Había algo al lado de la cama de Mister Nicholas Razatsky.
En la oscuridad llena de sombras producidas por la luz que atravesaba la lona, podía ser cualquier cosa. Podía ser incluso un antílope de dorados cascos.
Y en efecto, lo era.
Sabiendo que lo era, Mister Razatsky no se preocupó por ello. Se dio la vuelta y el camastro de lona crujió bajo su peso, pero no se rompió. Abrió un ojo perezosamente.
Algo le había despertado y no podía haber sido el antílope. Ya que éste era de madera. Estaba ahí, inmóvil, a pesar de estar sugiriendo movimiento ya que sus doradas pezuñas permanecían en el aire en posición de carrera y el cuerpo estaba atravesado por un tubo de metal que, procediendo del suelo, se sumergía en el estómago y saliendo de su lomo se perdía en la oscuridad del techo.
Mister Razatsky abrió el otro ojo y se incorporó apoyándose sobre el codo.
Más allá del antílope había una cebra risueña. Pero su sonrisa era de plástico. Era una hermosa cebra, mucho más bonita y brillante que los demás animales de madera, y mister Razatsky suspiró pensando cuándo podría sustituir todo su pequeño zoo por otros animales de plástico.
Detrás de la cebra había un caballo de crin plateada, y detrás del caballo la pared de lona que colgaba alrededor de la circunferencia que formaba el tiovivo en la noche.
Pero fuera lo que fuese lo que Mister Razatsky había oído, no podía haber sido ninguno de sus animales. Ni tampoco había sido un ruido procedente del resto de la feria. Fuera se oía ruido, ya que algunas de las atracciones aún funcionaban para clientes tardíos. Se oía mucho ruido en el exterior, así como el silbido de un fuerte viento que hacía ondear las lonas. Pero mister Razatsky se había acostado temprano aquella noche, y su oído ya se había acomodado al ruido exterior del tiovivo. Oía los ruidos desde fuera, pero éstos no le habrían despertado.
Aclaró su garganta y preguntó:
- ¿Hay alguien ahí?
Ninguna respuesta. Mister Razatsky suspiró y se levantó de la cama. Recorrió toda la plataforma, iluminó con su linterna primero el cisne y luego el elefantito. Sobre este último dormía un jinete borracho.
Mister Razatsky suspiró de nuevo. El acolchado de éstos parecía un imán que atrajera a los jinetes borrachos; el lugar ideal para dormir la trompa. Pero uno solo de estos jinetes beodos puede dejar hecho una porquería el entarimado de un tiovivo.
- Anda, Pete, despierta - le dijo, sacudiéndole el hombro hasta que el muchacho abrió los ojos.
- Vamos, Nick - murmuró soñoliento -. Deja dormir a un pobre huérfano.
- En otro lado de acuerdo - dijo Mister Razatsky -; toda la noche, pero en otro sitio. Y, ahora, adiós.
Cuidadosa, pero firmemente, levantó al borracho y lo echó de allí. Luego fue a sentarse en una esquina del camastro situado paralelamente a la cabina de mandos central del tiovivo.
Fuera se oía el golpeteo de las estacas al ser clavadas. Eso significaba que se acercaba viento, y que estaban doblando el número de estacas que sujetaban los mástiles más altos. Desde luego; ése no era ningún peligro para el tiovivo; ningún temporal normal tenía suficiente fuerza para derribarlo.
Pero el sonido de las estacas al ser clavadas le desveló. En lugar de volver a tumbarse, Mr. Razatsky se puso los zapatos y los pantalones - esos últimos estaban colgados del antílope - y salió al exterior.
El Gran Hernando, que tenía a su cargo el espectáculo de magia, estaba apoyado contra la caseta para venta de billetes del tiovivo, mirando cómo clavaban una estaca y escuchando el repiqueteo.
¡Spang, spangl Y luego más rápidamente, ¡spang, spang, spang! Y luego, ya con un sonido continuo mientras la estaca se clavaba en tierra firme como si ésta fuera mantequilla.
- ¿Se acerca viento, profesor? - gritó Mr. Razatsky dominando aquel estruendo.
El Gran Hernando se volvió.
- Sí, Nick - dijo -. No creo que sea nada, pero podría ser que sí. Estos se están asegurando.
Mister Razatsky asintió.
- ¿Qué hora es? - preguntó.
- Poco menos de las doce. Me voy a la cocina a tomar algo, ¿vienes?
- Ya nos veremos luego, profesor - dijo Mister Razatsky.
