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CUENTOS CIENCIA-FICCIóN
CUENTO EL HOMBRE MECáNICO (por Ron Goulart)
La joven loca corrió airadamente por la luminosa habitación de la torre y tapó la vista del tumulto. Dos terapeutas, vestidos de calle, se precipitaron tras ella hacia la gran estancia circular, y se agacharon para no tapar la vista que se dominaba desde las ventanas de vidrios de colores. La joven delgada y rubia, eludió al terapeuta jefe y fue directamente hacia el sargento James Xavier Hecker. Éste ya se levantaba de la silla de plástico y le tendía la mano.
—Ahora tranquilícese —le dijo.
Desde la silla contigua, el terapeuta jefe Weeman exclamó:
—¡Alto, señora Gibbons!
Se inclinó hacia delante y golpeó a la delgada joven con la correa de su porra. Ella se quedó rígida, sin llegar a tocar a Hecker.
—¿Por qué lo ha hecho? —preguntó Hecker, sosteniendo el cuerpo paralizado de la chica.
—Intentamos proporcionar a nuestros más esperanzados pacientes una apariencia de autonomía y libre acción —dijo Weeman. Guardó la porra en el bolsillo de su túnica verde—. Los incidentes no pueden fomentarse, pero, por otro lado, tampoco deben ser eliminados con medidas demasiado drásticas.
Los dos terapeutas vacilaban, con las manos extendidas discretamente hacia la paciente. Hecker dijo:
—Tardará dos horas en sobreponerse a esto.
Dejó que los dos fornidos hombres se llevaran a la muchacha fuera de la torre del centro de rehabilitación.
Weeman dio unos tironcitos a su rubia barba, como si, de repente, dudara de su autenticidad.
—Encuentro casi fascinante su interés por una trastornada ama de casa, una joven a la que ni siquiera conoce.
—¿Por qué no me entrega las fichas de Kendry, y me largaré?
Hecker era un hombre enjuto, alto y algo encorvado, de cara huesuda y manos demasiado grandes. El departamento social del cuerpo de policía le había permitido dejarse un hirsuto bigote, pero probablemente no ascendería mucho más allá de sargento.
El terapeuta jefe Weeman tenía ante sí gran cantidad de tarjetas de microfilmes. Golpeó la película con los dedos de la mano izquierda y miró hacia las ventanas panorámicas.
—Me gustaría que compartiese mi fascinación por estos desórdenes, aunque usted tiene sus razones para no hacerlo. Ese que tiene lugar ahora mismo en Citrus Knolls está lleno de hechizo. He observado todos los recientes desórdenes de los suburbios en el área, pero éste es el primero que ocurre, como quien dice, en mi propio patio.
A lo lejos y al otro lado de un río artificial, una tropa de jóvenes exploradores acababa de incendiar el centro recreativo de la comunidad; y a la izquierda, una masa de matronas de mediana edad lanzaban bombas de plástico al edificio principal del club de tenis. La mayor parte de los miembros de veteranos de la invasión china arrojaban las granadas sobrantes en los patios y los jardines, a lo largo de las anchas y limpias calles y avenidas de Citrus Knolls. Más de dos mil residentes del barrio, una tercera parte de sus habitantes, estaban implicados en el tumulto y el pillaje.
—Ya llegan las tropas —dijo Hecker, volviendo la espalda a las ventanas.
Weeman conectó un interruptor que había en el brazo de su silla, y aparecieron varias pantallas de televisión en el panel lateral de la torre del centro de rehabilitación.
—Quiero verlo todo a la perfección. Estas primeras confrontaciones entre los aturdidos ciudadanos y el ejército de la República de California del Sur son poco menos que fascinantes.
Hecker lanzó una mirada a las imágenes de los soldados de la República de California del Sur, que vestían uniformes amarillos, y marchaban por la explanada principal de Citrus Knolls.
—Las fichas de Kendry —repitió.
—¿Qué cree usted, como representante del departamento social (una división de nuestro Gobierno de California del Sur que considero más liberal de lo necesario), qué cree usted que causa estos desórdenes en nuestras mejores barriadas, sargento?
Weeman, que seguía retorciendo los pelos de su poblada barba, inclinó la cabeza hacia delante.
Al parecer, el ejército usaba gases paralizantes, y la gente que se veía en las pantallas, llevando todavía antorchas, bombas y relucientes rifles nuevos, se iba deteniendo e inmovilizando.
—Los desórdenes atañen a la Junta —dijo Hecker—. Ellos gobiernan la República de California del Sur.
—Parece reacio a expresar una opinión estrictamente personal, sargento Hecker.
—Yo aquí sólo trabajo.
—Mire eso —exclamó Weeman—. Esa viejecita ha tirado a uno de los cámaras del tejado de la Unión Metodista. —Entonces examinó el microfilme que tenía en la mano, y contempló a Hecker durante largos segundos—. Algunas personas, una pequeña, pero importante minoría, creen que la causa de los disturbios es el reciente rigor en la ejecución de la ley y el estacionamiento de tropas adicionales en algunas de nuestras ciudades más seguras. ¿Qué opina usted, sargento Hecker, sobre la teoría respecto a que la Junta ha gobernado la República con excesiva severidad en los últimos años?
—Puesto que mi departamento del cuerpo de policía está bajo la jurisdicción de la Junta, no es necesario que me lo pregunte —le contestó Hecker. Se alejó del terapeuta y miró brevemente las altas columnas de humo negro y sucio que invadían el brillante cielo de la tarde.
—La gente joven —dijo Weeman— olvida los sucesos de 1981 y aquellos años. Antes que los comandos chinos fueran vencidos en la batalla de Glendale, había mucha gente, no visionarios sino gente pacífica y racional, que creía que China roja llevaría a cabo con éxito su invasión de California del Sur.
—Si California del Sur no se hubiera separado de la Unión en 1980, las cosas no hubieran ocurrido del mismo modo.
—El presidente de Estados Unidos, a pesar de la secesión de su pueblo, debía habernos ayudado —dijo Weeman—. Si no se hubiera formado la Junta, absorbiendo a nuestros mejores militares y cerebros industriales de California del Sur, en un grupo regente dedicado y leal, la República hubiera atravesado días muy negros. Usted, un hombre de veinticinco o treinta años, no se acuerda de aquellos malos tiempos.
—Probablemente no —contestó Hecker. Volvió a sentarse junto al terapeuta jefe—. Pero esta noche debo acudir a una cita.
—Esta época, gracias a los residentes jóvenes como usted, sargento Hecker, ha sido bautizada con razón la «era de la ansiedad» —Weeman enterró sus gordos dedos en su barba—. Yo mismo, sargento Hecker, estoy de acuerdo con la teoría de conspiración que explica los disturbios. Hay, en estos recientes desórdenes, una extraña fascinación. —Liberó los dedos de entre sus cabellos faciales y, señalando los incendios y la lucha, que proseguían abajo, continuó—: Las represiones sociales, supuestas injusticias y limitaciones ilegales, no evocan la especie de fanatismo que estamos presenciando en este momento, sargento Hecker Un examen detallado del poblado panorama de la historia de los desórdenes nos indica que los habitantes de cómodas casas con jardín, de cien mil dólares, en las áreas seguras no robarían ni quemarían. La mayoría de ellos no son negros, ¿no es así? —Juntó las tarjetas de microfilmes y las tendió a Hecker—. Los desórdenes clásicos en Estados Unidos, y en California del Sur en especial, a causa de nuestro clima casi tropical, han sido tradicionalmente provocados por militantes negros, sargento Hecker. Aunque puede no estar al corriente de ello, dado que se trata de épocas muy remotas.
—Estudiamos los disturbios en la escuela —dijo Hecker. Hojeó las tarjetas y las miró una por una a trasluz—. Ya tenemos casi toda esta información sobre la familia Kendry en los archivos del departamento social. Creía que usted poseía otro material que no podía ser transmitido.
Weeman extrajo una última tarjeta de su amplio bolsillo.
—Es un material retrospectivo de Jane Kendry. Pruebas y proyecciones hechas durante el breve período en que fue paciente del sistema de rehabilitación. ¿Cuál es exactamente su misión en el departamento social, sargento?
Hecker tomó la nueva tarjeta en su mano de grandes nudillos, se dirigió hacia el proyector de microfilmes que había en la pared y la insertó en él.
—Ya se lo dijeron cuando el departamento social pidió esta entrevista.
—¿Así que esa historia no era una tapadera? ¿Alguien del clan Kendry ha avisado al departamento social que tenía información sobre la causa de los desórdenes?
