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CUENTOS CIENCIA-FICCIóN
CUENTO ¡CLAMA ESPERANZA, CLAMA FURIA! (por James G. Ballard)
El autor británico James G. Ballard constituye, tanto por su estilo como por su temática, un caso aparte dentro de la SF. Influido por el surrealismo y, sobre todo, por la psicología junguiana, los regresivos ámbitos descritos por Ballard, a los que dota de un extraordinario poder de evocación, son en realidad estados de ánimo, paisajes íntimos donde las sombras del inconsciente vagan como huidizos fantasmas.
El propio Ballard ha descrito Vermilion Sands como «la zona donde se encuentran y funden el mundo exterior de la realidad y el mundo interior del espíritu».



De nuevo, anoche, mientras se levantaba el viento del atardecer en Vermilion Sands, vi el débil estremecimiento de un aparejo en los arrecifes, y el extremo del mástil que se movía como una linterna de plata por entre los acantilados. Desde la terraza de mi casa, en la playa, seguí su curso hacia el abierto mar de arena y vi las espectrales velas de aquel espectral navío. Cada anochecer había visto el mismo yate; aquella goleta nocturna soltaba sus silenciosas amarras y se balanceaba en el desierto coloreado. La noche pasada, un segundo yate partió en busca de su escondite entre los arrecifes, con una mujer de cabello claro y los ojos de una triste Medea, al timón. Mientras los dos yates desaparecían en el mar de arena, recordé mi primer encuentro con Hope Cunard, y su extraño asunto con el holandés Charles Rademaeker...

Todos los veranos, durante la temporada de Vermilion Sands, cuando la ciudad estaba llena de turistas y compañías de películas avant-garde, yo cerraba mi oficina y alquilaba una de las casas de la playa, muy cerca del mar de arena a diez kilómetros de Ciraquito. Allí, los largos atardeceres exhibían brillantes puestas de sol en el cielo y el desierto, cruzándose las velas de los yates con sombras jeroglíficas, señales de todas las extrañas cifras del mar de dunas. Durante el día, tomaba mi yate, una chalupa con aparejo de las Bermudas, y navegaba hacia las dunas del desierto. Las fuertes corrientes de aire me conducían majestuosamente por una estela de dorada arena.
Persiguiendo a los rayadores, a veces me encontraba a muchos kilómetros dentro del desierto, fuera de la vista de los arrecifes costeros que presidían, como deidades erosionadas, sobre las jerarquías de la arena y el viento. Me dirigía tras una bandada de esquivos rayadores volantes, dunas onduladas y velas triangulares.
Contra estos materiales, la más desnuda geometría del tiempo y el espacio, se perfilaban las extrañas figuras de Hope Cunard y su séquito, como ilusiones nacidas de este mar de ensueños.
Una mañana, salí temprano para perseguir a una bandada de extraños rayadores blancos, que el día anterior había visto a lo lejos en el desierto. Me moví durante horas por la firme arena, evitando las velas de otros navegantes y con el horizonte como único destino. A mediodía no divisaba tierra pero había encontrado los rayadores blancos, y corrí tras ellos a través de las salientes dunas. Los veinte rayadores, parecidos a blancas perlas, volaron delante, como si me condujesen a algún destino desconocido.
Las dunas dieron paso a una serie de llanuras valladas, cruzadas por venas de cuarzo. Orillando un ancho barranco, cuya boca ornamentada se abría como las puertas de una catedral medio sumergida, noté que el yate se inclinaba hacia un lado; se había abierto un boquete en la banda de estribor y un neumático había reventado. El aire parecía iluminarse a mi alrededor mientras arriaba la vela. En aquel momento descubrí que quien se había servido del yate por última vez no se había preocupado de mantener hinchado el neumático de repuesto.
Dando un puntapié al inútil neumático, observé el paisaje: sumergidos arrecifes de arena, un océano de dunas y el casco de un buque abandonado a media milla de distancia, en el estuario de una vena de cuarzo que resplandecía como las mandíbulas de un cocodrilo enojado. Yo estaba a veinte millas de la costa, y mis únicas provisiones consistían en un termo lleno de martini helado, que guardaba en el pañol de las velas.
Los rayadores, dirigidos por algún reflejo misterioso, también se habían detenido, posándose en la cresta de una duna cercana. Armado con el arpón, me dirigí hacia el barco naufragado con la esperanza de encontrar una bomba de aire.
La arena era como polvo de cristal. A unos quinientos metros de distancia, cuando tenía destrozadas las suelas de mis zapatillas de rafia volví atrás. Decidí no fatigarme, descansar a la sombra de la vela mayor, y volver a Ciraquito cuando se pusiera el sol. Mis pies dejaban huellas de sangre en la arena.
Estaba apoyado contra el mástil, mojando mis labios en el frío martini, cuando apareció un gran rayador blanco por encima de mi cabeza. Separándose de los otros, que descansaban tranquilamente sobre una duna, había vuelto para inspeccionarme. Con unas alas de casi tres metros y un cuerpo tan grande como el de un hombre, volaba sobre mí en monótonos círculos mientras yo sorbía los templados restos del martini. Pese a su curiosidad, el gran pájaro no daba muestras de querer atacarme.
Diez minutos después, como continuaba dando vueltas sobre mi cabeza, tomé el arpón del armario y le disparé en el ojo izquierdo. Atravesado por la flecha de acero, cayó en picado sobre la vela, desgarrándola desde el mástil, y se precipitó por el aparejo hasta la cubierta. Su ala chocó contra mi cabeza como un ataque del cielo.

