Pasa una semana, un mes, y vamos haciéndonos la idea de que Teresita se adelantará a nuestros planes. Voy a tener que renunciar a la beca de estudios porque dentro de unos meses ya no va a ser fácil seguir. Quizá no por Teresita, sino por pura angustia, no puedo parar de comer y empiezo a engordar. Manuel me alcanza la comida al sillón, a la cama, al jardín. Todo organizado en la bandeja, limpio en la cocina, abastecido en la alacena, como si la culpa, o qué se yo qué cosa, lo obligara a cumplir con lo que espero de él. Pero pierde sus energías y no parece muy feliz: regresa tarde a casa, no me hace compañía, le molesta hablar del tema.
Pasa otro mes. Mamá también se resigna, nos compra algunos regalos y nos los entrega —la conozco bien— con algo de tristeza. Dice:
—Este es un cambiador lavable con cierre de velcro… Estos son escarpines de puro algodón… Esta es la toalla con capucha en piqué… —papá mira las cosas que nos van regalando y asiente.
—Ay, no sé… —digo yo, y no sé si me refiero al regalo o a Teresita.— La verdad es que no sé —le digo más tarde a mi suegra cuando cae con un juego de sabanitas de colores—, no sé —digo ya sin saber qué decir, y abrazo las sábanas y me largo a llorar.
El tercer mes me siento más triste todavía. Cada vez que me levanto me miro al espejo y me quedo así un rato. Mi cara, mis brazos, todo mi cuerpo, y por sobre todo la panza, están cada vez más hinchados. A veces llamo a Manuel y le pido que se pare a mi lado. A él en cambio lo veo más flaco. Además, cada vez me habla menos. Llega del trabajo y se sienta a mirar televisión sosteniéndose la cabeza. No es que ya no me quiera, ni que me quiera menos. Sé que Manuel me adora y sé qué, como yo, no tiene nada en contra de nuestra Teresita, qué va a tener. Pero es que había tanto que hacer antes de su llegada.
A veces mamá pide acariciar la panza. Me siento en el sillón y ella con voz suave y cariñosa le dice cosas a Teresita. A la mamá de Manuel, en cambio, se le da por llamar a cada rato para saber cómo estoy, dónde estoy, qué estoy comiendo, cómo me siento, y todo lo que se le pueda ocurrir preguntar.
Tengo insomnio. Paso las noches despierta, en la cama. Miro el techo con las manos sobre la pequeña Teresita. No puedo pensar en nada más. No puedo entender como en un mundo en el que ocurren cosas que todavía me parecen maravillosas, como alquilar un coche en un país y devolverlo en otro, descongelar del freezer un pescado fresco que murió hace treinta días, o pagar las cuentas sin moverse de casa, no pueda solucionarse un asunto tan trivial como un pequeño cambio en la organización de los hechos. Es que simplemente no me resigno.
Entonces olvido la guía de la obra social y busco otras alternativas. Hablo con obstetras, con curanderos y hasta con un chamán. Alguien me da el número de una comadrona y hablo con ella por teléfono. Pero cada uno a su manera presenta soluciones conformistas o perversas que nada tienen que ver con lo que busco. Me cuesta hacerme a la idea de recibir a Teresita tan temprano, pero tampoco quiero lastimarla. Y entonces doy con el Doctor Weisman.
El consultorio queda en el último piso de un edificio antiguo del centro. No tiene secretaria, ni sala de espera. Sólo un pequeño hall de entrada, y dos habitaciones. Weisman es muy amable, nos hace pasar y nos ofrece café. Durante la conversación se interesa en especial por el tipo de familia que formamos, por nuestros padres, por nuestro matrimonio, por las relaciones particulares entre cada uno de nosotros. Contestamos todo lo que pregunta. Weisman entrecruza los dedos y apoya las manos sobre el escritorio, parece conforme con nuestro perfil. Nos cuenta algunas cosas sobre su trayectoria, el éxito de sus investigaciones y lo que nos puede ofrecer, pero entiende que no necesita convencernos, y pasa a explicarnos el tratamiento. Cada tanto miro a Manuel: escucha con atención, asiente, parece entusiasmado. El plan incluye cambios en la alimentación, en el sueño, ejercicios de respiración, medicamentos. Va a haber que hablar con mamá y papá, y con la madre de Manuel; el papel de ellos también es importante. Anoto todo en mi cuaderno, punto por punto.
—¿Y qué seguridad tenemos con este tratamiento? —pregunto.
—Tenemos lo que necesitamos para que todo salga bien —dice Weisman.