Se apoyó donde había estado el Gran Hernando mientras el ilusionista se alejaba por la avenida central.
Resultaba agradable sentir el viento en la cara y escuchar el rítmico martilleo sobre las estacas. Pero él no estaba pensando en nada de esto, ni tampoco en el café que podría tomar con el Gran Hernando.
Los pensamientos de mister Razatsky estaban en la caseta de los billetes sobre la que se apoyaba. Pero no en los billetes ni en las ganancias. Billetes y ganancias vienen por sí solos cuando se tiene la concesión de un tiovivo y cuando éste se lleva con fe y viviendo de una manera económica.
No era por razones financieras por las que la caseta sobre la que estaba apoyado era para Mister Razatsky una especie de relicario. Desde luego, por la tarde y por la noche la caseta contenía billetes, pero también contenía a la vendedora de los mismos, Margie Evans. Margie Evans era joven y bonita. Desde el principio de la temporada, cuando Mister Razatsky la empleó para vender billetes, éste pasó más tiempo sobre las nubes que sobre el propio tiovivo.
Jamás le había dicho ni una palabra, nunca lo haría. Era completamente ridículo pensar que un tipo como él pudiese conquistar nunca una chica como Margie.
Pues Margie era una visión y un sueño. Era rubia y su pelo era como seda dorada, y sus ojos castaños y brillantes, aunque suaves como aquella mano que, una vez hacía ya mucho tiempo, rozó accidentalmente la suya.
Sí, la dorada Margie era demasiado bonita para un trotamundos cuarentón y gordo, procedente de Lituania, que nunca podría siquiera llegar a hablar bien el inglés. Bueno, quizá no era gordo, Mister Razatsky se consoló, pero de todos modos sí era rechoncho y regordete, lo que casi era peor ya que resultaba ridículo.
Además, también había el hecho de que Margie trabajaba para él y si en alguna ocasión él le dijera algo o intentara llevarla a cualquier parte o lo que fuera, la joven pensaría que él, se aprovechaba de su posición de jefe, ¿no es cierto?
Sí, era desconsolador. Tan pocas esperanzas tenía que incluso se alegraba de que últimamente el joven Mister Nesterman hubiese estado rondando alrededor de la caseta de los billetes. Toby Nesterman era el sobrino del viejo Burman, el dueño de la feria. Quizá algún día también Toby sería el dueño, por lo menos de una parte de la misma. Y Toby Nesterman, además, era un chico simpático; haría buena pareja con Margie.
Los que clavaban las estacas se habían retirado más allá de la tienda del prestidigitador y la avenida estaba desierta. Mister Razatsky suspiró y se encaminó hacia la cocina situada al fondo de la feria. Todas las casetas estaban a oscuras exceptuando el vagón oficina, ubicado en el centro de la avenida, justamente después de la tienda de tiro al blanco y la cocina. Había sido un buen día, y Walter Schmid, el cajero y contable, debía estar trabajando aún en sus libros.
Jay Coulin, el vigilante, estaba sentado en el estribo del vagón oficina con la espalda apoyada en el mismo.
- ¡Hola, Jay! - dijo Mister Razatsky, y el vigilante hizo ademán de levantarse con lo que casi se cayó del estribo. Sonrió avergonzado.
- Hola, Nick; debí dormirme. Menos mal que eras tú y no el jefe.
Mister Razatsky agitó un dedo gordinflón en su dirección y continuó andando. Realmente, el jefe se acercaba. Asa Burman y su sobrino, Toby Nesterman, estaban cruzando la avenida en dirección al vagón oficina. Mister Razatsky les esperó con intención de charlar un rato.
- Hola, Nick - dijo el propietario de la feria, y luego gritó en dirección al coche oficina, situado a unos pasos:
- Eh, Schmid, ¿has acabado ya?
Toby se acercó a Mister Razatsky.
- Nick - dijo -, mañana verás a Margie, y yo estaré fuera de la ciudad, ¿querrás decirle...?
Asa Burman se había encaminado hacia la puerta del coche oficina y la había abierto. Un repentino sonido, apenas articulado, procedente de él hizo volverse a Toby Nesterman y a Mister Razatsky para ver qué ocurría.
- Llamad al médico - dijo Burman, y entró rápidamente en el vagón.
Detrás de Burman, Mister Razatsky pudo ver al pequeño Walter Schmid, el contable, echado en el suelo en una posición extraña frente a la caja fuerte. La caja estaba abierta.