Permanecí durante horas en el desierto mar de arena, con el gigante rayador muerto como compañero, abrasado por el aire enjoyado. El tiempo parecía haberse detenido en un mediodía inalterable y el cielo estaba lleno de parhelios, pero fue probablemente a primeras horas de la tarde cuando vi una inmensa sombra sobre mi yate. Me incorporé por encima del cadáver que yacía sobre mí, mientras una enorme goleta de arena, cuyo bauprés de plata era tan largo como mi propio navío, corrió por la arena sobre sus ruedas blancas. Con los rostros escondidos tras sus gafas oscuras, la tripulación me observaba desde el timón.
En pie, con una mano en la baranda de la cabina y los pies rodeados de aureolas que formaban las portillas de metal, estaba una mujer alta, de estrechas caderas y cabello tan claro que me recordó inmediatamente la pesadilla de vida en muerte del antiguo Marino. Sus ojos me observaban como oscuras magnolias. Levantados por el viento. Sus cabellos de ópalo, como plata antigua, formaban una casulla del viento.
Sin estar seguro de si la extraña nave y su tripulación eran una aparición conjurada por mi mente, llena del asesinato del rayador, levanté el termo vacío de martini hacia la mujer. Me miró de arriba a abajo con ojos decepcionados. Me acordé de los vidrios rotos que resonaban en mi cráneo. Entonces, dos miembros de la tripulación corrieron hacia mí. Cuando recogían el cuerpo del rayador a mis pies, miré sus rostros con atención. A pesar de estar bien afeitados y tostados por el sol, parecían máscaras.

Éste fue mi rescate por Hope Cunard. Acostado en la cabina inferior, mientras uno de los tripulantes vendaba las heridas de mis pies podía ver su cabeza de cabellos claros a través del techo de cristal. Su rostro preocupado estaba fijo en el desierto, como si buscara una presa mucho más importante que yo mismo.
Al cabo de media hora entró en la cabina. Me alargó mi permiso de conducir y se sentó en la litera, a mis pies, tocando los blancos vendajes con mano cuidadosa.
—Robert Melville..., ¿es usted poeta? Hablaba del viejo Marino cuando le encontramos.
Hice un gesto vago.
—Era una broma que me hacía a mí mismo. —No podía decirle a aquella remota pero bella y joven mujer, que al principio me había parecido la bruja de la pesadilla de Coleridge, y añadí—: He matado a un rayador que daba vueltas sobre mi yate.
Ella jugó con los colgantes de jade que descansaban en lagunas de esmeralda en los pliegues de su traje blanco. Los ojos presidían su rostro pensativo como pájaros confusos. Tomando al parecer mi referencia al Marino con absoluta seriedad, dijo:
—Puede descansar en Lizard Key hasta que se mejore. Mi hermano le reparará el yate. Siento lo de los rayadores..., le confundieron con otra persona.
Mientras estaba allí sentada, mirando a través de la portilla, la gran goleta se deslizó silenciosamente por la enjoyada arena, con los rayadores blancos volando a pocos metros del suelo a nuestra espalda. Más tarde, comprendí que habían devuelto la presa equivocada a su compañera.

