La primera nave marciana descendió a la Tierra con la lentitud y la majestad de un globo. Tenia su misma forma esférica y su misma ligereza, cosa sorprendente dada su estructura metálica. Pero, aparte esas analogías superficiales, no había nada terrestre en ella.
No poseía cohetes, ni rugientes toberas, ni protuberancias externas, nada excepto unos pocos espejos solares que servían para propulsar a la nave en todas direcciones a través del campo cósmico. No poseía escotillas de observación, sino una franja transparente que la circundaba ciñendo el abultado vientre de la esfera. Los miembros de la tripulación, cuya piel era de color azul y cuya apariencia evocaba una pesadilla, estaban reunidos tras esa franja, examinando con sus enormes ojos multifacetados el globo terrestre.
Escrutaban aquel mundo que llevaba por nombre la Tierra en el silencio más absoluto. Aunque hubieran poseído el don de la palabra, no hubieran dicho nada. Pero ninguno de ellos poseía la facultad de expresarse mediante sonidos... y en aquel instante nadie tampoco lo necesitaba.
El espectáculo, en el exterior, ofrecía una escena de infinita desolación. Una hierba raquítica, de color verde azulado, pugnaba por aferrarse a un suelo agostado hasta un horizonte delimitado por quebradas montañas. Arbustos de aspecto siniestro luchaban aquí y allá por su vida, y el aspecto de algunos era patético en su esfuerzo por convertirse en árboles como lo habían sido hacia tiempo sus antepasados. A la derecha, una larga cicatriz rectilínea cortaba la extensión herbosa, mostrando en algunos lugares montones de estériles rocas. Era demasiado desigual y demasiado estrecha para haber sido una carretera; sus características evocaban más bien los carcomidos restos de una muralla desaparecida hacía mucho tiempo.
Y, por encima de todo ello, se desplegaba un sombrío cielo, lívido y amenazador.
El capitán Skhiva se giró hacia su tripulación y se comunicó con ellos mediante su tentáculo de señales. La otra forma de comunicarse era la telepatía por contacto, pero para ello se necesitaba la proximidad física.
- Está visto que no tenemos suerte. Hubiera sido lo mismo que nos posáramos sobre el satélite desierto. De todos modos podemos salir sin peligro. Todos aquellos que deseen efectuar alguna exploración de corto alcance están autorizados para hacerlo.
Uno de los tripulantes gesticuló en respuesta.
- Capitán, ¿no desea ser usted el primero en posarse sobre este nuevo mundo?
- No me importa. Si alguno de ustedes considera que esto representa algún honor, le cedo con gusto mi lugar.
Maniobró los mandos que accionaban las dos escotillas atmosféricas, y un aire más denso, más pesado, penetró en la nave, haciendo aumentar la presión en varios kilogramos.
- Procuren no cansarse demasiado - les dijo mientras empezaban a salir -. Recuerden que la presión es aquí mayor.
El poeta Fander le tocó, uniendo los extremos de sus tentáculos, a fin de enviar rápidamente sus pensamientos a través de las terminaciones nerviosas.
- Esto confirma lo que observamos mientras nos aproximábamos. Un planeta mortalmente herido, en las últimas boqueadas de su agonía. A su juicio, ¿cuál puede ser la causa?
- No tengo la menor idea. Y pagaría lo que fuera por saberlo. Si el tremendo holocausto ha tenido por origen fuerzas naturales, ¿no le ocurrirá lo mismo a Marte algún día? - Su inquieta mente transmitió al tentáculo de comunicación de Fander un estremecimiento de preocupación -. Si este planeta hubiera estado más alejado del Sol que el nuestro, hubiéramos podido observar el fenómeno desde nuestro propio mundo. Pero es tan difícil distinguir nada de cara a la luz solar.
- Peor es todavía con el siguiente planeta, el rodeado de nubes - observó el poeta Fander.
- Lo sé. Y empiezo a tener miedo por lo que podamos descubrir en él. Si demuestra estar tan muerto con este, entonces nos veremos bloqueados hasta que nos hallemos en condiciones de dar el gran salto al espacio exterior.
- Lo cual no se producirá en el transcurso de nuestras vidas.
- Eso creo - admitió el capitán Skhiva -. Podríamos viajar aprisa con la ayuda de amigos experimentados, pero el viaje va a ser lento si debemos emprenderlo nosotros solos. - Se giró para examinar a la tripulación, que vagabundeaba por el siniestro paisaje -. Es bueno para ellos el hallarse sobre suelo firme. ¿Pero qué es un mundo desprovisto de vida y de belleza? Se van a cansar muy pronto. Y van a sentirse felices de partir.
Fander, soñador, dijo:
- De todos modos, me gustaría ver algo más. ¿Puedo utilizar el bote de salvamento?
- Usted es un trovador, no un piloto - hizo notar Skhiva -. Su misión es sostener nuestra moral distrayéndonos, no vagabundear a bordo de un bote de salvamento.
- Pero sé como pilotarlo. Cada uno de nosotros ha recibido la instrucción adecuada. Déjeme utilizarlo.
- ¿No ha visto ya lo suficiente antes incluso del aterrizaje? ¿Qué otra cosa quiere contemplar? Carreteras rotas, destrozadas, casi reducidas a la nada. Antiguas ciudades derruidas, pulverizadas, casi inexistentes. Montañas reventadas, bosques calcinados y cráteres apenas más pequeños que los del satélite. Ni el menor indicio de supervivencia de vida superior. Nada más que la hierba, los arbustos, y algunos pequeños animales de dos o cuatro patas que huyen cuando nos aproximamos. ¿Por qué desea ver más?
- Incluso en la muerte hay poesía - dijo Fander.
- Es probable... pero no por ello es menos repugnante. - Skhiva tuvo un pequeño estremecimiento -. De acuerdo, como quiera. Tome el bote. No estoy cualificado para juzgar el modo de razonar de una mente no técnica.
- Gracias, capitán.
- No se preocupe. Pero intente estar de vuelta antes de la noche.
Skhiva rompió el contacto, atravesó las escotillas, se enrolló como una serpiente junto a la nave, y se sumió en sombríos pensamientos. Tantos esfuerzos, tantos anhelos... para una tan pobre recompensa.
Seguía reflexionando acerca de lo vano de la tentativa marciana cuando el bote de salvamento surgió de la nave y tomó velocidad. Sus inexpresivos ojos multifacetados observaron el cambio de orientación de los espejos solares cuando la navecilla hizo un viraje para alejarse flotando como una burbuja.
La tripulación regresó antes de la noche. Unas pocas horas habían sido suficientes. Tan solo había hierba, plantas espinosas, y arbustos que luchaban por crecer. Uno de los navegantes había descubierto un rectángulo desprovisto de hierba que tal vez señalaba el antiguo emplazamiento de una casa. Trajo consigo un trozo de lo que en otro tiempo debían haber sido los cimientos, un bloque de cemento que Skhiva colocó a un lado para posterior análisis.
Otro tripulante había hallado un insecto pequeño provisto de seis patas, pero sus terminaciones nerviosas captaron de tal modo y con tal intensidad su miedo y su desesperación que volvió a dejarlo apresuradamente en el suelo para devolverle su libertad. Pequeños animalillos de torpes movimientos daban saltos a lo lejos, pero todos se escondieron en sus madrigueras mucho antes de que ninguno de los marcianos pudiera aproximarse a ellos. Toda la tripulación estaba de acuerdo en un extremo: el silencio y la solemnidad de un mundo moribundo son algo intolerable.
Fander llegó cuando ya casi anochecía. Su burbuja desapareció bajo una enorme nube negra, descendió al nivel de la nave y penetró en su interior. Casi inmediatamente empezó a llover, con un rugido de catarata, mientras los marcianos, alineados tras la franja transparente, contemplaban maravillados aquella increíble cantidad de agua cayendo.
Tras un instante, el capitán dijo:
- Debemos inclinarnos ante los hechos. Hemos venido para nada. El origen de esta desolación es un misterio que deberán resolver otros, con más tiempo y un material de estudio más perfeccionado. Nosotros somos exploradores, no arqueólogos. No podemos hacer otra cosa que abandonar este cementerio e ir hacia el planeta de las nubes. Quizá allí tengamos más suerte. Despegaremos mañana por la mañana, muy temprano.
No hubo comentarios. Fander le siguió a su cabina y estableció el contacto entre sus tentáculos.
- Se puede vivir aquí, capitán.
