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CUENTOS CIENCIA-FICCIóN
CUENTO CINOSURA (por Kit Reed)
—Puede que a la señora Brainerd le molesten los niños, Polly Ann; así que es mejor que te vayas a tu cuarto con «Puff» y «Ambrosio» hasta que lo sepamos.
Polly Ann se estiró el jersey sobre su torso de niña de diez años y recogió al gato, sacudiendo los rizos al andar.
—Sí, mamá. —Cerró la puerta de su habitación y vol­vió a abrirla con una sonrisa pícara y preadolescente—. «Ambrosio» acaba de hacer un charco en la alfombra.
La campanilla de tres notas sonó en la puerta: Ding, dang, dong. Norma hizo un gesto frenético.
—No importa.
—Bue-no.
La puerta se cerró tras Polly Ann.
Luego, dando unos golpecitos a sus almohadones de tejido de seda, y pasando la mano sobre el roble pulido del televisor, Norma Thayer, el ama de casa, fue a abrir la puerta.
Había sido ama de casa durante años. Fregaba y co­cinaba e iba al mercado y compraba todos los nuevos aparatos que anunciaban. Precisamente ahora estaba un poco susceptible a propósito de eso porque, a pesar de lo limpia que era, su marido acababa de dejarla, y ni siquiera había otra a quien culpar. En adelante, tendría que ser extremadamente cuidadosa con ella misma, di­vorciada como estaba, especialmente ahora que ella y Polly Ann vivían en un nuevo vecindario. Realmente ha­bían tenido un buen comienzo, porque su nueva casa en el nuevo polígono, era casi exactamente como todas las demás de la manzana, sólo que pintada de rosa, y su mobiliario tenía la misma forma y estilo que los que había en las otras salas de estar, abierta al visible comedorcito de formica; ella lo sabía porque había ido a dar una vuelta en una noche oscura y se había fijado. Pero, a la vez, ella y Polly Ann no tenían un papá que llegase a casa a las cinco, como ocurría en las otras casas; y aun cuando ella y Polly Ann habían marcado su casa con números de hierro dulce y sacaban la basu­ra en bolsas de plástico de color claro, aun cuando ha­bían centrado su mejor lámpara detrás de la ventana y la cocina era palmo a palmo tan bonita como el folle­to decía, la falta de un papi que sacara la basura y cultivara el jardín los sábados y domingos, como todo el mundo, ponía a Norma en desventaja.
Norma sabía, mejor que nadie en la manzana, que una casa seguía siendo una casa aunque no hubiera un padre, y las cosas podían ir incluso mejor, a la larga sin todas esas colillas y esos pijamas sucios que recoger. Pero ella era, en cierto modo, un pionero, porque, por el momento, era la primera en el bloque para demostrarlo.
En aquel instante su vecina estaba presentándose para su primera visita, y el hacendoso corazón de Norma se encogía. Si todo salía bien, la señora Brainerd miraría el sofá seccional y la alfombra moteada de algodón y lana —con el reverso de gomaespuma— y vería que con papá o sin él, Norma era tan buena como cualquier ama de casa de las revistas, y que sus trapos de cocina estaban tan limpios como cualesquiera de los del vecin­dario. Entonces, la señora Brainerd le daría una receta y la invitaría al próximo almuerzo, el cual, si su memo­ria no la engañaba, sería en casa de la señora Dowdy, la encalada de la manzana contigua. Arreglándose la par­te delantera de su bata Remolino, la señora Thayer abrió la puerta.
—Hola, señora Brainerd.
—Hola —dijo la señora Brainerd—. Llámame Clarice. —Pasó su mano por el montante—. Maderaje realmente agradable.
—Xerox —repuso Norma con una pequeña sonrisa de orgullo al dejarla pasar.
—El pomo de la puerta revestido de metal —siguió la señora Brainerd.
—Va maravillosamente. He preparado algo de café —dijo Norma—. Y un pastel...
—No pruebo el pastel —añadió la señora Brainerd.
—Es sin grasa...