Al día siguiente Manuel se queda en casa. Nos sentamos en la mesa del living, rodeados de grillas y papeles, y empezamos a trabajar. Anotamos lo más fielmente posible cómo se han ido dando las cosas desde el momento en que sospechamos que Teresita se había adelantado. Citamos a nuestros padres y somos claros con ellos: el asunto está decidido, el tratamiento en marcha, y no hay nada que discutir. Papá va a preguntar algo, pero Manuel lo interrumpe:
—Tienen que hacer lo que les decimos —dice. Entiendo lo que siente: tomamos esto en serio y esperamos lo mismo de los demás—, en la hora y al tiempo que corresponda.
Están preocupados y creo que no llegan a entender de qué se trata, pero se comprometen a seguir las instrucciones y cada uno vuelve a su casa con una lista.
Cuando concluyen los primeros diez días las cosas ya están un poco más aceitadas. Tomo mis tres pastillas diarias en horario y respeto cada sesión de “respiración consciente”. La respiración consciente es parte fundamental del tratamiento y es un método de relajación y concentración innovador, descubierto y enseñado por el mismo Weisman. En el jardín, sobre el césped, me centro en el contacto con “el vientre húmedo de la tierra”. Comienzo inhalando una vez y exhalando dos veces. Prolongo los tiempos hasta inspirar durante cinco segundos, y exhalar en ocho. Tras varios días de ejercicio inhalo en diez y exhalo en quince, y entonces paso al segundo nivel de respiración consciente y empiezo a sentir la dirección de mis energías. Weisman dice que eso va a tomarme algo más de tiempo, pero insiste en que el ejercicio está a mi alcance, en que tengo que seguir trabajando. Hay un momento en el que es posible visualizar la velocidad a la que la energía circula en el cuerpo. Se siente como un cosquilleo suave, que comienza por lo general en los labios, en las manos y en los pies. Entonces uno empieza a controlarlo: hay que aminorar el ritmo, lentamente. La meta es detenerlo por completo para, poco a poco, retomar la circulación en sentido contrario.
Manuel no puede ser muy cariñoso conmigo todavía. Tiene que ser fiel a las listas que hicimos y por lo tanto, hasta dentro de un mes y medio, mantenerse alejado, hablar sólo lo necesario y volver tarde a casa algunas noches. Cumple su parte con esmero pero lo conozco, y sé que, secretamente, ya está mejor, y que se muere de ganas de abrazarme y decirme lo mucho que me extraña. Pero así hay que hacer las cosas por ahora; no podemos arriesgarnos a salirnos ni un segundo del guión.
Al mes sigo progresando en la respiración consciente. Ya casi siento que logro detener la energía. Weisman dice que no falta mucho, que apenas hay que esforzarse un poco más. Me aumenta la dosis de las pastillas. Empiezo a notar que la ansiedad disminuye y como un poco menos. Siguiendo el primer punto de su lista, la madre de Manuel hace su mejor esfuerzo y trata de, gradualmente —esto último es importante y se lo subrayamos repetidas veces—, gradualmente, decía, ir haciendo menos llamados a casa y bajar la ansiedad por hablar todo el tiempo sobre Teresita.
El segundo es, quizás, el mes de más cambios. Mi cuerpo ya no está tan hinchado, y para sorpresa y alegría de ambos, la panza empieza a disminuir. Este cambio tan notable alerta un poco a nuestros padres. Quizás es ahora cuando entienden, o intuyen, en qué consiste el tratamiento. La madre de Manuel, sobre todo, parece temer lo peor y, aunque se esfuerza por mantenerse al margen y seguir su lista, siento su miedo y sus dudas y temo que esto afecte el tratamiento.
Duermo mejor a la noche, y ya no me siento tan deprimida. Le cuento a Weisman mis progresos en la respiración consciente. Él se entusiasma, parece que estoy a punto de lograr mi energía inversa: tan pero tan cerca que solo un velo me separa del objetivo.
Empieza el tercer mes, el anteúltimo. Es el mes en el que más protagonismo van a tener nuestros padres; estamos ansiosos por ver que cumplan con su palabra y que todo salga a la perfección, y lo hacen, y lo hacen bien, y estamos agradecidos. La madre de Manuel llega a casa una tarde y reclama las sábanas de colores que había traído para Teresita. Quizá porque había pensado en este detalle durante mucho tiempo, me pide una bolsa para envolver el paquete. Es que así lo traje, dice, con bolsa, así que así se va, y nos guiña un ojo. Después les toca a mis padres. También vienen por sus regalos, los reclaman uno por uno: primero la toalla con capucha en piqué, después los escarpines de puro algodón, por último el cambiador lavable con cierre de velcro. Los envuelvo. Mamá pide acariciar por última vez la panza. Me siento en el sillón, ella se sienta al lado mío, y habla con voz suave y cariñosa. Acaricia la panza y dice, esta es mi Teresita, cómo voy a extrañar a mi Teresita, y yo no digo nada, pero sé que, si hubiera podido, si no hubiera tenido que limitarse a su lista, habría llorado.