- No estoy tan seguro. - Skhiva se enrolló en su litera y colgó sus tentáculos de las barras de reposo. El color azul de su piel se reflejaba en la pared a su espalda -. En muchos puntos las rocas emiten partículas alfa. Son peligrosas.
- Lo sé, capitán. Pero yo puedo sentirlas y evitarlas.
- ¿Usted? - se sorprendió el capitán, mirándole fijamente.
- Sí, capitán. Deseo quedarme aquí.
- Pero... ¿En un lugar como este, tan terrible y desesperanzador?
- La fealdad y la desesperanza que emana son abrumadoras - admitió el poeta -. Toda destrucción es fealdad. Pero he avistado por casualidad algunos asomos de belleza. Eso me ha dado ánimos. Me gustaría buscar su origen.
- ¿A qué belleza se refiere? - preguntó Skhiva.
Fander intentó describir lo desconocido con términos conocidos, y se dio cuenta de que era imposible.
- Hágame un dibujo - ordenó el capitán.
Fander se afanó en ello, y luego le tendió la imagen.
- Es eso.
Skhiva contempló largamente el dibujo y luego se lo devolvió al poeta y comunicó de nuevo sus terminaciones nerviosas.
- Somos individuos, y como tales gozamos de todos los derechos individuales. Como individuo, yo personalmente no creo que este dibujo refleje una belleza suficiente como para que valga el extremo de la cola de un aralan de nuestro mundo. De todos modos, reconozco que tampoco es feo, que incluso es agradable.
- Pero capitán...
- Como individuo - prosiguió Skhiva -, usted tiene derecho a sustentar sus propias opiniones, por insólitas que puedan ser. Si desea realmente quedarse, yo no puedo negarme. Tengo tan solo el derecho de juzgarle como un insensato. - Examinó nuevamente a Fander -. ¿Cuándo quiere que vengamos a recogerle?
- Este mismo año, el año próximo, no importa cuando, jamás.
- Podría muy bien ser jamás - le recordó Skhiva -. ¿Está dispuesto a afrontar esa eventualidad?
- Uno debe estar siempre dispuesto a afrontar las consecuencias naturales de sus actos - hizo notar Fander.
- Exacto. - El capitán dudaba antes de ceder -. ¿Lo ha reflexionado bien?
- Soy un elemento no técnico. No estoy gobernado por la reflexión.
- Entonces, ¿qué le gobierna?
- Mis deseos, mis emociones, mis instintos. Y también mis sentimientos más profundos.
- Que las lunas gemelas nos protejan - invocó Skhiva.
- Capitán, cánteme usted una canción de nuestro planeta, interpréteme algo al arpa resonante.
- No diga tonterías. Sabe que soy incapaz.
- ¿Sería capaz si para ello no necesitara más que una profunda reflexión?
- Sin duda - admitió Skhiva, viendo la trampa pero sabiéndose incapaz de evitarla.
- Entonces, eso es todo - concluyó Fander.
- Renuncio. No sé discutir con alguien que rechaza las leyes reconocidas de la lógica y se inventa una especial para él. Se deja guiar usted por ideas disparatadas que me dejan indefenso.
- No se trata de una cuestión de lógica o de falta de lógica - dijo Fander -. Se trata simplemente de un asunto de puntos de vista. Usted ve las cosas bajo ciertos ángulos, y yo bajo otros.
- ¿Por ejemplo?
- No espere vencerme de esta forma. Puedo poner muchos ejemplos. Veamos... ¿Recuerda usted la fórmula que sirve para determinar la fase de un circuito conectado en serie?
- Por supuesto.
- No lo dudaba. Es usted técnico. La tiene grabada en su cerebro, ya que se trata de un detalle técnico útil. - Se interrumpió para mirar a Skhiva por unos instantes -. Yo también la conozco. Me la dijeron por casualidad, hace varios años. Para mí no presenta la menor utilidad. Sin embargo, no la he olvidado nunca.
- ¿Por qué?
- Por estética. Porque posee belleza en su ritmo. Porque es casi un poema.
Skhiva suspiró.
- Eso es nuevo para mi.
- Uno sobre R factor de omega L menos uno sobre omega C - recitó Fander, algo divertido -. El ritmo está ahí, casi tiene música.
- Sí, podría cantarse - terminó por admitir Skhiva -. Incluso se podría bailar.
- Eso es precisamente lo que he visto aquí. - Fander mostró su dibujo -. De eso emana una belleza extraña, desconocida para nosotros. Donde hay belleza hubo antes talento... y por lo que sabemos tal vez ese talento subsista. Y donde subsiste el talento es posible encontrar el germen de la grandeza. Y allí donde hay grandeza hay o habrá amigos poderosos. Y nosotros necesitamos amigos poderosos.
- Está bien, usted gana - dijo Skhiva con un gesto fatalista -. Mañana por la mañana le dejaremos en el lugar que elija.
- Gracias, capitán.
Aquel mismo rasgo de obstinación que hacía de Skhiva un buen jefe lo empujó a la mañana siguiente a clavarle una última pica a Fander, poco antes del despegue. Tras convocarlo en su cabina, lo estudió con una mirada calculadora.
- ¿Ha cambiado de opinión?
- No, capitán.
- Entonces, ¿no le parece extraño que yo me sienta tan satisfecho de abandonar este planeta, cuando según usted conserva todavía restos de grandeza?
- No.
- Explíqueme por qué - dijo Skhiva, envarándose ligeramente.
- Capitán, creo que está usted algo asustado porque sospecha lo que yo mismo sospecho.
- ¿A qué se refiere?
- Que no se trata de un desastre natural. Que los habitantes del planeta han ocasionado esto ellos mismos... y a ellos mismos.
- No poseemos ninguna prueba - dijo Skhiva, incómodo.
- No, capitán - admitió Fander, y calló, sin el menor deseo de seguir hablando sobre el tema.
- Si esto es realmente obra suya - hizo notar finalmente el capitán -, ¿qué posibilidades tendríamos de ganarnos la amistad de unos seres tan temibles?
- Una posibilidad muy remota - admitió Fander -. Pero esta es la conclusión de la razón fría. Y como tal me interesa poco. Me siento más bien esperanzado.
- De nuevo dejando a un lado la reflexión para aceptar la simple ensoñación. ¡La esperanza, la esperanza, la esperanza... de alcanzar lo imposible!
- Lo difícil es posible - dijo Fander -. Para alcanzar lo imposible hace falta un poco más de tiempo.
- Sus opiniones turban mi ordenado cerebro. Cada una de sus observaciones es la pura y simple negación de algo que tiene sentido. - Skhiva transmitió la sensación de una siniestra risa -. Está bien, es asunto suyo. - Se acercó a su interlocutor -. Todas sus provisiones se hallan apiladas en el exterior. No me queda más que decirle adiós.
Se abrazaron a la manera marciana.
Tras cruzar las escotillas, Fander contempló la gran esfera que vibraba, luego se deslizaba para ganar velocidad. Se elevó sin un ruido. Su tamaño fue disminuyendo hasta convertirse tan solo en un punto sobre una nube. Un instante después se hundía en la nube y desaparecía.
Fander permaneció inmóvil durante un largo rato contemplando la nube. Luego dedicó su atención al trineo de carga que contenía sus pertrechos. Tras instalarse en el asiento delantero, descubierto, maniobró los mandos de tensión de las parrillas orientables y dejó que el vehículo se elevara unos centímetros del suelo. Cuanto mayor fuera la altitud, mayor sería también el consumo de energía. Deseaba conservar su potencia motriz tanto como fuera posible; no sabía hasta cuando le seria necesaria. Así pues dejó que el trineo se deslizara a poca altitud y poca velocidad, en la dirección aproximada del objeto origen de la belleza.
Más tarde descubrió una pequeña gruta con un suelo seco en el flanco de la colina donde se erguía el objeto. Necesitó dos días de cuidadoso trabajo con la pistola de rayos para agrandarla, conseguir que las paredes y el techo formaran ángulos rectos y aplanar el suelo; y otro medio día más para eliminar el polvo de silicatos con un ventilador eléctrico. Luego almacenó sus provisiones en el fondo aparcó el trineo a la entrada, y dispuso una pantalla de fuerza ante esta. El agujero en la colina se había convertido en su casa.