Mister Razatsky giró sobre sí mismo para dirigirse hacia el coche del doctor, pero Toby también lo había visto y era más joven y con mejores reflejos. Ya casi había cruzado la avenida en dirección contraria a la que viniera.
Por lo tanto, Mister Razatsky volvió al coche oficina.
- Toby ha ido ya a buscarlo, Mister Burman - dijo -. ¿Puedo hacer algo?
Burman había estado agachado junto al contable. Se levantó y volviéndose dijo:
- Está muerto, Nick, y el dinero ha desaparecido... la recaudación de hoy.
De repente, Mister Razatsky dio un salto, pues una voz, por encima de su hombro, dijo:
- Lo han asesinado.
El Gran Hernando estaba allí, a pesar de que Mister Razatsky no lo había visto ni oído llegar.
- Será mejor no tocar nada, Asa - añadió el ilusionista -, y que llamemos a la policía.
Asa Burman salía del coche.
- No toquéis nada - gruñó.
Luego, una vez ya en el suelo, se volvió hacia el desencajado vigilante.
- Tú, Jay - dijo -, ¿dónde demonios estabas?
Jay Coulin se lamió nerviosamente los labios.
- Creo que me había dormido, mister Burman. Era temprano, había gente por ahí, y pensé que...
- ¿Cuándo viste a Schmid por última vez? - preguntó Hernando.
- A... a medianoche. Oí las campanadas de un reloj de la ciudad. Él se encontraba perfectamente entonces.
Asa Burman levantó la muñeca para mirar la hora.
- Sólo son las doce y media, ahora. Corre a ese bar que no cierra en toda la noche y llama a los policías. Diles que han desvalijado nuestra caja fuerte. No menciones la palabra crimen.
Contento, a pesar de todo, de poder escapar, el vigilante se volvió y corrió por la avenida.
Hernando miraba curioso hacia el interior de la iluminada oficina.
- ¿Por qué no, Asa? - quiso saber - Lo han asesinado, ¿no?
- No veo en él ninguna señal y además sufría del corazón. El año pasado tuvo un par de ataques. Mi opinión es que murió de esta forma, y que alguien lo encontró ya muerto, y viendo a Jay dormido, se largó con el dinero.
Mister Razatsky asintió sobriamente y deseó que Mister Burman estuviera en lo cierto. Un asesinato, quizá llevado a cabo por cualquiera de los compañeros, no era una cosa agradable en la que pensar. Bastante molesto era ya un robo.
Una muchedumbre de curiosos, casi todos de la feria, estaba reuniéndose ya alrededor del vagón. De alguna forma, la voz había corrido hasta la cocina donde la mayoría de aquellos que aún estaban despiertos se habían reunido.
Había excitación y curiosidad entre la muchedumbre, pero no pena. Walter Schmid había sido un hombrecillo áspero y de lengua afilada, y nunca había intentado ganarse la amistad de los compañeros. Simplemente, había sido una máquina calculadora en lo que se refería a sus compañeros de feria. Pero nunca uno de ellos.
Luego se oyeron sirenas gimiendo en la noche y los policías entraron empujando a los que rodeaban el vagón oficina.
Mister Razatsky se dirigió a la cocina, pidió un café y, después de pensarlo, una hamburguesa. Mientras comía, otros compañeros regresaron. Algunos de ellos con cantidad de noticias.
La policía se había instalado en uno de los coches y estaba interrogando a los hombres de la feria. La policía aseguraba que se trataba de un crimen. La policía decía que no había sido asesinato; el cadáver no mostraba ninguna señal. La policía había encontrado la pistola con que le habían disparado, tirada en el suelo del vagón donde el asesino la había dejado caer. Habían encontrado algunas cuerdas con las que el asesino pensaba atar a Schmid. El forense había dicho que Schmid había muerto de un ataque al corazón; se había encontrado el dinero. Había un escondrijo cerca del cadáver donde el asesino lo escondió. Aún no se había recontado el dinero. Nadie sabía con exactitud de qué cantidad se trataba, pero se hablaba de un millar de dólares en papel y doscientos en moneda.
La policía había detenido a Toby Nesterman por asesinato, después de encontrar parte del dinero debajo de su cama.
- ¿Estás de broma, no? - dijo mister Razatsky.
Dejó, sobre el plato, cuchillo y tenedor y alzó la vista hacia el Gran Hernando, quien había traído las últimas noticias. Había tristeza en los ojos de Mister Razatsky, mientras el ilusionista agitaba la cabeza.