—La naturaleza de la información enviada y los procedimientos sugeridos indican que la familia Kendry puede estar involucrada —dijo Hecker. El rostro juvenil de una delgada y vehemente joven apareció en la pantalla del proyector. Tenía la piel suave y morena, y el cabello largo, de un color dorado con reflejos rojizos—. Jane Kendry —musitó Hecker para sí mismo.
—Hace siete años —dijo Weeman—. Entonces tenía quince años. Su violento padre y una pandilla del clan la sacaron de un centro de rehabilitación muy poco seguro, cerca del sector de Laguna. Allí hay un precioso panorama marino. Es una joven astuta, y creo que es Jane Kendry quien guía a esta banda de andrajosas guerrillas. Su padre, el viejo Jess, tiene ahora más de sesenta años, está lleno de vicios y heridas mal cicatrizadas. Es una joven decidida, sargento Hecker, y no tiene el mismo aspecto que en esta fotografía. Jane Kendry ya no es así. ¿Es su contacto?
—No lo sé —repuso Hecker—. Nuestra información no es tan detallada. El lugar de nuestra cita está bastante cerca de una de las ciudades inseguras donde se cree que operan los Kendry. Tengo una especie de salvoconducto. Vine aquí para informarme a fondo sobre ellos.
El terapeuta jefe Weeman se levantó y se colocó detrás de Hecker.
—No tiene aspecto de policía, ni siquiera del departamento social, cuando va vestido de civil. —Pulsó una serie de palancas y la vista de las ventanas se extinguió, así como las de las pantallas—. Escúcheme bien, sargento Hecker. Trabajé en el caso de la joven Kendry en el sector de Laguna, hace siete años. Ella me gustaba y creí haber solucionado su caso. Hablábamos los dos de sus problemas y conflictos. Entonces llegaron aquellos salvajes, lo estropearon todo y se la llevaron.
Hecker dejó de observar el microfilme.
—¿Y bien?
—Tengo autoridad para traerla a rehabilitación —dijo Weeman, acercándose al sargento del departamento social—. Si ella lo desea, podemos ayudarla, reintegrarla a los legítimos procesos sociales de la República de California del Sur. Es una joven de posibilidades fascinantes.
—Quizá no quiera volver —repuso Hecker—. Probablemente su exilio es voluntario.
—A menudo creemos eso, sargento, y a menudo nos equivocamos —dijo el terapeuta—. Si ve a Jane Kendry, propóngaselo. Dígale que el terapeuta jefe...; no, ella me conoce como terapeuta asociado... Dígale que el doctor Weeman puede conseguirle un salvoconducto para el centro de rehabilitación de Pasadena. Puede ser su única oportunidad.
Hecker frunció el ceño.
—Espere, ¿por qué su única oportunidad?
—Usted puede tener, sargento Hecker, un competidor en su búsqueda de Jane Kendry.
—Y tal vez ni siquiera la vea —dijo—. Pero, ¿quién la busca?
—¿Ha oído hablar del subteniente Same?
—¿Norman Same? —preguntó Hecker—. Forma parte del consejo de Manipulación. ¿Para qué quieren a Jane Kendry?
—¿Para qué quieren a la gente, por regla general, en Manipulación? —inquirió el terapeuta—. La Junta puede querer encarcelarla o, olvide este negro pensamiento, simplemente matarla. Las guerrillas significan un problema, y el subteniente Same, que también ha estado aquí buscando material retrospectivo, cree que Jane Kendry las capitanea.
—Quizá haya habido una filtración en el departamento social, si Same ya ha estado aquí. —Hecker golpeó sus dientes con el huesudo pulgar—. Entonces ya veremos.
—Llegue hasta ella y dígale que tenga cuidado —dijo Weeman—. Cuando esté aquí en rehabilitación, puedo garantizar que nadie le hará nada. Créame, sargento Hecker, si le digo que realmente puedo ayudar a Jane Kendry.
—Se lo diré —dijo Hecker—. Ahora recuperaré mi heliplano, que he dejado en su tejado, y me iré.
En el tejado más alto de la torre de cinco pisos del centro de rehabilitación, Hecker pudo ver Citrus Knolls, que ardía a lo lejos, oscureciendo la luz diurna. Su aparato del departamento social, que no estaba marcado, no se hallaba en la pista reservada del área de aterrizaje del tejado. Dos soldados del ejército de la República de California del Sur, con uniforme amarillo, estaban donde debía hallarse el pequeño heliplano.
—¿Está buscando su aparato? —preguntó uno de los soldados, inquisitivamente.
—Así es —dijo Hecker. Como iba de civil, llevaba la pistola bajo el brazo y no podía sacarla con facilidad—. ¿Ustedes lo tomaron?
—Lo siento, sargento —dijo el otro. Ambos eran jóvenes soldados rasos—. Necesitábamos más aparatos y hubo una alteración del orden. Su departamento social informó que aquí había estacionado un heliplano, al servicio del sargento James Xavier Hecker, y lo recogieron. Se dirigieron a Citrus Knolls y lo utilizan para lanzar polvos paralizantes a la gente que intenta desmantelar la plaza del mercado.
Hecker inspeccionó el tejado. Un viejo y abollado aparato, con la insignia ARSC vagamente visible en el costado, estaba estacionado allí cerca.
—¿De quién es éste?
—Es para usted, si quiere usarlo —contestó el soldado—. El cabo Bozes dijo que podía disponer de él. Por eso rondábamos por aquí, por si acaso podíamos servir de ayuda. Este cacharro no sube muy alto, y no tiene suficiente acero en la barriga. Los francotiradores podrían prender fuego a la cola con mucha facilidad.
—Espero que me servirá —dijo Hecker—. Tengo una cita.
—Puede servir para los fines del departamento social —dijo el soldado.
Al cabo de cinco minutos, Hecker estaba en el aire. Tenía que llegar al sector de San Emanuel, una ciudad costera más allá del sector de Laguna, al anochecer. La ciudad no era una de las calificadas como seguras por los militares, y no podría esperar ninguna ayuda por parte de los oficiales de la República de California del Sur, una vez se encontrara allí. El viejo heliplano del ejército, que debía abandonar antes de llegar a San Emanuel, atravesaba ruidosamente el cielo. Se esforzó en tomar altura, gimiendo, durante casi media hora. Entonces empezó a hacer extraños sonidos y cayó en picado hacia una playa de gran extensión. Los cinturones de seguridad de Hecker se rompieron cuando intentó enderezar la nave. Al estrellarse, se golpeó con fuerza contra el cuadro de mandos.
El heliplano se desmontó pieza tras pieza, como un rompecabezas que se deshace. Había muchas manos arenosas a su alrededor, penetrantes olores de mar, y fuertes aromas de especias. Hecker se sobrepuso y se apoyó contra el respaldo. Unas manos recorrían sus ropas y una extrajo el paquete de sus documentos de identificación, mientras que otra le quitaba la pistola. Como había entrado en el centro de rehabilitación mediante grabaciones de retina y voz, el paquete sólo contenía los documentos falsos que necesitaría en su viaje a través de las ciudades inseguras, además de la tarjeta de negocios doblada con el dibujo de una gaviota, la misma que había llegado a los cuarteles del departamento social con el mensaje del posible contacto de Kendry. Las manos habían encontrado la tarjeta y alguien dijo:
—Un pase de Kendry. Manténganlo vivo y a salvo.
Devolvieron la pistola a Hecker; éste la metió en su funda y la acarició.
—Basura —exclamó, cuando empezó a ver un poco mejor—. Gente de la playa.
El viejo heliplano del ejército estaba completamente desmantelado, y el asiento del piloto, donde todavía se hallaba Hecker, estaba inclinado sobre un montón de arena. El cielo se había aclarado y el aire se tornó más caliente. Ya era media tarde. Cuando Hecker se tocó la cabeza, encontró un buen chichón en el lado izquierdo de su rostro, y una mancha de sangre seca en el centro.
El hombre que aún agarraba a Hecker era viejo, de sesenta y cinco años o más, y curtido por la edad y el sol.
—Si quiere hablar, puede hablar. Si quiere comer, puede comer. Si quiere esconderse, puede esconderse. Soy Rius. —Parecía tener demasiadas costillas; marcaban su cuerpo delgado en sitios donde no debían haber costillas—. Los militares no se aventurarán en este lugar. Se encuentra usted en el sector de la playa de Manhattan, al sur de Venecia.
—Tengo que llegar a San Emanuel esta noche —dijo Hecker, dejando que Rius le ayudara a levantarse.
—Entonces es que conoce a los Kendry —dijo una joven rubia y alta, que llevaba unos finos pantalones cortos de color gris, y unos viejos mocasines de diferente color.