La primera noche el sueño tardó en llegar. Estaba tendido en la gruta, una cosa nudosa y tentacular de color azul reluciente, con enormes ojos de abeja, y se sorprendió tendiendo el oído hacia las arpas que tocaban a sesenta millones de kilómetros de distancia. Los extremos de sus tentáculos se estremecieron en una involuntaria búsqueda de los cantos telepáticos que acompañaban a las arpas, pero fue en vano.
La oscuridad se hizo más profunda; una calma monstruosa reinaba sobre el mundo entero. Sus órganos auditivos estaban ávidos del sordo grito de las ranas de arena en el crepúsculo, pero no había ranas de arena. Sentía deseos de captar el familiar zumbido de los escarabajos nocturnos, pero nada rompía el silencio. Salvo una vez, cuando algún animal lejano aulló su pena a la pálida luna, la noche transcurrió sin un sonido, sin ninguna interrupción.
Por la mañana se aseó, comió, tomó el trineo y partió a explorar el emplazamiento de un pueblecito. Encontró muy poco con lo que satisfacer su curiosidad, tan solo informes montículos de escombros sobre arruinados cimientos vagamente rectangulares. Era un cementerio de casas muertas desde hacía mucho tiempo, podridas, invadidas por hierbajos, destinadas en poco tiempo al olvido total. La vista del lugar desde una altitud de doscientos metros no le dio más que una indicación: la exactitud del trazado original probaba que sus habitantes habían sido metódicos y ordenados.
Pero el orden no es la belleza en sí. Regresó a la cima de su colina y buscó consuelo en la contemplación de la cosa de belleza. Siguió sus exploraciones. No sistemáticamente, como lo hubiera hecho Skhiva, sino bajo el impulso de sus fantasías. Vio numerosos animales, solos o en grupos, pero ninguno parecido a las formas de vida de Marte. Algunos se dispersaban al galope tendido cuando su trineo los sobrevolaba, otros se enterraban en agujeros abiertos en el suelo, mostrando en el momento de desaparecer ridículas colas blancas. Otros, unos cuadrúpedos de cabezas largas y dientes afilados, cazaban en manadas y ladraban al unísono en su dirección cuando pasaba sobre ellos, con sus voces duras y amenazadoras.
El día que hacía sesenta y dos desde que la nave se fuera divisó, en un claro encajonado, umbrío, un pequeño número de siluetas que no había visto nunca antes y que se desplazaban en una fila única. Las reconoció al primer golpe de vista: las conocía tan bien que sus inquisitivos ojos comunicaron la excitación del triunfo a su mente. Eran andrajosas, estaban sucias, medio desarrolladas tan solo, pero la cosa de belleza le había dicho lo que eran.
Describió una amplia curva a ras del suelo que lo condujo al otro extremo del claro. Ahora podía distinguirlos bien, incluso podía percibir el color rosado manchado de lodo de sus delgadas piernas. El trineo volador se inclinó para descender hasta la entrada del claro. Se desplazaban en la misma dirección que él, evidenciando una temerosa prudencia mientras observaban el terreno ante ellos, con miedo a tropezarse con enemigos. Su rápida llegada por su espalda se realizó sin la menor advertencia.
El último de la cautelosa fila le hizo fallar, sin embargo, en el último instante. Fander se inclinaba sobre la borda de su vehículo, con sus largos tentáculos preparados para agarrar al bípedo, aquel que tenía un espeso y desordenado mechón de cabellos amarillos, cuando, prevenido por algún sexto sentido, la víctima elegida se arrojó de bruces al suelo. Los tentáculos de Fander fallaron por medio metro. Tuvo el atisbo de unos ojos grises aterrados uno o dos segundos antes de conseguir, con un hábil balanceo del trineo, compensar la pérdida apoderándose del siguiente espécimen de la fila, que no se había dado cuenta de nada.
Este segundo tenía los cabellos más oscuros, y era un poco más grande y fuerte. Se debatió entre los tentáculos que lo mantenían sujeto mientras el vehículo ganaba altura. Luego, dándose cuenta de la naturaleza de aquello que lo sujetaba, la criatura se retorció para mirar hacia Fander. El resultado fue absolutamente imprevisto: el ser perdió su color facial, cerró los ojos, y pendió inerte y blando entre sus tentáculos.
El prisionero seguía estando inerte cuando lo transportó a su gruta, pero su corazón seguía latiendo y sus pulmones inspirando. Tras depositarlo con cuidado en su blanda cama, Fander regresó a la entrada de la gruta mientras esperaba a que el cautivo recuperara los sentidos. El ser terminó por agitarse y se sentó, dirigiendo una absorta mirada a la pared ante él. Sus negros ojos se desplazaron lentamente a su alrededor, tomando consciencia de lo que le rodeaba. Luego vieron a Fander, recortado contra la claridad del exterior. Se abrieron enormemente y su propietario emitió unos sonidos agudos, desagradables, mientras se esforzaba en retroceder apretándose contra la rugosa pared. Hacía tanto ruido, sus gritos se sucedían cada vez más fuertes, de tal modo que Fander salió de la gruta, lejos de su vista, y permaneció sentado al frío viento hasta el momento en que los gritos cesaron.
Dos horas más tarde reapareció cautelosamente para ofrecerle algo de comer pero su reacción fue tan rápida, tan violentamente aterrada, que dejó caer su carga para ocultarse rápidamente, como si el aterrado fuera él.
La comida permaneció intacta durante dos días completos. Al tercer día, observando que parte de ella había sido comida, Fander se aventuró a entrar de nuevo.
El marciano no se atrevió a acercarse demasiado a su presa; esta, sin embargo, se apretó convulsivamente contra la pared, mientras murmuraba:
- El demonio... El demonio... - Sus ojos estaban enrojecidos y rodeados de oscuras ojeras.
El demonio, pensó Fander, incapaz absolutamente de repetir la extraña palabra y preguntándose qué podía significar. Intentó utilizar su tentáculo de señales para transmitirle ideas tranquilizadoras, pero fue en vano. El otro se quedó contemplando sus contorsionantes movimientos, entre asustado y asqueado, sin manifestar el menor signo de comprensión. Fander dejó que su tentáculo reptara suavemente por el suelo, con la esperanza de conseguir un contacto telepático. El otro se apartó como ante una serpiente dispuesta a morder.
- Paciencia - se dijo -. Para alcanzar lo imposible hace falta un poco más de tiempo.
Fue mostrándose de tanto en tanto, trayendo siempre comida y agua. Por la noche dormía sobre la dura y húmeda hierba, bajo cielos amenazadores, mientras su prisionero (o su huésped) gozaba del confort de la cama, del calor de la gruta y de la seguridad que le proporcionaba la pantalla de fuerza.
Finalmente, Fander decidió utilizar una astucia que no tenía nada de poético, sirviéndose del estómago del otro como indicador del momento oportuno. Al octavo día, tras observar que sus ofrecimientos de comida eran regularmente aceptados, decidió comer él a la entrada de la gruta, bien a la vista del otro. Observó que su huésped no se mostraba perturbado por aquello. Por la noche, durmió también a la entrada, junto a la pantalla de fuerza, lo más lejos posible del muchacho pero dentro de la gruta. No se produjo ninguna reacción desagradable. El muchacho se pasó mucho tiempo despierto, examinándolo, vigilándolo atentamente, pero terminó durmiéndose poco antes del amanecer.
Una nueva tentativa de conversación a través de gestos no dio mejores resultados que la primera, y el ser siguió rechazando tocar el tentáculo que le ofrecía. Sin embargo, Fander notaba que estaba haciendo progresos. Seguía rechazando su aproximación, pero su repulsión disminuía. Poco a poco, insensiblemente, la forma del marciano se le iba haciendo familiar, casi aceptable.
Fander saboreó las mieles del éxito hacia el mediodía del día siguiente. El muchacho había dado varias veces señales de una extraña enfermedad emotiva cuyos accesos lo arrojaban al suelo, con el cuerpo agitándose, mientras emitía roncos sonidos y sus ojos se mojaban abundantemente. En aquellos momentos el marciano se sentía curiosamente impotente, inútil. Sin embargo, aprovechó una de aquellas ocasiones en que la crisis había hecho disminuir el estado de alerta del enfermo para acercarse lo suficiente como para tomar un estuche que había cerca de él.
Del estuche extrajo su pequeña arpa eléctrica, la conectó, y rozó las cuerdas con una delicada ternura. Empezó a tocar muy suavemente, cantando para sí mismo el acompañamiento, ya que no poseía órgano vocal y solo el arpa podía emitir sonidos en su lugar.
