinario y que luego ha querido engañar a todo el mundo contando mentiras sobre un buen presidente y un buen marido Menuda basura, pensé yo.
Pero la gente lo creyó. Lo creyó porque quería creerlo, necesitaban a un nuevo héroe, un nuevo mártir al que llorar. Recuerdo que cuando el jurado salió a deliberar mi abogado me dijo que no perdiese las esperanzas, que todavía tenía alguna oportunidad. Si tardaban en decidir el veredicto, dijo, significaría que había alguien allí dentro que creía en mí y eso podía significar una sentencia benevolente. Cuando los doce miembros volvieron a los cinco minutos fue el único en toda la sala que evitó mirarme.
Y eso es todo. Ahora espero en el corredor de la muerte el día en que los periódicos escribirán la última crónica de este culebrón. Tan sólo un improbable indulto, concedido por la que antaño fue mi rival y ahora ocupa el cargo que dejo vacante su marido, podría salvarme la vida. Pero, es curioso, ya no me importa nada. Creo que finalmente me he vuelto loca, o al menos los celadores deben pensar que realmente lo estoy, porque río, río a todas horas. Sí, ahora que la desesperación ha dado paso a la resignación, sola, en mi celda, río al pensar que al menos apareceré en los libros de historia en un lugar destacado. Porque de asesinos de presidentes ya ha habido muchos pero, y aunque sea falso, yo siempre seré recordada como la primera persona que violó a un presidente de los Estados Unidos.

Notas finales
Cualquiera que haya seguido con detenimiento las noticias sobre los devaneos del actual presidente de los EEUU se habrá dado cuenta de que la cronología de los hechos real no coincide con la narrada en el relato. Es cierto, pero por un lado se trata de una ucronía, así que me puedo permitir la licencia de cambiar las cosas sin demasiadas explicaciones, y por otro, debo reconocerlo, la historia que se narra no podría tener lugar siguiendo con fidelidad la realidad.
De todos modos, y "en honor a la verdad" haré un pequeño repaso de los acontecimientos reales y de los cambios que yo he introducido en mi historia.
En 1992, durante el periodo de campaña electoral que le llevaría al puesto de presidente, Jennifer Flowers, una ex-bailarina de Arkansas, manifestó que había sido la amante de Bill Clinton durante 12 años, y que él le había conseguido un puesto de funcionaria durante su mandato como Gobernador de ese estado.
También en 1992, pero cuando Clinton ya había sido entronizado como presidente, Paula Jones, empleada del estado de Arkansas, interpuso una demanda contra él alegando que durante la campaña electoral él le había llevado a una habitación de hotel y le había pedido sexo oral. Este hecho es presentado en mi relato como bastante posterior, concretamente hasta la aparición en escena de...
...Monica Lewinsky, que entró como becaria en Agosto de 1995 y comenzó sus relaciones con el presidente en otoño de ese mismo año. En Abril de 1996 consiguió un contrato para trabajar en el pentágono como ayudante de relaciones públicas. Es por tanto a principios de 1996 donde se situarían los hechos narrados en mi relato.
Una última licencia, la Viagra no fue comercializada en USA hasta 1998 y yo he supuesto que lo fue un par de años antes.

FIN


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