Añadir esta página a favoritos
CUENTOS CIENCIA-FICCIóN
CUENTO SIN SALIDA (por Norman Spinrad)
Willy Carson se despertó a las nueve de la mañana sin ningún motivo en particular. En realidad, no tenía ningún motivo en particular para despertarse a ninguna hora.
Permaneció durante algunos minutos tendido en la cama, experimentando el habitual malestar matutino, debido en parte a una cierta incapacidad de alzarse y, al mismo tiempo, a sus escasos deseos de seguir en la cama. Dejó escapar un suspiro y alargó una mano para tomar el paquete de cigarrillos de color azul de la mesilla de noche. Eran de marihuana, no de tabaco. El gobierno había legalizado la mariguana en el ochenta y ocho, dos años más tarde de haber legalizado la prostitución. ¿O había sido en el ochenta y siete que había legalizado la prostitución? Bueno, ¿y a quién diablos le importaba todo aquello?
Fumó su habitual y único cigarrillo con gran rapidez. En aquellos días un solo cigarrillo era suficiente para hacerlo subir. Se sentía transportado a una especie de resonante vacío muy semejante al que se experimenta en los primeros estadios de una buena borrachera de cerveza. Si fumaba más de uno empezaría a sentirse triste. Y ya tenía bastante con aquello.
Un cigarrillo fue suficiente para hacerle salir de la cama. Se vistió rápidamente, dándose golpes aquí y allá, contra el caballete, contra la ampliadora, contra la rueda de los botes, contra la enorme cantidad de trastos que llenaban la habitación, hobbies inútiles todos ellos. Su apartamento de soltero tenía tan solo tres piezas, cocina, salón comedor y dormitorio. En la cocina no había lugar para todos aquellos trastos, y por alguna razón desconocida se había impuesto el mantener ordenado el salón comedor... de modo que el dormitorio le servía de almacén.
Despertado por completo con los movimientos de vestirse, Willy se dirigió al baño, se palmeó depilo por la cara, se restregó depilo y barba a un tiempo, y se peinó el cabello que ya empezaba a clarear. Luego se dirigió a la cocina y se preparó el desayuno habitual, un zumo de pomelo, tres huevos fritos con mantequilla, unas salchichas, tostadas y café. Y como de costumbre también, se juró a sí mismo que la próxima semana empezaría el régimen de adelgazamiento.
Comió rápidamente, sin demasiado apetito, tiró los platos de plástico al triturador de basuras y se reclinó en su asiento.
¿Y ahora qué?
Desde hacía un año, desde el día en que había perdido su último empleo, Willy Carson dedicaba al menos cinco mañanas a la semana a buscar trabajo. Al fin y al cabo, se había dicho a sí mismo, él era un estupendo diseñador, uno de los mejores indudablemente. Había necesitado todo un año para aceptar aquello que había sabido desde un principio... que simplemente ya no había trabajo para los diseñadores, fueran o no buenos. El Draftmaster era tan bueno como el mejor de ellos... podía diseñar cualquier cosa que fuera capaz de diseñar un ser humano, y lo hacía más rápidamente, a menos costo y sin errores. Y el Draftman había sustituido a los operarios que cavaban zanjas, a los mecánicos, a los pilotos, a Dios sabía cuantos otros en la siempre más vasta gama de ocupaciones.
De modo que Willy se había encontrado en la fila de los desocupados que no podían encontrar empleo.
Para siempre.
Salió de la cocina y entró en el salón comedor. Durante un momento permaneció contemplando distraídamente el equipo de alta fidelidad, y la gran estantería llena de discos, muchos de los cuales ni siquiera había escuchado. Se dejó caer resignado en el sillón que había ante la gran pantalla del televisor, la cual ocupaba toda una pared del salón.
- Enciéndete - le dijo al televisor.
Inmediatamente la pantalla se llenó de coloreadas imágenes. Estaban transmitiendo las noticias de la mañana.