El muchacho dejó de temblar y se sentó, dedicando toda su atención al hábil juego de los tentáculos y a la música que creaban. Cuando Fander calculó que había captado finalmente la atención de su auditorio, terminó su canción con un ligero toque apaciguador y, con un gesto amistoso, ofreció el arpa a su huésped. Este manifestó a la vez interés y vacilación. Cuidando de no acercarse ni un paso, Fander se la ofreció al extremo de uno de sus tentáculos. El muchacho tenía que dar cuatro pasos para tomar el instrumento. Los dio.
Este fue el comienzo. Repitieron el mismo juego día tras día, y a veces incluso por las noches, mientras la distancia que los separaba iba disminuyendo en fracciones casi imperceptibles. Finalmente se sentaron lado a lado, y aunque el muchacho aún no había aprendido a reír, al menos ya no se mostraba intranquilo. Sabía ya tocar algunas melodías sencillas, y esta aptitud le llenaba de un solemne orgullo.
Un día, al anochecer, cuando los animales que a veces le aullaban a la luna se dejaban oír de nuevo, Fander tendió por centésima vez su tentáculo. Su gesto había sido siempre inequívoco, aunque la motivación que lo producía no fuera a veces evidente, y siempre había sido rechazado. Esta vez, sin embargo, cinco dedos se cerraron alrededor del tentáculo, como en un tímido deseo de complacer.
Rogando fervorosamente que los nervios humanos funcionaran como los de los marcianos, Fander lanzó sus pensamientos por aquel lazo de unión, precipitadamente, temeroso de que el contacto se rompiera prematuramente.
- No me tengas miedo. No puedo impedir el tener esta forma, como tú no puedes cambiar la tuya. Soy tu amigo, tu padre, tu madre. Te necesito tanto como tu me necesitas a mí.
El muchacho soltó su presa y empezó a producir semiahogados gemidos. Fander posó un tentáculo en su hombro, palmeándolo suavemente, en un gesto puramente marciano. Por alguna razón inexplicable, aquello no hizo más que agravar la situación. Completamente desconcertado, sin saber qué hacer, qué acto realizar que fuera comprensible dentro de un contexto humano, rechazó el problema de su mente para abandonarse a su instinto. Pasó un miembro largo y flexible como una cuerda alrededor del muchacho y lo atrajo hacia sí, manteniéndolo apretado contra su cuerpo hasta que los ruidos cesaron y llegó el sueño. Fue entonces cuando se dio cuenta de que el muchacho capturado era mucho más joven de lo que había creído. Estuvo cuidándolo toda la noche.
Se necesito mucha práctica para llegar a una conversación coherente. El muchacho debía aprender a controlarse y a proyectar sus pensamientos, ya que Fander no tenía el poder de arrancárselos.
- ¿Cuál es tu nombre?
Fander vio una imagen de piernas delgadas corriendo rápidamente. La transformó en una pregunta:
- ¿Agil?
Una afirmación.
- ¿Y cuál es el nombre que me das tú?
Una mezcolanza de cosas monstruosas, poco halagadora.
- ¿Demonio?
La imagen torbellineó, perdió nitidez. Hubo como un asomo de confusión.
- Demonio servirá - aceptó Fander, que tenía unas ideas muy amplias al respecto -. ¿Dónde están tus padres? - prosiguió.
Imágenes más confusas todavía.
- Tienes que tener padres. Todo el mundo tiene un padre y una madre, ¿no? ¿No recuerdas a los tuyos?
Visiones fantasmagóricas, entremezcladas. Adultos abandonando a sus hijos. Adultos evitando a sus hijos como si tuvieran miedo de ellos.
- ¿Cuál es la primera cosa que recuerdas?
- Un hombre alto que anda conmigo. Me acompaña un momento. Luego se va.
- ¿Qué le ha ocurrido?
- Se va. Dice que está enfermo. Que si se queda conmigo podrá darme la enfermedad.
- ¿Hace mucho de eso?
De nuevo confusión.
Fander cambió de tema.
- Y esos otros chicos... ¿tampoco tienen padres?
- No tienen a nadie.
- Pero tú tienes a alguien ahora, ¿no, Agil?
- Sí - el tono del muchacho era vacilante.
Fander se aventuró a ir un poco más lejos.
- ¿Prefieres tenerme a mí o estar con los demás chicos? - Dejó pasar un cierto tiempo antes de añadir -: ¿O quizá las dos cosas?
- Las dos - respondió Agil sin la menor vacilación. Sus dedos jugueteaban con el arpa.
- ¿Quieres ayudarme mañana a buscarlos y a traerlos aquí?
- Sí.
- Y si ellos me tienen miedo, ¿les dirás que no tienen nada que temer de mi?
- ¡Claro! - dijo Agil, humedeciéndose los labios y sacando pecho.
- Entonces quizá te guste salir a dar un pequeño paseo ahora. Hace demasiado tiempo que estás en esta gruta. Un poco de ejercicio te irá bien. ¿Vienes a dar una vuelta conmigo?
- Sí.
Salieron lado a lado, uno trotando ágilmente, el otro deslizándose y reptando. La alegría del muchacho afloró apenas estuvieron al aire libre. Se diría que la vista del cielo, el azote del viento en su rostro, el olor de la hierba, le hacían comprender que en realidad no estaba prisionero. Sus rasgos, habitualmente serios, se animaron, lanzó exclamaciones que Fander no pudo comprender, y una vez incluso se echó a reír sin razón aparente, por pura alegría. En dos ocasiones tomó por propia iniciativa el extremo de un tentáculo para transmitirle una idea a Fander, realizando este acto como algo tan natural como el hablar.
A la mañana siguiente sacaron el trineo. Fander se instaló en el asiento delantero, a los mandos; Agil se acurrucó detrás, agarrándose con las dos manos a las correas de sujeción. Levantaron el vuelo y tomaron rumbo al claro. Numerosos animalillos de cola blanca se precipitaron dentro de sus agujeros a su paso.
- Comida; buena - observó Agil, tocando a Fander y comunicándose a través del punto de contacto.
Fander se sintió algo desanimado. ¡Carnívoros! Un extraño sentimiento de vergüenza y de disculpa le indicó que Agil había captado su repugnancia. Lamentó no haber reprimido aquella reacción instintiva antes de que el muchacho la captara. Pero no podía reprochárselo a sí mismo, ya que la impresión de aquella brutal declaración lo había sorprendido por completo. De todos modos, era un paso más en su mutua comprensión, ya que Agil deseaba que Fander tuviera buena opinión de él.
Desde el primer momento la suerte les acompañó. A unos ochocientos metros al sur del claro, Agil lanzó un agudo grito mientras señalaba el suelo con el dedo. Una pequeña silueta de cabellos dorados estaba de pie sobre un montículo y con templaba fascinada el fenómeno que había aparecido en el cielo. Una segunda forma minúscula, de cabellos rojos y también largos, estaba a su lado y contemplaba el cielo con el mismo aire de sorpresa. Ambas siluetas volvieron a la realidad y dieron media vuelta para huir cuando la navecilla giró, se inclinó y picó hacia ellas.
Sin tener en cuenta los excitados gritos de su pasajero ni los tirones que daba a las correas de sujección, Fander hizo una pasada en vuelo rasante y se apoderó de una de las presas, luego de la otra. El doble peso que sostenía no le facilitó precisamente la maniobra de equilibrar el vehículo y volver a ganar altura. Si las víctimas se hubieran debatido hubiera tenido verdaderos problemas, pero no lo hicieron: gritaron un poco al sentirse levantadas, y luego quedaron inertes, con los ojos cerrados.
El trineo ascendió y recorrió un kilómetro y medio a doscientos metros de altura. La atención de Fander estaba repartida entre sus inertes presas, los mandos y el horizonte, cuando de pronto resonó algo parecido a un trueno bajo el casco de la nave. Toda la navecilla se estremeció, un trozo de parrilla saltó por los aires, se oyó como un repiqueteo, y una multitud de objetos silbaron y gimieron a su alrededor, dirigiéndose hacia las nubes.
- El viejo Canoso! - gritó Agil dando saltos excitados, pero sin asomarse por la borda -. Nos está disparando!