- No - dijo Hernando -, no estoy de broma, Nick; se lo llevaron a la comisaría para ficharlo.
- Pero esto es absurdo - dijo Mister Razatsky -. Estaba con su tío cuando Asa entró y vio a Schmid.
Hernando se encogió de hombros.
- Desde luego, pero sólo hacía un minuto que se había reunido con Asa, y no tenía ninguna coartada para la media hora anterior al suceso.
- Tampoco la tengo yo, profesor - dijo mister Razatsky -, y no me han detenido.
- Tampoco han encontrado el dinero en tu cama.
- ¡Bah! - dijo mister Razatsky -. Alguien pudo ponerlo ahí para cargarle las culpas.
- Hay más pruebas, Nick. No sé exactamente cuáles son, pero la policía parece ya completamente satisfecha con ellas.
- ¡Bah! - repitió mister Razatsky -. Toby Nesterman es un buen chico. Es tan capaz de matar a una persona como cualquiera de los caballos de mi tiovivo de morderme.
- No están seguros de que él quisiera matar a Schmid - explicó Hernando -. Iba a atarlo cuando la impresión de ser atracado acabó con el débil corazón de Schmid. Quizá sólo ha sido homicidio casual.
- Es absurdo - dijo Mister Razatsky -. Por la mañana se darán cuenta de la equivocación y lo veremos volver.
Pero a la mañana siguiente aún no lo hablan soltado. Ni tampoco a la una del mediodía, cuando ya iba a ponerse en marcha el tiovivo, había vuelto Toby. Los rumores entre la gente de la feria eran de que la policía lo acusaba de robo a mano armada, pero que empleaba la estratagema de acusarlo de homicidio casual para asustarlo y conseguir así una confesión.
Mister Razatsky agitó lentamente la cabeza y se dirigió hacia la caseta de las entradas.
- Margie - dijo.
- ¿Sí, Nick?
- Él no lo hizo, puedes estar segura. Toby es un buen muchacho y no un ladrón. Se darán cuenta de que están en un error.
No la miró directamente, sino al rollo de billetes que había sobre la tarima. Le preguntó:
- ¿Te gustaría tener el día libre, quizá? Puedo encontrar a alguien que me venda las entradas.
- No, Nick, gracias. Temo que no pueda hacer nada para solucionarlo.
- Ve a verlo, quizá. Le hará sentirse mejor. Le... le gustas, Margie. Si él supiera que tú no crees que lo haya hecho...
- Ya lo sabe, Nick. Esta mañana lo he visto durante unos pocos minutos.
- Oh - dijo Mister Razatsky. Y luego -: ¿Cómo se encontraba, Margie?
- Bastante triste y amargado. Dice que alguien quiso echarle las culpas, colocándole en una situación difícil. Teme que vayan a acusarle de ello.
- No lo harán, Margie - dijo Mister Razatsky.
Puso convencimiento en su voz, más del que realmente sentía. Dio una patada al polvo que había frente a la casetas, sin apenas atreverse a mirar a Margie Evans cara a cara.
Luego miró a su alrededor como queriendo contar la gente que se encontraba en la avenida, y dijo:
- No vendas más billetes, Margie. Me voy a ver a Asa para un asunto.
Asa Burman se encontraba batallando con los libros en el coche oficina cuando Mister Razatsky llamó a la puerta. Miró hacia ella y dijo:
- Adelante, Nick.
Su voz sonaba a cansancio y vejez.
Mister Razatsky entró.
- Mister Burman - dijo -, Toby no robó ese dinero. Es un buen chico.
- Ojalá pudieras probarlo, Nick. La cosa está cada vez más negra para él. Temo que incluso le acusen de homicidio casual.
Algo en el tono de voz del dueño de la feria hizo que Mister Razatsky lo mirase más de cerca, y lo que vio en la cara de Asa no le gustó. Era desconfianza. El caso contra Toby debía de estar realmente muy enredado, pensó, ya que el propio tío del muchacho no estaba completamente seguro de su inocencia.
- Pero, ¿por qué, mister Burman, tenía que desear dinero Toby y de esta forma? - protestó mister Razatsky.
Burman movió la cabeza.
- No tenía por qué. Pero parece ser que él jugaba, o al menos así lo explica la policía.
- Lo que cuenta la gente por aquí cada vez es más embrollado, mister Burman. En realidad, ¿qué tiene la policía en contra de él?
