CUENTO 2430 D.C. (por Isaac Asimov)
«Entre la medianoche y el alba, cuando el sueño se niega a venir y todas las antiguas heridas empiezan a dolerme, con frecuencia veo el mundo futuro como una pesadilla en la que hay miles de millones de personas, todas numeradas y registradas, sin un destello de genio por ninguna parte, sin una mente original, sin una personalidad plena y auténtica en todo el atestado globo.»
J. B. PRIESTLEY
— Hablará con nosotros -aseguró Alvarez cuando el otro hubo cruzado la puerta.
— Bien -dijo Bunting-. La presión de la sociedad ha de llegar hasta él, con el tiempo. Es un tipo raro. Jamás sabré cómo pudo escapar a la adaptación genética... Pero habla tú. A mí ese sujeto me irrita tanto que pierdo los estribos.
Juntos se precipitáron por el pasillo recorriendo la Pista del Ejecutivo, que, como de costumbre, no aparecía muy frecuentada. Habrían podido utilizar las Bandas Móviles, pero la distancia era de poco más de tres kilómetros y Alvarez disfrutaba andando; de modo que Bunting no insistió.
Alvarez era alto y más bien delgado, con esa figura atlética que uno le supondría a una persona que cultivaba con deleite las actividades musculares, que tenía por costumbre el subir por escaleras y cuestas, por ejemplo, casi hasta el extremo de que le considerasen una persona inadaptada. En cambio Bunting, más blando y redondo, hasta evitaba las lámparas solares, y estaba muy pálido.
Bunting dijo tristemente:
— Espero que con nosotros dos habrá bastante.
— Yo creería que si. Nos conviene conservarlo en nuestro sector, si podemos.
— ¡Sí! Ya sabes... a veces me pregunto por qué ha de ser nuestro sector. Casi mil trescientos millones de kilómetros cuadrados de espacio habitable a una altura de casi setecientos metros y ha de encontrarse en nuestro bloque de viviendas.
— Más bien una distinción. Aunque una distinción espantosa y terrible -comentó Alvarez.
Bunting soltó un bufido.
— Y que nos honrará un poco -añadió en voz baja Alvarez-, si logramos resolver el problema. Llegamos a la cumbre. Llegamos al final. Llegamos a la meta. Toda la humanidad. Y nosotros resolvemos el problema.
Bunting se animó.
— ¿Crees que lo verán de ese modo?
— Procuremos que así sea.
La roca triturada retenida entre apretadas mallas de plástico amortiguaba sus pisadas. Recorrieron un reticulado de pasillos, viendo a media distancia las multitudes de gente de las Bandas Móviles. Se notó un fugitivo olor a plancton en todas sus variedades. En determinado momento, supieron, casi por instinto, que allá arriba, muy arriba, había uno de los conductos gigantes que venían del mar. Y, por simetría, sabían asimismo que había otro conducto, igual de grande, muy abajo, que desembocaba en el mar.
Los dos hombres se dirigían a una habitación en funciones de vivienda muy apartada del pasillo; una habitación que parecía diferente de las millares que habían dejado atrás. Dicho aposento daba una sensación impalpable y desconcertante de espaciosidad, porque a ambos lados, durante decenas y decenas de metros, las paredes estaban completamente desnudas. Y se notaba algo también en el aire.
— ¿Lo hueles? -musitó Bunting.
— Lo he olido otras veces -dijo Alvarez-. Es inhumano.
— ¡Literalmente! -exclamó Bunting-. No esperará que los miremos, ¿verdad?
— Si lo pretende, poco nos costará negarnos.
Hicieron la señal, y luego aguardaron en silencio mientras a su alrededor, con una desconsideración absoluta, porque estaba siempre presente, sonaba el zumbido de una vida infinita.
La puerta se abrió. Cranwitz estaba aguardando. Tenía un aire huraño. Llevaba el mismo atuendo que los demás: unas ropas ligeras, sencillas, grises. Pero sobre su cuerpo parecían, sin embargo, arrugadas. También él parecía arrugado; llevaba el cabello demasiado largo; tenía los ojos inyectados en sangre y se revolvía inquieto.
— ¿Podemos entrar? -preguntó Alvarez con fría cortesía.
