A la señora de Jerry Debree, la heroína de Grong Crossing, le gustaba estar guapa. Era muy importante para los contactos —comerciales— de Jerry, desde luego, y además le hacía sentirse más segura y en cierto modo feliz saber que su celofán estaba nuevo y que sus pestañas estaban bien pegadas, y que el toque de rubor le acentuaba los pómulos, como había dicho la amable chica del mostrador. Pero empezaba a resultar difícil sentirse fresca y estar guapa a medida que aquel desierto se volvía más y más caliente y más y más rojo, hasta que casi tuvo el aspecto que ella siempre había imaginado que tendría el Lugar Terrible, sólo que no había tanta gente. En realidad, no había nadie.
—¿Crees que es posible que lo hayamos pasado? —aventuró ella finalmente.
No la sorprendió que él contestara con la exasperación de costumbre, contra la que estaba protegida.
—¿Cómo demonios podemos haberlo pasado si no hemos pasado otra jodida cosa que esos jodidos arbustos durante ciento cincuenta kilómetros? ¡Maldita sea, pareces idiota!
La forma de hablar de Jerry era lastimosa. Y a veces hacía que fuera muy difícil hablar con él. Ella había tenido la levísima y oscura sensación, quizá intuición femenina, de que los hombres que le habían explicado a Jerry cómo llegar a Grong Crossing le estaban tomando el pelo, le estaban gastado una pequeña broma. Él había estado quejándose a grandes voces en el bar del hotel sobre lo mucho que lo había decepcionado el Corroboree después de haber volado desde Adelaida sólo para verlo. No hacía más que compararlo con la danza india que habían visto en Taos. En realidad, se había aburrido soberanamente y se había impacientado mucho en Taos, y tuvieron que irse en mitad del espectáculo para que él pudiera tomarse una copa, y ella no llegó a ver a la gente con las máscaras, pero ahora Jerry explicaba lo bien que sabían organizar un espectáculo de nativos en los EUA. Dijo que unos cuantos aborígenes desaliñados dando saltos no eran nada del otro mundo para los turistas. Esos atontados australianos tendrían que visitar Disney World y ya verían cómo se preparaba algo bueno, dijo.
Ella estuvo de acuerdo con eso; le encantaba Disney World. Era la única cosa de Florida, donde tenían que vivir ahora que Jerry era ACEO, que le gustaba de verdad. Uno de los australianos del bar había estado en Disneylandia y coincidió en que era asombroso, o quizá quiso decir divertido1, ella no lo entendió bien. Parecía un buen hombre. Bruce, así dijo que se llamaba, y su amigo también se llamaba Bruce.
—Es un nombre muy común aquí —dijo. Bueno, ella no había oído muy bien si había dicho nombre. Como Jerry seguía quejándose de lo del Corroboree, el primer Bruce dijo:
—Bueno, amigo, debería ir a Grong Crossing, si de verdad quiere ver algo auténtico, ¿verdad Bruce?
Al principio el otro Bruce no pareció saber a qué se refería, y fue entonces cuando su intuición femenina se despertó. Pero muy pronto los dos Bruce estaban explayándose sobre ese lugar, Grong Crossing, bien adentro en el "monte", donde era seguro que encontrarían auténticos aborígenes del desierto.
—Cerca de Alice Springs —dijo Jerry como si estuviera muy bien informado, pero no estaba por allí, dijeron ellos; estaba aún más al oeste. Les dieron las indicaciones con tanta precisión que quedó claro que sabían de lo que estaban hablando.
—Un viaje en coche de unas cuantas horas, eso es todo —dijo Bruce—, pero, ¿sabe?, casi todos los turistas prefieren ir por el camino trillado. Esto se mete un poco más en las rutas interiores.
—Espectáculos ruidosos —dijo Bruce—. Corroborees nocturnos.
—¿Hay algún hotel mejor que esta ruina? —preguntó Jerry.
Y ellos se rieron. No hay hoteles, explicaron.
—Es como un safari, ya sabe, tiendas bajo las estrellas. No llueve nunca —dijo Bruce.
—Aunque la comida es estupenda —dijo Bruce—. Chuletas de canguro frescas. Caza de canguros todos los días, ¿sabe? Gente desaliñada que se pasea con botellas y vasos antes de la cena. Vivir sin comodidades con todo lujo, diría yo; ¿verdad. Bruce?
—Desde luego —dijo Bruce.
—¿Son amistosos esos aborígenes? —preguntó Jerry.
