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CUENTOS CIENCIA-FICCIóN
CUENTO EL MAESTRO DE ALTAMIRA (por Stephen Barr)
Los arqueólogos han dado diversas interpretaciones a las sorprendentes pinturas de Altamira y al arte rupestre en general, y casi todos coincidían en atribuirles un carácter mágico-evocador: al reproducir las imágenes de los animales en la pared de la cueva, se los conjuraba para propiciar su captura. El relato que sigue se basa en esta hipótesis.
Recientemente, sin embargo, los especialistas se inclinan más por una interpretación didáctica y artística, que, precisamente por ser la más obvia, hasta ahora no se había tomado en consideración: los cavernícolas pintaban animales para que los cazadores neófitos aprendieran a conocerlos..., o por la sencilla y muy buena razón del hecho que les gustaba pintar.


En el interior hacía aún mucho fresco, casi frío, y estaba empezando a llenarse de humo a causa de la lámpara de grasa. Alcanzaban a oler la primavera que entraba del exterior como una templada brisa.
—¿Por qué sigues haciendo eso? —preguntó un hombre viejo.
—Así hace animales —contestó el hijo más fuerte.
El que estaba pintando no prestaba atención. Una ligera ráfaga de aire que olía a tierra mojada hizo oscilar la pálida llama de la lámpara de piedra, y la puso a su lado izquierdo para ampararla. Una de las mujeres se levantó buscando mejor sitio para ver.
—Él hace los animales y entonces nosotros, los cazadores, salimos de la cueva, y los animales están ahí —dijo el más fuerte de los hijos.
Otro de los jóvenes gruñó:
—Él no sale a cazar.
El pintor no escuchaba. Dejó en el suelo el húmedo terrón de ocre que tenía en la mano y recogió un trozo de cinabrio que metió en la grasa contenida en el hueco de un pedrusco caliente.
—Pero, ¿por qué sigues haciendo eso? —repitió el viejo.
—Cuando los pastos de la primavera estén altos —dijo el hombre joven—, los animales se irán de este sitio. Los que él está haciendo y los que hay fuera. Entonces él tendrá que venir con nosotros.
—En mis tiempos... —dijo el viejo.
Una mujer exclamó:
—¡Shush! Tus dientes cayeron, abuelo.
—Cállate tú —gritó el más fuerte de los hijos—. ¡Bruja! ¡Cizaña! —Dio un salto y la abofeteó. Ella se rió y fue hacia él. Era su medio hermana y pronto sería su compañera.
El pintor dejó el pedazo de cinabrio en el borde de la piedra caliente y se limpió en el muslo la mano derecha. Luego tomó la lámpara y la levantó sobre su cabeza, permaneciendo de espaldas. Los grandes omóplatos del bisonte tenían un ardiente rojo de cinabrio. Los pies delanteros de la res, los pequeños cascos, estaban en recíproco equilibrio. Arriba, hacia el final de la cueva, había un espacio en blanco en la pared. Se dirigió hacia allí y se puso a observarlo. Luego volvió con sus colores y grasa caliente.
Un hombre joven comentó:
—Esto no parece un bisonte: sólo tiene tres patas. ¿Dónde está la otra?
El hijo más fuerte dijo:
—Éste es un bisonte con tres patas; podremos atraparlo fácilmente. —Miró por encima del hombro, a los demás—. Miren: él los hace así para que podamos cazarlos.
—A veces están de una forma que tienen tres patas —expuso el pintor—. Como pasa con éste.
—Es una gran magia —dijo una mujer vieja.
—Hace animales —comentó el hijo más fuerte—. Esto no es magia. Los animales están ahí cuando salimos.
—Me gusta hacer esto —puntualizó el pintor.
Un hombre que estaba sentado en la boca de la cueva y tenía un martillo de granito sobre las rodillas, dijo, sin volver la cabeza:
—Vienen dos hombres.
Acto seguido, se levantó del montón de helechos secos. El hijo más fuerte dio un silbido y todos se quedaron inmóviles. Luego fue hacia el hombre que estaba vigilando y se puso a escuchar con él. En la cueva, las mujeres que tenían hijos los llevaron hacia dentro. El pintor añadió con la mano algo de grasa derretida. La lámpara chisporroteó y llameó con más fuerza.