Cranwitz se echó a un lado.
Dentro, aquel olor era más intenso aún. Cranwitz cerró la puerta tras ellos, y se sentaron. Cranwitz se quedó en pie, sin decir nada.
— Debo preguntarle, en mi calidad de Representante de Sector -empezó Alvarez-, siendo Bunting, aquí presente, el Vicerrepresentante, si ahora está dispuesto a someterse a la necesidad social.
Cranwitz parecía meditarlo. Cuando habló, por fin, la profunda voz parecía ahogársele en la garganta, y tuvo que carraspear.
— No estoy obligado. Existe un antiguo contrato con el Gobierno. Mi familia ha tenido siempre el derecho de...
— Estamos enterados, y no va implicada una cuestión de fuerza -replicó Bunting en tono irritado-. Le pedimos que acceda voluntariamente. -Alvarez tocó levemente la rodilla del otro.- ¿Comprende usted que la situación no es la misma que en los tiempos de su padre, ni siquiera, en realidad, que el año pasado?
La larga mandíbula de Cranwitz tembló un poco.
— No lo veo así. Este año el porcentaje de nacimientos ha descendido en la cantidad calculada por las computadoras, y todo lo demás ha variado de acuerdo con ello. Esto continúa año tras año. ¿Por qué habría de ser distinto el año actual?
Mas, por lo que fuere, su voz no denotaba convicción. Alvarez estaba seguro de que en realidad sabía la causa de que este año fuese distinto, y por ello dijo mansamente:
— Este año hemos llegado a la meta. En la actualidad, el porcentaje de nacimientos coincide exactamente con el de defunciones; el nivel de población se mantiene estable; la construcción se limita a efectuar reparaciones, y las granjas marinas también siguen la política de la estabilidad. Sólo usted se yergue entre todo el género humano y la perfección.
— ¿Por culpa de unos cuantos ratones?
— Sí, por culpa de unos cuantos ratones. Y otras criaturas. Conejillos de Indias. Conejos corrientes. Algunas especies de pájaros y lagartos. No he confeccionado un censo...
— Pero ¡es que son los únicos que quedan en todo el mundo! ¿Qué mal hacen?
— ¿Y qué bien? -preguntó Bunting.
— El bien de estar ahí para que los veamos -replicó Cranwitz-. Hubo un tiempo en que...
Alvarez había escuchado ese cuento otras veces. Con la mayor simpatía que logró inyectar en su voz -y la sorpresa fue suya al notar que incluso con cierta dosis de simpatía auténtica-, dijo:
— Lo sé. ¡Hubo un tiempo! ¡Siglos atrás! Había gran número de formas de vida como esas que a usted le gustan tanto. Y millones de años antes todavía, había dinosaurios. Pero ahora tenemos microfilmes de todo aquello. Ningún hombre ha de ignorar cómo eran aquellos seres.
— ¿Cómo puede comparar los microfilmes con los seres reales? -preguntó Cranwitz.
Los labios de Bunting dibujaron un gesto torcido.
— Los microfilmes no huelen.
— En otros tiempos, el parque zoológico era mucho mayor -protestó Cranwitz-. Año tras año hemos tenido que desprendernos de muchísimos animales. De todos los grandes. De todos los carnívoros. Y de los árboles... No queda nada, sino plantas pequeñas, criaturas diminutas. Dejémosles vivir.
— ¿Qué tienen que ver con nadie ni con nada? -replicó Alvarez-. Nadie quiere verlos. La humanidad está contra usted.
— La presión social...
— No podríamos persuadir a la gente, ante una verdadera resistencia. La gente no quiere presenciar esas distorsiones de la vida. Están asqueados; lo están de verdad. ¿Qué les importa a ellos? -La voz de Alvarez había adquirido un acento insinuante.
Cranwitz se sentó. Cierta agitación febril intensificaba el color de sus mejillas.
— Estuve meditando. Algún día saldremos al exterior. El hombre colonizará otros mundos. Necesitará animales. En aquellos mundos nuevos, desiertos, necesitará otras especies. Iniciará una nueva ecología de la variedad. Nece...
La palabra se le heló en los labios bajo las miradas hostiles de sus visitantes.
