William Pearl no dejó mucho dinero al morir, y su testamento era sencillo. Con la excepción de unas pocas donaciones destinadas a parientes, legaba todos sus bienes a su esposa.
El procurador y la señora Pearl revisaron juntos el documento en el despacho de aquél, y, concluido el asunto, la viuda se levantó dispuesta a marchar. En ese instante, el procurador sacó de una carpeta situada encima de su escritorio un sobre sellado que entregó a su cliente.
—Tengo instrucciones de entregarle esto —dijo—. Nos lo hizo llegar su esposo poco antes de su fallecimiento.
En su respeto hacia la viuda, el procurador, descolorido y almidonado, le hablaba con la mirada gacha y la cabeza ladeada.
—Parece que se trata de un asunto personal, señora Pearl —continuó—. Sin duda preferirá llevárselo y leerlo en la intimidad de su hogar.
La señora Pearl tomó el sobre y salió a la calle. Ya en la acera, se paró para palpar el objeto. ¿Una carta de despedida de William? Sí, era lo más probable. Una carta solemne. Porque de seguro lo sería: solemne y afectada. Era incapaz, el pobre, de proceder de otra forma. En su vida había hecho nada ajeno a la solemnidad.
Mi querida Mary: Confío en que no permitirás que mi partida de este mundo te afecte en exceso, sino que perseverarás en la observancia de los preceptos que tan bien te guiaron en nuestra mutua asociación. Sé diligente y digna en todo. Sé ahorrativa con el dinero. Cuídate muy bien de no..., etcétera, etcétera.
La típica carta de William.
¿O podría ser que, cediendo en el último momento, le hubiese escrito algo hermoso? Quizá fuese aquello un bonito y tierno mensaje, una especie de carta de amor, una esquela afectuosa y amable, de gracias por haberle dado treinta años de su vida, haberle planchado un millón de camisas, dispuesto un millón de comidas y hecho un millón de camas; algo que pudiera leer y releer, una vez por día cuando menos, y guardar por siempre, junto con los broches, en el joyero, encima del tocador.
Próxima la hora de la muerte, la gente tiene reacciones imprevisibles, se dijo la señora Pearl. Y, con el sobre bajo el brazo, salió presurosa hacia su casa.
Entró por la puerta principal, encaminóse derechamente al cuarto de estar y, sentada en el sofá sin quitarse sombrero ni abrigo, rasgó el sobre y extrajo su contenido. Consistía éste, advirtió, en quince o veinte blancas cuartillas rayadas, dobladas por la mitad y unidas en su esquina superior izquierda por un sujetapapeles, todas ellas repletas de aquella escritura menuda, pulcra, inclinada hacia adelante que tan bien conocía; pero, al ver su extensión, la metódica y pulida disposición de lo escrito y el hecho de que la primera página ni siquiera empezara en e! agradable tono que corresponde a una carta, comenzó a concebir sospechas.
Apartó la mirada, encendió un cigarrillo, le dio una chupada y lo dejó en el cenicero.
Si esto trata de lo que empiezo a barruntar que trata, no quiero leerlo, se dijo.
¿Puede uno negarse a leer la carta de un muerto?
Sí.
En fin...
Echó una ojeada a la vacía butaca de William, situada al otro lado de la chimenea: un gran sillón tapizado de cuero marrón, cuyo asiento guardaba la concavidad que William le había hecho con las nalgas a través de los años y su respaldo, en la parte superior, la oscura mancha ovalada que adquirió donde apoyaba la cabeza. En ese butacón solía sentarse a leer mientras ella, instalada enfrente, en el sofá, le cosía botones, o le zurcía calcetines, o le ponía parches en los codos de alguna chaqueta dando lugar a que, de vez en cuando, un par de ojos se alzasen de la lectura vigilantes y se fijaran en ella, pero con una extraña falta de expresión, como si calcularan algo. Nunca le habían gustado aquellos ojos: fríos, de un azul de hielo, pequeños, un sí es no juntos y con dos trazos verticales, de censura, separándolos. Ojos que la habían vigilado durante toda su vida. Tanto, que incluso ahora, tras una semana de soledad en la casa, le embargaba a veces la turbadora sensación de que continuaban allí, siguiendo sus movimientos, mirándola con fijeza desde el vano de las puertas, desde las sillas vacías, y, por la noche, desde las ventanas.
Con lento ademán alcanzó el bolso, sacó las gafas y se las puso. Luego, el fajo de cuartillas en alto, a fin de beneficiarse de la última luz que la tarde vertía por la ventana situada a su espalda, empezó a leer:
«Estos pliegos, mi querida Mary, son exclusivamente para ti y te serán entregados poco después de que te deje.
»No te alarme toda esta escritura, que no es sino un intento por mi parte de explicarte con exactitud lo que Landy se propone hacer conmigo, por qué; me he avenido a ello y en qué consisten sus teorías y cifra sus esperanzas. Son cosas que, siendo tú mi esposa, tienes derecho a saber. Lo que es más: es preciso que sepas. Estos últimos días he puesto gran empeño en hablarte de Landy, pero tú te has negado en redondo a escucharme. Es ésa, como ya te he señalado, una actitud muy tonta y que, por otra parte, no deja de parecerme egoísta. Dimana sobre todo de la ignorancia, y estoy convencido por completo de que, a poco que conozcas los hechos, mudarás inmediatamente de parecer. De ahí mi confianza en que, cuando yo no esté ya contigo y tu pensamiento se encuentre menos turbado, accederás a prestarme más atención en estas páginas. Puedo jurarte que, leído mi relato, tu sentimiento de antipatía se desvanecerá y se verá sustituido por el entusiasmo. Me atrevo incluso a pensar que te enorgullecerás un poco de mi iniciativa.
«Conforme avanzas en la lectura, debes perdonarme, te lo ruego, la frialdad del estilo, pues no conozco otra forma de transmitirte con claridad mi mensaje. Según se acerca mi hora, ya lo comprenderás, es natural, que me embargue todo el sentimentalismo del mundo. Con cada día que pasa me vuelvo más pródigamente anheloso, sobre todo al anochecer, y, como no me vigile de cerca, estas páginas se verán inundadas por mis emociones.
»Me asalta, por ejemplo, el deseo de escribir algo sobre ti, sobre lo muy buena que has sido como esposa durante estos años, y me he prometido que si el tiempo me alcanza, y también las fuerzas, lo haré a continuación.
»También ansío referirme a este Oxford de mi alma, donde he vivido y enseñado estos últimos diecisiete años; decir algo a propósito del esplendor de este lugar y explicar un poco, si puedo, lo que para mí ha significado trabajar en él. Las cosas y los lugares que tanto he querido afluyen, todos, hacia mí en esta habitación sombría. Brillantes y hermosos como siempre, hoy, por alguna razón, los veo con una claridad inusitada. El senderillo que rodea el lago en los jardines del Worcester College, donde solía pasear Lovelace. La portalada de Pembroke. La vista que desde la Magdalen Tower ofrece la ciudad hacia el oeste. El magnífico pórtico de la Christchurch. El pequeño jardín de rocalla en St. John, donde he contado más de una docena de variedades de campánula, entre ellas la rara y delicada C. Waldsteiniana. Pero ¡ya ves!: apenas comenzar, caigo ya en la trampa. Así pues, permíteme empezar sin más demoras; y tú, querida mía, lee despacio y olvidando todo sentimiento de pesar o censura, por lo demás susceptibles de entorpecer tu comprensión. Has de prometerme que leerás esto con detenimiento, adoptando, antes de empezar, un talante sereno y paciente.
