La lluvia caía con fuerza empujada por un viento cambiante que impedía cualquier protección.
La noche se convirtió en un continuo parpadeo fluorescente que iluminaba las anegadas tierras de labor entre las que flotaba aquel solitario caserón de piedra del que emergía una cálida y generosa luz a través de los amplios ventanales de la planta superior.
Un hombre, en camisa blanca y vaqueros llegó saltando a grandes zancadas, salpicando de charco en charco hasta el umbral, y pulsó el timbre. Dos fuertes campanadas se oyeron en el interior. Enseguida, Evaristo, el dueño de la casa preguntó desde dentro:
―Sí, ¿quién llama?
―Buenas noches, señor. Perdone la molestia. He tenido una avería. Se está inundando la carretera y no me funciona el teléfono. ¿Sería tan amable de permitirme hacer una llamada?
Evaristo no dudó en abrir la puerta y hacer pasar al desconocido en cuanto observó su estado:
―Pase, pase, por dios, si está usted empapado. Evaristo era un hombre sencillo que acostumbraba a mirar de frente a cuantos ojos se cruzaban por su vida y la mirada de aquel hombre llamó su atención por su excesiva fijeza, desacostumbrada en un forastero.
―Muchas gracias; es usted muy amable ―agradeció el forastero con una sonrisa que a Evaristo se le antojó interrogante
―Pero pase al cuarto de baño, séquese y ahora le traeremos un albornoz, una bata, o incluso un pantalón y camisa secos; no puede permanecer así ―añadió Evaristo mostrándole el baño― ¿venía usted solo en el coche?
―Sí, sí, la carretera se ha cortado por un desbordamiento y el agua empezaba a preocuparme
―No me extraña; hacía mucho tiempo que no caía así. ¿De dónde es usted?
La pregunta dejó atónito al desconocido, que sonrió incrédulo:
―Pero…¿no me ha reconocido?
―¿Reconocerle?, Espere… Ahora que dice…Pero no, no puede ser: ¿el hijo de Andresa?
aventuró Evaristo con cierto temor a equivocarse
―Oh, no ―rió el desconocido― ya veo que no me conoce; no se preocupe, no tiene importancia, y yo lo celebro: me resulta tranquilizador, de verdad; increíble pero realmente tranquilizador.
Evaristo le echó una nueva mirada tratando ahora de identificarlo con algún actor, político o famoso de la televisión; se encogió de hombros y subió aprisa las escaleras en busca de Ramona, su mujer, para ponerla al corriente. Pronto le organizaron una muda completa compuesta por un juego de ropa interior que incluía calcetines, un pantalón y una camisa de la talla de José, el hijo mayor, y la dispusieron frente a la puerta del baño. Le informaron que cuando estuviese listo subiese sin más a la planta superior donde se encontraba reunida la familia y unos amigos.
Cuando el desconocido se hubo cambiado, titubeó y dudó si obedecer a su benefactor y subir, pero a la vista de que nadie bajaba se decidió tras emitir un par de sonoros “¡Holas!” sin respuesta. Un gran salón confortable y acogedor animado por una mesa larga con catorce comensales le recibió con familiaridad y simpatía.
―Buenas noches ―saludó y se detuvo en el penúltimo escalón esperando la lógica y consabida sorpresa y admiración.
Catorce voces indiferentes sonaron en señal de bienvenida: ―¡Buenas!, ¡Hola!, ¿Qué tal?, Buenas noches…
―Venga, venga, use el teléfono y siéntese a cenar, que supongo que aún no lo habrá hecho ―le conminó Ramona.
Los presentes guardaron un respetuoso silencio mientras el desconocido comunicaba su situación y respondieron solícitos cuando el desconocido preguntó la ubicación exacta del punto donde su vehículo se había detenido. Cuando colgó el auricular se restableció de inmediato la animada conversación y los dueños de la casa, en pié, le señalaban una silla dispuesta junto a la cabecera ocupada por Evaristo. Ante él humeaba una reconfortante sopa
―Ha llegado usted a tiempo. Justamente habíamos comenzado a cenar.
El desconocido se colocó la servilleta introduciendo una punta bajo el cuello de la camisa y con cara de asombro y de agradecimiento, a partes iguales, hizo un rápido repaso con su mirada a los rostros de todos los que se encontraban a su alcance: ninguno de ellos daba muestras de reconocerlo y continuaban con sus alegres conversaciones familiares. Al fin notó que Puri, la casada con el hijo mediano le miraba fijamente y le sonreía. Casi se ruborizó al percatarse de que había llegado el momento explosivo e inevitable de la velada. Cuando Puri inició el ademán de dirigirle la palabra, el desconocido se irguió y preparó su sonrisa más campechana para la ocasión
Sin embargo la pregunta no fue la esperada:
―¿Es usted de Madrid?
Los ojos del desconocido denotaron una gran sorpresa y titubeó:
―Bueno, sí; no, digamos que sí, que… vengo de Madrid
―¿Y qué, andaba por aquí de… negocios?
¡Esto era increíble, inaudito, catorce personas adultas, jóvenes y maduras, mirándole y ninguno lo reconocía! ¡A él! Y se notaba que aquello no era ninguna broma. Además tampoco se trataba de gente inculta, de campesinos aislados; tienen televisores, y al parecer todos son profesionales y de suficiente educación…
La cena transcurrió alegremente y las conversaciones trataron sobre temas generales e intrascendentes, seguramente, en honor al invitado desconocido.
Un par de horas más tarde dos hombres llamaban a la puerta y el desconocido se apresuró a acompañar a Evaristo, pues era evidente que respondían a su llamada telefónica. Con prisa se despidió desde el mismo peldaño en que realizara su primer saludo y todos rieron cuando Ramona se percató de que aún llevaba enfundadas las zapatillas de casa de Jose. Los dos hombres recién llegados esperaron visiblemente nerviosos a que el desconocido se calzara sus zapatos, aún mojados, y en una rápida decisión formalizó un trato de trueque de ropas: “Quédense con las mías ya que la talla coincide… o casi, y muchas gracias por todo. Adiós, adiós”
Cuando los habitantes de la casa se hubieron asegurado de que los visitantes ya se habrían alejado lo suficiente, una gran carcajada rompió el momentáneo silencio de la casa:
―¡¿Os habéis fijado?! ¡Es increíble! ¡Parece mentira! ¡Esto lo cuento y no se lo cree nadie!.... Yo he notado que era de Madrid por el acento y por las formas.. pero ¡¿de dónde ha salido éste tío; no ve la tele?! ¡¡No nos ha reconocido a ninguno de los catorce!!
Javier Bilbao Elizondo