—Oh, la sal de la tierra. Los tratarán como a reyes. Creen que los blancos somos algo así como dioses, ¿sabe? —dijo Bruce. Jerry asintió.
Así que Jerry anotó todas las indicaciones, y allí estaban, conduciendo y conduciendo en la vieja camioneta del puesto de gasolina, lo único que habían podido alquilar en el pueblo. Hasta el momento sólo se sabía que la carretera era una carretera porque seguía y seguía en línea recta. Jerry había estado de buen humor al principio.
—Se lo refregaremos por las narices a ese imbécil de Thiel —comentó. Su amigo Thiel siempre estaba yendo a sitios como el Tibet y siempre vivía aventuras extraordinarias y enseñaba videos de él con los yaks. Jerry había comprado una cámara de video portátil para este viaje, y había dicho: «Voy a grabar a esos aborígenes. ¡Se los enseñaré al cabrón de Thiel y sus bueyes almizcleros!». Pero conforme la mañana fue avanzando y la carretera continuó y el desierto continuó —¿lo llamaban «monte» porque aparecía un pequeño matorral espinoso cada kilómetro o así?—, él se puso más y más caliente y más y más rojo, igual que el desierto. Y ella empezó a deprimirse y a sentir que la máscara se le derretía.
Estaba preguntándose si después de otros setenta kilómetros (el siete era su número de la suerte) le diría por primera vez: «¿No sería mejor que volviésemos atrás?», cuando él exclamó:
—¡Allí!
Había algo allí delante, era cierto.
—No hemos visto ninguna señal —le dijo ella, dudando—. No nos dijeron nada de una colina, ¿verdad?
—Demonios, eso no es una colina, es un peñasco, ¿cómo lo llaman?, una condenada piedra roja...
—¿Ayers Rock? —Ella había leído el prospecto «Bienvenido a las Antípodas» en el hotel de Adelaida mientras Jerry asistía a la conferencia de los plásticos—. Pero eso está en el centro de Australia ¿no?
—¿Y dónde demonios crees que estamos? ¡En el centro de Australia! ¿Qué creías que era esto, Alemania Oriental?
Estaba gritando y aceleró. La carretera terriblemente recta los llevaba derecho a la colina, o peñasco, o lo que fuera. No era Ayers Rock, ella lo sabía, pero no tenía sentido irritar a Jerry, especialmente cuando se ponía a gritar.
Era rojizo y parecía un enorme coche escarabajo de la VW, pero contrahecho, y ciertamente había gente alrededor, y al principio ella se sintió más animada. El aislamiento absoluto —no habían visto ningún otro coche o granja o cualquier otra cosa desde hacía dos horas— la había asustado. No obstante, mientras se acercaban, pensó que aquella gente eran muy raros de aspecto. Más raros que los del Corroboree incluso.
—Supongo que son nativos —dijo ella en voz alta.
—¿Pues qué mierda esperabas, franceses? —dijo Jerry, sólo que lo dijo como un chiste y ella se rió.
Sin embargo:
—¡Oh!, ¡Dios! —exclamó cuando vio más de cerca a uno de los nativos.
—Unos tipos grandes, ¿eh? —dijo Jerry—. Bosquimanos los llaman.
Eso no parecía correcto, pero ella todavía estaba recuperándose del sobresalto. La extraña figura, alta, delgada, blanca y negra, se había quedado allí de pie, mirando el coche, sólo que ella no podía verle los ojos, ocultos bajo un ceño pesado y unas cejas peludas y pobladas. El pelo negro y fibroso le caía sobre media cara y le asomaba por detrás de las orejas.
—¿Van... van pintados? —preguntó débilmente.
—Siempre van así pintados. —El desprecio de Jerry era tranquilizador.
—Casi no parecen humanos —dijo ella en voz baja, por si acaso hablaban inglés, pues Jerry había parado el coche y había abierto las puertas de par en par, y buscaba ahora las piezas dispersas de la cámara de video.
—¡Sosténme esto!
Ella lo sostuvo. Cinco o seis de aquellas figuras altas y blancas y negras habían cambiado de rumbo, pero todas parecían estar ocupadas en algo al pie de la colina, o peñasco, o lo que fuese. Había algunas cosas que podían ser tiendas. Nadie se acercó a recibirlos ni a nada, pero la verdad es que eso la alegró.
—¡Sujeta esto! ¡Oh, por el amor de Dios!, ¿qué has hecho con el...? Muy bien, déjalo aquí.