»Porque ya conoces los pormenores de la enfermedad que me abatió tan de pronto mediada mi vida adulta, huelga malgastar tiempo en ellos, como no sea para reconocer de inmediato cuan loco fui en no haber recurrido antes al médico. El cáncer es uno de los pocos males que todavía no pueden curar estos modernos fármacos. La cirugía puede extirparlo, a condición de que no se haya extendido excesivamente; pero, en mi caso, no sólo lo descuidé demasiado, sino que la cosa ésta tuvo la desfachatez de atacarme el páncreas descartando, con ello, tanto la posibilidad de intervenirlo como de sobrevivir.
»Ahí quedaba yo, pues, con unas esperanzas de vida entre uno y seis meses, hora a hora más melancólico, hasta que, de manera totalmente inesperada, aparece Landy.
»Eso ocurrió hace seis semanas, un martes por la mañana, muy temprano, mucho antes de tu hora de visita, y, en cuanto le vi entrar, me di cuenta de que una especie de locura flotaba en el aire. A diferencia de mis otros visitantes, no se deslizó sigilosamente, de puntillas, entre avergonzado y violento, sin saber qué decir, sino que, fuerte y risueño, penetró en la habitación, se plantó junto a la cama, se me quedó mirando, espejeándole los ojos un brillo salvaje, y exclamó:
»—¡William, muchacho, esto es perfecto! ¡Eres, justo, la persona que andaba buscando!
»Quizá convenga señalar aquí que, si bien John Landy no ha visitado nunca nuestra casa y tú le has visto pocas veces o ninguna, yo, en cambio, he mantenido con él relaciones amistosas durante al menos nueve años. Aunque en principio no soy, claro está, sino profesor de filosofía, ya sabes que en los últimos tiempos he tocado también, y no poco, la psicología. Mis intereses y los de Landy, pues, han llegado a entremezclarse en cierto modo. Es un magnífico neurocirujano, uno de los mejores, y en fechas recientes ha tenido la bondad de permitirme estudiar los resultados de algunos de sus trabajos, en particular las lobotomías prefrontales y sus distintos efectos sobre diversos tipos de psicópatas. Esto te hará ver que en el momento de su irrupción, la mañana de aquel martes, distábamos de ser extraños el uno para el otro.
»—Veamos —dijo, al tiempo que se acercaba una silla a la cama—, dentro de unas semanas, pocas, habrás muerto. ¿Me equivoco?
» Viniendo de Landy, la pregunta no me pareció demasiado ruda. Según se mire, resultaba estimulante una visita con arrestos suficientes para abordar la cuestión tabú.
»—Expirarás aquí, en esta misma habitación, y luego te llevarán para incinerarte.
»—Para enterrarme —corregí.
»—Lo que todavía es peor. Y luego, ¿qué? ¿Crees que irás al cielo?
»—Lo dudo, aunque sería reconfortante pensarlo.
»—Entonces, ¿al infierno?
»—En verdad no veo por qué habrían de enviarme ahí.
»—Nunca se sabe, mi querido William.
»—¿A qué viene todo esto? —indagué.
»—Verás —comenzó, y me di cuenta de que me observaba con atención—, personalmente no creo que, después de muerto, vuelvas a tener noticias de ti mismo; a menos... —ahí hizo una pausa, sonrió e inclinóse hacia mí—, a menos, claro está, que tu buen sentido te haga ponerte en mis manos. Tengo una proposición que hacerte; ¿quieres escucharla?
A juzgar por la manera en que me estudiaba con la mirada, por la fijeza de ésta, por su curiosa avidez, se hubiese dicho que era yo un pedazo de carne de primerísima calidad que él hubiera comprado y que ahora, expuesta en el mostrador, aguardara a que se la envolvieran.
»—Lo digo en serio, William. ¿Quieres considerar una proposición?
»—No sé de qué me estás hablando.
»—Escúchame, pues, y te lo diré. ¿Quieres?
»—Adelante, si ése es tu gusto. No creo que con oírte vaya a perder nada.
»—Lo que puedes, por el contrario, es ganar, y mucho... sobre todo, después de muerto.
»Estoy seguro de que contaba con que, al oír eso, pegara un salto; pero, por alguna razón, lo estaba esperando. Me quedé perfectamente inmóvil, atento a su rostro y a aquella sonrisa suya, blanca y lenta, que siempre le dejaba al descubierto, enroscados en torno al canino superior izquierdo, los ganchos de oro de la prótesis.
»—Se trata de algo, William, en lo que he trabajado en silencio por espacio de varios años. Algunos de los del hospital me han echado una mano, Morrison en especial, y hemos llevado a término, con bastante éxito, una serie de pruebas con animales de laboratorio. He llegado a un punto en que estoy dispuesto a probar con un hombre. Es una gran idea, y, aunque a primera vista pueda parecer un tanto rebuscada, en lo quirúrgico nada impide que resulte más o menos viable.
»Adelantando el cuerpo puso ambas manos sobre el borde de la cama. Landy tiene una cara agradable, de perfiles angulosos, exenta por completo de esa expresión característica de los médicos. Ya sabes a qué me refiero: esa mirada que la mayoría de ellos exhiben y que, lamiéndole a uno como el reflejo de un lívido anuncio luminoso, parece decir: Sólo yo puedo salvarte. Los ojos de John Landy, en cambio, lucían amplios y llenos de brillo, las pupilas centelleantes de entusiasmo.
»—Hace ya mucho tiempo —continuó—, vi un cortometraje médico que nos habían traído de Rusia. Un tanto truculento, pero interesante, mostraba una cabeza de perro que, separada del cuerpo, recibía no obstante, a través de venas y arterias, su flujo normal de sangre, suministrada por un corazón artificial. Lo notable del caso es esto: aquella cabeza de perro, plantada allí, sola, en mitad de una especie de bandeja, estaba viva. El cerebro funcionaba, como demostraron una serie de pruebas. Por ejemplo, si aplicaban comida a los labios del perro, la lengua salía y la retiraba de un lametón; y, si alguien cruzaba la sala, los ojos seguían su movimiento.
»"La conclusión lógica que cabía sacar de ello era que, para continuar vivos, cerebro y cabeza no necesitan estar unidos al resto del cuerpo... a condición, claro está, de que se mantenga un suministro de sangre debidamente oxigenada.
»Ahora bien, lo que a mí se me ocurrió a la vista de esa filmación fue extraer del cráneo un cerebro humano y mantenerlo vivo y funcionando como unidad autónoma, y esto durante tiempo ilimitado tras la muerte de la persona. Ese cerebro podría ser, por ejemplo, el tuyo, una vez fallecido tú.
»—No me gusta eso —dije.
»—No me interrumpas, William. Déjame acabar. A juzgar por los resultados de los sucesivos experimentos, el cerebro es un órgano curiosamente autónomo que fabrica su propio fluido cerebroespinal. Las prodigiosas funciones de pensamiento y memoria que se desarrollan en su interior no se ven comprometidas, a todas luces, por la ausencia de los miembros, el tronco o incluso el cráneo, siempre y cuando, repito, se le bombee en condiciones idóneas sangre oxigenada y del tipo adecuado.
»”Mi querido William, piensa, siquiera por un momento, en tu cerebro. Está en perfectas condiciones. Colmado por toda una vida de estudio. Convertirlo en lo que es, te ha llevado muchos años de trabajo. Y, justo cuando empezaba a rendir algunas ideas originales, de primera magnitud, se ve obligado a morir, junto con el resto de tu cuerpo, por la simple razón de que el tontaina de tu páncreas está comido por un cáncer.