Sus palabras no tenían ningún significado para el marciano, que no podía distraer uno de sus tentáculos para contactar al muchacho, el cual había olvidado también en su excitación hacerlo. Preocupado, el poeta luchó por hacer recuperar al trineo la horizontal, luego le dio el máximo de potencia. Fueran cuales fuesen los daños sufridos, el aparato no había perdido nada de su eficacia; avanzó a una velocidad que hizo que el viento agitara violentamente las cabelleras dorada y roja de sus víctimas. Naturalmente, el aterrizaje junto a la gruta fue precario. El vehículo botó y resbaló de costado durante unos cuarenta metros antes de detenerse sobre la hierba.
Primero lo esencial: Fander llevó a los dos inconscientes muchachos al interior y los dejó sobre la cama. Luego salió de nuevo para examinar el trineo. Había como media docena de agujeros en la plancha del fondo, y un par de brillantes surcos en uno de los lados. Fander estableció contacto con Agil.
- ¿Qué querías decirme?
- Que el viejo Canoso nos ha disparado.
La imagen mental estalló en él, impactante. La visión de un hombre viejo, alto, de cabello blanco y rostro serio, con un arma tubular apoyada sobre un hombro y escupiéndole fuego al cielo. Un viejo de cabello blanco. ¡Un adulto!
Su presión sobre los dedos del muchacho aumentó.
- ¿Qué es ese viejo para ti?
- No mucho. Vive cerca de nosotros, en los refugios.
La imagen de un túnel largo de polvoriento hormigón, muy deteriorado, con el techo señalado por las cicatrices de un sistema de iluminación desaparecido hacía mucho tiempo. El viejo viviendo su vida de ermitaño a un lado los muchachos al otro. El viejo estaba amargado, era taciturno, se mantenía distanciado de los muchachos, les hablaba tan solo muy ocasionalmente, pero reaccionaba con rapidez cuando algo los amenazaba. Tenía fusiles. Una vez había matado a muchos perros salvajes de una jauría que habían devorado a dos muchachos.
- Las gentes nos dejaron los refugios porque el viejo Canoso estaba allí y tenía armas - explicó Agil.
- ¿Pero por qué no vive con los muchachos? ¿Acaso no los quiere?
- No sé. - Reflexionó unos instantes -. Una vez nos dijo que los viejos pueden ponerse muy enfermos y hacer que los jóvenes se pongan también enfermos... y entonces todos morirán. Quizá tenga miedo de hacer que muramos. - Agil no estaba muy seguro de ello.
Así pues existía una terrible enfermedad, algo muy contagioso que afectaba principalmente a los adultos. Algo tan terrible que les hacía abandonar a sus hijos apenas podían, con la esperanza de que al menos estos sobrevivirían. Sacrificio sobre sacrificio... para conservar la raza. Desesperación sobre desesperación... con los viejos prefiriendo vivir en la soledad antes que en la compañía de sus semejantes.
Sin embargo, Canoso era descrito como muy viejo. ¿Era una exageración del cerebro del muchacho?
- Debo encontrarme con Canoso.
- Te disparará - aseguró Agil -. Ahora sabe que eres tu quien me llevó. Te ha visto llevarte a los otros. Vigilará el cielo, y te matará a la primera ocasión que tenga.
- Debemos hallar el medio de evitarlo.
- ¿Cómo?
- Cuando los otros dos sean también mis amigos, como tú, os devolveré a los tres a los refugios. Tú irás a encontrar a Canoso de mi parte y le dirás que no soy tan horrible como parezco.
- Yo no te veo horrible - dijo Agil. La imagen que recibió Fander al mismo tiempo que esa observación le causó la más insólita de las sensaciones. Se trataba de un cuerpo impreciso, bañado en sombras, muy deformado... con un rostro claramente humano.
Los nuevos prisioneros eran dos hembras. Fander lo supo sin que nadie se lo dijera, ya que eran mucho más delicadas que Agil, y de ellas se desprendía el olor suave y cálido de la feminidad. Lo cual anunciaba complicaciones. Quizá no fueran más que niños, y quizá vivieran juntos en los refugios, pero él no autorizaría nada semejante mientras fuera el responsable allí. Fander procedía evidentemente de otro mundo con otras costumbres, pero no estaba exento de un cierto puritanismo. Empezó a horadar otra gruta, más pequeña, para Agil y para él.
Ninguna de las dos chicas lo vieron durante los cuatro primeros días. Manteniéndose cuidadosamente fuera de su vista, encargó a Agil de llevarles la comida, hablarles, calmarlas, prepararlas para enfrentarlas al aspecto de la «cosa» que iban a ver. Al quinto día, se dejó examinar a distancia. Pese a las advertencias, palidecieron y se agarraron la una a la otra, aunque sin emitir aquellos sonidos estridentes. Tocó el arpa unos instantes, se fue, volvió un poco más tarde y tocó un poco más.
Animada por el aluvión de propaganda que les lanzaba incesantemente Agil, una de ellas se decidió a tocar el extremo de uno de sus tentáculos al día siguiente. Lo que se deslizó a lo largo de los nervios de Fander no era una imagen comprensible sino más bien un dolor sordo, un deseo, una aspiración infantil. Fander salió de espaldas de la gruta, encontró un trozo de madera, pasó toda la noche delante de un Agil dormido que le sirvió de modelo, y talló en la madera una figura articulada con los rasgos de un ser humano. No era escultor, pero tenía una cierta habilidad táctil, y el poeta que había en él le inspiró para darle expresividad a la estatuilla. Realizó un trabajo concienzudo, tras lo cual revistió a la muñeca con unas ropas que imaginó parecidas a las de los terrestres, coloreó su rostro, y fijó en sus rasgos la mueca de placer que los humanos llaman una sonrisa.
Le dio la muñeca en el mismo momento en que ella se despertó al día siguiente. La tomó ávidamente, como hambrienta, con los ojos desorbitados de felicidad. La apretó contra su seno aún inexistente, canturreando con voz muy baja... y Fander supo que aquel extraño vacío que había captado el día anterior se había llenado.
Aunque el joven Agil se mostrara abiertamente desdeñoso hacia aquel manifiesto malgasto de energía, Fander procedió a fabricar un segundo maniquí. Esta vez no necesitó tanto tiempo. El primer ensayo le había reportado una mayor destreza y rapidez. Pudo ofrecer su obra a la segunda muchachita poco después del mediodía. Ella aceptó el presente con una graciosa timidez, abrazando a la muñeca como si a sus ojos tuviera más importancia que el conjunto de su desolado mundo. En la feliz concentración en que la sumergía el juguete, ni siquiera se dio cuenta de que Fander estaba cerca, muy cerca de ella, y cuando le tendió un tentáculo ella lo tomó distraídamente.
Simplemente, él le dijo:
- Te quiero.
La mente de la chiquilla estaba demasiado poco ejercitada como para proporcionar una reacción traducible, pero un cálido relámpago cruzó por sus grandes ojos.
Fander estaba sentado en el trineo, posado sobre el suelo a kilómetro y medio al este del claro, mientras seguía con la mirada a los tres muchachos que, cogidos de la mano, avanzaban en dirección a los disimulados refugios. Agil era evidentemente el jefe; les decía que se apresurasen, daba sus indicaciones con la ruidosa firmeza de aquel que ha superado todas las pruebas y ha sido considerado apto. Pese a lo cual las chicas se detenía de tanto en tanto para girarse y hacerle gestos con las manos a la cosa nudosa con ojos de abeja que acababan de dejar. Y Fander consideraba su obligación responder a sus saludos, sirviéndose cada vez de su tentáculo de señales, ya que en ningún momento se le había ocurrido que cualquier otro de sus apéndices servia lo mismo.
Desaparecieron tras una ondulación del terreno. Se quedó en el vehículo, paseando su multifacetada mirada por los alrededores o examinando el colérico cielo que prometía de nuevo lluvia. El suelo, hasta el horizonte, era de un sucio y deslucido color gris verdoso. Nada que interrumpiera aquella monótona tonalidad, ninguna mancha de color blanco, dorado o rojo brillante como las que salpicaban las praderas marcianas. No había otra cosa que el eterno gris verdoso del suelo, y su propio cuerpo azul brillante.