- ...que este aumento de los suicidios no es estadísticamente significativo, como afirma el presidente Michaelson - dijo con voz optimista el locutor -. Y ahora pasemos al mundo de los deportes. Ayer se jugó una sola partida infrasemanal. Nueva York venció a Cleveland por treinta y ocho a catorce. En el Estadio Municipal, la joven promesa Jackson Davis obtuvo sobre el veterano Blackie Munroe un aplastante victoria por doscientos cuarenta y tres a ciento siete. Davis superó a su adversario en boxeo, lucha, judo, espada medieval, navaja y arma libre. Lefty Pacelly, el manager de Davis, está hablando de lanzar al joven campeón. El manager, en una entrevista concedida inmediatamente después del encuentro a Bill Faber, cronista de la WKA-TV, dijo...
- Cuatro - dijo Willy.
El televisor obedeció rápidamente, cambiando el canal.
Apareció la imagen de un hombre en una cama, tragando una píldora. Hubo un fundido, y luego se vio al mismo hombre que levantaba la cabeza de un plato lleno con abundante comida.
- Amigos - dijo con voz almibarada -, ¿quizá las píldoras que toma arruinan su apetito? ¿Aparta disgustado la cabeza del plato? Entonces, para usted ha sido creada Dexaium, la única píldora despertadora que aumenta el apetito...
- Ya basta - gruñó Willy.
-...y que garantiza mantenerlo despierto durante doce horas consecutivas sin hacerle perder el apetito.
- ¡Apágate! ¡Apágate! ¡Apágate! - gritó Willy.
El aparato se apagó.
- Cinco malditos años - gruñó Willy -. Cinco malditos asquerosos años.
Cinco años cobrando sus «ciento setenta y cinco» a la semana, según el Contrato de Renta Fija. El C.R.F. Conformarse, Recibir... Frustrarse.
¿Cuánta gente vivía del C.F.R.? Willy intentó imaginarlo. La última estadística que recordaba haber leído hablaba de ochenta y nueve millones. Probablemente ahora serían más de cien millones. ¿A quién le importaba saberlo? ¿Qué conseguía con ello?
Cristo, pensó, haría cualquier cosa para volver a trabajar. Cavar zanjas. Apalear estiércol. Limpiar letrinas. Pero era inútil...
Cuando la automatización te hace perder el empleo te encuentras fuera de las fuerzas laborales. Punto. Y es absurdo pensar en conseguir otro trabajo. No puedes adaptarte a realizar trabajos más humildes, simplemente porque esos trabajos ya no existen.
Y un programa de reeducación no es más que una burla. Porque antes de entrar en las Fuerzas Laborales Potenciales todo el mundo recibe el nivel máximo de educación. Obtienes tu empleo te sientes cualificado para obtenerlo, tan solo después de haber alcanzado tu límite máximo de educación. Esto significa que cuando la automatización te excluye, ya no puedes ser readaptado, pues ya te ha sido impartida toda la enseñanza que podías absorber.
Así penetras en el C.R.F. Nadie escapa al C.R.F. Es un círculo vicioso. Conformarse. Recibir... Frustrarse. El mundo está lleno de círculos viciosos.
Oh, ellos se preocupan de ti. Una preocupación legal. El alquiler es gratuito. La asistencia médica es gratuita. La mayor parte de los «ciento setenta y cinco» que te dan cada semana puedes gastarla en diversiones, en hobbies, en licor, en droga... en todo aquello que pueda llenar el vacío y hacer que transcurran las horas.
Pero es imposible.
Tu matrimonio se desintegra. ¿Cómo pueden vivir juntas dos personas durante veinticuatro horas al día, sin tener otra cosa que hacer excepto mirarse estúpidamente a la cara? El amor se transforma en tedio, el tedio en disgusto, y el disgusto se transforma pronto en odio.
Y de pronto te encuentras solo.
Solo con toda la vida por delante. Con toda una vida estúpida, vacía y desprovista de sentido.
- Maldita sea - gruñó Willy.
Ya no quedaban otras aficiones estúpidas que intentar. Ya no quedaba nada que pudiera dar un sentido a su vida. La televisión programaba imágenes y sonidos sin sentido. La comida sabía a serrín. Todos los psicoanalistas del mundo no serían capaces de adaptar a un hombre a vivir en el vacío.