—Aquí disfrutamos de libertad y tranquilidad —le informó Rius. Tenía una bolsa de plástico llena de pepitas de ají verde en el bolsillo de sus pantalones cortos—. No tiene por qué hablar; ni siquiera compartir nada con nosotros.
—Me parece que ya he compartido el heliplano con ustedes —contestó Hecker. Vio que podía caminar y se desasió del brazo del viejo.
—Tenemos derecho al botín —dijo Rius—. Una antigua ley del mar. —Mordió una pepita y con la otra mitad señaló el océano Pacifico.
El destello del sol sobre el agua hizo volver la cara a Hecker. A lo largo de la playa se hallaban diseminadas unas cincuenta personas, la mayor parte de las cuales vestían tan simplemente como Rius y la rubia. Hecker alargó uno de sus delgados brazos y tomó su carpeta de identificación de manos de Rius, junto con la tarjeta de Kendry.
—Muchas gracias —le dijo.
—¿Nos hablará de sus problemas? —preguntó la rubia—. ¿Se propone abandonar la convencional cultura de la República?
—Es libre de hablar o no hablar —recordó Rius, mordiendo una nueva pepita de ají—. Aquí somos así.
—Si quiere hablar de los asuntos que tiene con los Kendry —dijo la rubia, que tenía unos senos pequeños—, también puede hacerlo.
Un hombre rollizo y pálido, con el cabello recién cortado, se acercó a ellos y miró de soslayo a Hecker.
—No me han avisado hasta ahora. Soy el doctor Jay V. Leavitt. ¿Qué ha ocurrido? ¡Oh, no, está bien...! No tiene por qué decírmelo. Es la costumbre de aquí.
—Mi heliplano se estrelló y entonces sus muchachos lo desmontaron pieza por pieza —dijo Hecker—. Hablaré largo y tendido sobre esto. Me golpeé la cabeza contra el cuadro de mandos porque se rompieron los cinturones de seguridad.
—Apuesto a que ni siquiera le han preguntado por qué iba usted en ese viejo aparato del ejército —dijo el doctor.
—Lo tomé prestado.
El doctor sonrió y se encogió de hombros.
—Mi esposa me deja pasar un mes aquí, cada primavera. ¿Puedo examinarle la cabeza?
—Desde luego.
—Vivimos en un apartamento en el sector de Pacific Palisades. Es nuestro segundo apartamento. El primero que tuvimos cayó al océano. Pero aquí no tenemos que preocuparnos por cosas como ésa. —Pasó sus dedos llenos de arena por la cabeza hinchada de Hecker—. Ni siquiera estoy esterilizado. Espero que no le provocaré ninguna infección.
—No se preocupe.
—Parece ser que el cerebro no está dañado. —El doctor hundió los dedos en los párpados de Hecker; luego le dio un golpe seco en la cabeza—. Tampoco hay señales de fractura. Apuesto a que ni siquiera tiene conmoción. Podría tomarse un par de días de descanso aquí en la playa, si quiere, aunque no se trata de una receta. Las noches son frías, pero encendemos fogatas.
—Estoy en camino hacia San Emanuel —dijo Hecker.
—Debería hablar con Marsloff y Percher —le recomendó el doctor Leavitt. Metió la mano en el bolsillo de sus nuevos pantalones cortos, de color gris—. Tenía algunas vendas aquí. No, ya las he usado todas.
—¿Quiénes son Marsloff y Percher?
—Conducen uno de los camiones —explicó la joven rubia—. Intentarán llegar al sector de San Diego esta noche con un cargamento. El doctor Leavitt probablemente le está sugiriendo que vaya con ellos hasta San Emanuel. Supongo que no le importa que hable en su nombre.
—En absoluto —replicó el doctor—. Eres una chica lista. ¿Acaso eras recepcionista o enfermera de higiene dental, allí en la República?
—Sólo ama de casa —contestó la rubia—. No podía tener ninguna conversación satisfactoria con mi marido. Investiga el control de los desórdenes y acostumbraba traer a casa nuevo equipo para probar. —Se dirigió a Hecker—. Tenga cuidado con Percher; es un maníaco de la mecánica.
—¡Oh! —dijo Hecker. Había estado trabajando en casos de adictos a la mecánica en el departamento social.
—Un maníaco de la mecánica es una persona —explicó el doctor Leavitt— que usa instrumentos para producir estímulos eléctricos en el cerebro, y otros efectos peligrosos, aunque momentáneamente agradables. La estimulación eléctrica del cerebro fue declarada fuera de la ley, hace ya más de dos años, por la Junta.
—¿Dónde está su socio, el tal Marsloff? —inquirió Hecker.
—Los dos están allí abajo. —La rubia señaló el lugar con la cabeza—. ¿Ve el viejo restaurante derruido junto a la playa con el letrero «Pobre muchacho» en un lado? El camión está escondido allí. Marsloff es aquel hombre alto, de cabello oscuro, apoyado en la barrera. Percher es rubio; debe estar en el camión.
—Anoche conectó un mezclador eléctrico para estimularse —dijo el doctor, tristemente—. Es un joven brillante, cuando no se halla en estado comatoso.
—Tendría que haber estado aquí cuando se metió en la máquina de refrescos reconstruida —dijo la rubia—. ¿Quiere que le acompañe?
—Desde luego —asintió Hecker.
Comenzó a caminar y él la siguió.
—¿Hace mucho tiempo que está aquí? —preguntó.
—Creo que un año. Mi nombre es Hildy. No tiene por qué decirme el suyo. Aquí no nos importan esas cosas.
—James Xavier Hecker. —En los papeles falsos constaba su nombre real.
—Ya he leído sus documentos de identificación. ¿Le llaman Jim?
—Hecker, casi siempre —contestó.
—Oye, Marsloff. Rius dice que ayudes a este muchacho. —Se detuvo a pocos metros del hombre fornido—. Conoce a los Kendry. Quiere que alguien le lleve al Sur.
Marsloff se acercó en dos zancadas. Tenía el cabello negro grisáceo, corto en la cabeza y largo y rizado en el resto del cuerpo.
—¿Sabe conducir un camión?
—Sí.
—Mi compañero, Percher, es un maníaco de la mecánica. Esta mañana encontró media docena de anticuados cepillos de dientes eléctricos y está en trance en la cabina del camión. Tiene su propio generador portátil en lo que solía ser la despensa del café. Ahora mismo está en coma.
—¿Por qué no llama a Leavitt para que le examine?
—Esto no es la República —replicó Marsloff—. Siempre se recupera. No deja que nadie le cuide cuando atraviesa uno de sus comas. Por esta vez le dejaré en la cabaña, tapado con un cubrecama. ¿Le vigilarás un poco, Hildy?
—Como quieras.
Marsloff miró el sol poniente.
—Nos iremos dentro de media hora. ¿Va muy lejos hacia el sur?
—A San Emanuel —contestó Hecker. La luz del sol ya no le molestaba tanto.
—Entonces debe conocer a los Kendry —dijo Marsloff. Rió entre dientes—. Percher trae de contrabando cerveza del enclave de Tijuana, una verdadera cerveza mexicana. Está caliente porque ha usado la máquina de hielo para sí mismo. Espere aquí y conseguiré un par de botellas. Podemos enfriarlas en el océano. —Dio unos golpecitos en la espalda a Hecker y a la chica y caminó sobre trozos de madera y yeso, hacia los restos del café costero.

El letrero balanceado por el aire nocturno, decía: «Giacomo de San Emanuel.» El rótulo se columpiaba sobre el umbral de un edificio que ya no existía. Aparte de él, sólo estaban los vestigios de un muelle en ruinas, ahora cercano al océano, restos de restaurantes y de tiendas. Era su lugar de reunión, y Hecker esperó allí, en un rincón del muelle, sin oír nada más que los embates del agua oscura chocando contra la arena que había debajo de los pilares. Montones de conchas llenaban esta parte de la playa de San Emanuel, así como retorcidas algas marinas. El viento arrastró, por encima de la cabeza de Hecker, algo que parecía un mantel a cuadros rojos hecho jirones. El trozo de tela se retorcía y agitaba y acabó por desaparecer en la oscuridad, entre las vigas caídas y los entarimados. Pensó en la joven que había tratado de llegar hasta él en la torre de rehabilitación.
—La tarjeta. Enséñeme la tarjeta —dijo una voz de muchacho.
Hecker dio media vuelta con precaución.
—¿Qué tarjeta?
El chico era demasiado bajo para su edad. Debía tener alrededor de quince años y apenas medía un metro y medio de altura. Sus piernas eran delgadas y un poco arqueadas, y sus brazos también. Llevaba un gran gato peludo en los brazos, contra su pecho desnudo.
—Soy el hermano menor —dijo a Hecker—. En realidad, un hermano adoptado. Pero soy un Kendry.