Al poco rato un animal de cuatro patas, de rostro puntiagudo, apareció por entre la hierba, levantó la cabeza y aulló en su dirección. Su grito era un lamento urgente, impresionante, que resonó en ecos por entre la hierba y gimió a lo lejos. Despertó a otros animales parecidos, dos, diez, veinte. Su audacia creció junto con su número, hasta el momento en que hubo un grupo importante que se animaba mutuamente, ladrando y gruñendo, acercándose lentamente a él, los belfos babeantes, los colmillos al descubierto. Luego vino una orden colectiva, algo invisible pero perentorio, que les hizo abandonar su cauteloso avance y saltar todos a la vez, las fauces abiertas. Se comportaban con el voraz frenesí, los ojos enrojecidos, de los animales empujados por algo parecido a la demencia.
Por repugnante que fuera, la vista de aquellas criaturas ávidas de carne - aunque fuera desconocida carne azulada - no alarmaba a Fander. Movió una palanca del cuadro de mandos, las parrillas de sustentación irradiaron, y el trineo se elevó a diez metros. Aquella huida tan tranquila, tan fácil, ejecutada de un modo tan sin importancia, originó una furia desmesurada en la manada de perros salvajes. Llegados en un tumulto feroz bajo el vehículo, empezaron a saltar inútilmente en sus ansias por alcanzarlo, cayendo en confusa mezcolanza los unos sobre los otros, para volver a saltar con renovadas fuerzas. El estruendo que ocasionaban era ensordecedor. De ellos emanaba un acre olor a pelaje sucio y a secreciones animales.
Recostado en su asiento, en una irritante actitud de indiferencia, Fander les dejó babear bajo él. Giraban en apretados círculos, ladrándole insultos y mordiéndose los unos a los otros. Aquello duró un cierto tiempo, hasta que se produjo una sucesión de rápidas detonaciones procedentes del claro. Ocho perros cayeron muertos. Otros dos cayeron y se arrastraron penosamente buscando ponerse fuera de alcance. Diez huyeron sobre tres patas gañendo de dolor. Los que escaparon indemnes desaparecieron como relámpagos hacia sus lugares de emboscada para dar cuenta de aquellos que huían cojeando. Fander hizo descender el aparato.
Agil estaba de pie sobre el promontorio, con Canoso. Este último volvió a colocar el arma apoyada contra su brazo y avanzó sin apresurarse, mientras se frotaba pensativamente la mandíbula.
El viejo terrestre se detuvo a cinco metros del marciano, frotó de nuevo los hirsutos pelos de su barbilla y dijo:
- No me parece natural. Yo le llamaría más bien una pesadilla.
- Es inútil que le hables - le aconsejó Agil -. Tienes que ir y tocarle la punta de un tentáculo, como te he dicho.
- Ya sé, ya sé - dijo Canoso, con el gesto impaciente de los viejos -. Cada cosa a su tiempo. Lo tocaré cuando esté preparado. - Siguió observando a Fander, inmóvil, sus grises ojos atravesándolo escrutadoramente. Una o dos veces murmuró algo entre dientes. Finalmente, se decidió -. Está bien, vamos allá - dijo, y tendió la mano.
Fander posó en ella la extremidad de un tentáculo.
- Está frío - observó Canoso, apretando los dedos -. Más frío que una serpiente.
- No es una serpiente - contradijo Agil.
- Está bien... yo no he dicho eso.
- Y no tiene el mismo tacto que una serpiente - insistió Agil, que en toda su vida no había tocado ninguna serpiente, y no sentía el menor deseo de hacerlo.
Fander envió un pensamiento a través del contacto:
- Vengo del cuarto planeta. ¿Sabes lo que significa eso?
- No soy un ignorante - dijo Canoso en voz alta.
- Es inútil que me respondas verbalmente. Recibo tus pensamientos del mismo modo que tú recibes los míos. Tus reacciones son mucho más concretas que las del muchacho, y puedo comprenderte mucho más fácilmente.
- Bah - dijo Canoso, sin dejarse impresionar.
- Tenía muchos deseos de descubrir a un adulto para hablar con él, ya que los muchachos no están en situación de decirme mucho. Me gustaría hacerte algunas preguntas. ¿Aceptas responder?
- Depende - dijo Canoso, suspicaz.
- No importa. Responde cuando quieras. Mi único deseo es acudir en vuestra ayuda.
- ¿Por qué? - preguntó Canoso, buscando el interés que el otro podía tener.
- Necesitamos amigos inteligentes.
- ¿Por qué?
- Porque no somos numerosos, y nuestros recursos son pocos. Visitando este mundo y el planeta nuboso, habremos alcanzado casi el límite de nuestras capacidades. Pero con un poco de ayuda podríamos ir más lejos, llegar a los planetas exteriores. Creo que si acudimos en vuestra ayuda hoy, vosotros estaréis en situación de ayudarnos a nosotros mañana.
Canoso reflexionó atentamente, olvidando que el trabajo secreto de su mente era un libro abierto para el otro. La sospecha crónica era la piedra angular de sus ideas, la sospecha fundada en sus propias experiencias y en el reciente pasado. Pero los pensamientos profundos iban en los dos sentidos, y su propio cerebro descubrió la sinceridad que anidaba en el de Fander.
Así pues, aceptó:
- Es un trato honesto. Habla.
- ¿Cuál es la causa de todo esto? - preguntó Fander, agitando un tentáculo para abarcar al mundo.
- La guerra - dijo amargamente Canoso -. La última de todas las guerras. Todo el planeta se volvió loco.
- ¿Cómo ocurrió?
- Es algo superior a mi entendimiento. - Canoso examinó cuidadosamente la cuestión -. Imagino que hubo más de una causa. En cierto modo, fue el resultado de una multitud de causas que se fueron acumulando.
- ¿Por ejemplo?
- Las diferencias entre las gentes. Había algunas que tenían el cuerpo de diferente color, otras pensaban de un modo distinto. Y no llegaban a entenderse. Algunas se reproducían mucho más aprisa que otras, y necesitaban más sitio, más comida. Y ya no había ni más sitio ni más comida disponibles. El mundo estaba lleno y nadie podía entrar en él sin empujar a los que ya estaban. Mi padre me lo dijo antes de morir, y yo siempre he sostenido lo mismo: si las gentes hubieran tenido el buen sentido de limitar su número, quizá nunca se hubiera producido...
- ¿Tu padre? - se sorprendió Fander -. ¿Quieres decir tu ascendiente directo? ¿Acaso todo esto no ocurrió en vida tuya?
- No. Yo no vi nada de eso. Yo soy el hijo del hijo del hijo de un superviviente.
- Vayamos a la gruta - intervino Agil, que se aburría con aquella conversación silenciosa -. Me gustaría mostrarle nuestra arpa.
No le prestaron atención. Fander dijo:
- ¿Crees que hay muchos otros hombres con vida?
- Es difícil decirlo - los pensamientos de Canoso se ensombrecieron -. No hay forma de saber cuantos seres hay al otro lado del planeta, quizá ocupados todavía en matarse entre sí o muriendo de hambre y de la enfermedad.
- ¿De qué enfermedad se trata?
- No recuerdo como se llama. - Canoso se rascó el cráneo, con aire perplejo -. Mi padre me lo dijo varias veces, pero hace mucho que lo olvidé. Además, saber el nombre no sirve de nada, ¿verdad? El decía que su padre le había explicado que era algo que formaba parte de la guerra, que la enfermedad había sido inventada y extendida voluntariamente... y que reina todavía entre nosotros.
- ¿Cuáles son los síntomas?
- Uno siente calor y entumecimiento. Aparecen hinchazones negras en las axilas. La muerte llega en cuarenta y ocho horas, y no se puede hacer nada por impedirla. Los viejos son generalmente los primeros en contraerla. Luego se contagian los niños, a menos que se les pueda aislar a tiempo de las víctimas.
- No conozco nada parecido - dijo Fander, incapaz de diagnosticar la neopeste bubónica de cultivo -. De todos modos no soy especialista en medicina. - Examinó a Canoso -. Pero tu pareces haber escapado.
- Cuestión de suerte - explicó Canoso -. O quizá esté inmunizado. Se decía hace mucho tiempo que algunas personas eran inmunes, y que me aspen si sé por qué. Es probable que yo sea uno de los privilegiados... aunque es mejor que no cuente con ello.
- ¿Es por eso por lo que permaneces lo más alejado posible de los muchachos?
- Exacto. - Echó una mirada de soslayo a Agil -. De hecho no debería haber venido hasta aquí con este. Ya tiene bastantes pocas oportunidades de por sí como para que aumente sus riesgos.
- Es un buen sentimiento de tu parte - transmitió suavemente Fander -. Sobre todo teniendo en cuenta que debes sentirte muy solo.