- Está negro el asunto. Encontraron aquí una pistola con sus huellas. Era la pistola de Toby; la tenía para tirar al blanco. Y encontraron el saquito de la moneda bajo su cama. Pero no los billetes; aún no los han encontrado.
Mister Razatsky torció el gesto, pensativo, intentando hallar sentido a todo aquello.
- ¿Y qué opina la policía?
Asa Burman se reclinó en la silla.
- Dicen que vino aquí con la pistola y unas cuerdas. Pensaba golpear a Schmid en la cabeza con la pistola y luego atarlo para escapar con el dinero. Quizás, dicen, llevaba puesta una máscara o un pañuelo sobre la cara para que Schmid no lo reconociese, o quizás pensó que no dejaría que Schmid lo mirase. La silla de Schmid estaba de espaldas a la puerta y él pudo abrirla silenciosamente y entrar sin ser visto.
- Comprendo - dijo mister Razatsky -. La policía cree que la impresión al sentir una pistola apoyada en su espalda...
- Sí. Schmid yacía precisamente donde hubiera estado de caer desde su silla, eso tiene sentido. Dicen que Toby cogió el dinero, pero se asustó y olvidó la pistola y las cuerdas. Las había colocado en el suelo para auscultar a Schmid y ver si tenía que atarlo. Y luego se asustó y se olvidó de ellas después de haber cogido la pasta.
- Pero alguien - protestó Mister Razatsky - pudo dejar ese dinero bajo la cama de Toby, y llevarse los billetes. ¿Cuánto papel había?
- Unos novecientas sesenta. Schmid había ingresado un total de once mil veintitrés, siendo el resto moneda. Creen que quizás Toby certificara los billetes a su nombre a cualquier dirección, sin poder hacerlo con la moneda.
Mister Razatsky frunció el ceño.
- Eso es absurdo, ¿no? Si se arriesgó a guardar la moneda, ¿por qué certificó el resto?
Mister Burman suspiró.
- Ellos tienen una respuesta para eso también. Si se encontraba la moneda, él alegaría que otro la había colocado allí. Si no la encontraban, también tendría ese dinero. ¡Si no hubiera olvidado la pistola con sus huellas!
- Pero alguien pudo colocar allí la pistola...
- Sí - asintió Burman -, alguien pudo hacerlo.
Mister Razatsky se dio cuenta de que el dueño de la feria deseaba poder creerlo.
Tristemente, mister Razatsky regresó a su tiovivo. Evitó la caseta de los billetes. Apretó el interruptor y el órgano comenzó a emitir la canción «El tiovivo se ha estropeado». Sonó toda la tarde hasta el anochecer y los pensamientos de Mister Razatsky, junto con su cuerpo, giraban con él.
A veces le parecía, y hoy era uno de esos días, que el tiovivo era un oasis, un punto estacionario en un camino y en un mundo que giraban a su alrededor. Al cabo de un rato reaccionó para recuperar su alegría habitual, sonriendo y bromeando con los niños, pero alguna vez se olvidó de recoger los billetes para la segunda vuelta.
En el intervalo de calma entre el gentío de la tarde y el gentío de la noche, vino Hernando. Se reclinó contra el cisne y movió la cabeza apesadumbrado.
- Parece que la cosa se le presenta mal a Toby, Nick - dijo.
- ¿Algo nuevo?
- Nada. Pero mañana deshacemos esto.
- ¿Y qué tiene que ver esto con que a Toby le vayan peor las cosas? - quiso saber Mister Razatsky.
- Nos vamos. Mira, suponte por un momento que Toby no lo hubiera hecho. Bien, los polizontes están seguros de que lo hizo. Ellos siguen buscando el resto de la pasta, pero si no la encuentran cuando la feria se traslade, renunciarán a ello y Toby será condenado con toda seguridad cuando lo juzguen.
- Hummm - dijo mister Razatsky.
Dirigió la mirada hacia la caseta de las entradas. Margie. acababa de salir, pero la caseta aún guardaba el calor de su presencia.
- ¿Quieres decir con eso que no le queda a Toby ya ninguna esperanza? - preguntó.
- Ninguna, mientras no puedan colgar el muerto a cualquier otro. Quiero decir, mientras no descubran al que realmente lo hizo..., si es que Toby no lo hizo.
Mister Razatsky suspiró.
Estuvo pensando en ello mientras cenaba, y pensándolo tampoco logró mejorar la situación ni un ápice. Toby Nesterman no lo había hecho. Toby no habría hecho una cosa como ésta, un muchacho tan estupendo como Toby. Pero entonces ¿quién lo hizo? ¿Quién más podía haberlo hecho?