Al cabo de dos horas llegamos a Lizard Key, donde yo debía permanecer durante las tres semanas siguientes. Levantándose sobre las dunas termales, la isla parecía flotar en el aire divisándose la villa con su terraza y el muelle vacío a través de la bruma. Rodeada por tres lados por los altos minaretes de los acantilados de arena, tanto la villa como la isla parecían haber surgido de alguna fantasía mineral del desierto. Los escollos se erguían como cipreses junto al camino que conducía a la villa, rodeados de esculturas silvestres.
—Cuando mi padre descubrió la isla, estaba llena de monstruos de Gila y de basiliscos —explicó Hope mientras me ayudaban a subir por el camino—. Ahora venimos aquí todos los veranos a navegar y a pintar.
En la terraza nos saludaron los otros dos habitantes de aquel paraíso privado: el hermanastro de Hope Cunard, Foyle, un joven de cabellos blancos peinados hacia la frente, labios gruesos y mejillas marcadas por la viruela, que me observaba desde la balaustrada como un sombrío Hamlet, y la secretaria de Hope, Bárbara Quimby, una esfinge de rostro vulgar, que llevaba un bikini negro y cuyos ojos indiferentes parecían dos espejos.
Ambos contemplaron cómo me subían detrás de Hope, con miradas curiosas que se transformaron en corteses cuando les fui presentado. Casi antes que Hope terminara de contar mi rescate, se fueron hacia las tumbonas de playa que había en un extremo de la terraza. Durante los próximos días, tendido en un diván cercano, tuve más tiempo para estudiar aquel extraño ménage. Pese a su dependencia de Hope, que había heredado de su padre la villa de la isla su actitud, con veladas bromas y miradas secretas, se parecía a la de unos conspiradores cortesanos. Sin embargo, Hope no advertía sus rastreros apartes. Al igual que la atmósfera de la propia villa, su personalidad carecía de concentración; se hallaba en otro lugar.
¿A quién esperaban Foyle y Bárbara Quimby que Hope trajese a la villa? ¿A qué navegante del mar de arena buscaba Hope Cunard con su goleta y su bandada de blancos rayadores? Yo la veía poco, aunque de vez en cuando salía a la terraza de su estudio para dar de comer a los rayadores, que volaban hacia ella desde sus nidos en las afiladas rocas. Todas las mañanas, Hope zarpaba en su goleta y escudriñaba el mar desierto con su mirada melancólica y sus cabellos color de ópalo al viento. Pasaba las tardes a solas en su estudio, pintando. No hizo ningún esfuerzo para enseñarme sus pinturas, pero al atardecer, cuando cenábamos los cuatro, me contemplaba mientras sorbía su licor como si viera mi perfil en una de sus pinturas.
—¿Quieres que pinte tu retrato, Robert? —me preguntó una mañana—. Te veo como el antiguo Marino, con un rayador blanco alrededor del cuello.
Tapó el vendaje de mis pies con una bata de brocado de oro, abandonada, supongo, por uno de sus amantes.
—Hope, me estás convirtiendo en un mito. Siento haber matado a uno de tus rayadores, pero, créeme, lo hice sin pensar.
—Igual que el Marino. —Me rodeó, con una mano en la cadera y tocándome con la otra los labios y el mentón, como si tocara una estatua antigua—. Te pintaré leyendo Maldoror.
La noche anterior les había hablado en defensa de los surrealistas, jactándome ante Hope e ignorando la mirada aburrida de Foyle, apoyado sobre los codos. Hope me había escuchado con atención como si se sintiese insegura de mi verdadera identidad.
Mientras miraba la tela blanca que Hope se hiciera bajar del estudio, me preguntaba qué imagen de mí surgiría de sus pinceles. Como todas las pinturas hechas en Vermilion Sands en aquella época, no necesitaría la mano del pintor. Una vez elegidos los colores, la pintura fotográficamente sensible, produciría imagen de cualquier naturaleza muerta o paisaje al que fuera expuesta. Aunque se tratara de un proceso lento, que requeriría una exposición de por lo menos cuatro o cinco días, tenía la inmensa ventaja de no exigir la presencia continua del modelo. Disponiendo de unas pocas horas al día, las pinturas de sensibilidad fotográfica se amoldarían a los perfiles de una silueta.
A esta discontinuidad se debía todo el encanto y la magia de tales pinturas, en lugar de ser una simple réplica fotográfica, los movimientos del modelo originaban una serie de proyecciones múltiples, tal vez con las formas analíticas del cubismo, o bien, menos exageradamente, con la agradable vaguedad del impresionismo. Sin embargo, estas imprevisibles variaciones en el rostro y la forma del modelo eran a menudo desconcertantes en su percepción del carácter. El trazado de la silueta, o la separación de tonalidades, podía revelar indiscretas arrugas en la textura de la piel y en los rasgos, o generar extraños círculos en los ojos del modelo, como las epilépticas espirales de los últimos paisajes dementes de Van Gogh. A estos desafortunados efectos venía a añadirse con facilidad cualquier movimiento nervioso del modelo.
La probabilidad que mi propio retrato le revelara más de mis sentimientos por ella de lo que yo quería admitir, se me ocurrió cuando la tela ya estaba instalada en la biblioteca. Me recliné con rigidez en el sillón esperando que las pinturas estuvieran dispuestas, cuando apareció el hermanastro de Hope, con una segunda tela entre las manos.
—Querida hermana, siempre te has negado a posar para mí. —Cuando Hope empezaba a protestar, Foyle la interrumpió—. Melville, ¿se da usted cuenta que ella nunca en su vida ha posado para un retrato? ¿Por qué, Hope? ¡No me digas que las telas te asustan! Deja que te veamos con tu verdadero disfraz.
—¿Disfraz? —Hope le miró con ojos perspicaces—. ¿A qué estás jugando, Foyle? Esa tela no es un espejo mágico.
—Claro que no, Hope. —Foyle le sonrió como Hamlet contemplando a Ofelia—. Sólo puede decir la verdad. ¿No está de acuerdo, Bárbara?
Con los ojos ocultos tras las gafas oscuras, la señorita Quimby asintió con presteza.
—Totalmente. Señorita Cunard, será fascinante ver lo que sale. Estoy segura que usted saldrá muy hermosa.
—¿Hermosa? —Hope contempló la tela a los pies de Foyle. Por primera vez parecía hacer un esfuerzo consciente para recobrar el dominio de sí misma y de la villa de Lizard Key. Entonces, aceptando el reto de Foyle y negándose a ser humillada por su sonrisa burlona, dijo—: De acuerdo, Foyle. Posaré para ti. Mi primer retrato..., quizá te sorprendas de lo que veas en mí.
Poco nos imaginábamos los peces de pesadilla que nadarían en la superficie de aquellos espejos.