— ¿Qué otros mundos vamos a colonizar? -preguntó Bunting.
— En 1969 llegamos a la Luna -respondió Cranwitz.
— Sin duda, y establecimos allí una colonia, para luego abandonarla. En todo el Sistema Solar no hay ningún mundo capaz de albergar la vida humana sin unos gastos de instalación prohibitivos.
— Hay otros mundos alrededor de otras estrellas -objetó Cranwitz-. Hay centenares de millones de mundos similares a la Tierra. Ha de haberlos.
Alvarez meneó la cabeza.
— Fuera de nuestro alcance. Hemos terminado por explotar la Tierra y llenarla con la especie humana. Hemos tomado una decisión, y esta decisión ha sido la Tierra. No nos queda margen para el esfuerzo que requeriría el construir una nave espacial capaz de cruzar años luz de espacio... ¿No conoce la historia del Siglo XX?
— Fue el último siglo de mundo abierto -dijo Cranwitz.
— En efecto -admitió secamente Alvarez-. Confío que no se lo habrá teñido de colores demasiado románticos. Yo estudié sus demencias, además. Entonces el mundo estaba desierto; sólo unos miles de millones; pero ellos lo creían atestado... y con sobrada razón. Gastaban más de la mitad de sus bienes en guerras y preparativos bélicos, dirigían su economía sin previsión alguna, malgastaban y envenenaban a capricho, dejaban que el puro azar gobernase las combinaciones genéticas y toleraban a los "desviados de la norma», fueran de la clase que fuesen. Naturalmente, les espantaba lo que ellos llamaban explosión demográfica, y soñaban en llegar a otros mundos, como válvula de escape. Lo mismo hubiéramos hecho nosotros, en aquellas condiciones. No es preciso que le detalle la combinación de acontecimientos y adelantos científicos que lo han transformado todo; pero permitame recordárselos brevemente, por si usted quisiera olvidarlos. Hubo la instauración de un gobierno mundial, el perfeccionamiento de la energía de fusión y el desarrollo del arte de la ingeniería genética. Con una paz planetaria, energía en abundancia y una humanidad sin preocupaciones, el hombre pudo multiplicarse pacíficamente; y la ciencia fue aumentando lo mismo que la población. Se sabía por adelantado, y con toda exactitud, el número de personas que la Tierra podría sustentar. A la Tierra llegaba un determinado número de calorías procedentes de la luz solar, gracias a las cuales las plantas verdes podrían fijar, únicamente, tantas toneladas de anhídrico carbónico todos los años, y dichas plantas sólo podrían sustentar tantas toneladas de vida animal. La Tierra podía sustentar dos billones de toneladas de vida animal...
— ¿Y por qué no podían ser los dos billones enteros de toneladas de vida humana? -interpuso finalmente Cranwitz.
— Exacto.
— ¿Aunque ello significara matar toda otra forma de vida animal?
— Esa es la norma de la evolución -dijo Bunting, secamente-. Los capaces sobreviven.
Alvarez volvió a tocarle la rodilla.
— Bunting tiene razón, Cranwitz -dijo suavemente-. Los toleósteos reemplazaron a los placodermos, quienes habían sustituido a los trilobites. Los reptiles reemplazaron a los anfibios, y fueron sustituidos a su vez por los mamíferos. Ahora, por fin, la evolución ha llegado a la cumbre. La Tierra sustenta la tremenda población de quince billones de seres humanos...
— Pero ¿cómo? -interrogó Cranwitz-. Viven en un inmenso edificio que ocupa la totalidad de la tierra firme, sin plantas ni animales, excepto los que yo tengo aquí. Y todo el océano no habitado se ha convertido en una sopa de plancton; no hay otra vida que el plancton.
— Vivimos muy bien -replicó Alvarez-. No hay guerras; no hay crímenes. Los nacimientos están regulados; fallecemos pacíficamente. Nuestros pequeños están genéticamente equilibrados y en la Tierra hay actualmente veinte mil millones de toneladas de cerebros normales; la mayor cantidad que pueda concebirse de la materia más compleja que pueda imaginarse en todo el universo.
— ¿Y qué hace toda esa cantidad de cerebro?