El gato estaba inmóvil, pero despierto; recostado cómodamente, miraba a Hecker con sus redondos ojos de un verde amarillento.
—Dime el nombre del gato —pidió Hecker.
—«Burrwick» —repuso el chico— si se empeña en saberlo. Ahora veamos la tarjeta. Sáquela despacio, o sentirá un cuchillo en sus rollizos costados.
—¿Te parezco gordo? —Hecker extrajo el paquete de los documentos de identificación, junto con la tarjeta de la gaviota de color azul pálido.
El muchacho la tomó y la sostuvo cerca de su cara.
—Todo el mundo me parece gordo. Me escondí de los soldados demasiado tiempo y no pude conseguir suficiente comida. Lo llaman desnutrición; ya sabe, todo eso de las vitaminas y los minerales. He leído mucho sobre este tema, pero por ahora no he podido cambiar mi aspecto.
—No te desanimes —dijo Hecker—. ¿Puedes decirme quién te ha enviado?
—No puedo —contestó el muchacho. El gato maulló una vez, y puso una pata sobre su hundido pecho—. Debo guiarle a un cónclave. Una reunión de familia; cosas de los Kendry. Allí habrá centenares de los nuestros. Debe presentarse a sí mismo como un primo político de la vieja Mace Kendry. Use su verdadero nombre, o el que sea que conste en sus papeles. Se casó usted con la segunda hija de Mace, Reesie. Ambas fueron apresadas por el ejército y ahora están muertas. Usted ha estado en una celda individual en el sector de San Pedro desde poco tiempo después de su matrimonio, hace dos años. Le liberaron en la amnistía del aniversario de la Junta, hace una semana. Mace le dio esta tarjeta, y usted se enteró de la reunión de esta noche en un bar del sector de Venecia llamado Tío Avram. ¿Podrá recordarlo todo?
—La mayor parte.
—Será mejor que se acuerde de todo. Mace, en el caso que alguien se lo pregunte, tenía el brazo cortado justo debajo del codo, a causa de una ráfaga de metralleta de la policía. Reesie era una joven alta, de huesos grandes, con los dientes delanteros defectuosos. Bien parecida, pero demasiado gorda. —El muchacho acarició el estómago del gato—. Con doscientos Kendry juntos, es probable que alguno quiera matarle por diversión. Si se dan cuenta que usted miente y se equivoca en algo, le acuchillarán desde varias direcciones.
—Gracias —dijo Hecker—. No me equivocaré. ¿Cómo te llamas?
—Esto no entra en la información. —El chico le hizo señas para que le siguiera.
Mientras se alejaban del derruido muelle, Hecker dijo:
—Lo preguntaba porque me gustaría saberlo.
—Jack —contestó el joven.
—Jack.
—¿Sabe de dónde saqué este nombre?
—No.
Doblaron una esquina y se adentraron en una calle bordeada de tiendas y hoteles que todavía se mantenían en pie, pero vacíos desde hacía tiempo. Los árboles de la avenida habían crecido a su antojo y se veía un revoltijo de ramas y hojas.
—Del letrero que hay allí. Giacomo es Jack, más o menos, en italiano. Me gusta verlo allí, tan cerca del agua; sobre todo de noche. ¿Ha oído hablar alguna vez de gente que se llama así?
—Claro, Jack. Muchas veces.
—Los Kendry no creen que exista alguien con este nombre.
—Pero tú sí —dijo Hecker—. Por cierto, ¿puedes decirme quién se pondrá en contacto conmigo en esta reunión familiar?
—No, tampoco puedo. Pero alguien lo hará, no se impaciente. —Caminaron dos manzanas más, y entonces el gato maulló, arqueó el lomo y su cola se puso erecta—. Ya estamos cerca.
El gato maulló de nuevo, se removió inquieto, saltó a los hombros de Jack y desapareció en la oscuridad.
—No le gustan demasiado los Kendry —observó Hecker.
—Son buenas personas, pero no muy amables. —El delgado chico señaló una verja enmohecida al otro lado de la calle. Se encontraban en la parte posterior de lo que, en otro tiempo, fuera el complejo de una escuela pública, cuyo gimnasio estaba brillantemente iluminado; se oían voces que salían del interior—. La puerta se cayó. Entre y baje al gimnasio. Cuente su historia. ¡Buena suerte! Yo no voy a la reunión.
—De acuerdo. Gracias, Jack.
—¿Tiene usted un nombre?
—James Xavier Hecker.
—Xavier me gusta. Lo añadiré al mío algún día. Adiós.
Dio media vuelta y desapareció en la oscuridad, bajo los árboles, y Hecker se dirigió al ruidoso y brillante gimnasio.

Una rolliza mujer con un traje de cuero sin mangas alargó a Hecker un trozo de pollo.
—Miren cómo se porta —gritó—. Es presumida y provocativa.
—Una constante preocupación para su padre —gritó una mujer madura, a la izquierda de Hecker—. La guerra de guerrillas ya es bastante difícil sin una hija estúpida con ideas propias.
Tomó un aguacate de la bien surtida mesa y lo partió con el cuchillo que llevaba sujeto al muslo; sacó la semilla, grande como un huevo, y dio la mitad del aguacate a Hecker.
—Come esto, primo Jim. Estás demasiado delgado.
—Mírenla —gritaba la mujer gorda—. Delgada como una tabla y sin una pizca de carne. ¿Les gustan las mujeres cadavéricas en tu rincón de la República, primo Jimmy?
Antes que Hecker pudiera contestar, uno de los muchachos Kendry le asió por el brazo, alejándole del rincón-comedor del destartalado gimnasio y le empujó hacia el grupo de varios centenares de Kendry.
—Juega, primo Jim —gritó. Era un hombre de casi dos metros de altura, cercano a los treinta años, vestido con ropa de trabajo, y con el pelo largo y ensortijado—. Vamos a jugar a la calabaza.
—De acuerdo —dijo Hecker.
—Apuesta a que sí —gritó el joven Kendry—. Yo soy Rollo.
—Encantado de conocerte, primo Rollo.
—Primo segundo —dijo Rollo—. Acaba el aguacate y el trozo de pollo y empezaremos. ¿Ves la canasta que hay allí arriba?
Hecker inclinó la cabeza hacia atrás. Por encima del humo y la bruma; la canasta de baloncesto del viejo gimnasio aún seguía en su lugar.
—Ya la veo, primo segundo Rollo.
—El objeto de este juego es meter las calabazas en el agujero, a puntapiés. Diversión garantizada para todos los jugadores. —Miró a Hecker y le metió en un círculo formado por ocho muchachos Kendry. En medio del círculo estaban amontonadas tres enormes calabazas naranja.
—El primo Jim dará el primer puntapié.
—Me habías prometido que lo daría yo —dijo Milo Kendry, que se había dado a conocer hacía un rato.
—¡Maldito seas! —exclamó Rollo—. ¡El primo Jim es nuestro invitado, patán!
—No me maldigas —replicó Milo. Agarró la calabaza más grande y la aplastó contra la cabeza de Rollo.
—¡No estropeen el juego! —dijo otro Kendry. Se inclinó y dio un puntapié a una de las restantes calabazas, que se elevó hacia el techo de vigas metálicas, voló torpemente y fue a caer en el estrado de los músicos.
Una docena de Kendry se hallaban en la plataforma provisional, tocando violines y banjos con amplificadores. El Kendry del micrófono había estado cantando una melodía que repetía constantemente la palabra «estampar». La calabaza cayó sobre el extremo del micrófono y quedó ensartada allí. El cantante siguió cantando.
Rollo sacó del bolsillo de su americana un trozo de enmohecido alambre; se lo enrolló en el puño y lo lanzó contra Milo. Éste emitió un bramido, sacudió la cabeza llena de semillas y se abalanzó sobre Rollo.
—Te gustaría causarme el tétanos, idiota —gritó Milo—. El tétanos o algo parecido, estúpida equivocación. —Dio un puntapié en el estómago a Rollo.
Otro Kendry empujó a Hecker lejos del lugar.
—¿Qué tal, primo Jim? Soy tu tío Fred. ¿Qué opinas de las últimas disposiciones del testamento de Jess?
—¿Se refiere al padre de Jane?
—Jess le ha dejado todos sus bienes. Creo que no ha estado completamente bien desde que la madre de Jane desapareció. El ejército la mató con ese nuevo gas que inventaron ese año —dijo el tío Fred. Era corpulento y alto, pero demasiado gordo—. Los insurgentes no deberían ser dirigidos por una muchacha. Las mujeres están mejor en casa. Cuando uno necesita pegar a alguien, una mujer a mano es lo mejor. Me gustaba desafiarlas, pero ahora soy demasiado viejo para eso. Las mujeres sirven para desafiarlas, pero no para mandar una banda de guerrillas. ¿Has comido bien?