»—No, gracias —le dije—. No es preciso que sigas. Es una idea repugnante y, aun en el supuesto de que pudieras llevarla a efecto, cosa que dudo, resulta de todo punto insensata. ¿De qué podría servir mantener vivo mi cerebro si no me queda la posibilidad de ver ni de hablar ni de oír ni de sentir? En lo que a mí respecta, no puedo concebir nada más desagradable.
»—Creo que sí podrías comunicarte con nosotros —replicó Landy—. E incluso es posible que consiguiéramos darte cierto grado de visión. Pero vayamos por partes. Esos aspectos los abordaré más tarde. El hecho, entretanto, es que, suceda lo que suceda, vas a morir en breve, y que mi proyecto no contempla tocarte ni un cabello hasta después de muerto. Venga ya, William. Ningún auténtico filósofo se opondría a ceder su cadáver a la causa científica.
»—Ese planteamiento no acaba de ser exacto —objeté—. A mi modo de ver, subsisten dudas en cuanto a si estaría vivo o no después de pasar por tus manos.
»—Bueno —respondió con un esbozo de sonrisa—, creo que en eso estás en lo cierto; pero también pienso que no debieras desestimar tan a la ligera mi proposición sin conocerla mejor.
»—Ya te he dicho que no quiero oír más.
»—Toma un cigarrillo —dijo al tiempo que me tendía la pitillera.
»—Ya sabes que no fumo.
»El sí tomó un pitillo, que encendió con un minúsculo mechero de plata, no mayor que una pieza de un chelín.
»—Un obsequio de la gente que me fabrica el instrumental —comentó—. Ingenioso, ¿verdad? »Lo examiné y se lo devolví.
»—¿Puedo continuar?
»—Preferiría que no lo hicieras.
»—Serénate y escúchame. Creo que lo encontrarás muy interesante.
»Junto a la cama tenía una fuente de uvas azules. Me la acomodé sobre el pecho y comencé a comer.
»—Sería preciso que yo estuviera presente en el momento de la muerte —prosiguió Landy—, para actuar sin pérdida de tiempo y ver de mantener vivo el cerebro.
»—Dejándolo en la cabeza, quieres decir.
»—Por de pronto, sí. No me quedaría otro camino.
»—Y luego, ¿dónde lo pondrías?
»—Si insistes en saberlo, en una especie de cubeta.
»—¿Lo dices en serio?
»—Claro que lo digo en serio.
»—Está bien. Continúa.
»—Te supongo al corriente de que, cuando el corazón se para y el cerebro se ve privado de sangre renovada y oxigenada, sus tejidos mueren con gran rapidez. De cuatro a seis minutos es cuanto se necesita para que sucumba todo él. A veces, a los tres minutos ya se presentan ciertas lesiones. Es decir que, en evitación de eso, habría de iniciar rápidamente el trabajo. Pero, con ayuda de la máquina, todo ello resultaría muy sencillo.
»—¿Qué máquina?
»—El corazón artificial. Tenemos aquí una bonita adaptación del que discurrieron originalmente Alexis Carrel y Lindbergh. Oxigena la sangre, la mantiene a la temperatura conveniente, la bombea a la presión adecuada y hace toda una serie de otras cosas necesarias. Y en realidad no es nada complicado.
»—Dime qué harías al presentarse la muerte —le atajé—. ¿Cuál sería tu primer paso?
»—¿Sabes algo acerca de los dispositivos venoso y vascular del cerebro?
»—No.
»—Pues presta atención. No es difícil. La aportación de sangre que recibe el cerebro parte de dos fuentes principales, las arterias carótidas internas y las vertebrales. Hay dos de cada una de ellas, lo cual nos da cuatro arterias. ¿Lo has comprendido?
»—Sí.
»—Y el sistema de retorno es todavía más simple. La sangre es evacuada por dos grandes venas, las yugulares internas. De manera que nos encontramos con cuatro arterias que ascienden, por el cuello claro está, y dos venas que descienden. Y que, naturalmente, se despliegan en otros conductos alrededor del cerebro; pero éstos no nos conciernen. No los vamos a tocar para nada.
»—Conforme —dije—. Imaginemos que acabo de morir. ¿Qué haces tú en ese momento?
»—Abrirte inmediatamente el cuello y localizar las cuatro arterias, carótidas y vertebrales. A continuación las calaría, es decir que hincaría en cada una de ellas una gran aguja hueca. Las cuatro agujas quedarían conectadas con el corazón artificial mediante tubos. Entonces, y trabajando rápidamente, seccionaría ambas venas yugulares, derecha e izquierda, y las conectaría al corazón mecánico, a fin de completar el circuito. Pongo en marcha entonces la máquina, ya abastecida de sangre del tipo adecuado, y listo: tu cerebro vería restablecida la circulación.
»—Quedaría como ese perro ruso.
»—No lo creo. Por de pronto, al morir perderías ciertamente la conciencia, y dudo mucho que la recuperases en un largo período de tiempo... o nunca. Pero, consciente o no, quedarías en una situación bastante interesante, ¿no te parece? Un cuerpo frío y muerto y un cerebro vivo.
»Landy hizo una pausa, para saborear esa deliciosa perspectiva. Estaba tan extasiado y poseído por aquella idea, que a todas luces no hubiera podido admitir que no compartiese sus sentimientos.
»—Llegados a ese punto, podríamos proceder con más calma —dijo—. Y créeme que la necesitaríamos. Nuestro primer cuidado sería conducirte al quirófano, acompañado, desde luego, por la máquina, que no debe interrumpir el bombeo en ningún momento. El siguiente problema...
»—De acuerdo, con eso basta —le interrumpí—. No necesito conocer los pormenores.
»—Oh, claro que sí —replicó—. Es importante que sepas con exactitud lo que va a ocurrirte de principio a fin. Es que después, ¿sabes?, cuando recuperes el conocimiento, para ti será mucho más satisfactorio saber dónde te encuentras y cómo llegaste ahí. Son extremos que debes conocer, siquiera para tu paz de espíritu. ¿Estás de acuerdo? »Continué inmóvil, atento a él.
»—De modo que el siguiente problema estaría en retirar de tu cadáver el cerebro intacto e ileso. El cuerpo no nos sirve para nada. A decir verdad, ya ha iniciado su descomposición. El cráneo y la cara son, también, inútiles. Uno y otra son estorbos y no los quiero por medio. A mí sólo me interesa el cerebro, el hermoso y limpio cerebro, vivo y perfecto. Así es que, cuando te tenga encima de la mesa, tomaré una sierra, una pequeña sierra oscilante, y con ella me pondré a retirar toda tu bóveda craneal. Como en ese instante seguirás inconsciente, no tendré que preocuparme por la anestesia.
»—¡Y un pepino! —protesté.
»—No sentirías nada, William, te lo prometo. No olvides que llevarás muerto varios minutos.
»—Sin anestesia, a mí nadie me asierra la tapa de la cabeza —porfié.
»Landy se encogió de hombros.
»—Para mí —dijo—, eso no cambia nada. Si insistes, te administraré un poco de procaína. Y, si te ha de hacer más feliz, estoy dispuesto a impregnarte de ella todo el cuero cabelludo y hasta la totalidad de la cabeza, de cuello para arriba.
»—Muchísimas gracias —dije.
»—¿Sabes? —continuó él—, a veces ocurren cosas extraordinarias. La semana pasada, sin ir más lejos, me trajeron a un individuo en estado de inconsciencia a quien abrí la cabeza sin recurrir a ningún anestésico y le extirpé un pequeño coágulo de sangre. Todavía estaba trabajando en el interior del cráneo, cuando se despertó y se puso a hablar.