Durante los días siguientes, mientras nuestros retratos emergían como pálidos fantasmas de las pinturas, extraños duendes nos rodearon. Todas las tardes veía a Hope en la biblioteca, cuando posaba para el retrato y me escuchaba leer Maldoror, pero sólo estaba interesada en observar el desierto mar de arena. Una vez que ella había salido a navegar con los rayadores blancos por las dunas vacías, yo me escabullí hasta su estudio. Allí encontré una docena de sus cuadros montados en caballetes junto a las ventanas mirando hacia el desierto. Como centinelas acechando al Marino fantasma de Hope, revelaban con monótono detalle el contorno y la textura del desierto paisaje.
En comparación, los dos retratos que se desarrollaban en la biblioteca eran mucho más interesantes. Como siempre, recapitulaban en sentido inverso, como un extraño embrión, una completa filogenia del arte moderno, una regresión a través de las principales escuelas del siglo XX. Después de las primeras ondas líquidas y el movimiento de una fase cinética, se estabilizaban en los colores de la escuela rígida, y desde allí, como un millar de arterias de color, irrigaban la tela en una brillante réplica de Jackson Pollock. Éstos se fundían en las crudas formas de los últimos Picasso, en los cuales Hope aparecía como una madonna parecida a Juno, con hombros macizos y rostro concreto, y después en fantasías surrealistas de anatomía hacia los múltiples trazos del futurismo y el cubismo. Por último surgió un período impresionista que duró unas horas, un rosáceo mar de polvorienta luz en la cual parecíamos una tranquila pareja doméstica en los parques suburbanos de Monet y Renoir.
Contemplando esta evolución a la inversa, yo esperaba algo al estilo de Gainsborough o Reynolds, un retrato de Hope de cuerpo entero vestida de escarlata bajo un cielo azul, como una belleza inglesa de pálida piel en su casa de campo.
En vez de eso, retrocedimos al bajo mundo de Balthus y Gustave Moreau.

Mientras surgían los extraños trazos de mi propia figura, yo estaba demasiado sorprendido para observar los raros elementos del retrato de Hope. A primera vista, la pintura había reproducido una semejanza fiel, aunque estilizada de mí mismo sentado en el sofá, pero por un sutil énfasis del diseño, la escena estaba totalmente transformada. Las cortinas de color púrpura que había detrás del sofá se parecían a una inmensa vela de terciopelo doblada sobre la cubierta de un barco fondeado, mientras los asideros en espiral emergían como una proa ornamentada. Lo más impresionante de todo era que los almohadones de encaje blanco contra los que me apoyaba parecían el plumaje de un enorme pájaro marino posado sobre mis hombros como un ancla caída del cielo. Mi propia expresión, de amargo patetismo, completaba la identificación.
—Otra vez el antiguo Marino —dijo Hope sopesando mi ejemplar de Maldoror en la mano, mientras se paseaba alrededor de la tela—. El destino parece haberte encasillado en un tiempo, Robert. Sin embargo, éste es el papel en que siempre te he visto.
—¿Mejor que el Holandés Errante, Hope?
Ella se volvió de improviso, con un tic nervioso en una comisura de la boca.
—¿Por qué has dicho eso?
—Hope, ¿a quién estás buscando? Puede que yo me cruce con él.
Se apartó de mí y fue hacia la ventana. En el extremo de la terraza, Foyle jugaba con los rayadores, derribándolos con sus pesadas manos y lanzándolos después sobre las puntiagudas rocas. Los largos picos arañaban su cara marcada por la viruela.
—Hope... —Me acerqué a ella—. Tal vez será mejor que me vaya. Ya no hay motivo para que permanezca aquí. Mi yate está reparado —añadí, señalando la goleta atracada junto al muelle con neumáticos nuevos en sus ruedas.
—¡No! Aún estás leyendo Maldoror, Robert.
Hope me miró con sus enormes ojos como si me viese el rostro a través de un microscopio y esperase a que se estabilizara algún elemento ausente de mi carácter.
Durante una hora leí para ella en voz alta, con la intención de calmarla. Por alguna razón, ella seguía escrutando la pintura que mostraba mi velado parecido con el Marino, como si esta imagen ocultara algún otro marinero del mar de arena.
Cuando se fue a recorrer las dunas con su goleta, yo me acerqué a su retrato. Fue entonces cuando comprendí que había aparecido un intruso más en aquella casa de ilusiones.