—Galletas Metro —continuó la señora Brainerd, y su mandíbula se había puesto blanca y firme—. Y nada de azúcar. Sacarina.
—Si te sientas aquí...
Norma empujó la silla más cómoda.
—Gracias, no.
La señora Brainerd alisó su bata Remolino y siguió a Norma a la cocina. Era pequeña, parlanchina y chismosa, llevaba los labios pintados y estaba hecha de acero. Norma advirtió con un estremecimiento culpable que la señora Brainerd sujetaba el cuello de su bata con un alfiler «Sweetheart».
—Algo especial —dijo la señora Brainerd, dándose cuenta que ella lo había visto—. Lo conseguí con etique­tas de «La Verdadera Margarina». —Rozó a Norma al pasar, pero ni miró hacia el querido rincón para la cena—. Manchas que no se van ni blanqueando —pro­siguió, fijando la vista en el fregadero.
Norma se sonrojó.
—Lo sé. He restregado y restregado. Incluso usé di­rectamente el líquido blanqueador.
Bajó la cabeza.
—Bueno —Clarice Brainerd buscó en el bolsillo de su falda floreada y sacó un recipiente de espolvorear—. Aquí está —repuso con una bellísima sonrisa.
Norma reconoció la marca.
—¡Oh! —exclamó, casi llorando de gratitud.
Clarice Brainerd ya se había dado la vuelta para mar­charse.
—Y el recipiente está decorado; así que estarás orgullosa de tenerlo en tu sala de estar.
—Lo sé —afirmó Norma, profundamente conmovi­da—. Me conseguiré dos.
Su vecina estaba ahora junto a la puerta de atrás. Norma salió, suplicante:
—No te vas a ir, sin siquiera probar mi pastel, ¿verdad?
—Simplemente, prueba ese limpiador —dijo Clarice—. Ya volveré.
—El café de media mañana; supongo que deseas que vaya al...
—Quizá la próxima vez —manifestó su vecina, inten­tando ser amable—. Ya sabes; tendrás que invitarlas aquí un día y... —Miró significativamente al fregadero—. Simplemente usa esto —añadió tranquilizadora—. Y volveré.
—Lo haré. —Norma se mordió el labio, desgarrada entre la esperanza y la desesperación—. ¡Oh, lo haré!
—Pastel —dijo Polly Ann justo cuando la puerta se cerraba tras la sonrisa, mecánicamente articulada, de la señora Brainerd.
Había entrado en la cocina con «Puff», el gatito, y «Ambrosio», el sabueso, dejando un rastro de polvo y pelos.
—Creo que «Ambrosio» está enfermo.
Se sirvió un zumo de uvas salpicando gotas al ha­cerlo. Una mancha púrpura empezó a extenderse por el fregadero.
Norma buscó el limpiador, intentando desesperada­mente detener la mancha.
—Acaba de repetirlo en la sala de estar —repuso Polly Ann.
El aliento de Norma se quebró en un sollozo. Dejan­do el limpiador en el pequeño recipiente que guardaba para ese propósito, se encaminó a la sala con esponja y «Glamorene».
La vez siguiente, la señora Brainerd sólo estuvo escaso me­dio minuto. Permaneció cerca de la puerta, olfa­teando el aire. «Ambrosio» lo había hecho otra vez. Dos veces.
—Realmente, esto elimina las manchas que ni el blan­queador arranca —dijo Norma blandiendo el recipiente de limpiador.
—Todo el mundo lo sabe —dijo Clarice Brainerd sin darle importancia. Entonces se puso a oler—. Esto hará maravillas en sus mohosas habitaciones —prosiguió, dándole a Norma un frasco de desodorante aerosol, y se dio la vuelta sin siquiera entrar; cerró la puerta.
Norma se preparó durante cuatro días para el mo­mento en que invitó a la señora Brainerd a echar una mirada a su hornillo de gas.
