Efraín Campos, el inspector de obras camineras, posó su helicóptero en el centro de un terreno baldío, en el noveno tramo de la vía transcontinental. A menos de una cuadra la gigantesca aplanadora, estacionada al borde del camino, y unos cien metros detrás dos niveladoras reflejaban en sus cuchillas los últimos destellos del sol. Bastante más allá, la mole atestada de tuberías y brazos articulados de la betonera automática, tan inmóvil como las restantes máquinas. Campos contempló intrigado el silencioso campamento. ¿Qué habría ocurrido? ¿Por qué esa brusca cesación de actividades?
—No se nota nada sospechoso, jefe —informó por radio a su superior—. ¿Las ve usted? —Hizo girar la cámara televisora para proporcionarle al otro una visión completa.
—¡Qué extraño! El detector sigue sin dar señales de averías. ¡Una huelga de máquinas! ¿Qué me dice usted? Vaya a echarles un vistazo, mientras llegan los cibernéticos. Quizá se trate de una nueva forma de sabotaje.
Una huelga de máquinas. Efraín Campos no pudo evitar una sonrisa al meditar en la comparación. Poco entendía de mecanismos automáticos y, en más de una ocasión, había reflexionado en la multitud de problemas obviados con la utilización, en la última década, de máquinas autómatas en las obras camineras.
Antes, a pesar del riguroso control estatal, los obreros se amotinaban dejando paralizadas las faenas, sin miedo a las posibles represalias. Pero eso ocurría cuando las máquinas necesitaban de un técnico que las manejase. Ahora todo se controlaba desde los centros ejecutivos, situados por lo general a mucha distancia del lugar del trabajo. Como en el caso actual, por ejemplo: la central, emplazada a trescientos kilómetros de allí, constituía además la población más próxima, porque esa vasta región, destinada a reserva forestal, era prácticamente un desierto. Los obreros de carne y hueso habrían elegido, precisamente, un lugar así para sus fechorías. Efraín Campos, al ver como la transcontinental se iba alejando de los centros poblados, pensó muchas veces en qué ocurriría si las máquinas, por alguna desconocida falla mecánica, se parasen.
Nada, excepto la falta de combustible, siempre calculado para una duración de semanas, o una avería de los complicados mecanismos, podía paralizar una máquina. Pero esa tarde, menos de una hora antes, el equipo caminero, en forma imprevista y hasta el momento inexplicable, se detuvo.
Campos se dirigió a la aplanadora (la 322: su número de serie resaltaba con grandes caracteres), pisando un terreno escabroso, lleno de brozas y baches, bajo la iluminación aún viva del rojizo crepúsculo.
Las aplanadoras impresionan más por su apariencia de pesadez y poderío que por la complejidad de su estructura. En realidad, son simples rodillos de treinta metros de largo por seis de alto, por cuyos extremos asoma el eje directriz, donde van las luces de posición y las antenas. La pantalla de radar de la 322 estaba quieta y, por cierto, apagados los grandes faros. Campos dio una vuelta alrededor de la máquina; tras ella una franja perfectamente apisonada iba a desembocar en la transcontinental, en las proximidades de la quieta betonera.
—Están paradas, simplemente, jefe —informó Campos por su radio portátil—. No he visto intrusos ni huellas sospechosas.
El inspector pasó la mano por la lisa superficie de acero. Se encontraba precisamente bajo la curva del rodillo, cerca de su extremo. Un clic apagado llegó a sus oídos. Campos se estremeció. Se quedó inmóvil una fracción de segundo, escuchando. Entonces la gigantesca máquina dio media vuelta, en forma tan rápida e imprevista que Campos no alcanzó a reaccionar. Su agónico alarido fue bruscamente truncado por las dos mil toneladas de hierro que lo aplastaron. La aplanadora, luego de su maniobra, permaneció quieta, ocultando bajo su mole el desecho cuerpo del inspector de obras.
En el resto del campamento todo siguió igual. Los últimos fulgores del crepúsculo mostraron al inmovilizado rebaño de monstruos con la misma impotente apariencia ofrecida, minutos antes, a los ojos de Efraín Campos.
Antes que los técnicos pudieran examinar la aplanadora, el motor de la máquina comenzó a funcionar.
—¡Central! ¿Detectaron la partida de la 322?
—¡Todas se encuentran en marcha! Han trabajado muy rápido, muchachos.
—¡Ésta sí que es buena! No las hemos tocado.
Los focos de posición de las máquinas se encendieron. A lo lejos los fanales de la betonera parecían luces suspendidas en el vacío que se balanceaban lentas. Un roncar profundo invadió el hasta pocos segundos antes silencioso lugar.
—Retírense, la 322 vuelve al camino. ¿Es necesario que la examinen?
La máquina rodó con majestuosa lentitud alrededor de su eje, torció al sureste y, acelerando, enfiló hacia la carretera, invisible desde allí. Tras ella la tierra se hundía con un leve temblor, formando un camino perfectamente liso.
—¿Qué es eso? ¡Central! Detenga la 322.
De un salto, los cibernéticos llegaron junto al aplastado y semihundido cadáver de Efraín Campos.
La revisión de la 322 no aportó mayores luces sobre el accidente.
—Tuvo que dar una vuelta para matarlo. Sin embargo, la memoria no registró el movimiento. ¡Alguna explicación tiene que haber!
—¿Cuál? —El ingeniero jefe permaneció un momento mirando las grandes máquinas que seguían su labor como si nada hubiese ocurrido—. Estos mecanismos tan sensibles se parecen al hombre. Al menos, han sido hechos a su imagen y semejanza. ¿Qué influencias externas pueden actuar sobre ellos? Accidentes similares se han repetido ahora último. Y han quedado en el misterio.
El grupo regresó al helicóptero.
—Hay una cosa cierta —concluyó el jefe, deteniéndose de nuevo a observar las máquinas, que se delataban únicamente por sus luces de posición en el oscuro campo y por el lejano gruñir de sus motores—
: la 322 asesinó a Efraín Campos: lo mató premeditadamente.
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