El retrato mostraba a Hope en una posición convencional, sentada como cualquier heredera en una silla tapizada de brocado. Atraía la vista su cabello de ópalo, que caía como un arpa blanda sobre sus fuertes hombros, y también la firme boca con las comisuras ligeramente caídas. Lo que Hope y yo no habíamos observado era la presencia en el cuadro de una segunda figura. Apoyado en la terraza detrás de Hope, destacándose en el horizonte, estaba la imagen de un hombre con chaqueta blanca y la cabeza baja, mostrando la despejada frente. El borroso perfil de su figura (sus manos colgaban a los lados como pálidas manchas) le asemejaba a un hombre llegado de algún mar sumergido, cubierto de algas blancas.
Asombrado por este espectro que surgía en el fondo de la pintura, esperé a la mañana siguiente para ver si era alguna aberración de luz y pigmento. Pero la figura continuaba allí, incluso con más fuerza, con los rasgos huesudos emergiendo a través del empaste. Paseaba su mirada oscura a través de la habitación. Mientras leía para Hope después de comer, esperaba que ella me hiciera algún comentario sobre aquel extraño intruso. Alguien, que desde luego no era su hermanastro, pasaba por lo menos una hora al día frente a la tela para imprimir su imagen en la superficie.
Cuando Hope se levantaba para irse, el rostro del hombre, pensativo y triste, le llamó la atención.
—¡Robert..., tienes algo de mágico! ¡Estás allí otra vez!
Pero yo sabía que aquel hombre no era yo. La chaqueta blanca, la frente huesuda y la boca dura eran características de otra persona. Después que Hope se fuera a caminar por la playa, subí a su estudio y examiné las telas que continuaban vigilando el paisaje para ella.
Y, en efecto, en las dos pinturas que miraban a los arrecifes del sur, encontré el mástil de un barco que esperaba, medio oculto entre los bancos de arena.

Todas las mañanas, la figura emergía con más claridad y sus ojos observadores parecían acercarse. Una noche, antes de irnos a la cama, cerré las ventanas de la terraza y cubrí la pintura con una cortina. A medianoche oí algo que se movía en la terraza, y encontré abiertas las ventanas de la biblioteca y descorrida la cortina del retrato de Hope. En la pintura, el rostro duro pero melancólico de un hombre me observaba desde arriba con una intensidad casi espectral. Salí corriendo a la terraza. A través de la luz polvorienta, la envuelta figura de un hombre caminaba con firmes pasos por la playa. Los rayadores blancos revoloteaban en el aire oscuro sobre su cabeza.
Cinco minutos después, la figura de claros cabellos de Foyle surgió de la oscuridad. Sus labios gruesos hicieron una mueca de mal humor al volver. En sus zapatillas de seda negra no había rastros de arena.
Un poco antes que amaneciera, me hallaba en la biblioteca, devolviendo la mirada a aquel fantasmal visitante que acudía cada noche para velar ante la pintura de Hope. Saqué mi pañuelo, restregué su rostro de la tela y permanecí durante dos horas con mi propio rostro cerca de la pintura. Rápidamente la pintura borrosa tomó mis propios rasgos y los pigmentos cambiaron de lugar en una convección de tonalidades. Una parodia apareció ante mí: un hombre con blazer blanco, de fuertes hombros y ancha frente, el físico de un inteligente hombre de acción, en el cual estaban superpuestos mis propios rasgos y mi corto bigote.
La pintura se recoció cuando la primera luz del incierto amanecer tocaba la terraza sembrada de arena.
—¡Charles!
Hope Cunard entró por el ventanal abierto, con una bata blanca ondeando alrededor del cuerpo desnudo, como un tembloroso fantasma. Se colocó a mi lado y observó mi cara en el retrato.
—Así que eres tú; Robert, Charles Rademaeker ha vuelto con tu imagen... El mar de arena nos trae extraños sueños.
Cinco minutos después, mientras íbamos tomados del brazo por el pasillo hacia su dormitorio, entramos en una habitación vacía. Hope sacó un blazer blanco del armario. El hilo estaba usado y manchado de arena. Una mancha de sangre seca rodeaba el agujero de una bala en el talle.
Me lo puse como si fuera una diana.
La imagen de Charles Rademaeker surgió ante los ojos de Hope cuando se sentó en su cama, como un sonámbulo agotado, y me miró mientras corría las cortinas de su dormitorio.

Durante los días que siguieron, mientras navegábamos juntos en el mar de arena, me contó algo de sus relaciones con Charles Rademaeker, el holandés solitario e intelectual que vagaba en su yate por el desierto, catalogando la singular fauna de las dunas. Escapando, dos años antes, del viento del atardecer con una verga rota, había fondeado en Lizard Key. Desembarcó para tomar el aperitivo y su estancia duró varias semanas, ya que surgió un extraño idilio entre él y aquella tímida y hermosa pintora, idilio que tuvo un final violento. Hope nunca me aclaró lo ocurrido. A veces, cuando llevaba la chaqueta manchada de sangre con el agujero de bala, suponía que ella le había disparado, quizá mientras posaba para un retrato. Era evidente que había ocurrido algo raro con una tela, como si hubiese revelado a Rademaeker alguno de los elementos desconocidos que había empezado a sospechar en el carácter de Hope. Después del trágico final, cuando Rademaeker había sido asesinado o se había escapado, Hope recorría el mar de arena todos los veranos, buscándole en su blanca goleta.
Ahora Rademaeker había vuelto (del desierto o de la muerte), surgiendo de la agrietada arena en mi propia persona. ¿Creía Hope en realidad que yo era su amante reencarnado? A veces, por la noche, cuando se acostaba junto a mí en la cabina, con la luz reflejada por las vetas de cuarzo moviéndose como collares sobre su seno, me hablaba como si conociera mi distinta identidad. Luego, después de hacer el amor, deliberadamente me impedía dormir, como si incluso le molestara este intento de abandonarla, y me llamaba Rademaeker, con el rostro desfigurado de una mujer neurótica y desequilibrada. En tales momentos, yo entendía por qué Foyle y Bárbara Quimby se habían refugiado en su mundo particular.
Ahora, al mirar hacia atrás, creo que sólo proporcioné a Hope una tregua en su obsesión por Robert, una oportunidad de vivir su ilusión en aquella extraña pantomima emocional. Mientras tanto, el propio Rademaeker nos esperaba allí cerca, en los escondites del desierto.
Un atardecer llevé a Hope a navegar por el oscuro mar de arena. Hice que la tripulación encendiera las luces del aparejo y las bombillas del toldo de cubierta. Conduciendo aquel navío de luz por la negra arena, permanecí con Hope apoyado en la barandilla de popa, con el brazo alrededor de su cintura. Adormeciéndose, apoyó la cabeza en mi hombro. Su cabello de ópalo se levantaba sobre la oscura estela, como el esqueleto de algún pájaro primitivo.
Cuando llegamos a Lizard Key, una hora después, vi una goleta blanca que levaba el ancla entre los acantilados de arena y se adentraba en el desierto.