—Tengo algunos problemas con la parte superior de los estantes del horno —le confió por teléfono. Justa­mente había empleado días en asegurarse que éstos estu­vieran inmaculados—. Me preguntaba si tú sabrías de­cirme qué debería usar —concluyó para halagarla, pen­sando que, cuando Clarice Brainerd viera que Norma se preocupaba por la suciedad de un horno que estaba más limpio que cualquier otro del barrio, le entraría un asombro reverencial y, consternada, tendría que invitar­la a la hora del café del próximo día.
En el último momento, Norma tuvo que echar a Polly Ann de la sala.
—¡Sólo estaba haciéndole un vestido a «Ambrosio»! —exclamó Polly Ann poniéndose sus pantuflas y recogien­do el trozo de tela y las agujas.
Fuera de sí, Norma la hizo huir por el hall hasta su cuarto.
La señora Brainerd, olfateando el aire sin siquiera pararse a decir «hola», manifestó:
—«Arient» cumplió a la perfección su cometido. Nos­otras lo hemos usado durante años.
—Lo sé... —se lamentó Norma, excusándose.
En la cocina, la señora Brainerd permaneció un buen rato con la cabeza dentro del horno.
—Yo no creo que tengas tanto problema —sugirió de mala gana—. De hecho, está muy bien. Pero yo tomaría un alfiler y limpiaría esos surtidores de gas.
Su voz quedaba amortiguada a causa del horno y por un momento, Norma tuvo que luchar contra la sal­vaje tentación de empujarla dentro y abrir la llave del gas.
Luego Clarice continuó:
—Desde luego, está bien. Y gracias, tomaré un poco de tu pastel.
—Sin grasa —añadió Norma, debilitada por la gratitud—. ¿De verdad te sentarás un momento? ¿De verdad tomarás un café aquí sentada?
—Sólo unos minutos.
Norma sacó su mejor servicio de California —el jue­go del dibujo con gallos— y durante cinco minutos, ella y la señora Brainerd estuvieron relamidamente sentadas en la sala. Las cortinas de organdí se ondularon, las ventanas y marquetería brillaron; por un momento, Nor­ma casi se imaginó que ella y la señora Brainerd esta­ban siendo fotografiadas para el anuncio de algún pro­ducto en su living-room, y que la foto, a todo color, apa­recería en el próximo número de su revista preferida.
—Me gustaría mucho hacer arreglos de flores —aven­turó Norma, envalentonada por su éxito.
La señora Brainerd no estaba escuchando.
—¿Quizá va a entrar en el Club de Jardinería?
La señora Brainerd estaba mirando hacia el suelo. A la alfombra.
—O quizá la Liga Musical...
Norma miró hacia abajo, hacia donde miraba la se­ñora Brainerd, y su voz se fue apagando.
—Pelos de gato —le replicó la señora Brainerd—. Hi­los sueltos.
—¡Oh! Traté de...
Norma se llevó la mano a la boca con un gemido ahogado.
—Y marcas de arañazos en el suelo del hall... —La señora Brainerd estaba ya moviendo la cabeza—. Bueno, no es por nada, pero si tuviera que recibir aquí a un grupo a tomar café, con la casa en este estado...
—Es que mi hija ha estado cosiendo —exclamó Nor­ma débilmente—. Ella sabía que iba a tener visita, pero entró de todos modos. Es bastante difícil —prosiguió, intentando sonreír con simpatía—. Cuando se tienen niños...
La señora Brainerd ya estaba en pie.
—El resto de nosotras se las arregla.
Norma hizo esfuerzos para mantener firme su voz.
—Y animales en casa...
—La hora del café —aventuró Norma andando como atontada—. El Club de Jardinería...
Pero la señora Brainerd ya se había ido.
Norma se lamentó:
—Ni siquiera nombró un producto que probar.
—Le he hecho a «Ambrosio» un coche de niño —añadió Polly Ann, arrastrando a «Ambrosio» en una caja—. ¿Ya se ha ido esa señora?
—Ya se ha ido —dijo Norma, mirando las señales con que la caja había dejado adornado su parquet—. Quizá para siempre —exclamó, y empezó a llorar—. ¡Oh! Polly Ann, ¿qué podemos hacer? Tendremos que cambiarnos a otro vecindario.