Mister Razatsky deseó haber nacido detective, pero se daba cuenta de que no era así. No tenía ni la más ligera idea de lo que realmente había sucedido la noche anterior. Alguien se había largado con novecientos sesenta dólares, colgándole las culpas a Toby, pero por el momento el dinero aún estaba perdido por ahí, lejos del lugar. Ese dinero ayudaría a pasar el invierno a alguien, y el ladrón probablemente no se acercaría a él hasta que hubiese acabado la temporada.
Cuando ya oscurecía volvió de nuevo al tiovivo. Margie aún estaba en la caseta de las entradas. Mister Razatsky apoyó el codo en el umbral y comenzó a dar puntapiés contra la tierra.
- Margie - dijo en tono preocupado.
- ¿Sí, Nick?
- Él... él no lo hizo, Margie.
- Ya sé que no lo hizo, Nick. Él me lo dijo.
Mister Razatsky suspiró y no se le ocurrió nada más por lo que dio media vuelta y se fue con paso rápido.
Aquella tarde el tiempo amenazaba tormenta, por lo que apenas habla venido público a la feria. El negocio se presentaba malo, y el tiovivo estuvo sin funcionar la mayor parte del tiempo. Mister Razatsky tuvo muchas oportunidades para meditar, en los intervalos en que no había entradas que recoger.
A pesar de ello dejó que la música continuara sonando. Su cerebro funcionaba mejor mientras el órgano jadeaba. «Si conocieras a Susie» o «Un viejo disco gira en el gramófono». Una de aquellas veces llegó a creer que estaba a punto de conseguir una buena idea y puso en marcha el tiovivo sin que hubiera ni un solo cliente, dejándolo girar y girar, apoyado sobre la brillante cebra que él acababa de sustituir por el caballo que se había estropeado. Había comprado aquella cebra a Walter Schmid, el contable que ahora estaba muerto, y eso fue lo que le sugirió la idea.
El tiovivo, Mister Razatsky y la cebra no dejaron de girar, mientras él pensaba en todos los detalles de su idea dándose cuenta al fin de que daría buen resultado. De todas formas, únicamente cabía un posible obstáculo, y éste podría resolverse consultando con Asa Burman. Sí, mister Burman lo sabría.
A las diez y media le dijo cortésmente a la chica:
- Creo que vamos a cerrar, Margie. Con tan pocos clientes, perdemos dinero haciendo funcionar esto.
Colocó la lona alrededor del tiovivo y luego se dirigió al coche oficina.
- Asa - dijo -, tú conocías bien a Schmid, ¿no?
- ¿A Schmid? ¿Bien?
El dueño de la feria observó con curiosidad a mister Razatsky.
- Bastante bien, desde luego. Era un tipo extraño.
- ¿Estaba casado? ¿Tenía familia?
- No, ni un solo pariente; no tuvimos que notificárselo a nadie. Estuve revolviendo sus cosas para asegurarme ¿Por qué?
- Simplemente, me preguntaba a quién habría ido a parar su dinero.
- No tenía a nadie que se preocupase de ello. Había comprado esa vieja tienda donde Sullivan da las representaciones y estaba a punto de vendérsela nuevamente a un restaurador. Las lonas no habían sido bien cuidadas y estaban podridas. Y no podía demandar a Sullivan, ya que éste estaba en franca bancarrota.
- Humm - dijo Mister Razatsky, pensativo -. Eso aún nos conviene más. ¿No es verdad?
- ¿Qué es lo que nos conviene más, Nick?
- Nada, nada. Sólo estaba pensando en voz alta.
Mister Razatsky aún meditó un poco sobre ello antes de acostarse, y luego se durmió profundamente.
Se levantó temprano y fue a la ciudad. En el banco local retiró el valor de un cheque de mil dólares.
Una vez en privado, tras las lonas del tiovivo, dividió el dinero en dos rollos. El de cuarenta dólares se lo metió en el bolsillo.
Cuando a la una llegó Margie Evans para abrir la ventanilla, tenía ya por completo madurada su idea.
- Margie - dijo con voz temblorosa.
- ¿Sí, Nick?
La joven le dirigió una sonrisa.
- Mira, Margie, antes de abrir la ventanilla, ¿querrías acercarte a la farmacia y llamar a la policía? Diles que me gustaría hacerles una sugerencia sobre el robo.