Ya sólo el hermanastro de Hope me recordaba mi precaria unión con ella y con la isla. Foyle se había mantenido fuera de mi camino, dedicado a sus juegos particulares en los arrecifes bajo la terraza. De vez en cuando, al vernos pasear tomados del brazo, nos miraba desde la tumbona con festivos, pero astutos ojos.
Una mañana, poco después de haberle sugerido a Hope que mandara de nuevo a su hermanastro y a la señorita Quimby a la casa de Red Beach, Foyle entró en la biblioteca. Percibí una marcada arrogancia en sus maneras. Con una mano ante la boca, señaló con escepticismo mi retrato y el de Hope.
—Primero el antiguo Marino, ahora el Holandés Errante..., para ser un mal marinero interpreta usted muchos papeles marinos, Melville. Treinta días en un sofá abierto, ¿eh? ¿A quien encarnará la próxima vez? ¿Al capitán Ahab, a Jonás?
Bárbara Quimby entró detrás de él, y ambos me sonrieron con afectación, Foyle con su fea cabeza de fauno.
—¿Qué hay de Próspero? —interrogué a mi vez—. Esta isla está llena de visiones. Con usted como Calibán, Foyle.
Haciendo un gesto con la cabeza, Foyle se acercó a las pinturas. Una gran mano trazaba perfiles obscenos. Bárbara Quimby empezó a reír. Enlazados por la cintura, se fueron juntos. Sus risas se mezclaron con los gritos de los rayadores, que volaban en círculo sobre los escollos en el aire rojizo.
Poco después, empezaron a ocurrir los primeros cambios curiosos en nuestros retratos. Aquella tarde, cuando estábamos juntos en la biblioteca, vi una ligera pero precisa alteración en los planos del rostro de Hope, unas huellas como de viruela en la piel. La textura de su pelo se había alterado, tenía un resplandor amarillento y los bucles más rizados.
Esta transformación se hizo más pronunciada al día siguiente. Los ojos de la pintura habían empezado a bizquear, como si la tela hubiera comenzado a reconocer algún desequilibrio en la mirada de Hope. Me volví hacia mi propio retrato. Aquí también se producía un cambio notable. Mi rostro había empezado a desarrollar una nariz similar a un hocico. La carne se había amontonado alrededor de los labios y las ventanas de la nariz, y los ojos se empequeñecían, sumergidos en rollos de grasa. Incluso la textura de mis ropas era diferente: los cuadros blancos y negros de mi camisa de seda recordaban el traje de algún extraño arlequín.
A la mañana siguiente, esta horrible metamorfosis era tan asombrosa que incluso Hope la hubiera notado. Con la luz del amanecer las figuras que me observaban eran las de unos monstruos saturninos. El cabello de Hope era ahora amarillo brillante. Los bucles rizados enmarcaban un rostro parecido a una polvorienta calavera.
Y en cuanto a mí, el rostro de hocico de cerdo se parecía a una de las caras de pesadilla de los negros paisajes de Hieronymus Bosch.
Corrí la cortina sobre las pinturas y me examiné la boca y los ojos en el espejo. ¿Era ésta la falsa imagen que teníamos Hope y yo en realidad? Llegué a la conclusión que los pigmentos estaban defectuosos (Hope raramente renovaba sus existencias) y que por eso producían aquellas enfermizas imágenes. Después de desayunar, vestimos nuestras ropas marineras y bajamos al muelle. No le dije nada a Hope. Navegamos durante todo el día sin perder de vista la isla, y no volvimos hasta el anochecer.