—¿Quiénes son? —preguntó con calma el hijo más fuerte al observador—. ¿Alcanzas a olerlos?
Se volvió a mirar al hombre joven e hizo el gesto de disparar con un brazo. Sin apartar los ojos de la boca de la cueva, recogieron sus proyectiles y fueron todos hacia él.
El observador dijo:
—Quizá sean los dos hermanos, los que expulsaste. Llevan carne de oso..., es demasiado fuerte. No puedo saberlo aún...
—¿Qué pasa? —preguntó el viejo.
—¡Shush! —dijo una de las mujeres al tiempo que le golpeaba en la cara.
Se oía desde el fondo de la cueva el gotear del agua calcárea y los sibilantes susurros que las madres hacían para aquietar a sus hijos. Ninguno de ellos hacía, sin embargo, ningún ruido comprometedor.
El pintor había puesto su lámpara sobre un saliente y ahora miraba hacia la abertura con las manos colgando a los lados del cuerpo. Una vez miró de reojo hacia su trabajo.
Fuera, los hombres jóvenes estaban en pie, olfateando el aire con las narices distendidas, mientras su cabeza se movía ligeramente de un lado a otro para captar el rumbo de los que se aproximaban. El observador dijo:
—Ahora sí los huelo; son los hermanos.
Los hombres salieron en silencio y se adentraron en la oscuridad; era imposible ver dónde estaban. Eventualmente, algunos de ellos se hallaban a medio camino hacia los árboles cercanos, otros arriba, frente a la roca, al cuidado de la gruta. El pintor había vuelto a su trabajo. Estaba dibujando pequeños uros en el trozo de pared que aún quedaba libre.
—¡Carne de oso! —exclamó—. ¡Ah!
Los dos hombres que llevaban el oso no se escondían, sino que andaban con naturalidad, sin preocuparles el ser vistos. Al llegar al límite del círculo de luz que rodeaba la cueva, se detuvieron. Uno de ellos dejó salir ruidosamente su aliento al dejar caer el cadáver.
—¡Un regalo! —gritó. Se hizo el silencio.
—¿Por qué? —dijo el más fuerte de los hijos. Y hubo otra pausa. Los recién llegados hablaron entre sí en voz baja durante un momento.
—No llevamos piedras. ¿Podemos ir a la cueva?
—¡No! Dejen el regalo y vuelvan mañana con la luz del sol.
En la cueva, el hombre viejo preguntó:
—¿De qué están hablando?
—¡Te dije que callaras! —exclamó la mujer. Dejó de abofetearle y le dio un manotazo en la boca. El viejo sonrió y movió la cabeza. El pintor seguía con sus uros, con el entrecejo fruncido y los ojos entornados.
—Esto es un amuleto prodigioso —dijo la mujer vieja. Estaba completamente ciega y no podía ver las pinturas.
Fuera, los hombres del oso empezaron a cargarlo de nuevo sobre sus hombros.
—¡Dejen la comida! —les gritaron.
—Queremos ver los animales que ése ha hecho.
—¡No! Son nuestros; no los verán.
Entonces se oyó el impacto del oso al desplomarse sobre la hierba.
—¿Mañana? ¿Con la luz del día?
—Pueden venir a la luz del día a la cueva, pero no verán los animales. Son nuestro amuleto.
El pintor salió a la boca de la cueva con la lámpara en una mano y un trozo de carbón en la otra.
—¡Callen! —gritó—. ¡Niños! ¡Viejas sin dientes!
Volviéndose hacia él, el hijo más fuerte y el observador le lanzaron una mirada feroz, enseñándole los dientes. Los dos de la comida observaban todo esto con atención. Luego miraron disimuladamente sobre su hombro y después de nuevo a los otros tres.
El observador puso su mano sobre el brazo del hijo más fuerte y acercó la boca a su oído.
—Han llegado más —le susurró.
Los dos hombres dejaron el oso y se adelantaron hacia el resplandor de la lámpara de pedernal. Llevaban hachas de obsidiana colgadas de sus muñecas con cuerdas de tripa. El pintor vio todo esto y dijo:
—Los animales son míos —y volvió a meterse en la cueva.