—Sí, perfectamente —contestó Hecker.
—Mira estos dientes —dijo el tío Fred, abriendo la boca—. Es mi tercer juego este mes. Los robé en una incursión por el sector de Santa Mónica. Los chicos más jóvenes se divierten dando puntapiés a un viejo en la cara. No me importa que se diviertan un poco, pero me cuesta un juego de dientes cada dos por tres. A medida que uno se hace viejo se vuelve sentimental en esta cuestión de los dientes. Pero ese deseo de Jess es una mala cosa. ¿No lo crees así?
—Me figuro que Jess sabe lo que hace. —Hecker ensartó un trozo de calabaza.
—Este cónclave no es como los que solíamos celebrar —gritó el tío Fred.
Un hombre de finos cabellos blancos se acercó y tocó el brazo del tío Fred. Era un hombre que caminaba muy erguido, alto y fornido.
—¿Te estás quejando de algo?
—Sólo de la comida, Jess. La comida no es como antes, ni el pollo, ni las patatas. Incluso la lechuga es diferente.
—Tampoco tú eres como antes —dijo Jess Kendry, jefe del clan y de las guerrillas. Sonrió a Hecker—. Tú debes ser el primo Jim.
—Así es.
—Celebro conocerte —dijo Jess, tendiéndole la mano—. No olvides saludar a Jane. —Guiñó el ojo izquierdo y miró a tío Fred—. Jane es una chica inteligente, que ha nacido para mandar. Fred puede decírtelo.
—Ya se lo he dicho, Jess.
Un Kendry sonriente saltó sobre la espalda de Jess, y éste, sin volverse, se inclinó y envió al Kendry sonriente contra la pared más próxima.
—Ahí está mi hija Jane. Ve a saludarla, primo Jim.
Hecker ya se había fijado en ella; unos parientes le habían revelado su identidad. Era alta, debía medir casi un metro ochenta, y esbelta. Sus cabellos eran más oscuros ahora que en la época de las fotografías que había en rehabilitación; los tenía largos y lisos. Llevaba unos pantalones caqui y un pullover blanco sin mangas. Su cara morena estaba algo ruborizada. Hecker se abrió camino hacia ella. Alguien puso en su mano un ala de pollo, y otro le dio un codazo en los riñones.
—Quería presentarme yo mismo, prima Jane —dijo Hecker.
Ella había estado guardando silencio, sin mirar a nadie. Sus ojos grises parpadearon y una ligera sonrisa se dibujó en sus labios.
—Tú debes ser Jim. Tengo que hablar contigo.
—¿Ah, sí?
—Sí. Del problema del gato perdido.
—¿Cómo se llama?
—«Burrwick» —repuso ella—. Casi siempre pasea junto al mar.
—¿Cerca de Giacomo?
—Eso es. —Le puso una mano en el brazo—. Acompáñame a la salida y hablaremos.
—Muy bien —dijo Hecker.
Ella estudió su rostro mientras se dirigían a la entrada abovedada.
—No te han hecho daño aquí, ¿verdad?
—No, aquí no —contestó Hecker. Había olvidado que en el rostro llevaba las señales del aterrizaje forzoso.
Jane se detuvo y apoyó la espalda contra la pared.
—¿Sabes lo que nos proponemos? —preguntó con voz tranquila.
—Quieren deponer a la Junta.
—Y tú trabajas para ellos.
—El departamento social no está obligado a coincidir siempre con la Junta —dijo Hecker.
—Tal vez —observó la muchacha—. Con eso contamos. Los Kendry, y los que se han unido a nosotros, hemos sido culpados de los disturbios. No me opongo a esa clase de rebelión si sus motivos pueden sernos útiles. Por lo que he podido averiguar, estos disturbios no nos favorecerán; los fomenta alguien de fuera, alguien que quiere utilizarlos contra la Junta.
—¿Estás segura?
—He recogido la información suficiente para hacerme una idea —dijo Jane—. Hay gente en la República de California del Sur que considera a la Junta demasiado benévola. Me temo que son los responsables de los desórdenes en la periferia. Si se hacen con el poder, lo cual es una posibilidad, la situación empeorará. Nuestros esfuerzos por lograr un buen gobierno para la República se verán frustrados. Ya es bastante difícil ahora.
—¿Quién crees que está detrás de estos disturbios, y cómo lo hacen? —preguntó Hecker.
—No sé cómo —repuso Jane—. En cuanto a quiénes son, tengo un nombre que ni siquiera es un nombre. No hago más que oír acerca de alguien llamado «el hombre mecánico».
—¿Hombre mecánico?
La muchacha explicó:
—Sé dónde puedes obtener una pista. Hay alguna relación entre este hombre mecánico y Nathan E. Westlake, aunque todavía no he podido comprobarlo. Creo que ha llegado el momento para que intervenga alguien oficial.
—¿Te refieres a Nathan E. Westlake, el anterior vicepresidente de los Estados Unidos?
—Sí, a él. Ve a verle e investiga. Puede que descubras algo.
—Es director de aquella sala de baile del sector de Santa Mónica... —empezó Hecker. Se detuvo y se quedó mirando hacia la orquesta. Jane siguió su mirada.
—¿Qué ocurre?
—Allí, junto a los músicos —dijo él, marcando las sílabas—. Es el subteniente Same.
La muchacha le tomó una mano.
—¿El concejal de Manipulación? ¿Le dijiste que viniera?
—No —contestó Hecker—. No. Sólo he enviado un informe al departamento social a última hora de esta tarde. Naturalmente, allí, ya sabían que yo debía ponerme en contacto con alguien en algún lugar de San Emanuel. Debe haber algún traidor en el departamento. —La miró a los ojos—. No les he preparado ninguna trampa. Pero es a ti a quien Same quiere atrapar.
La muchacha volvió a escrutar su cara.
—Está bien; no mientes. Debe haber hombres rodeándonos.
—Tal vez —dijo Hecker—. En general, a Same le gusta trabajar solo o con muy pocos hombres. Prefiere la táctica a la cantidad.
—Ven por aquí —urgió ella—. Hay una salida de emergencia en aquel armario. Dudo que quiera acorralar a todo el clan. Papá y los chicos pueden salir de aquí luchando, si es necesario.
Caminó casualmente hacia una puerta marcada: «Vestuarios masculinos.»
—¿Tienes un lugar donde pueda ocultarme durante un rato?
—Iré contigo —dijo Jane—. Alguien nos prestará un medio de transporte. Iré contigo hasta casa de Westlake.
Hecker no puso ninguna objeción.

Fueron dando tumbos por la ladera de la colina, llena de palmeras muy frondosas y de enredaderas. Había tantas flores, todas de color escarlata, que Hecker no podía correr sin dejar a su paso un rastro de pétalos reducidos a fragmentos. Al final del declive, Jane Kendry le tomó de la mano y tiró de él.
—Por este sendero entre los árboles —dijo—. ¡Rápido!
Por encima y por detrás de ellos, se oyeron las ráfagas de las metralletas, mientras las ramas crujían y se hacían pedazos.
—Yo podría hablarles —dijo Hecker, corriendo con la muchacha a la sombra que los árboles producían en la cálida tarde.
—El ejército no lo hará —dijo Jane—. Los soldados de estas patrullas no hablan. Se limitan a exterminar, en estas áreas revueltas.
Jane le condujo fuera de los senderos y se internaron en la espesura, a través de la maleza. Pasaron por lugares que parecían impracticables, pero que no lo eran. De pronto, divisaron una puerta de madera en medio de la jungla, oculta casi completamente por gruesos helechos y verdes matorrales.
Hecker tomó aliento y dijo:
—Después de todo, pertenezco al cuerpo de policía.
—No podrías acercarte lo suficiente como para decírselo a los soldados —repuso la esbelta muchacha, al tiempo que abría la puerta—. Aquí no nos encontrarán; nunca lo han hecho.
—El ejército no abatirá a un policía del departamento social —dijo Hecker.
—Quédate fuera y lo comprobarás —contestó Jane, atravesando el umbral.
Hecker la siguió.
—¿Dónde estamos?
Jane cerró la puerta, pasó el cerrojo silenciosamente y le empujó hacia un largo pasillo de paredes color pastel.
—Son los estudios Wheelan; el edificio de sus escritores —contestó la muchacha—. Esa jungla que has visto no es la auténtica California del Sur. Es el lugar donde filmaban las películas de la jungla. Después de la invasión y del colapso económico en que cayó la mayoría de los Estados Unidos, este lugar se clausuró.