»"¿Dónde estoy?", preguntó.
»'"En el hospital."
»"Vaya —dijo—, qué cosas."
»”Dígame —le pregunté—, lo que le estoy haciendo, ¿le incomoda?"
»"No, en absoluto —respondió—. ¿Qué está haciendo?"
»"'Retirarle un coágulo de sangre que tiene en el cerebro."
»"¿Eso hace?"
»"Quieto, por favor. No se mueva. Ya casi he terminado."
»"De manera que es el cabrón del coágulo el que me ha estado dando todas esas jaquecas", comentó él.
»Landy se detuvo y evocó el lance con una sonrisa.
»—Eso es, palabra por palabra, lo que dijo —continuó—, lo cual no impide que al día siguiente no recordara para nada el episodio. Curiosa cosa, el cerebro.
»—Yo me quedo con la procaína —apunté.
»—Como prefieras, William. Y, volviendo a lo que decía, provisto de una pequeña sierra oscilante desprendería con gran cuidado todo el calvarium, o sea la bóveda craneal. Eso dejaría al descubierto la mitad superior del cerebro, o, mejor dicho, de la más exterior de las membranas que lo envuelven. No sé si lo sabes, pero existen tres membranas independientes alrededor del cerebro propiamente dicho: la exterior, llamada duramáter o duramadre; la intermedia, llamada aracnoides; y la interna, conocida por piamáter o piamadre. El profano tiende a pensar que el cerebro es una cosa desnuda que tenemos en la cabeza flotando de aquí para allá en un fluido. Pero no es así: se encuentra pulcramente envuelto en esas tres fuertes membranas, y el fluido cerebroespinal mana de hecho en el pequeño espacio comprendido entre las dos membranas internas, y que recibe el nombre de espacio subaracnoideo. Como ya te he dicho, ese fluido es fabricado por el cerebro y se evacúa por osmosis hacia el sistema venoso.
»"Esas tres membranas, ¿no te parecen adorables sus nombres: la duramadre, el aracnoides y la piamadre?, yo las dejaría intactas. Esto por muchas razones, una de ellas, y de no poco peso, el hecho de que en el interior de la duramadre circulan los conductos venosos que utiliza la sangre en su paso desde el cerebro hacia la yugular.
»"O sea que —continuó— ya tenemos fuera la bóveda craneal y a la vista la parte superior del cerebro, envuelta en su membrana externa. El siguiente paso es el verdaderamente enrevesado: desprender todo el paquete de manera que pueda ser levantado y extraído limpiamente, los extremos de las cuatro arterias de aflujo y las dos venas colgando por debajo, a fin de conectarlos a la máquina. Se trata de una maniobra enormemente larga y complicada en la que intervienen la destrucción de buenas porciones de hueso, la sección de muchos nervios y el corte y empalme de numerosos vasos sanguíneos. La única forma de llevarla a cabo con alguna esperanza de éxito es utilizar un osteotomo y desmenuzarte el resto del cráneo en dirección descendente, como quien monda una naranja, hasta que los laterales y la parte inferior de la membrana cerebral queden enteramente expuestos. Los problemas que ello comporta son en extremo técnicos, de manera que no entraré en ellos; no obstante, estoy casi cierto de que el trabajo puede ser realizado. Es mera cuestión de paciencia y de destreza quirúrgica. Y no olvides que dispondría de tiempo, todo el que necesite, ya que el corazón artificial, situado junto a la mesa de operaciones, estaría bombeando continuamente a fin de mantener vivo el cerebro.
«"Imaginemos, pues, que he conseguido descortezarte el cráneo y retirar todo lo que rodea los laterales del cerebro. Este queda ahora unido al cuerpo sólo en su base, principalmente por la columna vertebral, las dos grandes venas y las cuatro arterias que le suministran sangre. Así pues, ¿qué hacemos a continuación?
»"Te seccionaría la columna justo por encima de la primera vértebra cervical, poniendo el mayor cuidado en no dañar las dos arterias vertebrales situadas en esa zona. Debes recordar, sin embargo, que la duramadre, o membrana exterior, se encuentra abierta en ese punto a fin de alojar la columna, de manera que me vería obligado a ocluir esa abertura cosiendo entre sí los bordes de la duramadre. Eso no presentaría ningún problema. »"Hecho eso, ya estaría listo para emprender la operación final. A un lado de Ja mesa tendría una cubeta de modelo especial, llena de lo que llamamos Solución de Ringer: un fluido especial que en neurocirugía utilizamos para la irrigación. Después de desprender por completo el cerebro mediante la sección de las arterias de alimentación y las venas, lo cogería, sin más, con las manos y lo trasladaría a la cubeta. Ese sería el segundo y último momento, en todo el proceso, en que se viese interrumpido el flujo sanguíneo; pero, una vez en la cubeta, conectar los extremos de arterias y venas al corazón artificial sería cosa de un segundo.
»"De manera que —concluyó Landy—, ahí estamos, con tu cerebro en la cubeta y todavía vivo, y no hay razón para que no continúe así durante mucho tiempo, largos años tal vez, siempre y cuando sangre y máquina estén atendidas.
»—Pero... ¿funcionaría"? —pregunté.
»—Mi querido William, ¿cómo quieres que lo sepa? Ni siquiera puedo garantizarte que recuperes la conciencia.
»—¿Y supuesto que así fuera?
»—¡Esta sí que es buena! Pues... ¡maravilloso!
»—¿De veras? —dije, debo confesarlo, no sin recelo.
»—¡Claro que sí! Estar allí, con todas tus propiedades intelectivas, así como la memoria, funcionando a la perfección...
»—Y sin poder ver ni sentir ni oler ni oír ni hablar —apostillé.
»—¡Ah! —exclamó—. ¡Ya sabía yo que olvidaba algo! No te he hablado para nada del ojo. Atiende. Voy a tratar de dejar intacto uno de tus nervios ópticos, y también el ojo propiamente dicho. El nervio óptico es una cosilla del grosor, más o menos, de un termómetro clínico, y de unos cinco centímetros de longitud, tendida entre el cerebro y el ojo. Su belleza está en que no se trata en forma alguna de un nervio, sino que es una prolongación del propio cerebro, y la duramadre, o membrana cerebral, se extiende a todo su largo y está unida al globo del ojo. La parte trasera de éste se encuentra, pues, en muy estrecho contacto con el cerebro, y el fluido cerebroespinal lo irriga directamente.
»"Todo esto se acomoda muy bien a mi propósito y autoriza a pensar que podría conservarte con éxito uno de los ojos. Para alojarlo he construido ya una fundita de plástico que sustituye a la cuenca, y cuando el cerebro esté en la cubeta, sumido en la Solución de Ringer, el globo del ojo y su funda flotarán en la superficie del líquido.
»—Mirando al techo —apunté.
»—Sí, eso creo. Temo que no quedarán músculos para hacerlo girar. Pero no dejaría de ser divertido estar allí, tan quietecito y cómodo, observando el mundo desde tu cubeta.
»—Hilarante —dije—. ¿Y si me dejases también una oreja?
»—Esta primera vez preferiría no meterme con la oreja.
»—Yo quiero una oreja —insistí—. La exijo.
»—No.
»—Quiero escuchar a Bach.
»—No te haces idea de las dificultades que plantearía —respondió Landy en tono amable—. El aparato auditivo, el caracol, como se le conoce, es un mecanismo mucho más delicado que el ojo. Lo que es más: se encuentra encajonado en hueso. Lo mismo cabe decir de parte del nervio auditivo que lo une al cerebro. Imposible desmontarlo todo sin que sufra daño.