Nadie se movía. Los recién llegados permanecían confiados y sonrientes, con la espalda encorvada. Pasaban los dedos sobre los mangos de sauce de sus hachas, mirando primero a la cueva y luego a los oscuros bosques. Un débil ruido llegó del otro lado del claro.
—Tenemos que ver los animales —dijo uno de los recién llegados—. Ya no encontramos nada en las colinas. En esta cueva está todo el juego. No se nos deja nada.
El observador empezó a volver la cabeza hacia el lugar de donde había llegado el leve ruido. El hijo más fuerte aún estaba de pie, con los ojos fijos en los hermanos, intentando olfatear el nuevo olor, pero el que llegaba del oso era demasiado fuerte. El primer alcanzado fue el observador que quedó con la garganta abierta.
Algunos de los jóvenes corrieron rápidos a la boca de la cueva, pero la mayoría de ellos esperaron cuanto pudieron para caer sobre las espaldas de los hombres que llegaban de lo oscuro. Las mujeres amontonaban frente a la gruta brazadas de helechos encendidos. Sus cabellos estaban chamuscados, y ellas marcaban un ritmo loco con sus gritos. Nadie prestó mucha atención al fuego. El hijo más fuerte levantó a un hombre con sus brazos y le lanzó contra el suelo, y volvió la cabeza y mordió a uno de los hermanos que se lanzaba gritando hacia él con una piedra afilada y la boca sangrienta. Había ahora una gran cantidad de esos hombres.
Algunos de ellos, los rapaces, estaban en la gruta. Muchos de los niños habían sido ya muertos, y ahora miraban a las mujeres. Cuando hacían eso, se apoyaban alternativamente en una y otra pierna y presentaban una cara completamente exánime. Muchas de las mujeres, con sus hijos muertos en brazos, tenían la boca abierta y los ojos apretados. Cerca de la boca de la cueva, el hombre joven que se había quejado del pintor estaba intentando aguantar con las dos manos la muñeca de un hombre enorme y casi imbatible. Había creído que podría con su terrible adversario.
Uno de los que había entrado en la cueva, preguntó:
—¿Dónde están los animales?
El viejo señaló el muro: era demasiado débil para tener miedo. El merodeador miró a la pared, buscando carne seca colgada, o grietas. Se volvió furioso hacia el viejo.
—¡Los animales! ¡Los que el mago tiene aquí! ¿Dónde están?
Mató al hombre con su hacha de obsidiana antes que éste le pudiera responder.
Se volvió y miró de nuevo al muro, abriendo las ventanas de la nariz al llegarle el olor de la grasa. Se abalanzó y olfateó las gruesas líneas del dibujo. El ocre seco le hizo estornudar y debió apartarse de la roca. Volvió a mirar y tensó sus músculos. Le llamó la atención el rojo cinabrio del bisonte y se inclinó hacia delante para probarlo con el dedo. Miró fijamente la yema de éste y otra vez a la pared. Luego fue de nuevo al cuerpo del viejo y volvió a machetearlo.
Un grupo de hombres entró en la cueva llevando al pintor, que forcejeaba y trataba de soltarse.
—Aquí está el que hace los animales —dijeron—. ¡Dinos dónde están!
Le alzaron para tirarlo al suelo con fuerza. Luego miraron las paredes de la cueva. Sus ojos no alcanzaron a distinguir las líneas coloreadas de la pintura. Uno de ellos exclamó:
—Debe tener un talismán.
Otro que estaba cerca del cuerpo del pintor le dio la vuelta con el pie.
—No —dijo—. No tiene ninguno. No tiene ningún amuleto.
El primero exclamó:
—Sabía que era mentira. ¡Vámonos!
Faltaba casi una hora para la salida del sol, cuando se fueron, llevándose con ellos a las mujeres que estaban aún vivas. Volvieron por entre los bosques primaverales, recogiendo al pasar la carne de oso. Cruzaron por los pantanos y vadearon un río que había allí entonces. Por fin, ellos y su griterío se perdieron en la espesura de la selva al otro lado de las distantes colinas.
En la cueva, se apagó la llama de la lámpara de pedernal. Por un momento, un destello de sol, hizo centellear la grasa que se helaba en el rubicundo lomo de un bisonte.


FIN



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