—Jerry, quizá deberíamos preguntarles —dijo ella.
—¿Preguntarles qué a quién? —refunfuñó él, mientras se peleaba con la cámara de video.
—A esa gente, sí no les importa que los fotografiemos. Recuerda que en Taos dijeron que cuando los...
—¡Por el amor de Dios, no necesitas ningún jodido permiso para fotografiar a un puñado de nativos! ¡Dios! ¿Es que no has visto nunca el National Geographic? ¡Mierda! ¡Permiso!
Realmente no servía de nada cuando Jerry empezaba a gritar. Y aquella gente no parecía interesada en lo que él hacía. Aunque en verdad era difícil saber hacia dónde miraban.
—¿No piensas salir del maldito coche?
—Es que hace mucho calor —dijo ella. A él no le importaba que ella tuviera miedo de acalorarse demasiado o de que el sol la quemara o cualquier otra cosa; le gustaba sentirse más fuerte y más duro. Ella incluso podría haber dicho que tenía miedo de los nativos, porque a él le gustaba ser más valiente también; pero a veces se enfadaba cuando ella tenía miedo, como la vez que en Japón le hizo comer aquel pescado venenoso, o un pescado que podía ser venenoso o no. Ella dijo que le daba miedo, y vomitó y abochornó a todo el mundo. Así que se quedó en el coche con el motor en marcha y el aire acondicionado en marcha, a pesar de que la ventanilla de su lado estaba abierta.
En aquel momento Jerry llevaba la cámara al hombro y estaba tomando una panorámica de la escena: el lejano horizonte rojizo y tórrido, el misterioso peñasco o colina con zonas que resplandecían como si fueran de cristal, el suelo ennegrecido y que parecía quemado alrededor del peñasco, y la gente pululando por todas partes. Había al menos cuarenta o cincuenta de ellos. Sólo entonces cayó ella en la cuenta de que si llevaban alguna ropa, ella no podía decir qué era ropa y qué era piel, porque tenían un aspecto muy extraño e iban pintados o adornados con rayas y puntos de blanco sobre negro, no como las cebras sino algo más complicado, como disfraces de esqueleto, aunque tampoco exactamente así. Medían unos dos metros y medio de altura, pero tenían los brazos cortos, casi como los de los canguros, el pelo era como cuerdas tiesas y oscuras todo alrededor de la cabeza. Era un poco incómodo mirar a gente desnuda, pero en realidad no se veía nada. A decir verdad, ella no distinguía si eran hombres o mujeres.
Todos se afanaban en su trabajo o ceremonia o lo que fuera. Algunos de ellos manipulaban unas cosas que parecían láminas doradas, grandes y finas, otros hacían algo con cuerdas o alambres. No parecía que hablaran, pero un sonido continuo flotaba en el aire, suave y profundo, un zumbido, un murmullo que subía y bajaba, como el ronroneo de un gato o unas voces distantes.
Jerry echó a caminar hacia ellos.
—Ten cuidado —dijo ella débilmente. Él no le prestó atención, por supuesto.
Ellos tampoco le prestaron atención a él, hasta donde ella alcanzó a darse cuenta, y Jerry siguió filmando, desplazando la cámara de un lado a otro. Cuando se acercó a una pareja, ellos se volvieron a mirarlo. Ella no podía verles los ojos, aunque lo que ocurrió fue que el pelo de ellos se levantó y se inclinó hacia Jerry, cada cuerda oscura y gruesa, de unos treinta centímetros de largo, moviéndose e inclinándose hacia adelante, exactamente como si estuvieran mirándolo. De pronto el pelo de ella también intentó levantarse y el chorro del aire acondicionado le corrió como hielo por los brazos sudorosos. Salió del coche y lo llamó.
Él siguió filmando.
Fue hacia él todo lo rápido que pudo; las sandalias de tacón alto se le torcían en aquel terreno ceniciento y pedregoso.
—Jerry vuelve. Creo...
—¡Cállate! —gritó él, con tanta violencia que ella se detuvo en seco un momento. Pero ahora ella veía el pelo mucho mejor, y observó que tenía ojos, y bocas también, en las que asomaban unas pequeñas lenguas rojas.
—Jerry, vuelve —dijo—. No son nativos, son alienígenas del espacio. Eso es la nave. —Ella sabía por el Sun que había habido avistamientos allí en Australia.
