Ni siquiera su muy proclamada convicción de que los americanos estaban rematadamente locos podría haber preparado al señor Foringham para lo que descubrió esa sofocante tarde del martes en la sección de alimentos congelados del supermercado Henney-Penny próximo a su apartamento.
- Te lo digo yo, señora Foringham - le dijo esa noche a su mujer durante la cena -, los norteamericanos están locos.
La señora Foringham, que tenía un nombre de pila, aunque habían transcurrido tantos años desde la última vez en que la habían llamado por él que con frecuencia tenía que pararse a pensar para recordar cuál era, exhaló un bufido y dijo:
- Francamente, ¿no te parece que podrías prescindir de ese comentario? Acabarás ofendiendo a alguno de nuestros amigos norteamericanos.
- Sin embargo - dijo el señor Foringham -, es una verdad indiscutible. Esto jamás podría haber ocurrido en Sussex.
- Está bien que mi padre lo diga, pero me parece de muy mala educación repetirlo sin cesar.
El padre de la señora Foringham, un vizconde, era el propietario de Victoria Minerals Ltd., empresa de la cual era vicepresidente ejecutivo el señor Foringham.
La señora Foringham diseccionó la chuleta de cordero que tenía en el plato y cortó una fina tajada de jalea de menta del cubito situado junto a la chuleta.
- ¿Qué es lo que jamás podría haber ocurrido en Sussex? - preguntó al fin.
- Una inmoralidad sin tapujos - dijo el señor Foringham -. Y además en un supermercado.
- ¿Una inmoralidad? - dijo la señora Foringham -. ¿En un supermercado?
- En el supermercado Henney-Penny de la otra manzana. En la sección de productos congelados para ser exacto.
- Pero seguro que incluso los norteamericanos son más discretos - dijo la señora Foringham.
- ¿A qué te refieres? - preguntó el señor Foringham, y luego se sonrojó -. Oh, no, no ha sido eso. Eso ya sería el colmo. No, quiero decir en el congelador.
- Parece un lugar muy curioso para hacerlo - murmuró la señora Foringham -, aunque no sería peor que este apartamento con su terrible aire acondicionado. He estado pensando en desembalar nuestra manta electrónica.
- Creo que tergiversas deliberadamente mis palabras - dijo el señor Foringham algo irritado.
- En fin - dijo la señora Foringham -, no estás hablando demasiado claro.
- Había una mujer en el congelador.
- ¿Estaba acompañada? - preguntó la señora Foringham procurando no dar muestras de aburrimiento.
- No, no - dijo el señor Foringham -. Eso es lo que estoy intentando decirte. Estaba sola.
- ¿Por qué te preocupas, entonces, señor Foringham?
- Estaba congelada.
- Tenía que ocurrir algún día - dijo la señora Foringham -. Con la cantidad de tiempo que pasan esos compradores con la cabeza metida en la sección de productos congelados.
- No, la habían congelado a propósito.
- ¿A propósito? - la señora Foringham depositó el tenedor junto al plato y frunció el ceño mirando a su marido -. Bueno, tienes quo dar parte a las autoridades.
- No estaba muerta - dijo el señor Foringham -. El dependiente así me lo ha asegurado. Se puede descongelar, ha dicho..., igual que una bolsa de guisantes.
- ¡Qué raro! - dijo la señora Foringham.
- Estaba en venta - dijo el señor Foringham.
- Señor Foringham - dijo la señora Foringham, ya un poco exasperada -, sabes muy bien que incluso los norteamericanos tienen leyes que prohíben el tráfico de seres humanos.
- Bueno, verás, no era humana. El empleado ha dicho que era sintética. Fabricada por una compañía que se llama Especialidades Androideas. - La cara del señor Foringham se puso todavía más encarnada -. Era un modelo especializado, eso ha dicho el dependiente.
- Seguro que has estado tomando demasiado el sol estos días - dijo la señora Foringham, e hizo sonar la campanilla junto a su asiento, cerrando definitivamente el tema.
El señor Foringham se quedó cavilando en silencio mientras Susan, la mujer de mediana edad que servía de criada para todo, llegaba de la cocina. A fe suya que no lograba comprender por qué los norteamericanos no observaban más atentamente las normas de urbanidad. Era una de sus más desalentadoras cualidades, esa manera desenfadada de actuar... Un hombre de Eton simplemente no pensaba en esos términos.