Hecker apenas oyó a la media docena de soldados, uniformados de amarillo, que pasaba a lo lejos, barriendo la jungla. Se oyó un grito, un crujido y los disparos de las metralletas. Los hombres siguieron su camino y los sonidos se hicieron más lejanos.
—¡Salvados! —dijo Hecker—. Probablemente no nos perseguían a nosotros.
—Puede que a ti no —contestó Jane—; pero los militares tienen órdenes de matarme, lo cual, lo admito, no es problema tuyo.
—La Junta ha endurecido su política, Jane, pero no han dado ninguna orden como ésa. —Hecker meneó la cabeza—. No disparan contra las mujeres.
—¡Oh, claro! —Jane siguió caminando hacia el interior del edificio—. Mira esto —le llamó desde el umbral de una oficina sin puerta.
Sobre un escritorio de brillante y limpio metal, había una unidad de dictado-mecanografiado, compacta y cromada.
—Una antigualla —observó Hecker—. ¿De cuándo? Debe ser de principios de 1980.
—Así es —dijo Jane—. La arreglé para que funcionara con una célula de energía.
—¿La usas?
Ella se había detenido frente a los dos cuadros de la pared, uno de una actriz desconocida para ambos y el otro de un hombre rollizo vestido con un traje pasado de moda, junto a un helicóptero último modelo del año 1980.
—Sí; grabo cosas. Cuando era más joven nunca lo hacía; llevaba un diario o cosas parecidas. —Le miró con la cabeza inclinada y sonriendo serenamente.
Hecker asintió. A través de la alta ventana de la habitación se veía la jungla y la luz del sol.
—Creo que son mis memorias, mis reflexiones —prosiguió Jane. Se apoyó en el escritorio y se pasó una mano por la frente—. Aparte del subteniente Same y el Consejo de Manipulación, ¿quién me persigue? ¿Quién tiene órdenes de atraparme?
—Nadie —respondió Hecker—. El departamento social del cuerpo de policía, no, desde luego.
—¿Ni el sistema de rehabilitación?
—Eso depende de ti. Un chico llamado Weeman me dijo que podías recurrir a él. Cuando un centro de rehabilitación te dé un pase, ni la policía ni los militares podrán hacerte nada. Estarás a salvo. Mientras estés a bien con ellos, estarás segura.
Jane se tocó la mandíbula con el dedo, con expresión pensativa.
—Supongo que el doctor Weeman tenía razón. Quería ayudarme, pero no comprendía nuestra causa.
—¿La tuya y de tu padre?
—No sólo nuestra —replicó la joven—. En la República hay miles de personas que simpatizan con nosotros. Aunque no es más que un porcentaje muy pequeño del total de la población, podríamos derribar a la Junta, si fuese necesario. El resto de los Estados Unidos aún está demasiado oprimido para intervenir, ni ahora ni en los próximos años.
—Todas vuestras incursiones y correrías —dijo Hecker— están encaminadas a perjudicar a la Junta, a controlar el Gobierno y a instaurar un sistema mejor. ¿Es a esto a lo que aspiran los Kendry y todos los demás?
Jane cruzó los brazos debajo del pecho.
—Sé que has tenido acceso a montones de archivos y a toda clase de material retrospectivo sobre los Kendry. Pero no creciste junto a mi padre y por eso no lo entiendes; ni sus métodos, ni su estilo.
—Probablemente.
—Hemos atemorizado ciudades, hemos saqueado. Es preciso inquietar a la gente, obligarla a pensar. Podemos usar las técnicas de malhechores y bandidos, y no ser ni una cosa ni otra. Mi padre es violento y fuerte —continuó la muchacha—, y no adopta una posición oficial. No tiene miedo. Cuando sabes quién eres, no tienes que disculparte por lo que haces.
Hecker estaba mirando hacia la jungla.
—Tu padre creía que no debías comunicarle al departamento social que conocías la existencia del hombre mecánico, ¿verdad?
—Sí —repuso Jane—. Como ya te he dicho, hay que conocer a mi padre. A él, a mi madre, como han vivido, y qué sucedió. Entonces se comprende por qué no quería que hablase con alguien como tú.
—¿No estabas de acuerdo con él?
—He actuado por propia iniciativa, sin que él lo sepa.
—Pero tú eres jefe de las guerrillas, ¿verdad?
—No, el jefe es mi padre. Yo le ayudo; soy el subjefe. —Tras una pausa, Jane añadió—: Estamos a unos cuarenta kilómetros de la casa del antiguo vicepresidente Westlake, del pabellón de baile electrónico No me Pises. Te llevaré allí.
—Same te está buscando.
—Nadie sabe adónde me dirijo, a excepción de mi hermanastro Jack —dijo Jane—. Mi padre se imagina que estoy en una de mis correrías; y tú no has enviado ningún otro informe, ¿verdad?
—No he tenido oportunidad de hacerlo —contestó Hecker—. De todos modos, creo mejor no hacerlo. El departamento social nos permite guardar silencio cuando la misión lo requiere.
—«Guardar silencio cuando la misión lo requiere» —repitió la chica, cruzando más los brazos—. Eres un ejemplo típico de lo que mi padre llama «un hombre que asimiló de niño lo establecido». ¿Por qué tienes que ser tan rígido y serio?
Hecker se rascó la espalda.
—Escucha —dijo—, podemos acostarnos juntos ahora mismo. No tienes que iniciar una discusión para lograrlo.
Jane permaneció inmóvil durante unos segundos, y entonces bajó los brazos.

El pabellón de cristal estaba lleno de banderas de neón. Se encendían constantemente, mostrando los colores rojo, blanco y azul, interrumpidos por estrellas y nubes nocturnas, que se vislumbraban a través de la gran cúpula de cristal. Ondeando sobre las paredes más altas, en luces multicolores, se leía: «Pabellón de baile No me Pises». Debajo, en luces intermitentes, había un letrero que decía: «Su anfitrión: Nathan E. Westlake, antiguo vicepresidente de Estados Unidos de Norteamérica». Sobre unos pedestales muy altos se hallaban las réplicas de los antiguos presidentes de Estados Unidos. En el umbral del pabellón de cristal, de espaldas a los trescientos bailarines, estaba un hombre negro de reducida estatura, que llevaba una peluca empolvada y un traje de ante.
—Bien venidos al No me Pises —dijo, cuando Hecker y Jane entraron.
—Buenas tardes —contestó Hecker.
—Soy Ralph E. Prickens —dijo el negro—. Si conocen a fondo la historia norteamericana, me recordarán como el primer secretario de Defensa negro.
—¿No fue su política —preguntó Jane, que había tomado una peluca oscura del abandonado estudio cinematográfico— la que condujo a...?
—Al último colapso del Gobierno de los Estados Unidos —terminó Prickens—. Es bonito que le recuerden a uno.
—Y hubo —añadió Hecker gritando, a causa de la música—, el escándalo SFX.
—Sí —contestó el negro, tocando su peluca empolvada—. Ése fue uno de los momentos cumbres de mi carrera.
—¿Qué era SFX, un bombardero o un cohete? —preguntó Jane.
—Nadie lo supo nunca —dijo Prickens—. Eso formó parte del escándalo. Aquellos días fueron gloriosos en la capital de nuestra nación, cuando todavía éramos una nación.
—¿De qué va disfrazado, señor secretario? —preguntó Hecker, asiendo ligeramente el brazo de Jane.
—Adivínelo.
—La peluca es de George Washington —dijo Jane, recibiendo la aprobación del negro—. El traje de ante es de Daniel Boone.
—Es muy satisfactorio ser ecléctico y patriótico —dijo Prickens, meneando la cabeza—. Cuando se cansen de bailar, les enseñaré mi museo de armas norteamericanas. Ambos parecen lo bastante maduros como para apreciar el pasado de Norteamérica.
Se oyó un ruido que prevenía del otro extremo del pabellón. Hecker señaló hacia allí.
—El presidente Hoover acaba de caerse de su pedestal.
Prickens se pasó la mano por la peluca y soltó una risita.
—Sí. Está programado para hacerlo. Los clientes se aburren de ver las réplicas androides bailando y pronunciando discursos.
—Hemos oído hablar mucho del antiguo vicepresidente, a pesar de no haber estado aquí hasta ahora —dijo Jane—. ¿Habría alguna posibilidad de ver al señor Westlake en persona?
—Está en el estrado de los músicos, tocándose los dedos de los pies —repuso el negro—. Es un nuevo paso de baile que el vicepresidente está ensayando. ¿Le ven? Toque su dedo del pie izquierdo, enderécese de un salto, aplauda, toque su dedo del pie derecho, dese una palmada en el vientre, aplauda, y camine como un pato.