»—¿Y no podrías dejarlo metido en el hueso y llevar éste a la cubeta?
»—No —dijo con firmeza—. La cosa resulta ya muy complicada sin eso. Y, de todas formas, si el ojo funciona, lo del oído no tiene demasiada importancia. Siempre nos queda aquello de mostrarte mensajes y que los leas. De veras: debes dejar que yo decida lo que es posible y lo que no lo es.
»—Todavía no he dicho que esté de acuerdo.
»—Ya lo sé, William, ya lo sé.
»—No estoy seguro de que la idea me guste mucho.
»—¿Prefieres morir entera y absolutamente?
»—A lo mejor. Todavía no lo sé. Tampoco podría hablar, ¿verdad?
»—Claro que no.
»—Entonces ¿cómo podría comunicarme contigo? ¿Cómo sabrías que estoy consciente?
»—Nos sería fácil determinar si has o no cobrado conciencia —respondió Landy—. Un electroencefalógrafo normal nos lo confirmaría. Te aplicaríamos sus electrodos directamente a los lóbulos frontales del cerebro, en la misma cubeta.
»—¿Y lo sabríais de forma concluyente?
»—Oh, sin lugar a dudas. Eso está al alcance de cualquier hospital.
»—Yo, sin embargo, no podría comunicarme con vosotros.
»—A decir verdad, lo creo factible. Vive en Londres un sujeto llamado Wertheimer que está realizando trabajos interesantes sobre el tema de la comunicación mental y con quien ya he establecido contacto. A buen seguro sabrás que el cerebro intelectivo emite descargas químicas y eléctricas, y que esas descargas se difunden en forma de ondas, un poco a la manera de las ondas de radio...
»—Sí, algo sé sobre ello.
»—Pues bien, Wertheimer ha construido un aparato en cierto modo parecido al encefalógrafo, sólo que mucho más sensible, y él mantiene que, dentro de ciertas limitaciones, puede ayudarle a interpretar lo que un cerebro piensa. El aparato produce una especie de grafía que, al parecer, puede traducirse en forma de palabras o de pensamientos. ¿Quieres que le pida a Wertheimer que venga a verte?
»—No —respondí.
»Landy ya daba por hecho que me iba a prestar a aquel asunto, y no veía yo con buenos ojos su actitud.
»—Vete ahora y déjame solo —le pedí—. Tratar de apremiarme no te servirá de nada.
»Se puso en pie inmediatamente y cruzó hacia la puerta.
»—Una pregunta —dije.
»Se detuvo, con la mano apoyada en el picaporte.
»—Tú dirás, William.
»—Solamente esto: ¿crees de corazón que cuando mi cerebro esté en esa cubeta, mi mente será capaz de funcionar justo como lo hace ahora? ¿Consideras que podré pensar y razonar como en este momento? Y el poder de la memoria, ¿subsistirá?
»—No veo razón que lo impida —me respondió—. Se trata del mismo cerebro: un cerebro vivo, sin lesiones y, en rigor, completamente intacto. Ni siquiera se habrá abierto la duramadre. El único cambio sustancial, claro está, radica en el hecho de que habremos seccionado hasta el último de los nervios que a él conducen, salvo el óptico, lo cual significa que tu pensamiento ya no estaría influido por los sentidos. Vivirías en un mundo de extraordinaria pureza y alejamiento, sin nada que te turbase, ni aun el dolor, que no tendrías manera de experimentar dada la ausencia de nervios con que sentirlo. Sería, en cierto modo, un estado casi ideal: ni inquietudes ni temores ni dolor ni hambre ni sed. Ni siquiera deseos. Nada más que tus recuerdos y tus pensamientos; y, si el ojo restante acertase a funcionar, también podrías leer libros. A mí, en conjunto, se me antoja bastante agradable.
»—Sí, ¿verdad?
»—Desde luego, William, desde luego. En particular, para un catedrático de filosofía. Sería una vivencia formidable. Tendrías ocasión de meditar sobre el mundo y sus cosas con una abstracción y una serenidad como no lo ha conseguido hasta ahora hombre alguno. Y, así las cosas, ¡qué no podría ocurrírsete! ¡Qué grandes pensamientos y soluciones, qué grandiosas ideas, capaces de revolucionar nuestra forma de vida! ¡Trata de imaginar, si puedes, el grado de concentración que podrías conseguir!
»—Y de frustración —señalé.
»—Tonterías. Frustración, ninguna. No es posible sentir frustración cuando no existe deseo, y no podrías experimentar deseo de ninguna clase. Al menos, deseo físico.
»—Pero ciertamente sería capaz de recordar mi anterior existencia en este mundo, y quizás anhelase volver a él.
»—¡Cómo!, ¿a este pandemónium? ¿Abandonar tu confortable cubeta para volver a esta casa de locos?
»—Una última pregunta —dije—. ¿Cuánto tiempo crees que podrías mantenerlo vivo?
»—¿El cerebro? Quién sabe... Probablemente muchos, muchísimos años. Las condiciones serían ideales. La mayor parte de los factores que causan deterioro estarían ausentes, gracias al corazón artificial. La presión sanguínea se mantendría constante en todo momento, cosa imposible en la vida real. La temperatura también sería constante. Y la composición química de la sangre, poco menos que perfecta: ni impurezas, ni virus ni bacterias; nada. Aunque conjeturar es, por supuesto, necio, creo que en circunstancias semejantes un cerebro podría vivir doscientos o trescientos años. Y ahora, adiós —concluyó—. Pasaré a verte mañana.
»Y se marchó presuroso, dejándome, como bien imaginarás, en un estado de considerable turbación.
»Mi reacción inmediata, desaparecido Landy, fue de retroceso frente a todo aquel asunto. Por alguna razón, distaba de ser atractivo. Había algo básicamente repulsivo en la idea de que yo, mi yo, en plenitud de sus facultades mentales, fuese a verse reducido a una pequeña burbuja viscosa sumida en un charco de agua. Era monstruoso, aberrante, profano. Otra de las cosas que me inquietaban era el sentimiento de impotencia que sin duda me asaltaría una vez me tuviera Landy en la cubeta. Hecho eso, no habría posibilidad de echarse atrás, ni modo alguno de protestar o explicarse. Me vería comprometido durante todo el tiempo que consiguieran mantenerme vivo.
»¿Y qué sucedería, por ejemplo, si no pudiera soportarlo? ¿Si aquello resultase atrozmente doloroso? ¿Si me pusiera histérico? »No tendría piernas para huir. Ni voz con que gritar. Nada. No me quedaría otro recurso que sonreír de mala gana y aguantarlo durante los próximos dos siglos.
»Pero tampoco habría boca con que componer la sonrisa. »En ese momento se me ocurrió esta curiosa idea: ¿no es cierto que quienes han sufrido la amputación de una pierna padecen a menudo la ilusión de que la tienen todavía? ¿No le dicen a la enfermera que los dedos de un pie que ya no existe le están picando de mala manera, etcétera, etcétera? Me dio la impresión de haber oído algo al respecto en fechas muy recientes. »Muy bien. Basándonos en igual premisa, ¿no podría ocurrir que mi cerebro, allí, solo, en la cubeta, pudiera sufrir una alucinación semejante en lo que respecta a mi cuerpo? En cuyo caso, todos mis achaques y dolores habituales podrían acosarme sin que me restara ni aun la posibilidad de tomar una aspirina, para aliviarlos. Tan pronto podría imaginarme una pierna lacerada por el más atroz de los calambres, como sentir una violenta indigestión o, minutos más tarde, experimentar la sensación, ya me conoces, de que mi pobre vejiga está tan llena, que, como no la vaciase pronto, correría peligro de estallar. »Dios nos libre.