- Ya puede servir el postre - le dijo la señora Foringham a la criada. Luego se volvió hacia el señor Foringham con una apretada sonrisa -. Tu postre preferido, cariño..., limón helado.
A la mañana siguiente, durante el desayuno, el señor Foringham dijo:
- No he podido dormir en absoluto. ¿Dónde crees que acabará?
- ¿De qué me hablas? - preguntó la señora Foringham con voz soñolienta. Normalmente dormía hasta las nueve, pero aquélla era la mañana en que Susan no llegaba hasta las diez y, como proclamaba tan a menudo la señora Foringham, una mujer tenía sus obligaciones para con su marido.
- He dicho: ¿dónde acabará?
- Pues, desde luego no después de abril. Padre espera que estemos de regreso por esas fechas.
- No, no, señora Foringham. Me refiero a esa..., eeh..., esa persona de la sección de congelados.
- Bueno, yo diría que ha sido un proceso lógico - dijo la señora Foringham con aire aburrido.
- ¿Lógico? - exclamó el señor Foringham ligeramente horrorizado.
- Naturalmente. Ahora se encuentra de todo en los supermercados: productos de belleza, artículos domésticos, medicamentos, cosméticos. Parece lógico que el próximo paso haya sido ofrecer lo último en artículos de consumo.
El señor Foringham miró escandalizado a su esposa.
- Bueno, a fin de cuentas - dijo ella -, no puedes esperar que los norteamericanos llevaran hasta ese extremo su manía del "hágalo usted mismo", al menos pudiendo evitarlo.
- Confío seriamente que estés hablando en broma - dijo el señor Foringham con un hilo de voz.
En el metro que le conducía a las oficinas de Victoria Minerals Ltd., el señor Foringham estuvo meditando sobre el nivel de moralidad capaz de permitir cosas tales como la presencia de la rubia en el congelador de Henney-Penny. Decidió escribir al "Times" lamentándose de esas costumbres. "The Times" tomó nota mentalmente, separándolo con cuidado en su cabeza de su más rufianesco homónimo neoyorquino.
El señor Foringham tuvo un día particularmente desgraciado. Parecía imposible lograr hacer nada con rapidez y eficiencia en esta tierra bárbara. Pasó la mayor parte de la mañana encerrado con los abogados de la compañía en Nueva York, intentando encontrar algún sentido a un conjunto de regulaciones aduaneras que, según concluyó finalmente el señor Foringham, debían haber sido promulgadas con la deliberada intención de hacer perder a una empresa extranjera la mitad de su capital líquido en honorarios de abogados.
Cuando tocaron las doce, profirió un suspiro de alivio y aceptó la invitación del joven Richard LaCount para almorzar juntos.
- Esto me recuerda las cosas que solían suceder cuando el señor Attlee era Primer ministro - dijo el señor Foringham mientras tomaba el té.
Richard LaCount, su ayudante administrativo interino, sonrió mirando su taza de café y replicó:
- Sí las cosas son un poco liosas.
- ¿Decía usted?
- Quiero decir que las cosas son un poco confusas.
- ¿Confusas? - dijo horrorizado el señor Foringham - Yo diría que son del todo opacas.
- ¿Vendrá con nosotros esta noche? - preguntó el joven LaCount.
- Oh, usted y la señora Foringham no pensarán ir a otra de esas comedias musicales, ¿verdad?
- No, esta noche toca mambo.
El señor Foringham contuvo un estremecimiento.
- Supongo que no le importará - se apresuró a decir LaCount -. Su esposa parece disfrutar con estas salidas. Dice que en Inglaterra es todo tan distinto...
- Ciertamente lo es - dijo el señor Foringham, pasando por alto la pregunta. A decir verdad empezaba a estar un poco cansado de LaCount, a quien culpaba de la creciente americanización del lenguaje y maneras de pensar de la señora Foringham.
- Ciertamente lo es - repitió -. Vamos, ¿creerá usted...? - El señor Foringham inició una detallada descripción del descubrimiento que había hecho el día anterior en Henney-Penny.