Sus ojos mostraron curiosidad, pero no preguntó qué sugerencia era ésa.
- ¿Por qué no, Nick? Pero creo que el capitán Burdick, el que se hizo cargo del caso..., creo que ahora anda por aquí. Lo vi dirigiéndose... Un momento, voy a ver.
Mister Razatsky observó el gracioso movimiento de la falda de Margie mientras ella se dirigía hacia el otro extremo de la avenida y dio un suspiro. «Nada de tonterías, Nick», tuvo que decirse para sus adentros.
Sonreía cuando ella volvió acompañada de la ley.
- ¿Y bien? - preguntó el capitán Burdick.
- Solamente una idea - dijo mister Razatsky -. Quizá no tenga ningún valor, pero en todo caso, si no lo tuviera sería yo quien perdería veinticinco dólares.
- Veinticinco dólares de qué?
- El precio de la cebra - dijo mister Razatsky.
- ¿Cómo? ¿Qué dice de una cebra?
- Tendremos que romperla - dijo mister Razatsky.
El capitán Burdick se quitó el sombrero para rascarse la cabeza. Se volvió hacia Margie y dijo:
- ¿Está bien de la azotea ese tío, señorita?
- No - contestó Mister Razatsky -. No estoy chalado. Tengo la impresión de que el dinero podría estar dentro de la cebra. El dinero que robaron de la oficina.
El capitán Burdick intentó rascarse la cabeza de nuevo, descubriendo que se había vuelto a poner el sombrero.
- Caballero - dijo -, por lo que a mí respecta puede usted romper cuantas cebras le plazca, pero ¿qué le hace pensar que el dinero está en su interior? ¿Quién lo puso ahí? ¿Nesterman?
- Nesterman, Toby, no sabía que la cebra fuera hueca. Fue Schmid.
- ¿Schmid? ¿El muerto? ¡Usted está loco!
- No - contestó mister Razatsky con firmeza -. No estoy loco. Mire, ese Schmid había quebrado. Consiguió algún dinero comerciando con otras ferias, pero tuvo mala suerte y quebró. Usted ya lo sabia, ¿verdad?
- Desde luego...
- El fin de la temporada se acerca y él se encuentra sin nada con que pasar el invierno, y necesita dinero. Quizá podría robarse a sí mismo. Sería fácil. Sólo necesitaba a alguien sobre quien cargar las culpas para que no se sospechase de él, y eligió a Toby, ¿no es lógico?
- Pudo elegir a Toby, pero, ¿cómo se las arregló él para...?
- Ahora llegábamos a eso. Él pudo abandonar el coche cuando nadie le veía y esconder el dinero.., los billetes. Y pudo colocar las monedas debajo de la cama de Toby, y coger su pistola de tal forma que no se borrasen las huellas de su dueño. Las cuerdas podía haberlas tenido ya preparadas en el vagón.
- ¿Y por qué no se ató también a sí mismo? - preguntó el capitán -. Mire, eso es posible; de acuerdo; pero fue la impresión de sentir el cañón de un revólver apretado contra su espalda lo que hizo que su corazón fallase.
- Pudo ser así, desde luego. Pero la excitación hace que el corazón también lata más rápido. Demasiado rápido. Un hombre con el corazón delicado no debería intentar ningún acto delictivo, ¿no es cierto? De nuevo en el vagón, preparó las cuerdas. Está a punto de atarse, pero su corazón late fuerte debido a su excitación. Late demasiado rápido y antes de estar completamente preparado, quizá oyese acercarse a alguien.
- ¿Quién?
- Yo - dijo mister Razatsky -. Precisamente un poco antes me habían despertado los pasos de alguien que entraba en el tiovivo. Ese alguien pudo ser Schmid, al ir a esconder el dinero en el interior de la cebra de plástico. El resto de mis animales son de madera. La boca de la cebra tiene un boquete y el dinero pudo ser introducido en el mismo.
El capitán Burdick recorrió con la mirada toda la gama de animales hasta descubrir la brillante cebra.
- Me cuesta creerlo - dijo dudoso -, pero...
- Quizá no le cueste tanto - dijo Mister Razatsky -. Acababa de comprar la cebra a Schmid poco tiempo atrás. Él conocía al propietario de un tiovivo estropeado, y cuando mi caballo se rompió me ofreció conseguirme uno por veinticinco dólares. Así pues, él sabía que era de plástico y hueco. Nadie más que él podía saberlo, ni siquiera Toby. Pero para Schmid resultaba un escondrijo perfecto, ¿verdad?