»Me pasé largo rato engolfado en esos horrendos pensamientos. Hasta que, de manera harto repentina, a eso de mediodía, empecé a cambiar de talante. Menos inquieto ante el aspecto desagradable del asunto, me encontré en condiciones de examinar las propuestas de Landy bajo enfoques más sensatos. Bien mirado, me pregunté, ¿no había algo un tanto confortante en la idea de que mi cerebro no tuviera que morir y desaparecer necesariamente en el plazo de unas pocas semanas? A buen seguro que lo había. No dejo de sentirme orgulloso de mi cerebro, órgano sensible, lúcido y fecundo. Receptáculo de un prodigioso acerbo de informaciones, todavía es capaz de producir teorías imaginativas y originales. Según están los cerebros, y aunque me esté feo decirlo, el mío resulta condenadamente bueno. Mi cuerpo, en cambio, mi pobre y viejo cuerpo, el que Landy quiere tirar a la basura..., bueno, tú misma, mi querida Mary, habrás de convenir conmigo en que ya no guarda nada que valga la pena preservar.
»Tendido boca arriba, comiendo un grano de uva —delicioso, por cierto—, y conforme me sacaba de la boca y dejaba en el filo de la bandeja las tres pequeñas semillas que contenía, me dije por lo bajo: "Voy a hacerlo. Por Dios que voy a hacerlo. Cuando Landy vuelva mañana, le diré sin ambages que voy a hacerlo."
»La cosa fue así de rápida. Y, a partir de ese momento, comencé a sentirme mucho mejor. Dejé a todo el mundo sorprendidísimo al engullir un almuerzo descomunal, y, poco después de eso, apareciste tú a visitarme como de costumbre.
»Pero qué buen aspecto tienes, me dijiste. Qué bien, qué despierto y animado me veías. ¿Había ocurrido algo? ¿Alguna buena noticia, tal vez?
»Sí, te dije, una buena noticia. Y entonces, no sé si lo recordarás, te pedí que te sentaras y te pusieras cómoda, e inmediatamente pasé a explicarte de la mejor manera posible lo que se estaba cociendo.
»Tú, ¡ay!, no quisiste ni oír hablar del asunto. Apenas acometer yo los más exiguos pormenores, montaste en cólera y dijiste que aquello era repugnante, asqueroso, horrendo, impensable, y, como intentara proseguir, saliste de la habitación.
»En fin, Mary, como bien sabes, desde entonces son muchas las veces que he intentado discutir contigo el asunto, pero tú te has negado siempre a prestarme oído. De ahí el presente escrito, que confío tendrás el buen sentido de permitirte leer. Redactarlo me ha llevado no poco tiempo. Dos semanas han transcurrido desde que empecé a garabatear la primera frase, y ahora mi debilidad es mucho mayor que entonces. Dudo que tenga fuerzas para añadir gran cosa más. No me despediré, ciertamente, pues, aunque minúscula, existe la posibilidad de que, si Landy sale airoso de su empeño, verdaderamente pueda verte otra vez, es decir en el supuesto de que decidas venir a visitarme.
»Voy a disponer que estas páginas no te sean entregadas hasta una semana después de mi muerte. Quiere decir que en estos momentos, al leerlas, han pasado ya siete días desde que Landy consumó la obra. Hasta es posible que conozcas ya el resultado. Si no es así, si te has obstinado en mantenerte al margen del asunto y en no querer saber nada de él —como temo habrás hecho—, te ruego que cambies ya de actitud, telefonees a Landy y te enteres de cómo me han ido las cosas. Es lo menos que puedes hacer. Yo le he dicho que puede esperar noticias tuyas, el séptimo día.
»Tu devoto esposo,
William.
»P. D. Cuando te deje, sé buena y recuerda siempre que es más difícil ser viuda que esposa. No tomes cócteles. No malgastes el dinero. No fumes. No comas dulces. No te pintes los labios. No te compres un aparato de televisión. Cuida de que mis rosales, al igual que el jardín de rocalla, estén bien desherbados durante el verano. Y, de paso, visto que ya no me ha de servir para nada, te sugiero que hagas suspender el servicio telefónico.
W.»
La señora Pearl puso lentamente en el sofá, a su lado, la última página del manuscrito. Tenía cerrada y prieta su boca menuda, y una zona de blancura en torno a las ventanas de la nariz.
¡Sería posible! ¿Acaso no tenía derecho una viuda a un poco de paz después de todos aquellos años?
Todo aquel asunto era demasiado espantoso para pensar tan siquiera en él. Espantoso y abominable. La estremecía.
Alcanzó el bolso, se procuró otro cigarrillo, lo encendió, inhaló profundamente el humo y lo expelió en nubes por toda la sala. Á través del humo divisó su precioso televisor, enorme y flamante de nuevo, acomodado y retador, pero también un poco cohibidamente, encima de la que había sido mesa de trabajo de William.
¿Qué diría él, se preguntó, si pudiera ver aquello?
Se detuvo a evocar la última ocasión en que la había sorprendido fumando un pitillo. Haría de eso cosa de un año, y ella estaba en la cocina, sentada junto a la ventana abierta y fumándose uno con prisa, antes de que regresara él del trabajo. Tenía puesta a mucho volumen la radio, que emitía bailables, y, como se volviese para servirse otra taza de café, le vio allí, plantado en la puerta, enorme y sombrío, mirándola desde lo alto con aquellos terribles ojos suyos, sendas motitas negras de furia centelleando en su centro.
Por espacio de cuatro semanas después de ese incidente, había atendido en persona al pago de las cuentas de la casa, sin darle a ella ni un céntimo; pero, claro, ¿cómo iba a saber que tenía más de seis libras a buen recaudo en el paquete de escamas de jabón que guardaba en el armario, bajo el fregadero?
—Pero ¿qué ocurre? —le había preguntado ella durante una cena—. ¿Te preocupa que pueda sufrir un cáncer de pulmón?
—No, no me preocupa —fue su respuesta.
—Entonces ¿por qué no puedo fumar?
—Porque no lo veo bien, ésa es la razón.
Tampoco veía bien los hijos, y, como consecuencia de ello, no tuvieron ninguno.
¿Dónde estaría ahora aquel William de sus pecados, el hombre que todo lo veía mal?
Landy estaría esperando su llamada. ¿Estaba obligada a llamarle?
Bueno, en realidad, no.
Terminado el cigarrillo, encendió otro con la misma colilla. Miró el teléfono, situado encima de la mesa de trabajo, junto al televisor. William se lo había encomendado, le había pedido expresamente que llamase a Landy tan pronto hubiera leído la carta. Vaciló conforme libraba una dura batalla contra aquel arraigado sentido del deber, que aún no se atrevía del todo a sacudirse. Luego se puso en pie lentamente, cruzó la estancia, alcanzó el teléfono, buscó un número en la agenda, lo marcó, esperó.
—El señor Landy, por favor.
—¿Quién le llama?
—La señora Pearl. La señora de William Pearl.
—Un momento, tenga la bondad.
Landy surgió casi de inmediato al otro lado del hilo.
—¿La señora Pearl?
—Yo misma.
Siguió una breve pausa.
—Cómo celebro que me haya telefoneado, señora Pearl. Espero que estará usted perfectamente. —El tono era sereno, cortés, frío—. ¿No le gustaría darse una vuelta por aquí, por el hospital? Así podríamos charlar un poco. Imagino que arderá en deseos de saber cómo fue todo.