Poco después de medianoche, acostado junto a Hope en su dormitorio bajo el estudio, fui despertado por los rayadores blancos, que chillaban en la oscuridad frente a las ventanas. Volaban en círculos como luces agitadas. En el estudio, con cuidado de no despertar a Hope, examiné las telas junto a las ventanas. En una encontré la fresca imagen de un navío blanco, con las velas ocultas por una cala, a media milla de la isla.
Así que Rademaeker había vuelto y su maligna presencia había falseado de algún modo los pigmentos de nuestros retratos. Convencido en seguida por esta lógica demente, hundí los puños en la tela, destruyendo la imagen del barco. Con los brazos y manos untados de pintura fresca, bajé al dormitorio. Hope dormía sobre las almohadas cruzadas, con las manos juntas sobre el pecho.
Tomé la pistola automática que ella guardaba en la mesilla. A través de la ventana, se levantaba el blanco triángulo de la vela de Rademaeker en el aire nocturno, levando anclas.
Desde media escalera pude ver la biblioteca. Habían colocado focos en el suelo, que bañaban las telas con poderosa luz, acelerando el movimiento de los pigmentos. Delante de las pinturas, en posiciones obscenas, se hallaban dos criaturas de pesadilla. La más alta llevaba una túnica negra como la casulla de un cura y una máscara de cerdo de papel maché en el rostro. A su lado, como monaguillo de esta misa negra, estaba una mujer con una peluca amarilla, el rostro empolvado y los labios y los ojos brillantes. Ambos se acicalaban y arreglaban delante de las pinturas.
Abriendo la puerta de un puntapié, vislumbré estas figuras de pesadilla con sus máscaras dementes. En las pinturas, la carne se fundía como cera sobrecalentada mientras mi imagen y la de Hope adoptaban su propia posición obscena. Al otro lado del resplandor de los focos, la mujer de la peluca amarilla se escurrió a la terraza a través de las cortinas. Mientras yo sorteaba los cables, observé brevemente detrás de mí a un hombre cubierto por una capa. Entonces, algo me golpeó bajo la oreja. Caí arrodillado y las negras túnicas me arrastraron a la ventana.
—¡Rademaeker! —exclamé, llevando a mi cuello una mano llena de pintura.
Tropecé con la pequeña estatua de latón con la que había sido golpeado, y corrí hacia la terraza. Los frenéticos rayadores revoloteaban en la oscuridad como retazos luminosos. Debajo de mí, dos figuras corrían entre los escollos hacia la playa.
Llegué exhausto hasta la playa y caminé por la oscura arena, con los ojos irritados por la pintura que manchaba mis manos. A cincuenta metros de la orilla, las velas blancas de una inmensa goleta se elevaban en el aire nocturno con la proa señalando hacia mí.
Sobre la arena, a mis pies, estaban los restos de una peluca amarilla, un hocico de cerdo y la vieja casulla. Al tratar de recogerlos, caí de rodillas.
—¡Rademaeker...!
Un pie me golpeó el hombro. Un joven esbelto y altanero, que llevaba una gorra de marino, me miraba con ojos irritados. Aunque era más bajo de lo que yo me había imaginado, reconocí inmediatamente el austero y melancólico rostro.
Me ayudó a levantarme con una mano fuerte. Señaló la máscara y el disfraz y mis brazos manchados de pintura.
—Dígame, ¿qué son estas locuras? ¿A qué están jugando?
—Rademaeker... —Dejé caer la peluca amarilla en la arena—. Creí que era...
—¿Dónde está Hope? —Miró hacia la villa con las mandíbulas tensas—. Esos rayadores... ¿Está ella aquí? ¿Qué es esto, una misa negra?
—Algo condenadamente parecido. —Miré hacia la playa desierta iluminada por la luz que reflejaban las grandes velas de la goleta. Comprendí a quién había estado viendo frente a la tela—. ¡Foyle y la chica! Rademaeker, ellos estaban ahí...
Él ya estaba subiendo por el sendero, deteniéndose sólo para gritar a sus dos marineros, que nos contemplaban desde el bauprés del yate. Corrí tras él, secándome la pintura del rostro con la peluca. Rademaeker abandonó el sendero para tomar un atajo hasta la terraza. Su figura compacta se movía rápidamente entre las rocas, sorteando las estatuas que se elevaban de la arena.
Cuando llegué a la terraza él ya estaba en la oscuridad, junto a los ventanales de la biblioteca, mirando hacia la brillante luz del interior. Se quitó la gorra con un gesto cuidadoso, como un cortesano cortejando a su novia. Sus cabellos suaves, ondulados por la presión de la gorra, le daban un aspecto sorprendentemente juvenil, muy distinto del duro vagabundo del desierto que yo había imaginado. Mientras estaba allí contemplando a Hope, cuya figura blanca se reflejaba en las ventanas abiertas, pude representármelo en la misma posición en sus secretas visitas a la isla, contemplando durante horas el retrato de ella.
—Hope..., déjame...
Rademaeker tiró su gorra y corrió hacia delante. Se oyó un fuerte disparo cuyo impacto rompió uno de los cristales del ventanal, y resonó entre las afiladas rocas, asustando a los rayadores, que echaron a volar. Apartando las cortinas de terciopelo, entré en la habitación.
Las manos de Rademaeker se agarraban al sillón tapizado de brocado. Empezaba a avanzar lentamente, tratando de llegar hasta Hope antes que ella le viera. Ella, de espaldas a nosotros, se hallaba ante la pintura con la pistola en la mano.
Excitados por la intensa luz de los focos, los pigmentos casi se habían fundido sobre la superficie de la tela. Los lívidos colores del descompuesto rostro de Hope eran como carne en putrefacción. Junto a ella, el sacerdote con hocico de cerdo que era yo, presidía sobre su cuerpo como un fiscal del infierno.
Con una mirada de hielo, Hope se volvió hacia mí y Rademaeker. Miró fijamente la peluca amarilla que yo tenía en las manos, y la pintura de mis brazos. Su rostro era impasible. Toda expresión había desaparecido de él como arrastrada por una avalancha.
El primer disparo había agujereado el retrato de Hope. Y la pintura empezaba a correr por el agujero de bala. Como un vampiro, el monstruo de cabellos amarillos que era Hope empezaba a desintegrarse.
—Hope... —Rademaeker dio unos pasos cautelosos hacia delante.
Antes que pudiera sujetarla por la muñeca, ella se volvió y disparó contra él. El disparo rompió el cristal de la ventana, muy cerca de mí.
El siguiente disparo alcanzó a Rademaeker en la muñeca izquierda. Cayó sobre una rodilla, agarrándose la herida llena de sangre. Confusa por las explosiones que casi le habían arrancado la pistola, Hope sostenía el arma con ambas manos, apuntando a la sangre seca de mi chaqueta. Antes que pudiese disparar, yo di un puntapié a uno de los focos. La habitación se movió como un escenario giratorio. Tomé a Rademaeker por el hombro y le empujé hacia la terraza.
Corrimos hasta la playa. A medio camino, Rademaeker se detuvo, como si quisiese volver. Hope estaba en la terraza, disparando a los rayadores que gritaban en la oscuridad sobre nuestras cabezas. La goleta blanca se disponía a levar anclas, y sus velas se desplegaban en el aire nocturno.
Rademaeker me hizo una seña con su muñeca ensangrentada.
—Vamos al barco. Ahora ella está sola..., para siempre.
Nos pusimos en cuclillas ante el timón de la goleta, escuchando, mientras los últimos disparos sonaban en el desierto vacío.