—Cierra el maldito pico —contestó él—. Eh, grandullón, dame un poco de acción, ¡eh! No te quedes ahí como un pasmarote. Baila, baila, ¿de acuerdo? —Tenía el ojo pegado a la cámara.
—Jerry —dijo ella, y la voz se le atrancó en la garganta cuando uno de los alienígenas del espacio señaló con una mano enclenque hacia el coche.
Jerry colocó la cámara muy cerca de la cabeza de la criatura, y entonces ésta tapó el objetivo con la mano. Eso enfureció a Jerry, que gritó:
—¡Quita tu jodida mano de ahí! —Y miró de verdad al alienígena del espacio, no a través de la cámara, sino cara a cara—. Oh, caramba —dijo.
Y se llevó la mano a la cadera. Siempre llevaba pistola, porque era un derecho de norteamericano ir armado y había tantos drogadictos en esos tiempos... La había pasado clandestinamente por el registro del aeropuerto como él sabía hacerlo. Nadie iba a desarmarlo.
Ella vio con total claridad lo que ocurrió. El alienígena del espacio abrió los ojos. Había unos ojos debajo de las cejas oscuras e hirsutas; los había mantenido cerrados hasta aquel momento. Ahora se abrieron y miraron directamente a Jerry una sola vez, y él se convirtió en piedra. Se quedó allí de pie, una mano en la cámara y la otra aferrando el revólver, inmóvil.
Varios alienígenas más se habían congregado alrededor. Todos tenían los ojos cerrados, excepto los que tenían en las puntas de sus cabellos. Estos relucían y brillaban, y las pequeñas lenguas rojas danzaban entrando y saliendo, y el zumbido o murmullo era mucho más alto. Muchos de los cabellos-serpiente se retorcieron para mirarla. Las rodillas se le doblaron y el corazón le golpeó con fuerza, pero tenía que llegar hasta Jerry.
Pasó entre dos enormes alienígenas del espacio y lo alcanzó y le dio unas palmadas.
—Jerry, despierta! —dijo. El parecía de piedra, estaba paralizado—, Oh —dijo ella, y las lágrimas le corrieron por la cara—, Oh, ¿qué debo hacer, qué puedo hacer?
Miró con desesperación las delgadas y largas caras blancas y negras que se cernían sobre ella con los ojos cerrados, enseñando los dientes. Los cabellos miraban y se agitaban y murmuraban. El murmullo era dulce, casi como música, sin cólera, tranquilizador. Ella vio que dos altos alienígenas alzaban a Jerry con mucho cuidado, como si fuera un niño pequeño —un niño tieso—, y lo llevaban al coche.
Quisieron tenderlo en el asiento trasero, pero no cabía. Ella se apresuró a ayudar. Bajó el asiento trasero. Los alienígenas del espacio instalaron a Jerry, y le pusieron la cámara al lado, y luego se enderezaron. Los cabellos se volvieron hacia ella y la miraron con ojitos centelleantes. Canturrearon suavemente y señalaron hacia la carretera con sus brazos infantiles.
—Sí —dijo ella—. Gracias. ¡Adiós!
Ellos canturrearon.
Se metió en el coche, cerró la ventanilla y dio la vuelta en un lugar amplio de la carretera... y había una señal, Grong Crossing, aunque ella no vio ningún cruce.
Condujo de vuelta, despacio al principio, porque temblaba de pies a cabeza, después más y más deprisa, porque tenía que llevar a Jerry a que lo viera un médico, desde luego, pero también porque le gustaba conducir muy deprisa por carreteras rectas como aquélla. Jerry no la dejaba conducir nunca excepto por la ciudad.
La parálisis fue total y permanente, lo cual hubiera sido una tragedia si no fuera porque ella pudo permitirse pagar cuidado de primera clase las veinticuatro horas del día para el pobre Jerry, gracias a los tratos realmente buenos que hizo con los de la televisión y luego con los de los derechos para el video. Al principio se exhibió por todo el mundo como «Alienígenas del espacio aterrizan en andurrial australiano», pero después pasó a formar parte de la historia y la ciencia como «Grong Crossing, Australia Meridional: el primer contacto con los gorgónidos». La voz en off explicaba que ella, Annie Laurie Debree, había sido el primer ser humano que había hablado con nuestros amigos del espacio exterior, incluso antes de que enviaran embajadores a Camberra y Reykjavik. Sólo había un buen plano de ella en la película, y al parecer Jerry estaba temblando, y ella tenía el colorete un poco corrido, pero no importaba. Era la heroína.
FIN