Ella no respondió.
—Por lo pronto, puedo decirle que las cosas marcharon muy bien en todos los sentidos. Mucho mejor, en verdad, de lo que tenía derecho a esperar. No sólo está vivo, señora Pearl, sino, además, consciente. Recobró la conciencia al segundo día. Interesante, ¿no?
Ella le dejó continuar.
—Y el ojo ve. Lo sabemos de cierto porque, cuando le ponemos algo delante, el encefalógrafo registra un cambio inmediato en el rasgueo. Ahora le damos a leer diariamente el periódico.
—¿Qué periódico? —preguntó la señora Pearl incisiva.
—El Daily Mirror. Es el que tiene mayores titulares.
—El detesta el Mirror. Denle el Times.
Se produjo una .nueva pausa, tras la cual dijo el médico:
—Muy bien, señora Pearl. Le daremos el Times. Como es natural, queremos hacer todo lo posible para que el órgano se sienta feliz.
—¡El órgano, no: él! —exclamó la señora Pearl.
—El, efectivamente —respondió el médico—. Le ruego me perdone. Queremos hacer todo lo posible para que él se sienta feliz. Ese es uno de los motivos de que le proponga venir en cuanto le sea posible. Creo que verla le haría bien. Usted, por su parte, podría mostrar lo encantada que está de encontrarse de nuevo a su lado... sonreírle, tirarle un beso, todas esas cosas. Para él ha de ser reconfortante saberla cerca.
Hubo un largo silencio.
—Bien —dijo por fin la señora Pearl, su voz, de pronto, muy apacible y cansada—, supongo que lo mejor será que me acerque a ver cómo va.
—Magnífico. No contaba yo con otra cosa. La estaré esperando. Venga directamente a mi despacho, en el segundo piso. Adiós.
Media hora más tarde, la señora Pearl llegaba al hospital.
—No debe dejar que le sorprenda su aspecto —le dijo Landy conforme avanzaban por un pasillo.
—Descuide.
—Por fuerza será un pequeño golpe para usted, al principio. Temo que en su actual estado no resulte demasiado atractivo.
—No me casé con él por su físico, doctor.
Landy se volvió y la miró con atención. Pensó en lo muy extraña que resultaba aquella mujercilla con sus grandes ojos y aquella expresión hosca, resentida. Sus facciones, sin duda agradables, y mucho, en otro tiempo, habían decaído por completo. Laxa la boca, las mejillas fláccidas y descolgadas, el conjunto de su rostro daba la impresión de haberse venido abajo lenta pero tenazmente a fuerza de años y más años de insulsa vida marital.
Caminaron un trecho en silencio.
—Cuando entre, no se precipite —dijo Landy por fin—. Hasta que no se asome sobre el mismo ojo, él no sabrá que se encuentra usted en la sala. El ojo permanece constantemente abierto; pero, como no puede moverlo, su campo visual es muy limitado. Ahora lo tenemos orientado directamente al techo. Y, como es natural, no oye nada. Podemos hablar cuanto queramos. Es aquí.
Landy abrió una puerta e introdujo a la señora Pearl en una pequeña sala rectangular.
—Yo no me acercaría demasiado, por de pronto —dijo él al tiempo que le ponía una mano en el brazo—. Quédese un instante aquí atrás, conmigo, hasta que se vaya usted acostumbrando a todo ello.
En una mesa alta y blanca situada en mitad de la habitación había un cuenco blanco y esmaltado, aproximadamente del tamaño de una jofaina, del que partían media docena de delgados tubos de plástico. Los tubos se hallaban conectados a una impresionante masa de conductos de vidrio por donde se veía fluir la sangre que partía del corazón artificial y regresaba a él. La máquina en que éste consistía palpitaba con una suave sonoridad rítmica.
—Está aquí —dijo Landy señalando la cubeta, cuyos bordes, demasiado altos, no le permitían a ella ver el interior—. Acérquese un poquito. No demasiado.
La hizo avanzar dos pasos.
A fuerza de estirar el cuello, la señora Pearl alcanzó ahora a distinguir la superficie del líquido contenido en la vasija. Transparente y quieto, flotaba en él una capsulita ovalada del tamaño, más o menos, de un huevo de paloma.
—Ahí dentro está el ojo —dijo Landy—. ¿Lo ve?
—Oí.
—Sigue, que sepamos, en perfecto estado. Es el derecho, y el recipiente de plástico tiene una lente como la que usaba él en sus gafas. Ahora ve probablemente tan bien como antes.
—Un techo no es de mucho mirar —comentó la señora Pearl.
—No se preocupe por eso. Estamos en vías de crearle todo un programa recreativo; pero, por el momento, no queremos forzar las cosas.
—Denle un buen libro.
—Lo haremos, lo haremos. ¿Se siente bien, señora Pearl?
—Sí.
—Entonces, vamos a avanzar un poco más, ¿quiere? Así podrá verlo de pleno.
La hizo adelantar hasta que, distantes menos de dos metros de la mesa, ella pudo ver el interior mismo de la cubeta.
—Ahí lo tiene —anunció Landy—. Ese es William.
Era mucho mayor de lo que ella hubiera .supuesto, y también más oscuro de color. Con todos aquellos surcos y rugosidades, le hacía pensar, más que nada, en una descomunal castaña confitada. Reparó en los extremos de las cuatro grandes arterias y de las dos venas que surgían de la base y en la pulcritud de su acoplamiento a los tubos de plástico, que, a cada latido del corazón artificial, daban un pequeño respingo conforme la sangre los recorría con ímpetu.
—Tendrá usted que inclinarse —dijo Landy— y poner su linda cara justo sobre el ojo. En ese momento la verá y podrá usted sonreírle y tirarle un beso. Yo, en su lugar, le diría asimismo alguna cosa bonita. Aunque no la oirá, desde luego, estoy seguro de que sacará una idea aproximada.
—No le agrada que le tiren besos —dijo la señora Pearl—. Si no le importa, lo haré a mi manera.
Y, aproximándose hasta el mismo borde de la mesa, se inclinó sobre la cubeta hasta quedar encarada con el ojo de William.
—Hola, cariño —susurró—. Soy yo, Mary. El ojo, brillante como siempre, la miró a su vez con una intensidad peculiar por su fijeza.
—¿Cómo estás, querido?
Transparente su envoltura de plástico, el globo del ojo resultaba visible en toda su circunferencia. El nervio óptico que lo unía por su cara inferior al cerebro parecía un pedacito de fideo gris.
—¿Te sientes bien, William?
Mirar el ojo de su marido sin cara que lo acompañase le producía una sensación extraña. Con el ojo como único punto de atención, iba creciendo aquél más y más conforme ella lo acechaba, hasta que, convertido en sí mismo en una especie de rostro, ya no veía otra cosa. La blanca superficie del globo estaba surcada por una red de minúsculas venas rojas, y en el gélido azul del iris, emanantes de la pupila que le daba centro, había tres o cuatro trazos negruzcos, bonitos a su manera. La pupila, negra y grande, tenía a un lado una pequeña ascua destellante.
—Recibí tu carta, cariño, y en seguida he venido a ver cómo te encontrabas. El doctor Landy dice que vas maravillosamente bien. Puede que, si hablo despacio, consigas entender algo de lo que digo por el movimiento de los labios.
Era indudable que el ojo la observaba.