—«Ambrosio» ha volcado el cajón de aserrín de «Puff» y ha llenado de ya sabes qué el suelo.
Polly Ann salió de la habitación.
Migas, pelos, hilos, polvo, todo parecía converger so­bre Norma, sumiéndola en un remolino y haciéndola girar, acorralándola, hundiéndola en la más negra deses­peración. Se arrellanó en el sofá, demasiado anonadada para poder llorar; y entonces, al mirar al suelo, vio una revista que resaltaba sobre la alfombra y las cosas co­menzaron a cambiar.
«Acabe con las penalidades domésticas —decía el anuncio—. Su casa puede convertirse en la Cinosura del vecindario.»
Norma no estaba segura sobre el significado de Cino­sura, pero estaba la foto de una señora inmaculada y res­plandeciente, sentada en medio de una sala de impecable limpieza, con una inmaculada cocina avistándose por la puerta del frente. Temblando de esperanza, cortó el cupón adjunto, advirtiendo sin inquietud que conseguir el producto o aparato, o lo que fuese, le costaría el resto de sus ahorros. Pero la satisfacción estaba ga­rantizada y, si resultaba satisfecha, valía la pena el gasto de cada centavo.
Resultaba poco atrayente cuando lo llevaron. Se tra­taba de una caja pequeña y acanalada; protegida dentro con virutas, había una máquina pequeña y cubierta de esmalte color lavanda. Juntos venían un cubo y una manguera, también color lavanda. Curiosa, Norma em­pezó a hojear el libro de instrucciones. Cuando lo leyó, empezó a sonreír, porque ahora todo parecía poder arre­glarse.
—«Los efectos no son necesariamente permanentes —leyó en voz alta para aliviar su conciencia—. Pueden ser invertidos usando el manómetro verde de la parte superior.» ¡Oh, «Puff»! —llamó, pensando en los blancos pelos de angora que habían manchado tantas veces sus alfombras—. Ven aquí, «Puff».
El gato entró con una mirada de insolencia.
—Ven aquí —repitió Norma apuntándole con la man­guera—. Ven, gatito.
Cuando «Puff» se acercó, puso en marcha la máquina.
Un penetrante zumbido llenó la habitación, débil pero inequívoco.
Caro o no, aquello valla la pena. Tenía que admitir que ninguno de sus limpiadores caseros cumplía tan rá­pidamente su cometido. En menos de un segundo, «Puff» estaba inmóvil, con los ojos desviados y el lomo recto, pero inmóvil; con un aspecto especialmente esponjoso y tan natural como la misma vida. Norma lo compuso artísticamente junto al aparato de televisión y luego se puso a buscar al perro de Polly Ann. Hizo a «Ambrosio» sentarse y pedirle la galleta que ella le presentaba; justo cuando la asía, ella encendió la máquina y lo paralizó en una décima de segundo. Cuando hubo aca­bado, lo apuntaló al otro lado del televisor y guardó cuidadosamente la máquina.
Polly Ann lloró un poco al principio.
—Cielo, si nos cansamos de tenerlos así, no tenemos más que hacer trabajar la máquina y ya estarán corrien­do otra vez. Pero ahora, la casa está tan limpia; ¿ves qué bonitos están? Pueden ver y oír todo lo que quieras —concedió, enjugando las pegajosas lágrimas de la niña—. Y mira, puedes vestir a «Ambrosio» con todo lo que desees sin que él se mueva siquiera.
—Eso creo —contestó Polly Ann estirándose su ves­tido de terciopelo. Le dio a «Ambrosio» un pequeño empujón—. Y mira qué poquita suciedad hacen.
Polly Ann hizo saludar a «Ambrosio» doblándole la pata. Siguió en pie.
—Mamá, creo que tienes razón.

La señora Brainerd pensó que el perro y el gato eran muy bonitos.
—¿Cómo hace para tenerlos tan quietos?