Al amanecer, Rademaeker me dejó a un kilómetro de la playa en Ciraquito. Había pasado la noche al timón, con su muñeca vendada contra el pecho como si fuera una condecoración, dirigiendo con su mano sana. En el frío aire de la noche, traté de explicarle por qué Hope le había disparado, en un último intento de escapar de las ilusiones que se multiplicaban a su alrededor y alcanzar alguna especie de realidad.
—Rademaeker..., yo la conocía. No le ha disparado a usted, sino a una ficción de usted..., a la imagen del retrato. ¡Maldición! Ella estaba obsesionada con usted.
Pero él ya no parecía interesado, y sus labios inquietos no pronunciaron ninguna respuesta. En cierto modo, me había decepcionado. Quienquiera que fuese el que sacara a Hope de Lizard Key tendría primero que aceptar las múltiples ilusiones que eran parte integrante de la isla. En su negativa a admitir la realidad de sus fantasías, Rademaeker la había destruido.
Dejándome entre las dunas, cerca de las casas de la playa, me saludó con brusquedad, giró el timón en redondo, y su figura no tardó en desaparecer detrás de las crestas de arena. Tres semanas después, alquilé un yate a uno de los pescadores locales, y volví a la isla para recoger mi balandro. La goleta de Hope estaba atracada. Ella misma, tranquila, pálida y bella, vino a saludarme.
Las pinturas habían desaparecido, y, con ellas, todo recuerdo de aquella noche horrible. Los ojos de Hope me miraron con serenidad. Sólo sus manos se movían con una inquietud propia.
Al extremo de la terraza su hermano se hallaba tendido en una de las tumbonas, con la gorra de Rademaeker calada hasta los ojos. Bárbara Quimby estaba junto a él. Yo no sabía si explicar a Hope la morbosa y macabra farsa que habían organizado a su costa, pero ella se fue a los pocos minutos. Los labios burlones de Foyle eran el último residuo de aquel mundo. Carente de malicia, aceptaba la realidad de su hermanastra como la suya propia.

Sin embargo, Hope Cunard no ha olvidado enteramente a Charles Rademaeker. A medianoche la veo a veces navegando por el mar de arena, en persecución de un navío blanco con blancas velas. Anoche, actuando por un extraño impulso, me vestí con la chaqueta manchada de sangre que una vez usara Rademaeker, y navegué hasta la orilla del mar de arena. Esperé junto a un arrecife por donde sabía que ella pasaría. Cuándo se deslizó por mi lado en silencio, destacada su alta silueta contra los últimos rayos del sol, permanecí inmóvil en la proa, para que viera la chaqueta. De nuevo la llevaba como si fuera una diana.
Pero otros navegaban por este extraño mar. Hope pasó a cincuenta metros de mí sin verme; pero media hora más tarde pasó un segundo yate, un queche de contrabando con ojos de dragón en la proa y al timón un hombre alto, de labios gruesos, que llevaba una peluca amarilla. Junto a él, una mujer de ojos oscuros sonreía al viento. Al pasar, Foyle me saludó con la mano, y una risa irónica resonó por la arena muerta hasta donde yo estaba con la chaqueta que me convertía en diana. Disfrazados de sacerdote loco, sirena o bruja de las dunas, cruzan el mar de arena a su antojo. Por las noches, mientras pasan navegando cerca de mí, los oigo reír.


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