El estrado de los músicos del No me Pises estaba montado sobre cuatro astas de bandera rematadas por sendas águilas, y lo llenaban músicos electrónicos vestidos como el ejército de la Unión. El antiguo vicepresidente Westlake, con el familiar cigarro en la boca, bailaba frente al contrabajo, vestido como Abraham Lincoln. Perdió la chistera en medio de un frenético paso de pato y se balanceó en el borde de la plataforma, para acabar deslizándose por un asta. En el suelo de mosaico rojo, blanco y azul, se quitó la capa de Lincoln de los hombros y se la colocó alrededor de las caderas.
—Aquí puede descansar más que en la Casa Blanca —dijo Prickens—. Allí estaba demasiado ocupado. —De repente sonrió a Hecker y Jane—. Veo que no tienen ganas de bailar. Vengan primero a ver mi museo. Llamaré al vicepresidente, podrán estrecharle la mano y él les dará uno de sus lápices como recuerdo.
Siguieron al antiguo secretario de Defensa a través de los bailarines, la mayoría de los cuales parecían jóvenes y despreocupados. En la puerta del Museo de Armas Históricas Norteamericanas estaban esculpidos los principales momentos de la vida de Benjamín Franklin. También era una sala abovedada, pero la mitad de grande que el pabellón. Las armas (mosquetes, M-16, cañones, bazookas, fusiles de chispa, lanzallamas, granadas, y otras cosas no tan fácilmente identificables) estaban amontonadas sobre el suelo de mosaico.
—Todavía no he tenido tiempo de ordenarlas —admitió Prickens. Se quitó la peluca empolvada y suspiró—. Para mí lo más emocionante es coleccionar; catalogar y clasificar es enervante. En este lugar colocaré los aviones: bombarderos y cazas. Últimamente he tenido mucha suerte en aviones de guerra y me han caído en las manos algunos ejemplares realmente preciosos. —Señaló la media docena de deteriorados aviones, junto a la pared del fondo. Dos de los aparatos estaban boca abajo; los instrumentos y los cables salían de la cabina de uno de ellos—. Acérquense y darán un vistazo.
—¡Impresionante! —exclamó Hecker, aproximándose a los aviones.
Un hombre delgado, de pelo canoso y vestido de gris, se asomó por la cabina de un antiguo avión de la Segunda Guerra Mundial. Su cara era larga, triste y tenía grandes ojeras.
—¡Atrapados! —exclamó. En la mano derecha sostenía una reluciente pistola, el arma más moderna del museo, con la que apuntaba a Hecker y Jane.
—Ya son nuestros —dijo Prickens—. Les reconocí nada más entrar.
—Estoy encargado de este caso —dijo Hecker al hombre del avión—. ¿Qué pretende hacer, Same?
El subteniente Same, del Consejo de Manipulación, sonrió, pero su rostro no perdió la expresión de tristeza.
—No, Hecker. El Consejo de Manipulación no necesita de protocolo y tramitaciones; puede prescindir de ellos. Por otro lado —añadió, saliendo de la nave—, mi interés personal por la señorita Kendry es mayor que el del Consejo de Manipulación.
—Me preguntaba por qué me estaría apuntando con una pistola —dijo Hecker.
—Exactamente —respondió Same—. Sirvo a varias causas. Trabajo para los que provocan los desórdenes. Al interrogar a la señorita Kendry serviré a los instigadores de los disturbios y al Consejo de Manipulación. Lo mismo ocurrirá si la elimino.
Jane tomó la mano de Hecker, mientras miraba a Same.
—¿Quién le dijo que vendríamos aquí?
Same saltó del avión al suelo.
—Un desgarbado muchacho llamado Jack. Parecía ser el único que lo sabía.
Jane avanzó unos pasos y dio un puñetazo a Same en la boca.
El subteniente Same dijo:
—A veces es necesario desahogar las frustraciones físicamente.
Prickens agarró a la chica y le dijo:
—Cálmese, señorita.
—Parece que les ha gustado el baile —dijo el antiguo vicepresidente Westlake, que había entrado en la habitación cuando Jane se abalanzaba sobre Same—. El toque latino del final ha levantado una salva de aplausos. ¿Son ellos?
—Quiero averiguar —explicó el subteniente— lo que sabe la chica y a quién se lo ha dicho; también quiero averiguar lo que sabe el funcionario social y a quién se lo ha dicho.
El rostro de Westlake aún estaba congestionado por el esfuerzo del baile.
—¿Ha traído su propio equipo de interrogatorios? El de Ralph siempre se estropea; es aquel cacharro pasado de moda de la guerra contra Brasil.
—No puedo tener todas estas malditas piezas de museo en condiciones —dijo Prickens.
Sonriendo tristemente, el subteniente Same alargó la mano para recoger un maletín de piel.
—Yo sólo uso el mío.
Westlake sacó otro cigarro.
—Cuando Swingle tome el poder, no tendremos que quejarnos de equipo anticuado.
—No mencione su nombre —dijo Same, colocando el maletín con su mano libre sobre un montón de rifles.
—¿Qué nombre? ¿El de Swingle? —preguntó Westlake—. Algo que aprendí en los ocho largos años que estuve en la Casa Blanca, Same, es que no importa lo que se dice delante de la gente que va a morir.
Prickens soltó a Jane y se acercó al maletín de interrogatorios de Same. Siempre con la peluca empolvada en la mano, le dijo:
—No se peleen cuando hay gente delante.
Hecker hizo a un lado a Jane y le dijo que se cubriera.
Agarró la peluca de Prickens y la tiró con fuerza al rostro de Same.
La metralleta del subteniente disparó una ráfaga, que fue a incrustarse en el costado de un tanque Sherman.
Entonces Hecker recogió los extremos de la capa del vicepresidente, tiró de ellos alternativamente y lanzó a Westlake contra Prickens. Los dos hombres perdieron el equilibrio y derribaron al subteniente Same, que cayó de espaldas y disparó al cristal azul de la cúpula.
Hecker sacó su propia pistola y disparó en dirección a los tres hombres. Saltó por encima de un montón de máscaras antigás y de cascos de avión, y encontró a Jane. La delgada joven estaba lanzando granadas inutilizadas en la dirección de Same.
—Vamos —dijo Hecker.
Tomaron una bazooka y la usaron para romper un pedazo de la pared de cristal del museo. Hecker hizo fuego otra vez, por encima de su hombro, cuando Same, mirándolos, triste y ceñudo se enderezaba y se preparaba para disparar.
Detrás de la sala había una extensión de campo de unos cincuenta metros, cubierto por hierba muy alta. Hecker y Jane lo atravesaron antes que el subteniente Same pudiera abrirse camino entre los recuerdos y llegar al boquete de la pared.
A continuación venía un bosque y luego unas cuantas casas junto a la playa. Delante de la segunda casa, totalmente a oscuras, estaba estacionada una helimotocicleta.
—Ocúpate de ellos, hasta que lo ponga en marcha —dijo Jane.
—Aún no hay señales de nadie.
Jane conectó el interruptor de arranque de la helimotocicleta de dos plazas y la puso en marcha antes que se encendieran todas las luces de la casa.

La niebla empezó a disiparse y la lluvia se hizo más fina. Jane dio media vuelta, separándose de Hecker, y la manta gris que les habían prestado resbaló de sus hombros. Hecker se sentó, se desperezó y se frotó la cabeza. Allí cerca habían empezado a hacer el desayuno. Hecker contempló el océano y luego estudió a la gente, diseminada por esta extensión de playa insegura.
Una muchacha negra, vestida con un uniforme de los comandos chinos, le saludó con la mano y pronunció la palabra «café». Hecker hizo señas afirmativas y se puso en pie.
Jane se lamentó una vez y se sentó, completamente despierta.
—Buenos días —dijo.
—¿Quieres un poco de café? —le preguntó Hecker, arrodillándose y poniendo la palma de su mano en la nuca de la joven.
—Desde luego —contestó ella.
Hecker caminó por la fría arena hacia la muchacha negra.
—¿Me darás dos tazas?
—Sí, claro. Conoces a Marsloff, ¿verdad? —Cuando Hecker asintió, ella dijo—: Está en aquella arcada derruida que hay encima de la playa. Te vio anoche, cuando llegó. Dice que si quieren que les lleve a alguna parte, a ti y a Jane, no tienen más que decírselo; y que, incluso si no lo necesitan, vayan a saludarle.
Cuando Hecker volvió al lado de Jane, le preguntó:
—¿Podemos confiar en Marsloff?
—Sí —contestó Jane, tomando una de las tazas de estaño que él le ofrecía.
—Está aquí y se ofrece a llevarnos adonde queramos.