—Están haciendo todo lo posible por atenderte, cariño. Este maravilloso artefacto que te han puesto aquí no deja de bombear ni un momento, y estoy segura de que es mucho mejor que esa tontería de corazón que tenemos los demás. Los nuestros pueden pararse cuando menos se piensa, mientras que el tuyo seguirá funcionando para siempre.
Seguía atenta al ojo, estudiándolo para tratar de determinar qué era lo que le daba un aspecto tan insólito.
—Se te ve la mar de bien, cielo, sencillamente espléndido.
De veras.
Y en verdad, se dijo, aquel ojo resultaba mucho más agradable que los que en su vida usó para mirar. Había en él, en alguna parte, una blandura, un sosiego y una especie de amabilidad como hasta entonces nunca había visto en ellos. Quizá fuera cosa de aquel punto, la pupila, que tenía en el mismo centro. Las pupilas de William, que siempre habían sido diminutas, como negras cabezas de alfiler, solían asaetearle a uno, clavársele en el cerebro, ver en su interior como si fuese de cristal, y nunca dejaban de descubrir al momento lo que uno se traía entre manos, o, incluso, lo que estaba pensando. Esta, en cambio, la que ahora contemplaba, era grande, suave, amable, casi vacuna.
—¿Seguro que está consciente? —preguntó sin apartar la mirada.
—Oh, sí, por completo —respondió Landy.
—¿Y que puede verme?
—A la perfección.
—Maravilloso, ¿verdad? Supongo que estará desconcertado.
—En absoluto. Sabe perfectamente dónde está y por qué. Es imposible que lo haya olvidado.
—¿Quiere decir que él sabe que está en esta cubeta?
—Por supuesto. Y, si tuviera la facultad de hablar, seguramente podría mantener con usted en este momento una conversación de todo punto normal. Por las trazas, en lo mental no hay diferencia alguna entre este William y el que usted trataba en su casa.
—Loado sea Dios —exclamó la señora Pearl al pararse a considerar esa intrigante afirmación.
Pero ¿sabes?, dijo para sus adentros, desviando ahora la mirada para fijarla con intensidad en la gran castaña gris y pulposa que descansaba tan plácidamente bajo el agua, no estoy segura de que no le prefiera como es ahora. En verdad, creo que con un William como éste podría vivir muy a gusto. A éste podría hacerle frente.
—Qué tranquilo está, ¿verdad? —comentó.
—Claro que está tranquilo.
Ni discusiones ni críticas, pensó ella, ni advertencias constantes ni reglas que obedecer ni prohibición de fumar ni aquel par de ojos observándome de noche con censura por encima de un libro. No más camisas que lavar y planchar, no más comidas que cocinar... nada, salvo el latido del corazón mecánico, un sonido apaciguador, según se mirase, y a buen seguro no lo bastante alto para estorbar el de la televisión.
—Doctor —dijo—, creo que de pronto le estoy cobrando un enorme afecto. ¿Lo encuentra extraño?
—Me parece de todo punto comprensible.
—Se le ve tan desamparado y silencioso ahí, bajo el agua de su pequeña cubeta.
—Sí, lo sé.
—Es como un bebé. Así le veo yo: ni más ni menos que como a un niño chiquitín.
Landy, situado detrás de ella, lo observaba inmóvil.
—Ea —dijo la señora Pearl en voz baja, la mirada vuelta hacia la cubeta—, de ahora en adelante, Mary cuidará de ti ella sola y no tendrás que preocuparte absolutamente de nada. ¿Cuándo puedo llevármelo a casa, doctor?
—¿Cómo dice usted?
—Que cuándo puedo tenerlo otra vez en casa... en mi casa.
—Bromea usted —replicó Landy. Volviendo lentamente la cabeza se le encaró.
—¿Por qué habría de bromear? —dijo. Tenía reluciente el rostro, y los ojos redondos y luminosos como dos diamantes.
—Es imposible moverle.
—No veo por qué.
—Se trata de un experimento, señora Pearl.
—Pero es mi marido, doctor Landy.
Una media sonrisa, divertida y nerviosa, afloró a la boca del cirujano.
—En fin... —dijo.
—Es mi marido, ¿sabe usted?
No había enfado en su voz. Lo dijo en tono sereno, como recordándole, sin más, un hecho patente.
—La cuestión es un tanto discutible —respondió Landy humedeciéndose los labios—. Ahora es usted viuda, señora Pearl. Creo que debería rendirse a la evidencia.
Ella se apartó súbitamente de la mesa y cruzó hacia la ventana.
—En serio —dijo conforme registraba el bolso en busca de un cigarrillo—, quiero que me lo devuelvan.
Mirándola mientras se colocaba ella el pitillo entre los labios y lo encendía, Landy pensó que o mucho se equivocaba o había algo un tanto extravagante en aquella mujer. Se hubiera dicho que estaba casi complacida de tener a su marido allí, en la cubeta.
Trató de imaginar qué sentiría él si el que allí yaciera fuese el cerebro de su esposa, y el ojo que le miraba desde la cápsula, el ojo de ella.
No le gustaría.
—¿Le parece que pasemos ahora a mi despacho? —propuso. Ella estaba junto a la ventana, en apariencia muy serena y sosegada, fumándose el cigarrillo.
—Sí, conforme —respondió.
Al cruzar ante la mesa, se detuvo y, una vez más, se inclinó sobre la cubeta.
—Mary se marcha ahora, mi cielo —dijo—. No te inquietes por nada, ¿me entiendes? En cuanto sea posible, vamos a llevarte derechito a casa, donde podamos cuidar de ti como es debido. Y una cosa, cariño...
Ahí hizo una pausa y se llevó el cigarrillo a los labios con ánimo de darle una chupada.
El ojo centelleó al momento.
Como ella lo mirase con fijeza en ese instante, en su mismo centro descubrió un minúsculo pero fulgurante haz de luz, y vio que, contraída, la pupila se convertía en una diminuta chispa negra de furia total.
Al principio no se movió. Con el cigarrillo a la altura de la boca, permaneció inclinada sobre la vasija, vigilando el ojo.
Luego, con gran lentitud, con deliberación, se puso el pitillo entre los labios e hizo una prolongada inhalación. Contuvo el humo en los pulmones por espacio de tres o cuatro segundos, y, luego, fuaaass, lo sacó por la nariz en dos delgados chorros que, alcanzando el agua de la cubeta, surcaron su superficie en una espesa nube azul que envolvió el ojo.
Landy, que la esperaba ya junto a la puerta, de espaldas, dijo:
— ¿Viene usted, señora Pearl?
—No te enfurruñes tanto, William —musitó ella—. Enfurruñarse no conduce a nada.
Landy volvió la cabeza, para ver qué estaba haciendo.
—Ya no, ¿sabes? —continuó ella—. Porque, de hoy en adelante, tesoro, tú vas a hacer exactamente lo que diga Mary. ¿Lo entiendes?
—Señora Pearl —dijo Landy, avanzando ahora hacia ella.
—De manera que cuidado con portarse mal, mi niño —añadió conforme daba una nueva chupada al cigarrillo—, porque hoy en día a los niños malos se les castiga, y tú debieras saberlo, con la mayor severidad.
Landy, situado ahora junto a ella, la tomó del brazo y empezó a apartarla, suave pero firmemente, de la mesa.
—Adiós, cariño —dijo en voz alta—. Volveré pronto.
—Ya basta, señora Pearl.
—¿No es un encanto? —exclamó volviendo hacia Landy los ojos, grandes y brillantes—. ¿No es un cielo? Me muero de ganas de tenerle en casa.
Fin
( cuento publicado en “Relatos de lo inesperado”
Tales of the Unexpected, 1979)