Canoso se puso a la defensiva, y su flujo de pensamientos adoptó un tono de agresividad.
- No me quejo de la falta de compañía. Soy capaz de arreglármelas solo como he hecho desde el día en que mi padre fue a tenderse en un rincón para morir. Me valgo por mí mismo, como todos.
- Te creo. Te ruego que me perdones. Soy extranjero aquí. Te juzgaba según mis propios sentimientos. De tanto en tanto sufro por mi soledad.
- ¿Cómo es eso? - se sorprendió Canoso -. ¿Quieres decir que te han desembarcado y te han abandonado a tus propios medios?
- Exacto.
- Pobre hombre! - exclamó fervientemente Canoso.
Hombre! Era una imagen parecida a la concepción de Agil, una visión de fugitiva silueta pero de rostro decididamente humano. El viejo reaccionaba a lo que consideraba como una penosa situación más que a una elección deliberada, y su reacción llegaba arrastrada por una oleada de simpatía.
Fander aprovechó rápidamente aquella oportunidad.
- Ya ves la situación en que me encuentro. La compañía de los animales salvajes no me sirve. Necesito a alguien lo suficientemente inteligente como para apreciar mi música y olvidar mi apariencia, a alguien lo suficientemente inteligente como para...
- No estoy seguro de que estemos tan evolucionados como para eso - interrumpió Canoso. Paseó una triste mirada por el paisaje -. Sobre todo cuando contemplo este cementerio, y pienso en lo que era, al parecer, en tiempos de mi bisabuelo.
- Toda flor surge del polvo de las flores anteriores - dijo Fander.
- ¿Qué es una flor?
El marciano se asombró. Había proyectado la imagen de un lirio marciano escarlata, en plena floración, y el cerebro de Canoso había tomado la imagen y le había dado vuelta en todos sentidos, sin saber si se trataba de algo animal, vegetal o mineral.
- Cosas que crecen como esto - explicó Fander, arrancando un manojo de verdeazulada hierba -. Pero más grandes, llenas de color, y que huelen bien. - Emitió una deslumbrante visión de un campo de lirios marcianos de un kilómetro cuadrado, una apoteosis de rojo resplandeciente.
- ¡Gloria de los cielos! - exclamó Canoso -. No tenemos nada parecido!
- Aquí no - admitió Fander -. Aquí no. - Señaló hacia el horizonte con un gesto -. Pero quizá allí haya muchas. Si viviéramos juntos nos haríamos compañía, aprenderíamos cosas el uno del otro. Podríamos unir nuestros esfuerzos y nuestras ideas, ir lejos en busca de flores... y de más gentes.
- Las gentes se niegan a reunirse en número importante. Permanecen formando grupos familiares hasta que la peste los dispersa. Entonces abandonan a sus hijos. Cuanto más numerosa es la multitud, mayor es el peligro de que uno solo contamine a todos. - Se apoyó en su fusil, estudiando a su interlocutor, mientras sus pensamientos asumían una sombría solemnidad -. Cuando una persona pilla la enfermedad, se aleja arrastrándose y muere sola. Su fin es un contrato privado entre ella y su Dios, sin testigos. La muerte se ha convertido en un asunto muy personal en nuestros días.
- ¿Realmente? ¿Incluso después de tantos años? ¿No piensas que tal vez la enfermedad haya podido llegar al final de su ciclo y desaparecer?
- Nadie lo sabe. Y nadie quiere correr el riesgo.
- Yo estaría dispuesto a correrlo.
- Tu puedes permitírtelo. No eres como nosotros. Eres distinto. Quizá ni siquiera puedas pillarla.
- O quizá pudiera pillarla y morir mas lentamente, más dolorosamente.
- Es posible - admitió Canoso inseguro -. Sea como sea, tu lo ves desde tu ángulo personal. Te han dejado aquí, solo. ¿Qué tienes para perder?
- Mi vida.
Canoso hundió la cabeza entre sus hombros como para parar un golpe.
- Bien, de acuerdo, es un riesgo. No se puede hacer una apuesta mayor. Así que te tomo la palabra. Vendrás a vivir con nosotros. - Sus manos se crisparon sobre su arma, sus nudillos se pusieron blancos -. En los siguientes términos: en el momento mismo en que caigas enfermo te irás rápidamente y para siempre. Si no lo haces, yo mismo te mataré y arrastraré tu cadáver hasta lejos, aunque corra el peligro de verme contagiado. Los muchachos son ante todo, ¿comprendido?
Los refugios eran mucho más espaciosos que la gruta. En ellos había dieciocho chicos, todos igual de delgados a causa de su régimen a base de raíces y hierbas comestibles, acompañadas ocasionalmente por algún conejo. Los más jóvenes y los más impresionables dejaron de sentir terror hacia Fander al cabo de una decena de días. A los cuatro meses, su nudoso cuerpo azul que se movía arrastrándose y deslizándose se había convertido en parte integrante de su limitado mundo.
Seis de los jóvenes eran machos mayores que Agil, uno de ellos bastante mayor, sin ser todavía un adulto. Fander les distraía con su arpa, les enseñaba a tocarla, y de tanto en tanto se los llevaba en paseos de diez minutos en el trineo volante, como un favor especial. Fabricaba muñecas para las chicas, así como curiosas casitas de forma cónica para las muñecas, con sillones de hierba trenzada de ancho respaldo en su interior. Ninguno de aquellos juguetes era completamente marciano en su concepción, ninguno era tampoco exclusivamente terrestre. Eran la traducción de un patético compromiso con su imaginación, la idea marciana de lo que podrían haber sido los mismos objetos terrestres si hubieran existido.
Pero, en forma disimulada, sin aparentemente disminuir el interés que dedicaba a los más jóvenes, la mayor parte de sus esfuerzos la consagraba a los seis muchachos de más edad y a Agil. En su opinión, en ellos estaba la esperanza de lo que quedaba del mundo. En ningún momento se le ocurrió pensar que su mente no técnica no lo era todo, que existen tiempos y circunstancias en las que es preciso rechazar toda estrechez de miras en beneficio de una posibilidad, por pequeña que sea, por lejos que pueda estar.
Y así se concentró lo mejor que pudo en los siete chicos mayores, instruyéndolos a lo largo de lentos meses, estimulando su imaginación, animando su curiosidad, repitiendo incansablemente que el miedo a la enfermedad y a la muerte puede convertirse en un dogma de segregación si las gentes no consiguen superarlo en lo más profundo de sus almas.
Les enseñó que la muerte es la muerte, un acontecimiento natural que hay que aceptar con filosofía y afrontar con dignidad... y había momentos en los que sospechaba que no les estaba enseñando realmente nada, que tan solo les recordaba cosas, ya que en el fondo de sus cerebros en evolución permanecía anidada la misma tendencia hereditaria de los terrestres que habían luchado para llegar a las mismas conclusiones diez o veinte mil años antes. Pero al menos ayudaba a eliminar el obstáculo que representaba la enfermedad del sendero de la vida y conducía más rápidamente la lógica infantil hacia los conceptos adultos. Bajo este ángulo se sentía satisfecho. No podía hacer más.
En el momento oportuno organizaron conjuntos vocales, tarareos y cantos con acompañamiento del arpa; de tanto en tanto improvisaban frases sobre las melodías de Fander, discutiendo los respectivos méritos de cada uno de los términos y expresiones elegidas, hasta que la canción quedaba completada según un proceso de eliminación. Cuando las canciones empezaron a formar un repertorio, cuando los cantos se hicieron más hábiles más elaborados, el viejo Canoso demostró un cierto interés, asistió a una sesión, luego a una segunda, si bien la costumbre lo situó en un solitario papel de espectador único.
Un día, el muchacho de más edad, llamado Pelirrojo, fue al encuentro de Fander y tomó el extremo de su tentáculo.
- Demonio, ¿puedo hacer funcionar la máquina de comida?
- ¿Quieres que te muestre cómo funciona?
- No, Demonio, ya sé como utilizarla - el joven miró a Fander directamente a sus ojos de abeja.
- Oh, bueno, ¿cómo se hace?
- Se llena el depósito con hojas de hierba tiernas, cuidando de eliminar todas las raíces. Hay que poner atención en no girar ningún botón antes de que el depósito esté lleno y la puerta bien cerrada. Entonces giras el botón rojo hasta trescientos, das la vuelta al depósito, giras el botón verde hasta sesenta, luego cierras los dos botones, vacías la pulpa caliente del depósito en los moldes y aplicas la prensa hasta que las galletas estén duras y secas.