- Pues es toda una idea - dijo LaCount entusiasmado -. Justo lo que uno espera de ese tipo de compañía. Tienen imaginación.
- Pero usted no estará de acuerdo, ¿verdad? - preguntó el señor Foringham.
- Verá, personalmente no me interesaría comprar algo así - reconoció LaCount -, pero no me importaría poseer un paquete de acciones de una compañía avanzada como ésta.
- Francamente - dijo el señor Foringham, apurando su taza y haciéndole una señal a la camarera.
- Francamente - repitió por lo bajo cuando salían del restaurante.
No hubiera podido decir con seguridad qué le había impulsado a bajarse del autobús una parada antes de la suya. No lo descubrió hasta que sus pasos le hicieron pasar por delante de Henney-Penny. Era casi la hora del cierre y sólo vio dos compradores en la tienda, y los dos estaban pagando en una de las cajas más alejadas. Los empleados habían abandonado las ocho cajas excepto dos y los dos que allí quedaban le miraron con un cierto fastidio cuando entró. Cogió una barra de pan de un estante y pasó a la sección de productos congelados. Un dependiente estaba cubriendo el aparador con un paño cuando él se detuvo junto al mostrador de "Especialidades Androideas" y contempló el cartel que decía con relucientes letras rojas: "EL HUMANOIDE QUE OFRECE LA MÁS PERFECTA IMITACIÓN DE LA REALIDAD. NO ACEPTE SUCEDÁNEOS".
- Me pregunto... - dijo mientras miraba la pálida criatura dentro de la cámara -. ¿Alguien compra realmente... estas cosas?
- Her-ma-no - dijo el dependiente, arrastrando las sílabas -. Hoy hemos vendido veintiséis.
- Doce a prueba - se apresuró a rectificar -, pero ya pueden darse por vendidos.
El señor Foringham meneó la cabeza y volvió a dirigir la mirada al congelador. Tuvo que reconocer que el espectáculo era de lo más provocativo a pesar de que la chica..., la cosa (¿cómo debía llamarla?), estuviera fría y callada. Quienquiera que hubiera diseñado ese cuerpo, era un artista.
No un artista literal, como cayó pronto en la cuenta, enrojeciendo ligeramente, aunque las exageraciones de ciertas proporciones eran..., bueno, no exactamente de buen gusto..., ajustadas, diríase, al ideal en boga.
Desde luego, la criatura no se parecía a la mayoría de mujeres inglesas que él había conocido. La señora Foringham no había sido ciertamente nunca así, ni siquiera antes de cumplir los veinte. Debía ser la influencia italiana, pensó. Eran artistas consumados cuando se trataba de llamar la atención sobre ese tipo de cosas.
- ¿Puedo servirle en algo? - preguntó el dependiente.
- No, no, no - se apresuró a declarar el señor Foringham.
- Bueno, es hora de cerrar.
- Sí, claro - dijo el señor Foringham, y se humedeció los labios.
- ¿Por qué no se lleva uno a casa? - dijo el dependiente haciéndole un guiño.
- Francamente - dijo el señor Foringham irguiéndose en toda su estatura -. Debo decirle que soy muy feliz en mi matrimonio.
- Sin ánimo de ofenderle - dijo el dependiente -. Aunque muchos clientes están casados - añadió.
- ¿En serio? ¿Cómo lo sabe?
- Bueno, si he de serle franco - dijo el dependiente con cierta vacilación en la voz -, en general suelen comprarlos sobre todo las esposas.
El señor Foringham se quedó mirando fijamente al hombre.
- Para sus maridos, ¿sabe? - dijo el dependiente -. Probablemente así evitan que salgan a callejear. La cosa tiene su lógica si uno se para a pensarlo.
- Yo ciertamente no tengo intención de pararme a pensarlo - dijo el señor Foringham, y dio media vuelta.
Esa noche el señor Foringham tomó su cena sumido en un profundo silencio introspectivo. La señora Foringham, a quien una larga experiencia le permitía captar su estado de ánimo no intentó iniciar una conversación, hasta que se hubieron retirado a la sala de estar y el señor Foringham se encontró con la mirada fija en su coñac e imaginando ciertas escenas que le hicieron reaccionar con un sobresalto algo culpable cuando su esposa le habló.