Willy pensó en unirse a una Banda, pero desechó la idea con un gesto de disgusto. Una vez, hacía dos años, había estado a punto de hacerlo. La mayor parte de los hombres y mujeres que formaban las Bandas no habían tenido nunca un trabajo en sus vidas. Formaban las Bandas desde jóvenes. Y se quedaban en la Banda. Eran delincuentes jóvenes de mediana edad. La semana anterior habían arrestado a veinte personas por haber linchado a un hombre. Ocho de los arrestados eran «estudiantes». Siete eran hombres de mediana edad que cobraban el C.R.F. Los otros cinco cobraban la Pensión de Ciudadanos Ancianos: «chicos criminales» de más de sesenta años.
Para Willy el matar no tenía ningún significado. No llevaba a ningún sitio.
Se levantó y permaneció de pie en medio del salón. No quería quedarse ni un instante más en el apartamento, pero no sabía adónde ir. Se detuvo un instante en la idea del suicidio. Acabar con uno mismo era algo que se estaba poniendo cada vez más de moda. Pero la muerte... ¿qué era la muerte? Menos que nada. Una nada absoluta. En el fondo no era muy distinta de la vida que estaba llevando. La muerte era un huir del sufrimiento, pero en el C.R.F. no había sufrimiento. Ni placer, ni dolor ni cambio.
De pronto pensó que le gustaría sufrir un poco. El dolor, si no otra cosa, al menos era una sensación. Con el dolor se vería obligado a mirar hacia adelante... hacia el momento en que terminaría.
Pero habían eliminado incluso el dolor.
Willy hizo una ligera mueca. El dolor... quizá aquella fuera la solución. Quizá, si conseguía hallar una manera de sufrir...
No era mucho, pero al menos había encontrado una meta. Willy Carson salió en busca de sufrimiento.
Pero en la calle se dio cuenta de que el dolor era muy difícil de hallar. El hambre era imposible... La comida era distribuida gratuitamente a todos. No era posible regalarlo todo a los pobres... no había pobres. Una vida de sacrificio era algo inútil... nadie necesitaba tu sacrificio.
Al lado de Willy pasaban grupos de personas bien alimentadas bien vestidas. bien alojadas. Nadie tenía prisa, nadie empujaba. Nadie tenía nada realmente urgente que hacer. Un tibio sol iluminaba la impoluta ciudad, filtrado por las Pantallas Climáticas. El control del clima había eliminado incluso el mal tiempo
Al principio Willy no tuvo la menor idea de donde hallar el sufrimiento, luego recordó el clima de cuando aún no existían las pantallas. Naturalmente, tan solo había oído hablar de él, nunca la había experimentado. Quizá aquella fuera una vía.
Las zonas salvajes El Area Salvaje de América Central: centenares de kilómetros cuadrados de terreno cuidadosamente mantenido en estado selvático. Sin automatizaciones. Sin Pantallas Climáticas. Sin apartamentos gratis.
Sintiendo una excitación que hacía años que no experimentaba Willy Carson tomó la cinta transportadora más cercana y se dirigió hacia la cinta de gran velocidad
El límite de la zona salvaje estaba a poco menos de una hora de viaje en la cinta de gran velocidad. Dentro de una hora se hallaría en la zona salvaje, lejos del C.R.F..., lejos de la civilización.
El Area Salvaje de América Central estaba protegida por un muro de hierro de tres metros de altura que se perdía en el horizonte en ambas direcciones. La cinta transportadora depositó a Willy en la entrada de la Zona salvaje, ante una gran puerta metálica. A la izquierda de la puerta había la rejilla de un altavoz, a la derecha una pequeña oquedad en la pared.
Willy llegó a la puerta e intentó abrirla. Estaba cerrada.
- Bienvenido al Area Salvaje de América Central - dijo una voz metálica que surgía del altavoz -. Son cien kilómetros cuadrados de terreno en su estado natural, que nuestro gobierno conserva para disfrute de sus ciudadanos.
Hubo un ruido seco y algo cayó en la oquedad a la derecha de la puerta. Willy recogió el objeto. Era un brazalete, con un botón rojo engastado en el centro, como si fuera una joya. Tenía dos bisagras para sujetarlo en torno a la muñeca, y se cerraba mediante una cerradura a presión muy parecida a la de las esposas.