—Un producto nuevo —repuso Norma con una fari­saica sonrisa, sin decirle a la señora Brainerd de qué producto se trataba—. Voy a buscar el pastel —prosi­guió—. Sin grasa.
—Sin grasa —contestó automáticamente la señora Brainerd haciéndole eco y sonriendo casi con anticipa­ción.
Moviéndose con el donaire de una reina, Norma sacó al living la bandeja del café.
—Ahora, a propósito de la hora del café —dijo dán­dolo por sentado, ya que la señora Brainerd había tomado su taza y cuchara con una mirada casi admirativa, e introducido el tenedor en el pastel—. Con puntos. Ya sabes la marca.
—Las horas del café —dijo la señora Brainerd casi en estado de hipnosis. Luego, mirando el suelo, profirió—: ¡Oh! ¿Qué es eso que hay en el suelo?
Aterrorizada, Norma siguió la mirada de la señora Brainerd. Allí vio un charco, un verdadero charco que se formaba a partir de la puerta del cuarto de baño; y que, como ambas vieron, se agrandaba y empezaba a dejar una húmeda mancha sobre el muy pulido linóleo del hall.
—Mejor me... —empezó a decir la señora Brainerd levantándose.
—Ya sé —la interrumpió Norma con resignación—. Mejor se va. —Mas al levantarse y ver a su vecina en la puerta, se iluminó con una nueva resolución—. Pero vuelva mañana. Puedo prometerle que todo estará tan pulcro como un pastel. —Luego, sin poderse contener—: Sin grasa, claro.
—Pero ya sabe —dijo ominosamente la señora Brainerd— que esta clase de cosas no pueden durar mucho tiempo. Mi tiempo es valioso, están las horas del café, el grupo de canasta...
—Le prometo una cosa —concedió Norma—. Usted envidiará mi modo de tener las cosas. Se lo dirá a todas sus amigas. Simplemente haga el favor de volver ma­ñana. Estaré preparada, se lo prometo.
Clarice se puso a reflexionar, jugando inconsciente­mente con su Medalla del Amor, con su mano minuciosa­mente arreglada.
—¡Oh! —exclamó finalmente tras una pausa que dejó a Norma desmayada después del rato de ansiedad—. Está bien.
—Verá —repuso Norma, al mismo tiempo que se ce­rraba la puerta—. Espere y verá la próxima vez.
Luego caminó sobre el creciente charco de agua y llamó a la puerta del baño.
—Estaba haciendo loción de afeitar para vendérselo a todos los papas —contestó Polly Ann al tiempo que re­cogía todas las tazas y tarros flotantes.
—Ven conmigo, cielo —le pidió Norma—. Quiero que te laves bien y que te pongas tu ropa de los domingos.

Todos quedaron muy artísticamente dispuestos en la sala de estar, el perro y el gato arrollados junto al sofá, y Polly Ann tan bonita con su vestido marrón de terciopelo con delantal de organdí. Sus ojos estaban algo vidriosos y sus piernas se proyectaban en un ángu­lo un poco forzado, pero Norma había extendido una manta sobre el borde del sofá, donde la tenía sentada, y pensó que el efecto, a simple vista, era tan bueno como el de cualquier anuncio que ella hubiera visto en televi­sión, y casi tan bonito como muchas de las fotos de las revistas. Advirtió, con un pequeño escalofrío, que había cierta humedad en la mirada que le estaba dirigiendo Polly Ann, así que fue hacia la niña y acarició su ce­rúlea mano.
—No te preocupes, corazón. Cuando seas lo suficien­temente mayor como para ayudar a mamá en la limpieza de la casa, mamá te dejará correr un par de horas cada día. Tu mamá te lo promete.
Luego, estirándose su bata Remolino y asegurándose su alfiler «Sweetheart», fue a abrir la puerta a la señora Brainerd.
—Bueno —aprobó la señora Brainerd con voz bona­chona—. Qué agradable está todo.
—Nada de olores domésticos, nada de manchas, pas­tel sin grasa —dijo Norma ansiosamente—. Ésta es mi hija.