Bunting exhaló un bien audible suspiro de exasperación; pero Alvarez, todavía sosegado, respondió:
— Mi buen amigo, usted confunde el viaje con el destino. Quizá lo deba al contacto con sus animales. Cuando la Tierra se hallaba en proceso de desarrollo, la vida tuvo necesidad de realizar expeilmentos y correr peligros. Hasta valió la pena saber derrochar. Entonces la Tierra estaba vacía. Contaba con una infinidad de espacio, y la evolución tuvo que realizar sus experimentos con diez millones de especies, o más... hasta que encontró la especie. Incluso después de la llegada del género humano, hubo de aprender el camino. Y mientras aprendía, tenía que correr albures, intentar lo imposible, ser tonta o loca... Pero ahora la humanidad ha alcanzado la meta definitiva. Los hombres han llenado el planeta y no se necesita otra cosa que gozar de la perfección.
Alvarez hizo una pausa para dejar que sus palabras calaran hondo. Luego dijo:
— La necesitamos, Cranwitz. El mundo entero necesita perfección. En nuestra generación la hemos conquistado definitivamente, y queremos la distinción de haberla alcanzado. Esos animales suyos se cruzan en nuestro camino.
Cranwitz meneaba la cabeza tozudamente.
— ¡Ocupan tan poco espacio! ¡Consumen tan poca energía! Si los suprimiéramos todos, ¿para qué tendrían más espacio? ¿Para veinticinco seres humanos más? ¿Veinticinco entre quince billones?
— Veinticinco seres humanos representan otros treinta y cuatro kilogramos de cerebros humanos. ¿Con qué medida puede evaluar treinta y cuatro kilogramos de cerebro humano?
— ¡Pero es que ya tienen miles de millones de toneladas de masa encefálica!
— Lo sé -respondió Alvarez-, pero la diferencia entre la perfección absoluta y la perfección aproximada es la misma que la que hay entre la vida y la casi-casi-vida. ¡Ahora estamos tan cerca! Toda la Tierra se prepara para celebrar este año de 2430. Es el año en que las computadoras nos dicen que el planeta está saturado por fin; se ha logrado la meta; la lucha de la evolución ha quedado coronada. ¿Hemos de quedar en deuda por veinticinco..., aunque sea entre quince billones? Es una mancha pequeñita, muy pequeñita; pero es una mancha. ¡Medite, Cranwitz! La Tierra aguarda desde hace cinco mil millones de años el momento de quedar saturada. ¿Hemos de esperar todavía más? Nosotros no podemos, ni queremos, obligarle; pero si cede voluntariamente será un héroe a los ojos de todo el mundo.
— Sí -corroboró Bunting-. Durante todos los días futuros los hombres dirán que Cranwitz hizo un gesto, y con aquel gesto nada más, se llegó a la perfección.
Y Cranwitz añadió, imitando el tono de voz del otro:
— Y los hombres dirán que Alvarez y Bunting le persuadieron de que lo hiciera.
— ¡Si lo conseguimos! -puntualizó Alvarez, sin que se notara el menor rastro de enfado en su voz-. Pero digame, Cranwitz, ¿puede resistirse indefinidamente contra la ilustrada voluntad de quince billones de personas? Sean cuales fueren los motivos que le impulsen, y reconozco que, a su manera, usted es un idealista, no puede privar a tantísima gente de ese último pedacito de perfección.
Cranwitz bajó los ojos en silencio, y la mano de Alvarez hizo un suave ademán dirigido a Bunting, y éste no dijo una sola palabra. Nadie rompía el silencio; los minutos transcurrían pausadamente.
Luego Cranwitz susurró:
— ¿Puedo tener mis animales un día más conmigo?
— ¿Y después?
— Y después... no quiero interponerme entre el hombre y la perfección.
— Lo comunicaré al mundo -dijo Alvarez-. Se le rendirá honores. -Y él y Bunting se marcharon.
En los vastos edificios continentales, unos cinco billones de seres humanos dormían plácidamente, unos dos billones estaban comiendo plácidamente, y medio billón, aproximadamente, gozaban cuidadosamente del amor. Otros billones conversaban sin pasión, o cuidaban silenciosamente de las computadoras, o conducían los vehículos, u organizaban las bibliotecas de microfilmes, o divertían a sus semejantes. Miles de billones se estaban acostando; miles de billones se estaban despertando; y la rutina no variaba nunca.