- En la oquedad de la derecha encontrará usted su Brazalete de Seguridad - dijo el altavoz -. Póngaselo en su muñeca y ciérrelo. Lo llevará en su muñeca hasta tanto no salga del Area Salvaje de América Central. Contiene un pequeño transmisor. Este aparato de seguridad evita que los ciudadanos puedan sufrir algún percance en la Zona Salvaje. Si se encuentra usted en peligro, o si se pierde, pulse el botón rojo de su Brazalete de Seguridad, y el Robot de Salvamento acudirá inmediatamente en su ayuda.
- Pero yo no quiero esto - dijo Willy -. Quiero contar tan solo conmigo mismo. Abra la puerta.
Naturalmente, la entrada estaba programada, y no hizo caso de su protesta.
- La puerta de la zona salvaje se abrirá en el momento en que la cerradura del Brazalete de Seguridad se cierre en torno a su muñeca. Es una medida de seguridad para evitar que algún ciudadano se aventure en la zona salvaje sin protección. Buena estancia.
Willy maldijo a la máquina, que por otro lado no podía oírle. Al diablo, pensó finalmente. Nadie podía obligarle a pulsar el botón, ¿no?
Se colocó el Brazalete de Seguridad, y la puerta se abrió al instante.
Willy Carson penetró en la Zona Salvaje de América Central. La puerta se cerró a sus espaldas.
Ante él, y hasta el horizonte, se extendía un paisaje de verdes colinas cubiertas de árboles. El único metal visible era el del muro a sus espaldas y el del brazalete en su muñeca.
Willy respiró a pleno pulmón el aire del campo abierto. Los libros afirmaban que era más puro y fresco que el de la ciudad. Pero Willy se sintió profundamente desilusionado. No hallaba nada distinto en el aire de la Zona Salvaje. Aquellos libros habían sido escritos antes de que fueran instaladas las Pantallas Climáticas, en los días en que las ciudades estaban llenas de smog y de las exhalaciones de los gases industriales y la gasolina. Actualmente el aire de las ciudades era tan puro como el del campo abierto.
Por un momento recordó haber visto en una ocasión a un hombre correr feliz sobre la verde hierba de un prado. Era tan solo una escena publicitaria en la televisión... pero él estaba ahora aquí, en medio del campo, de modo que, ¿por qué no?
Echó a correr. Recorrió veinte metros sobre el terreno de la Zona Salvaje, tropezando con las raíces, las piedras y los matojos. Treinta metros, y comenzó a respirar afanosamente. Cuarenta, y sus piernas empezaron a pesar como plomo y a moverse sin ningún ritmo. Cincuenta, y los pulmones empezaron a dolerle.
Se dejó caer pesadamente al suelo y se tendió cuan largo era sobre la hierba, para recuperar el aliento
- No estoy en forma - se dijo a sí mismo.
Intentó recordar los tiempos en que estaba en forma, pero no lo consiguió. Bueno, pero ¿quién diablos podía estar en forma en los tiempos actuales? Nadie, excepto los atletas profesionales. ¿Para qué servía tener fuerza física cuando los trabajos manuales ya no existían, cuando había cintas transportadoras dispuestas a llevarte en un momento a cualquier sitio que desearas?
Mientras recuperaba el aliento, Willy se dio cuenta de la miríada de piedrecitas, de irregularidades, de puntas agudas que cubrían el terreno sobre el cual estaba tendido. No era muy cómodo, y por supuesto no era ni con mucho tan cómodo como el diván de su salón comedor.
Se levantó y se sacudió sus ropas. Vio que su camisa se había manchado de verde, y que los pantalones estaban sucios de tierra.
- Maldita sea - gruñó -. Una camisa y unos pantalones nuevos que voy a tener que tirar.
Irritado por sus ropas estropeadas, Willy continuó su marcha alejándose del muro y dirigiéndose hacia el bosquecillo más cercano.