—¡Qué niña más buena! —exclamó la señora Brai­nerd, sin fijarse en las piernas de Polly Ann, que asoma­ban fuera del canapé.
—Y nuestros perro y minino —prosiguió Norma cada vez más confiada, apuntalando a «Ambrosio» contra uno de los pies de Polly Ann porque había empezado a es­currirse.
La señora Brainerd incluso sonrió.
—¡Qué bonitos! ¡Qué simpáticos!
—Venga a ver la querida cocina. —Norma se había puesto de forma tal que la otra pudiera ver el desagüe de rápida absorción en el blanco y prístino fregadero.
—Simplemente encantadora —concedió Clarice.
—Déjeme alcanzar el pastel y el café. —Norma llevó de nuevo a Clarice a la sala.
—Sus ventanas están sencillamente chispeantes.
—Lo sé —contestó Norma, radiante y segura de sí.
—Y la alfombra.
—«Glamorene».
—Fantástico.
Clarice era suya.
—Aquí está —dijo Norma, acosándola con el café y el pastel.
—Fantástico café —aprobó Clarice—. Llámame Cla­rice. Ahora, a propósito del Club de Jardinería y las ho­ras del café, vamos a casa de Marge los jueves, y a casa de Edna los lunes, y a la de Thelma los martes por la tarde, y... —Probó un poquito del ofrendado trozo de pastel—. Y... —añadió, dándole vueltas y vueltas en la boca.
—¿Y? —repitió Norma llena de esperanza.
—Y... —reiteró la señora Brainerd mirando algo bizca la punta de su nariz, como si estuviera intentando ave­riguar qué tenía en la boca—. Este pastel, este pastel...
—Mix Maravilla —saltó Norma con ímpetu—. Sin grasa...
—Lo siento —se lamentó la señora Brainerd, levan­tándose.
—¿Cómo ha dicho?
—Que lo siento —repitió la señora Brainerd con auténtico pesar—. Se trata de su pastel.
—¿Qué le pasa a mi pastel?
—Bueno, pues que tiene ese sabor a grasa.
—Usted... Yo... El pastel... El anuncio aseguraba... —Norma se había levantado y se movía mecánicamen­te—. El pastel es tan bueno, y mi casa es tan preciosa.
Ahora estaba entre la señora Brainerd y la puerta, interceptándole a aquélla el paso al hall.
—Lo siento —se excusó la señora Brainerd—. Me mar­cho. Y, ahora, si cierra la puerta de ese armario para que pueda pasar...
—¿Cerrar la puerta? —Los ojos de Norma estaban vidriosos—. No puedo. Tengo que sacar una cosa del estante.
—No importa —dijo la señora Brainerd—. Y no podré volver más. Nosotras, las señoras, estamos tan ocu­padas, no tenemos tiempo...
—Tiempo —remedó Norma, sacando lo que quería del armario.
—Tiempo —repitió la señora Brainerd condescendien­te—. ¡Ah!, quizá es mejor que no me llame Clarice.
—Bien, Clarice —dijo Norma; y entonces fue cuando le hizo recibir lo de la máquina lavanda.
Primero apoyó a la señora Brainerd contra un rincón, donde pudiera estar incómoda. Luego movió la manivela en sentido contrario y devolvió a Polly Ann, «Puff» y «Ambrosio» a la movilidad. Acto seguido, trajo su caja de costura y la basura de la cocina, y empezó a despa­rramar la porquería a los pies de la señora Brainerd; dejó a «Puff» llenar de pelos la tapicería, y envió a Polly Ann al patio de atrás en busca de un poco de barro. «Ambro­sio», aliviado, lo hizo a los pies de la señora Brainerd.
—Contentísima porque pudieras venir, Clarice —con­cluyó Norma, satisfecha por la mirada de horror que mostraba la cara atrapada y helada de la señora Brai­nerd. Luego, volviéndose hacia el recargado delantal de Polly Ann, echó mano de un puñado de lodo.


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