- ¿Cómo has descubierto todo eso?
- Te he observado a menudo mientras fabricabas galletas para nosotros. Esta mañana, mientras tu estabas ocupado, lo he probado de hacer yo mismo. Mira. - Abrió la mano y le mostró una galleta. Fander la tomó y la examinó cuidadosamente. Dura, crujiente, bien moldeada. La probó. Perfecta.
Así fue como Pelirrojo se convirtió en el primer mecánico en cuidar y hacer funcionar el premasticador marciano de una nave de salvamento. Siete años más tarde, mucho después de que la máquina dejara de operar, consiguió proporcionarle de nuevo energía, poca, es cierto, pero la suficiente, utilizando el polvo que desprendían las partículas alfa. Y cinco años más tarde la mejoró, la hizo más eficiente. En veinte años fabricó una segunda, y entonces se halló con todos los conocimientos necesarios para producir premasticadores en serie.
Fander no hubiera podido hacer nada semejante ya que, no siendo técnico, no tenía una mayor idea que cualquier terrestre medio acerca de los principios que regían el funcionamiento de la máquina, e ignoraba igualmente lo que eran la digestión irradiada y el enriquecimiento en proteínas. No podía hacer otra cosa que animar a Pelirrojo a seguir adelante y confiar en el genio innato del muchacho... que era más bien abundante.
Igualmente, Agil y otros dos muchachos, Moreno y Orejudo, le liberaron de la preocupación del entretenimiento del trineo. En algunas ocasiones, como un favor especial, Fander les había permitido tomar el trineo ellos solos para desplazamientos de menos de una hora. En una ocasión, sin embargo, se ausentaron desde el amanecer hasta el anochecer. Canoso se paseaba nervioso, con un fusil cargado al brazo y un arma más pequeña metida en el cinturón, subía a menudo a lo alto del promontorio para escrutar el cielo en todas direcciones. Los dos jóvenes delincuentes regresaron a la puerta del sol, trayendo consigo a un muchacho desconocido.
Fander los llamó. Se dieron la mano, a fin de que el contacto con su tentáculo los pusiera en comunicación simultáneamente a los tres.
- Estoy muy disgustado. El vehículo tiene una energía limitada. Cuando se agote, no tendremos ya ninguna posibilidad de volver a utilizarlo.
Se miraron, preocupados.
- Y desgraciadamente no poseo ni los conocimientos ni las aptitudes necesarias para recargar lo que sea que lo hace funcionar cuando su energía se haya agotado. Me faltan los conocimientos técnicos de mis amigos que me dejaron aquí... y me siento avergonzado por ello. - Los contempló tristemente antes de proseguir -: Todo lo que sé es que la energía no se gasta si no se utiliza. Si no abusamos del trineo, la reserva durará varios años. - Una nueva pausa -. Y, dentro de unos pocos años, vosotros ya seréis hombres adultos.
- Pero, Demonio - dijo Moreno -, entonces pesaremos mucho más que ahora, y el aparato deberá usar una energía proporcionalmente mayor.
- ¿Cómo has aprendido tú esto? - dijo secamente Fander.
- Cuanto más peso, mayor fuerza para sostenerlo e impulsarlo - dijo Moreno, con lógica irrefutable -. Ni siquiera hay que reflexionar sobre ello. Es evidente.
- Está bien - emitió Fander suavemente -. Tú te encargarás.
- ¿De qué, Demonio?
- De construir cien vehículos semejantes a este o mejores... y de explorar el mundo entero con ellos.
Desde entonces limitaron sus desplazamientos a una hora realizándolos mas espaciadamente y dedicando una mayor atención a investigar atenta y minuciosamente las entrañas de la máquina.
Canoso cambiaba de modo de pensar con la obstinada repugnancia de los viejos. Al cabo de tres años empezó a salir poco a poco de su concha, mostrándose menos taciturno, más dispuesto a mezclarse con aquellos que no tardarían en alcanzar su estatura. Sin comprender completamente lo que estaba haciendo unió sin embargo sus esfuerzos a los de Fander, comunicando a los muchachos los restos de la sabiduría terrestre que le venían del padre del padre de su padre. Enseñó a los muchachos a servirse de sus armas - poseía once de ellas -, algunas de las cuales le proporcionaban principalmente piezas de recambio para las otras. Los llevó en busca de cartuchos, rebuscando atentamente en los cimientos de las ruinas, en los sótanos medio cegados por los cascotes, para descubrir municiones aún utilizables.
- Los fusiles son inútiles sin cartuchos, y los cartuchos no duran indefinidamente.
Menos aún los enterrados. No hallaron ninguno.
Entre todos sus conocimientos había uno que Canoso guardaba obstinadamente en secreto. Hasta el día en que Agil, Pelirrojo y Moreno se lo arrancaron con astucia. Entonces, como un condenado ante su verdugo, les dijo la verdad acerca de los niños. No les puso el ejemplo de las abejas, puesto que no había abejas, ni de las flores, puesto que tampoco había flores. No se puede hacer comparaciones con cosas que no existen. Sin embargo, consiguió explicarles el fenómeno en una forma más o menos satisfactoria, tras lo cual se secó el sudor de su frente y fue a ver a Fander.
- Esos muchachos se están volviendo condenadamente curiosos para mi tranquilidad. Acaban de preguntarme cómo vienen los niños al mundo.
- ¿Se lo has dicho?
- ¡Claro que sí! - Se sentó y miró al marciano, con sus grises ojos algo turbados -. No me preocupa demasiado contárselo a los muchachos desde el momento en que veo que ya no puedo enviarlos a paseo cuando me lo preguntan. ¡Pero nadie va a obligarme a instruir a las chicas, nunca! ¡Por ahí no paso!
- A mí me lo han preguntado ya varias veces - le transmitió Fander -. No he podido decirles gran cosa, ya que no estaba seguro de que vosotros os reprodujerais exactamente del mismo modo que nosotros los marcianos. Pero les he explicado como nos reproducíamos nosotros.
- ¿También a las chicas?
- Por supuesto.
- Dios de los cielos! - Canoso se secó de nuevo la frente -. ¿Y cómo se lo han tomado?
- Como si les hubiera explicado el porqué el cielo es azul, o el porqué el agua moja.
- Entonces será tu forma de enfocar las cosas.
- Les he dicho que era simplemente poesía entre dos personas.
En toda corriente histórica, sea en Marte, Venus o la Tierra, hay años más notables que otros. El doceavo después de la llegada de Fander se distinguió por una sucesión de acontecimientos de una lamentable insignificancia según las normas cósmicas, pero de una gran trascendencia en la vida de la pequeña comunidad.
En primer lugar, basándose en las mejoras aportadas por Pelirrojo al premasticador, los siete chicos mayores, ahora ya hombres de barba en rostro, consiguieron recargar los acumuladores agotados del trineo y volvieron a volar por primera vez en cuarenta meses. La experiencia demostró que el aparato marciano se había vuelto más lento y no podía llevar ya una carga tan pesada como antes, pero demostró también que su radio de acción se había ampliado considerablemente. Lo utilizaron para visitar las ruinas de ciudades lejanas, en busca de restos metálicos que sirvieran de base para construir otros trineos volantes. A principios del verano habían construido un segundo, mucho más grande que el original, difícil de manejar e incluso algo peligroso, pero un vehículo volador de todos modos.
En varias ocasiones, si bien no encontraron metales, si descubrieron a otras gentes, familias aisladas que vivían en refugios bajo la superficie, agarrándose desesperanzadamente a la vida y a unos pocos restos heredados de conocimiento. Como todas esas nuevas relaciones se establecieron de hombre a hombre, sin intervención de una entidad imposible provista de tentáculos para asustar a los humanos, y como muchos individuos habían llegado a la conclusión de que el riesgo de la peste era más soportable que su terrible soledad, numerosas familias volvieron con los exploradores para instalarse en los refugios, aceptando la presencia de Fander y añadiendo lo que les quedaba de talentos a los conocimientos de la comunidad.
Así fue como la población local pasó rápidamente a setenta adultos y cuatrocientos niños, un buen número de los cuales eran huérfanos. El miedo a la enfermedad hizo que se dispersaran por los subterráneos, limpiando de escombros partes en ruinas anteriormente inutilizadas y manteniéndose apartados, formando así de ve