- Me gustaría que salieras un poco - dijo la señora Foringham -. Te haría muchísimo bien.
- No tengo absolutamente ningún interés en aprender danzas tribales primitivas como el mambu - dijo.
- Mambo - le corrigió la señora Foringham -, y no es en absoluto primitiva. Es un baile muy sofisticado y de lo más encantador.
- Supongo que debe serlo, con el joven LaCount - dijo el señor Foringham pensativo -. Realmente tendré que hablar de ese joven con tu padre cuando regresemos a casa.
- Señor Foringham - dijo secamente la señora Foringham -, esto es muy impropio de ti. A fin de cuentas, un viaje como éste es una oportunidad y detestaría tener que decirles a mis amigas que la he desperdiciado.
- Lo siento - dijo el señor Foringham, paladeando pensativo el último resto de coñac. La verdad es que no sé qué me ha cogido.
LaCount llamó puntualmente a la puerta a las ocho y la señora Foringham salió al vestíbulo a recibirle antes de que Susan pudiera coger su sombrero.
- Temo que vayamos un poquito retrasados - le oyó decir el señor Foringham.
- Entraré a saludar un momento al señor F. - dijo el joven LaCount.
- No se siente muy bien - dijo la señora Foringham -. Estoy segura de que sabrá excusarlo.
Oyó una conversación ahogada y luego la puerta se cerró interrumpiendo las primeras notas de la voz ligeramente risueña de la señora Foringham.
El señor Foringham se acercó a la ventana y miró a la calle. Mientras cenaban había lloviznado un poco y la calzada húmeda todavía relucía bajo el farol de la esquina. Vio las luces encendidas de un taxi que esperaba y la señora Foringham y el joven LaCount aparecieron unos instantes después bajo la marquesina. El conductor del taxi se inclinó para abrir la puerta trasera, mientras LaCount ayudaba a la señora Foringham a instalarse en el asiento. El señor Foringham observó que la tocaba mucho más de lo necesario y que parecía prolongar ese gesto.
Resolló para sus adentros y volvió a desear que ya hubiera concluido ese negocio infernal y se encontraran otra vez en su piso de Londres. ¿Quién habría pensado que a su edad la señora Foringham sería una presa fácil para la temeridad de ese joven? Pero recordó que los americanos no consideraban que uno fuera viejo a los cuarenta y dos, lo cual, afirmó para sus adentros, no hacía más que demostrar su barbarie.
El señor Foringham estaba acostado cuando regresó su esposa. Les oyó charlar un rato en el vestíbulo; luego ella entró en el apartamento, se dirigió al dormitorio y comenzó a desvestirse.
- ¿No puedes hacer menos ruido? - preguntó el señor Foringham.
- Lo siento, señor Foringham - dijo su mujer.
- Confío que te habrás divertido.
- Oh, mucho. Richard es un joven encantador.
- Eso diría yo - dijo el señor Foringham.
- Quiere que me fugue con él - dijo ella.
- Bueno, por el amor de Dios - dijo el señor Foringham -, supongo que le has dicho que no.
- Chisst, señor Foringham. Le he dicho que lo pensaría.
- Es una broma de mal gusto, ¿sabes? - dijo el señor Foringham, incorporándose en la cama.
- Bueno, de nada serviría intentar calmarle los ánimos - dijo la señora Foringham con un suspiro -. Estos jóvenes norteamericanos son tan impetuosos - añadió, metiéndose en la cama y tapándose con las sábanas.
- ¿Volverá mañana por la noche? - preguntó el señor Foringham.
- Brrr - dijo la señora Foringham -. Hace un poco de humedad. ¿No sería mejor sacar la manta electrónica?
- ¿En verano? - preguntó el señor Foringham -. Y no intentes de cambiar de tema.
- Oh, supongo que sí - dijo la señora Foringham, y alargó la mano para apagar la luz -. Ya sabes cuán perseverantes son los norteamericanos.
- Totalmente incivilizados - dijo el señor Foringham en la oscuridad -. Totalmente incivilizados, todos ellos.