El bosque era oscuro, húmedo, y frío, casi gélido. Willy pensó que tendría que haber tomado una chaqueta. Pero, en la ciudad protegida por las Pantallas Climáticas, ¿quién pensaba en una chaqueta? Miró a su alrededor, temblando ligeramente. Vio árboles, y matorrales, y un pequeño riachuelo casi seco. Vio rocas que rezumaban humedad, y otras recubiertas de musgo. Solo el cantar de algunos pájaros entre el ramaje rompía de tanto en tanto el silencio que reinaba en torno suyo, un silencio absoluto, como nunca había experimentado. Un silencio que poseía casi la violencia del sonido.
- Así que esta es la Zona Salvaje. Plantas, hierba, paz...
¿Y qué más?
Hasta aquel momento no había encontrado nada excitante. Estaba solo en el bosque. No había televisión, ni alta fidelidad, ni estadios donde ir.
¿Qué podía hacer uno en medio del bosque?
Echó a andar de nuevo, indolentemente, sin meta fija, adentrándose más en el bosque. El aire era cada vez más frío. Le convenía moverse.
Escuchó los pájaros, miró los árboles, las rocas, los matorrales. Matorrales, rocas y árboles. Se dio cuenta de que había perdido la capacidad de experimentar otras sensaciones distintas al aburrimiento.
Recordó algunos libros leídos durante los meses en que había decidido dedicarse a la lectura. Sus autores habían escrito un montón de idioteces acerca de la hermosura de la naturaleza y de lo maravilloso que era vivir entre los árboles, y la hierba, y los animales.
- A propósito... todavía no he visto ningún animal, aparte ese pájaro insignificante de hace un momento...
Oh una gran cosa. Pájaros. Árboles. Hierba. Rocas. ¿Y qué más?
- Al menos estoy aquí afuera, libre. Creo que, solo con ser libre...
Se echó a reír.
- Soy libre. Libre de hacer ¿qué? Solo de ser libre, pienso.
Algunos de aquellos escritores habían señalado incluso la gran importancia de ser libre. ¿Pero de qué diablos estaban hablando?
- Pienso que la libertad debe significar el no tener que hacer aquello que no quieres hacer. Pero demonios, ¿quién debe hacer algo que no quiera hacer? Con el C.R.F., nadie tiene que hacer absolutamente nada.
Se rió de nuevo.
- Quizá la libertad sea el poder hacer aquello que uno quiere hacer. ¿Qué es lo que yo quiero? Eso es fácil. Quiero un empleo. Quiero trabajar. Y esto es lo único en el mundo que no puedo hacer. No puedo hacerlo en la ciudad, y no puedo hacerlo aquí... Siguió caminando, preocupado en cosas abstractas. Pero había algo muy prosaico que se estaba imponiendo en su escala de atenciones. Era la hora de comer. Y tenía hambre.
Miró el botón rojo en el Brazalete de Seguridad.
- Siempre puedo llamar al Robot de Salvamento. No. No es para eso que he salido. Muy bien, tengo hambre. ¿No era eso lo que quería por encima de cualquier otra cosa? ¿No quería probar sensaciones distintas?
Estudió la situación. ¿Cómo se las arreglaba uno para encontrar comida en medio de un bosque? Quizá tuviera que matar un conejo, o cualquier otro animal
Se dio cuenta de que no había matado ningún animal en toda su vida, de que no sabía ni siquiera como comenzar, a menos que tuviera entre sus manos una escopeta. Y quizá incluso ni siquiera con una escopeta.
El hambre, además, no era como lo había imaginado. Era una especie de gran vacío en el estómago, que le dolía. Ahora que finalmente estaba sufriendo se dio cuenta de que no se sentía mucho mas vivo de lo que se había sentido por la mañana. El sufrimiento era tan solo algo desagradable.
Se detuvo, y miró una vez más el botón rojo del Brazalete de Seguridad. El pulsarlo sería la cosa más sencilla del mundo
- No. Al menos quiero regresar a la ciudad por mí mismo. Veamos. ¿Dónde está el muro?
Miró en torno. Estaba rodeado de árboles y rocas y matorrales, y de más matorrales y rocas y árboles. No conseguía ver el muro. Y no conseguía ver el horizonte
- ¿Dónde diablos están?
Caminó de nuevo, siempre más rápidamente. No tenía la menor idea de por qué lado estaba el muro, pero debía alcanzarlo. No pulsaría el botón. Debía hacerlo por sí mismo.