—Aún nos hallamos a treinta kilómetros de Swingleton —dijo la chica—. Fue una buena idea guardar la helimotocicleta donde lo hicimos, pero podemos usar otro medio de transporte.
—Swingle, el hombre que Westlake mencionó, ¿aún vive allí?
—Que yo sepa, sí. —Jane se calentó la barbilla con la taza—. Erwin LeBeck Swingle. Se le consideraba como el segundo hombre más rico del país, cuando todavía existían los Estados Unidos. Deben cumplirse cerca de treinta años desde que compró casi todo el sector de Anaheim y lo transformó en una ciudad modelo para ancianos.
—Había oído algo de eso. Ahora debe tener casi noventa años —dijo Hecker. Bebió un sorbo del cargado café—; es la clase de tipo que podría estar ligado a Westlake y a su patriótico pabellón.
—Me pregunto si Swingle está a la cabeza de los que provocan los desórdenes.
—¿Quieres decir que Swingle podría ser el hombre mecánico?
—Claro que lo es —intervino Marsloff, que se había acercado a ellos—. Es un hombre mecánico.
—No un, sino el, —Hecker estrechó la mano del velludo gigante.
—Eso no lo sé —dijo Marsloff—. Swingle es un maníaco de la mecánica. Cada dos por tres, cuando Percher inventa alguna novedad en cuestión de estimulantes eléctricos, vamos a Swingleton y la vendemos a uno de los muchachos del viejo Swingle. Calculo que hay docenas de maníacos de la mecánica que le abastecen.
—¿Con quién se ponen en contacto en Swingleton? —preguntó Hecker,
—Nunca con el viejo en persona. A él nunca lo hemos visto. —Marsloff olfateó mientras se volvía hacia la chica del café y continuaba hablando—. A Swingle nunca lo hemos visto. Vamos al Club Repose. Es un confortable lugar para ciudadanos viejos. Allí hablamos con el cocinero. —La muchacha negra le alargó una taza de café, Marsloff le dio un beso en la mejilla y trotó hacia Jane y Hecker—. El cocinero del Club Repose es el hombre con quien nos ponemos en contacto. Se llama Joe Senco.
—¿Podría Percher conseguirnos algún mecanismo? No debe ser nada demasiado original. Jane y yo tenemos que entrar en Swingleton y llegar hasta Swingle. Quiero algo que nos sirva de pasaporte.
—Están de suerte. —Marsloff se bebió el café de un trago—. Ahora Percher está consciente y dice que se siente creador.
Hecker miró a Jane, sonriendo.

El cocinero Senco tenía seis ollas hirviendo en la enorme cocina.
—Hacer una comida apetitosa para personas de más de ochenta años es una especie de reto —dijo a Hecker y Jane.
—Huele muy bien —observó ella, que llevaba la peluca rubia de una chica de la playa.
—Harina de avena —le explicó el cocinero—, mezclada con remolacha a dados, atún a la crema y puré de espinacas. —Hizo una pausa y retrocedió unos pasos—. El ruido del club me destroza los nervios. Deberían jugar a los tejos y a los bolos fuera, al aire libre. —Se alejó de ellos y rodeó su nueva mesa de trinchar, hasta llegar junto a unas cacerolas de cobre colgadas de la pared, que golpeó con ambos puños, para replicar al ruido que hacían los ancianos clientes de Club Repose—. ¿Qué es lo que nos envía el pequeño Percher?
Hecker sacó un barómetro de una bolsa de papel.
—Este mecanismo tiene el aliciente de ser prácticamente una antigüedad. Es una de esas casitas de las que sale una bruja cuando el tiempo será malo, y dos muchachos rubios cuando será bueno.
—¡Muy ingenioso! —dijo el cocinero Senco—. ¿Cómo funciona?
—Fíjese en las figuritas —explicó Hecker—. Ahora cada una está unida a una diminuta aguja. Este aparato combina la diversión de la ruleta rusa con la antigua terapia de choques eléctricos. Por lo menos, es lo que Percher dice. Pide mil dólares por él.
—Les diré lo que haremos —dijo el cocinero, señalándoles con una cuchara de madera—. Percher ha tenido ideas tan brillantes, que el viejo Swingle quiere expresarle su agradecimiento personalmente. Es una verdadera lástima que Percher no viniera esta vez, pero ustedes dos le sustituirán en la pequeña ceremonia de agradecimiento que Swingle tiene pensada. —Se dirigió a los fogones—. Déjenme bajar el fuego y les acompañaré hasta él.
—Nos sentimos muy honrados —dijo Hecker.

La torre era más alta que la del centro de rehabilitación, y sus ventanas de cristal oscuro apenas dejaban pasar la luz del sol. En cuanto la puerta se cerró tras ellos, Jane dijo:
—Esto no me gusta.
—Es lo mismo que pensé cuando el subteniente Same nos abrió la puerta —contestó Hecker.
Al otro lado de la habitación, detrás de una ancha pantalla de pie, el subteniente Same estaba hablando a alguien. Detrás de Hecker y Jane se hallaba el cocinero, con una pistola que emergía de su rayado delantal.
—Le gustaría conocerles —dijo Same, emergiendo de detrás de la pantalla—. Puedes volver a tu cocina. Joe.
El cocinero salió, y Hecker y Jane se acercaron a la pantalla.
—Queríamos saber qué haría usted, Hecker. No ha enviado ningún informe al departamento social desde nuestro encuentro en el pabellón —dijo Same—. Creía que inventaría un acercamiento más indirecto.
—Me lo figuro —contestó Hecker.
—De todos modos, tomé las precauciones necesarias para el caso de ocurrírsele presentarse allí.
Conocieron a Erwin LeBeck Swingle, situado detrás de la pantalla. No parecía quedar gran cosa de él. Sólo la cabeza, el brazo izquierdo y la pierna derecha hasta la rodilla. Todo lo demás era de metal cromado y plástico, partes mecánicas. Estaba conectado a muchos cables. De su cuerpo salían alambres y circuitos que se desparramaban por el suelo, detrás de él. Estaba conectado a una vieja computadora, adosada a la pared posterior y a una pequeña consola de programación contra la que se apoyaba el subteniente Same. Swingle se hallaba también unido a un complejo mecanismo de bombeo que hacía el mismo monótono ruido de una sierra.
—El hombre mecánico —murmuró Jane.
—El hecho que aún viva —dijo Swingle con una voz que no parecía emitida por su boca— es un continuo milagro.
—Muy complicado —observó Hecker.
El rostro del anciano era largo, delgado, con infinitas arrugas.
—Los trasplantes y las piezas de repuesto me han mantenido con vida. ¿Cuánto tiempo hace que abandonamos los trasplantes humanos, Same?
—Hace veinte años, señor.
—Ahora todo es maquinaria y mecanismos —les dijo Swingle—. La mecánica siempre me gustó, así que estoy contento de ser casi un mecanismo. Es un milagro. ¿O ya lo he dicho, Same?
—Sí, señor.
—Dos cerebros, además del mío, para más seguridad —prosiguió el anciano—, y aun así tengo algún lapsus. Es la edad. La edad siempre te traiciona, por listo y astuto que seas. Me apuesto algo a que cuando sea sólo un mecanismo, también tendré olvidos. Aún tiemblo de vez en cuando. La chica es bonita, ¿verdad, Same? Alta y erguida.
—Su postura es mala, señor.
—No, yo la encuentro bella. —El anciano se rascó una parte metálica con una mano verdadera, haciendo un ruido discordante—. Me temo que los mataremos a los dos, después que averigüemos lo que saben y a quién se lo han dicho.
Se formó una burbuja en la superficie del líquido amarillo que contenía el gran depósito conectado al aparato de bombeo del hombre mecánico.
—¿Qué se propone usted realmente? —preguntó Hecker.
—No tiene tiempo de explicárselo —intervino Same.
—Sí que lo tengo —dijo el anciano—; aún tengo tiempo. He cumplido noventa y cuatro años, jovencitos, y no pienso morirme por ahora. Mis propósitos son sencillos: derribar al Gobierno de California del Sur. Llevar esta parte del Estado por el camino que le corresponde. Después, destruiremos el enclave de San Francisco; es inútil tratar de inculcarles los tradicionales valores norteamericanos. Siempre ha ocurrido lo mismo aquí, incluso cuando existía Norteamérica. Apoderarme de California; tengo que destruir a todos los habitantes del enclave de Frisco. «No la llamen Frisco», solían decir. Creo que he elaborado bien el plan; tengo tres cerebros para meditarlo. Same está apoyado en uno de ellos, con una tranquila expresión en la cara. No es muy divertido, pero trabaja como un demonio. Nos proponemos reconstruir Norteamérica, jovencitos, devolver la gloria al viejo país.


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