- Naturalmente, señor Foringham - dijo la señora Foringham -. Buenas noches - añadió soñolienta al cabo de un momento.
Al día siguiente, cuando el joven LaCount entró en el despacho del señor Foringham, poco después de que tocaran las diez de la mañana, el señor Foringham le dijo:
- Siéntese, señor LaCount.
- Preferiría que me llamase Dick - dijo el joven.
- No soy partidario de los nombres de pila - dijo el señor Foringham.
- Lo siento.
- No se preocupe. Esa es una de las costumbres norteamericanas que preferiría no adquirir, aunque debo reconocer que una de sus mejores cualidades es una cierta franqueza.
- Gracias - dijo Dick LaCount, ruborizándose. Realmente era un tipo bastante bien parecido, tuvo que reconocer el señor Foringham, si no se prestaba atención a su frente bastante entrada, indicio de que probablemente habría perdido la mayor parte de su cabello dentro de diez años. El señor Foringham estaba bastante satisfecho con su abundante mata de cabello.
- Espero, pues - se decidió a decir al fin -, que no considerará demasiado atrevido que le haga una pregunta.
- Desde luego que no - dijo LaCount.
- La señora Foringham me ha dicho que usted la ha invitado a fugarse.
- Estupendo - dijo LaCount con el rostro iluminado.
- ¿Perdón?
- Quiero decir que me alegro de que se lo haya dicho. No me gusta actuar a espaldas de nadie.
- Ya veo - dijo el señor Foringham -. Una actitud muy loable, si puedo decirlo.
- Gracias - dijo LaCount con una amplia sonrisa.
- ¿Usted comprende, naturalmente, que eso es de todo punto imposible?
- En aquel momento me pareció una idea bastante buena - dijo LaCount.
- Para empezar, ella es mucho mayor que usted.
- No tanto - dijo LaCount -. No es lo que podríamos decir una relación de "mayo y diciembre".
- Pero no puedo permitir que ocurra algo así. Aunque sólo sea por una cuestión de honor.
- Supongo que tiene usted razón - dijo LaCount.
- ¿Y supongo que usted dimitirá de su cargo? Me parece lo más deportivo.
- ¿Dimitir? - dijo LaCount -. Claro que no. Más bien estaba considerando la posibilidad de eliminarle a usted.
- Supuse que sus ideas podrían seguir ese derrotero - dijo el señor Foringham -. He tomado la precaución de depositar un sobre sellado en mí banco.
Sonrió como disculpándose.
- Es algo bastante melodramático - dijo el señor Foringham -. Espero que sabrá comprenderlo.
- Bueno - dijo LaCount después de reflexionar un instante -, creo que estamos enfocando este asunto de manera totalmente equivocada.
- ¿En serio?
- Sí. A fin de cuentas, quien debe decir la última palabra es Hermione.
- ¿Hermione?
- Sí. La señora Foringham.
- Oh, claro - dijo el señor Foringham un poco confuso.
- Entonces no hay por qué seguir discutiendo.
- Bueno, verá, yo no he dicho...
- Una actitud muy deportiva por su parte, señor - dijo LaCount, levantándose de un salto y estrechando la mano del señor Foringham.
- Bueno, verá... - empezó a decir el señor Foringham.
- ¿Esta noche? ¿A las ocho? - dijo LaCount, y antes de que el señor Foringham pudiera responderle, ya había cruzado la puerta.
- Bueno - dijo el señor Foringham a las paredes -, esto ya es el colmo.
El señor Foringham tuvo grandes dificultades de concentración durante el resto del día. ¿Cómo se había dejado atrapar en esa farsa?, se preguntaba. Era como algo sacado de un malísimo número de music hall y desde luego no tenía la menor intención de representar su papel hasta el final. Imaginaba que todo el asunto debía parecerle bastante divertido a su mujer, pero no estaba de humor para satisfacer ese particular capricho suyo.
Hasta las cinco menos diez no se le ocurrió pensar que, a lo mejor, la señora Foringham se tomaba todo el asunto muy en serio. ¿Cabía tal vez incluso la posibilidad de que ella se sintiera en la necesidad de proceder a la ridícula elección? La idea resultaba bastante inquietante.