Willy Carson vagó durante horas por entre los árboles. El hambre se convirtió en una molestia, luego en una fuerte pulsación, y finalmente en un agudo dolor que le torturaba el estómago. No le gustaba en absoluto
- ¡No debo pulsar el botón!
Empezó a llover.
En un primer momento sintió tan solo el golpear de las gotas en las hojas más altas. Luego la lluvia se hizo más intensa. Los árboles se empaparon por completo, y el agua comenzó a caer al suelo. Gruesas gotas de agua helada golpearon a Willy. En la ciudad, protegida por las Pantallas Climáticas, nunca se había encontrado bajo la lluvia. La nueva experiencia tampoco le gustó. Siguió lloviendo. Las ropas de Willy se calaron. El agua empezó a gotear de sus cabellos y a resbalar por su frente, enredándose en sus cejas y pestañas. Era agua helada.
Estaba empapado. Y cada vez tenía más frío.
Se sentó en una gran roca plana. También estaba mojada. Sintió el agua atravesar sus pantalones. Estaba empapado, tenia frío, se sentía cansado, y el hambre le corroía.
Se sentía terriblemente desalentado.
Desalentado como en su apartamento, o quizá incluso más. No veía ningún motivo para sentir frío, estar empapado o tener hambre. Había descubierto el sufrimiento. Pero no colmaba los vacíos de su vida, sino que al contrario creaba otros.
Con un suspiro de resignación pulsó el botón rojo del Brazalete de Seguridad. Pronto, muy pronto, llegaría el Robot de Salvamento, para llevarlo de vuelta a la ciudad. Lo conduciría hasta su apartamento, sus automatismos, sus hobbies, sus largos días inútiles, sus largas noches vacías. A los años sin sentido que pasarían lentamente.
Pero Willy, ahora, quería regresar. Quería regresar desesperadamente al círculo sin fin de su vacía existencia. Aunque sabia que no sería menos vacía ni menos fútil.
Pulsó el botón por segunda vez. Y de pronto se dio cuenta de que no sucedía nada. El botón no se movía. Tampoco se había movido la primera vez. Estaba bloqueado.
Por unos instantes intentó inútilmente hacerlo funcionar. Luego, en su mente empezó a insinuarse una cierta aprensión. Nunca había conocido a nadie que hubiera regresado de la Zona Salvaje. Todo lo que sabía acerca de aquella zona lo había leído en los libros... y los libros eran muy viejos. Habían sido escritos antes de que la ciudad tuviera sus Pantallas Climáticas, antes de que la automatización estuviese lo suficientemente desarrollada como para responder a todas las necesidades de los hombres... para satisfacer incluso el atávico deseo de desconsuelo de los hombres...
Cuando se dio cuenta de que sus sospechas eran ciertas, Willy Carson perdió la cabeza. Comenzó a golpear el brazalete contra los árboles y contra las piedras, y no se detuvo hasta que el brazo empezó a sangrarle. Al brazalete no le ocurrió nada. Ni siquiera una rozadura.
El botón no se movió.
Pero no importaba. Tampoco hubiera venido ningún robot.
Nadie, ni siquiera él, pondría al día las leyendas de los viejos días. La falsa convicción de que el aire de la Zona Salvaje era más seguro que el de la ciudad permanecería intacta. La Zona Salvaje había sido conservada tan solo como un símbolo de esperanza para gente como él. Gente para la cual la civilización había perdido todo significado.
Tuvo la terrible sensación de haber fallado un test... el test ara la supervivencia.
No allí. En la ciudad.
En su mente se formuló una nueva pregunta... y pronto conocería la respuesta.
¿Era mejor el terror que el aburrimiento?


FIN


OTROS CUENTOS DE Norman Spinrad
  • No hay más cuentos de este artista.
Cuentos Infantiles, audiocuentos, nanas, y otros en CuentoCuentos.net © 2009 Contacta con nostrosAviso Legal

eXTReMe Tracker

La mayoría del material de CuentoCuentos.net es proporcionado por nuestros usuarios, proveniente del grandísimo almacén que es la red. Si considera que alguno del material expuesto vulnera sus derechos y/o prerrogativas, le rogamos que nos lo comunique contactando con nosotros