- Si usted lo dice... - rezongó el capitán Burdick -. Es idea suya.
- Y también es mía la cebra. Pero creí que usted debía estar presente cuando la rompiese. - Mister Razatsky suspiró -. Voy a buscar un martillo...
Encontró uno junto al motor, en el centro del tiovivo. Lo levantó y echó una última mirada a su cebra. Sin duda, era el miembro mejor parecido y más brillante de su pequeño zoo.
Golpeó con fuerza. Era un martillo casi tan pesado como una maza, y el primer trabajo de Mister Razatsky en la feria consistió en clavar estacas. Aún tenía buenos músculos.
La cebra tembló y cayó hecha añicos. Todos miraron entre los pedazos.
- Bien, me temo que se ha quedado usted sin cebra - dijo el capitán Burdick.
- Un momento - dijo mister Razatsky -. Las patas. También son huecas.
Recogió una de las patas traseras y la agitó con fuerza. Y luego la otra.
- No habría llegado hasta aquí - dijo Burdick - de haberlo introducido en la boca.
A todas luces, sin ninguna esperanza, recogió una de las patas delanteras y la sacudió. Cayó al suelo un fajo de billetes atado en el centro por una banda de papel, la clase de banda empleada en la oficina..., y también un grueso fajo sujeto por una goma.
El capitán Burdick articuló una exclamación reprimida y se agachó para recoger ambos fajos, sin fijarse en la expresión de asombro de Mister Razatsky quien permanecía a su lado con la boca y los ojos completamente abiertos.
Echó una rápida ojeada a los fajos de billetes.
- ¿Qué demonios...? Hay más de novecientos en éste.
Retiró la banda de goma y rápidamente contó el otro fajo.
- Y aproximadamente la misma cantidad en este otro. Tenía entendido que sólo habían robado novecientos sesenta dólares.
Mister Razatsky abrió la boca para decir algo pero, no ocurriéndosele nada, volvió a cerrarla. Tragó saliva e intentó de nuevo.
- Yo... bueno, yo... - fue lo único que pudo decir.
- ¡Nick! - Era la voz de Margie, y él se atrevió a mirarla a la cara, viendo que brillaba como el oro al igual que su cabello -. Nick... yo... comprendo lo que ha pasado. Déjame que se lo explique por favor. Él merece una... oh, espérame fuera un momento.
Contento de poder escapar, Mister Razatsky pasó agachándose bajo la lona yéndose a reclinar contra la caseta de los billetes. Margie volvió al cabo de unos minutos y le alargó el fajo de billetes.
- Nick, pedazo de tonto - dijo.
Pero el tono de su voz hizo que a Mister Razatsky no le preocupara lo que ella le había llamado.
Sonrió avergonzado y se encogió de hombros mientras recogía su fajo de billetes.
- Margie - dijo -, yo sólo pretendía ayudar.
- Nick Razatsky, ¿estás enamorado de mí?
Ya no tuvo miedo al mirarla esta vez. Aclaró su garganta de algo que no le permitía hablar y asintió ciegamente.
- Pero, Margie, yo jamás hubiera soñado en molestarte. Quería que tú y Toby fuerais felices.
- Soñar es lo único que tú has hecho siempre. Y precisamente como Toby mosconeaba por aquí tú pensaste que yo estaba... ¿Por qué no me dijiste nunca nada?
Restregó sus manos, indefenso.
- Soy demasiado viejo para ti, Margie. Tengo treinta y siete años y tú solamente veintiuno o veintidós, yo sólo soy un gran...
- ¡Tonto! - acabó ella por él -. Tengo veintinueve años, Nick. Y soy libre e independiente. Y yo... creo que tú eres un chico estupendo.
Aun sin atreverse a creer lo que estaba oyendo, levantó la vista y encontró los ojos de ella. Acercó sus manos, sin darse cuenta, hacia las de ella, olvidando o no importando el que estuvieran en medio de la avenida. Pero ella lo eludió, pues las mujeres tienen siempre más práctica en eso. Y ya desde el refugio constituido por la caseta de las entradas le dirigió una sonrisa.
- La gente está viniendo, Nick. Será mejor que pongas en marcha el tiovivo.
Permaneció allí mirándola durante un momento, y luego dio la vuelta y caminó, casi a ciegas, hacia aquella lona de seda bordada que apartó revelando un carrusel de oro macizo de relucientes animales, briosos corceles de jade y laspislázuli con rubíes en lugar de ojos.
FIN