El señor Foringham apreciaba a su esposa. Su matrimonio había sido concertado por sus respectivos padres en la época en que la familia del señor Foringham gozaba de una posición bastante desahogada. Pero, el partido laborista había acabado con la fortuna de los Foringham y el señor Foringham se había considerado muy afortunado de que ya hubieran concertado un próspero enlace para él. Llevaban diez años casados y durante ese tiempo le había cogido cariño a la señora Foringham, de la misma manera como se coge cariño a una pipa. Un cariño no exactamente romántico - la señora Foringham nunca le había acabado de impresionar realmente en ese sentido - pero sí cómodo de llevar. Tenía la certeza de que se sentiría muy trastornado si llegaba a perderla.
A las cinco telefoneó a su apartamento y Susan le dijo que la señora Foringham había salido. Susan también se disponía a marcharse, según dijo, y sólo entonces cayó el señor Foringham en la cuenta de que era jueves y la criada tenía la noche libre. Eso significaba que tendrían que cenar fuera o bien comer en casa una de esas horribles comidas rápidas congeladas.
La idea de la comida congelada le trajo a la mente otra cosa y por una breve fracción de segundo se imaginó en una situación bastante atractiva. Luego la aparto decididamente de su mente y colgó el auricular.
El supermercado Henney-Penny estaba tan vacío como la tarde anterior. El reloj de pared mercaba las seis menos cinco cuando el señor Foringham entro muy decidido. Se ruborizó bruscamente al comprender hacia dónde le habían llevado inconscientemente sus pasos.
El empleado acabó de rociar con agua algunas lechugas para darles un aspecto de recién cogidas y llenas de rocío, y luego se le acercó.
- ¿Ha cambiado de opinión, señor? - dijo con una risita.
- ¿He cambiado de opinión sobre qué? - le espetó el señor Foringham.
- Sobre las chicas, naturalmente - dijo el empleado, mientras levantaba la tapa de la primera cámara y movía admirativamente la cabeza contemplando el producto cuidadosamente guardado entre las pilas de maíz congelado y comidas preparadas -. Hoy hemos recibido una nueva remesa y solo puedo decirle que la compañía ciertamente se preocupa de ir mejorando su producto.
- La verdad es que no me interesa - dijo el señor Foringham con voz débil, al tiempo que se acercaba para ver mejor. Deberían cambiar, el sistema de embalaje, pensó remilgadamente. Incluso las barras de caramelo venían envueltas en papel de aluminio. Luego advirtió acongojado que el elemento concreto que había visto el día anterior había desaparecido. Los adorables labios llenos y el cuidado cabello rubio, que se veía tan crujiente y quebradizo ahí en las profundidades del congelador, como si fuera a desprenderse al menor contacto...
- Sólo se vive una vez - dijo el empleado con un astuto guiño.
El señor Foringham se lo quedó mirando fijamente y luego consiguió graznar:
- Soy feliz en mi matrimonio, gracias.
Lo dijo con todo el entusiasmo que se emplea para leer la columna de defunciones en voz alta.
Cuando por fin salió del supermercado, estaba bastante enervado. Tenía las palmas de las manos mojadas y sentía una clara humedad bajo los brazos. Miro el reloj y observó que eran las seis y media. Echó a andar hacia su apartamento, sintiéndose algo tenso.
El señor Foringham no tenía costumbre de tomar bebidas fuertes, pero de pronto sintió necesidad de beber algo que le diera fuerzas para afrontar el resto de la velada. A una manzana de su apartamento había un pequeño bar; entró en el salón débilmente iluminado y tomó asiento en un reservado de la parte de atrás. Cuando acudió el camarero, pidió un whisky con soda; luego cambió de parecer y lo pidió con hielo.
Permaneció sentado con el vaso en la mano e interrogándose sobre el imposible giro que había tomado su viaje a Norteamérica. Era una situación increíble y tendría que advertir a la señora Foringham que no relatara sus aventuras a sus amigos cuando regresaran a Inglaterra. Empezó a masticar un cubo de hielo medio fundido y pensó brevemente en el supermercado Henney-Penny y en la última novedad que acababan de incluir entre sus especialidades. Sus pensamientos vagaron agradablemente y entonces, de pronto, se dio cuenta de que tenía un cubito de hielo en la boca y lo escupió, embarazado.