La maquinaria funcionaba, se controlaba a si misma, se reparaba por si misma. La sopa de plancton del océano planetario se tostaba a los rayos del sol y las células se dividían y dividían y dividían, mientras las dragas las subían a la superficie y las deshidrataban y las transferían, a millones de toneladas, a las cintas de transporte y los conductos que las llevaban a todos los rincones de los interminables edificios.
Y en todos los rincones de los edificios se recogían los residuos humanos, se irradiaban y desecaban. Y trituraban y trataban y deshidrataban los cadáveres humanos. Y todos esos residuos eran devueltos interminablemente al océano. Y durante unas horas, mientras todo este proceso continuaba, lo mismo que había continuado durante décadas y acaso hubiera de seguir, inevitablemente, durante milenios, Cranwitz dio de comer a sus criaturitas por última vez, acarició el conejillo de Indias, levantó una tortuga para lavar la mirada en su ojo ignorante y acarició entre los dedos una brizna, real, viva, de hierba.
Y los contó, todos, uno por uno... los últimos seres vivos de la Tierra que ni eran humanos ni servían de alimento para los humanos... y luego requemó el suelo donde crecían las plantas y las mató. A continuación inundó con vapores apropiados las jaulas y habitaciones donde tenía los animales, y éstos cesaron de vivir y de moverse.
El último ser no humano había desaparecido, pues, y entre la humanidad y la perfección sólo se levantaba el obstáculo de Cranwitz, cuyos pensamientos todavía se revelaban, todavía se apartaban tozudamente de la norma. Pero también para Cranwitz servían los vapores, y el rebelde no quería vivir.
Y después de esto, imperó realmente la perfección, puesto que, por toda la faz de la Tierra, en sus quince billones de habitantes y en sus veinte miles de millones de toneladas de cerebros humanos, no había -fallecido Cranwitz- ni un solo pensamiento fuera de lugar, ni una sola idea inusitada, que alterasen la placidez universal; aquella placidez que significaba que por fin se había conseguido el vacío exquisito de la uniformidad.
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Aunque 2430 D.C. se publicó, y hasta fue pagado de forma realmente generosa, mis neuróticos temores no se apaciguaron. Ese cuento, aceptado, lo había escrito cuando aún residía en Newton. El que no aceptaron lo escribí ya en Nueva York.
De modo que llevé «El Mayor Bien» a John Campbell (por primera vez después de veintiún años volvíamos a vivir en la misma ciudad) y le expliqué la anécdota de IBM Magazine. Le dije que le entregaba el que los otros habían rechazado, pero que no se lo daría si por esta causa había de mirar el cuento con ojo desdeñoso dadas las circunstancias.
El bueno de John se encogió de hombros y respondió:
— Un editor no ha de coincidir forzosamente con otro.
John Campbell leyó el cuento y lo compró. No le había dicho nada de mi loca ansiedad por si sería capaz de escribir en Nueva York, porque me avergonzaba de tenerla, y John seguía siendo el gran hombre ante el cual me daba miedo parecer estúpido. De todos modos, al aceptar aquel cuento mio, había añadido uno más a los muchos, muchísimos favores que me hizo a lo largo de mi carrera.
Y por si sintieran ustedes algún temor, les diré que los años pasados en Nueva York han sido, hasta el momento, más prolíficos todavía que los vividos en Newton. Permanecí cincuenta y siete meses en mi oficina de dos habitaciones, y en este período de tiempo publiqué cincuenta y siete libros.
NOTA
La población de la Tierra en 1970 se estimaba en tres mil seiscientos ochenta millones de personas. Al ritmo actual de crecimiento, la población se duplica cada treinta y cinco años. Si este ritmo de crecimiento se mantuviera durante cuatrocientos sesenta anos, en el 2430 de nuestra Era el peso de la carne y la Sangre humana sobre la Tierra igualaría al de la totalidad del mundo animal que la puebla actualmente. O sea, que en este aspecto el cuento que antecede no tiene nada de ficticio.