Después de la segunda copa, se sintió mucho mejor pero todavía un poco vacío. Echó una mirada al reloj.
¡Las ocho y cuarto! Por un instante se admiró de cómo había volado el tiempo. Pagó rápidamente la cuenta y salió del bar. El aire de la calle le pareció sofocante después del interior refrigerado del bar y caminó lentamente hasta el apartamento con objeto de minimizar su tendencia a transpirar.
Abrió la puerta y entró para encontrarse con el apartamento totalmente a oscuras.
- Hola - dijo, y esperó una respuesta.
Sin duda, se dijo, no habrían tenido la indiscreción de... Volvió a llamar pero no hubo respuesta.. Al parecer, realmente se habían ido. Pero sin duda no se habrían marchado tan de prisa, se dijo mientras encendía la lámpara junto al diván y consultaba el reloj de la chimenea. Había llegado sólo con veinticinco minutos de retraso. Esos norteamericanos eran imprevisibles. Sería posible que en un momento de arrebato... Pero no, pensó, esa clase de cosas no les ocurrían a las gentes llamadas Foringham.
Encontró la nota sobre la mesa del comedor. Decía: "Señor Foringham: La cena está en el horno. He puesto un cubierto en la mesa y el postre está en la nevera. Richard y yo nos hemos fugado juntos... Hermione (Foringham)".
El señor Foringham no podía acabar de dar crédito a sus sentidos. Volvió a leer atentamente la nota y luego le dio la vuelta. En el reverso había una postdata que decía: "En el baño encontrarás algo que tal vez te sirva de pequeña compensación. He sacado la manta electrónica y la he dejado sobre el armario del lavabo junto con el folleto de instrucciones. H. Espero que te guste el postre. Es tu favorito, helado de limón. H".
El señor Foringham dejó la nota sobre el aparador y se fue a la cocina. SE sirvió la cena y empezó a comer lentamente, masticando con gran deliberación cada bocado. Decidió guardarse el postre para más tarde. En cambio se tomó el coñac en la sala de estar. Sólo entonces se dirigió al cuarto de baño.
El pequeño cuarto estaba muy frío, mucho más de lo que podría justificar incluso el aire acondicionado, y no le sorprendió demasiado encontrarse una criatura del supermercado Henney-Penny en la bañera. El ambiente helado se debía a su presencia. Comprobó que la señora Foringham no había intentado descongelarla y que todavía estaba totalmente rígida.
Cogió el folleto de instrucciones. Entre otros recursos, se sugería la utilización de una manta electrónica del tipo que ellos se habían traído de Inglaterra. Pensó que, a fin de cuentas, la señora Foringham había sido considerada en ese aspecto.
Se acercó otra vez a la bañera y sintió extenderse su primer leve destello de entusiasmo. Las frías pero perfectamente modeladas facciones con leves rastros de hielo sobre las mejillas, el frágil cabello muy corto que relucía húmedo bajo la luz de las bombillas fluorescentes encendidas sobre el lavabo.
Se ruborizó y envolvió la fría figura de la bañera con la manta; luego enchufó el cordón y salió del cuarto de baño silbando una cancioncita ligeramente obscena que casi había olvidado. Incluso empezó a cantar a toda voz mientras hurgaba en el armario para emerger con un bata de terciopelo rojo. La había comprado largo tiempo atrás y olía débilmente a bolas de naftalina pero nunca, pensó, había tenido oportunidad de usarla, nunca había tenido ocasión de hacer el papel de hombre de mundo.
Sólo tardó un instante en poner el champán en hielo y colocarlo sobre el carrito auxiliar. Retirar el cubrecama y preparar uno de los camisones negros de la señora Foringham le tomó sólo otro instante. Luego se sirvió una copita de coñac, puso en el tocadiscos algo mucho más apropiado que Beethoven y se tendió sibaríticamente en el diván.
Se dijo, contrito, que nunca había apreciado realmente a Hermione. Hasta ese momento, claro.
Saboreó su coñac y se recostó cómodamente a esperar el primer chapoteo en la bañera.
FIN