Los días del último mes pasan rápido. Manuel ya puede acercarse más y la verdad es que su compañía me hace bien. Nos paramos frente al espejo y nos reímos. La sensación es todo lo contrario a lo que se siente al emprender un viaje. No es la alegría de partir, sino la de quedarse. Es como si al mejor año de tu vida le agregaras un año más, bajo las mismas condiciones. Es la oportunidad de seguir en continuado.
Estoy mucho menos hinchada. Eso alivia mis actividades y me levanta el ánimo. Hago mi última visita a Weisman.
—Se acerca el momento —dice él, y empuja sobre el escritorio, hacia mí, el frasco de conservación. Está helado, y así debe mantenerse, por eso traje la vianda térmica, como Weisman recomendó. Debo guardarlo en la heladera en cuanto llegue. Lo levanto: el agua es transparente pero espesa, como un frasco de almíbar incoloro.
Una mañana, durante una sesión de respiración consciente, logro pasar al último nivel: respiro lentamente, el cuerpo siente la humedad de la tierra y la energía que lo envuelve. Respiro una vez, otra vez, otra vez, y entonces todo se detiene. La energía parece materializarse a mi alrededor y podría precisar el momento exacto en el que, poco a poco, comienza a circular en sentido inverso. Es una sensación purificadora, rejuvenecedora, como si el agua o el aire volviesen por sí mismas al sitio en el que alguna vez estuvieron contenidas.
Entonces llega el día. Está marcado en el almanaque de la heladera, Manuel lo rodeó con un círculo rojo cuando volvimos del consultorio de Weisman por primera vez. No sé cuándo sucederá, estoy preocupada. Manuel está en casa. Estoy recostada en la cama. Lo escucho caminar de un lado a otro, intranquilo. Me toco la panza. Es una panza normal, una panza como la de cualquier mujer, quiero decir que no es una panza de embarazada. Al contrario, Weisman dice que el tratamiento fue muy intenso: estoy un poco anémica, y mucho más flaca que antes de que el asunto de Teresita empezara.
Espero toda la mañana y toda la tarde encerrada en mi cuarto. No quiero comer, ni salir, ni hablar. Manuel se asoma cada tanto y pregunta cómo estoy. Imagino que mamá debe estar trepándose por las paredes, pero saben que no pueden llamar ni pasar a verme.
Ahora hace rato que siento náuseas. El estómago me arde y late cada vez más fuerte, como si fuera a explotar. Tengo que avisarle a Manuel, pero trato de incorporarme y no puedo, no me había dado cuenta de lo mareada que estaba. Tengo que avisarle a Manuel para que llame a Weisman. Logro levantarme, me siento mareada. Me dejo caer al piso y espero un segundo de rodillas. Pienso en la respiración consciente pero mi cabeza ya está en otra cosa. Tengo miedo. Temo que algo pueda salir mal y lastimemos a Teresita. Quizá ella sepa lo que está pasando, quizá todo esto esté muy mal. Manuel entra a la habitación y corre hasta mí.
—Yo sólo quiero dejarlo para más adelante… —le digo— no quiero que…
Quiero decirle que me deje acá tirada, que no importa, que corra a hablar con Weisman, que todo salió mal. Pero no puedo hablar. Me tiembla el cuerpo, no tengo control sobre él. Manuel se arrodilla junto a mí, me toma de las manos, me habla pero no escucho lo que dice. Siento que voy a vomitar. Me tapo la boca. Él parece reaccionar, me deja sola y corre hacia la cocina. No demora más que unos segundos: regresa con el vaso desinfectado y el envase plástico que dice "Dr. Weisman". Rompe la faja de seguridad del envase, vierte el contenido translúcido en el vaso. Otra vez siento ganas de vomitar, pero no puedo, no quiero: no todavía. Tengo una arcada, y otra, y otra, arcadas cada vez más violentas que empiezan a dejarme sin aire. Por primera vez pienso en la posibilidad de la muerte. Pienso en eso un instante y ya no puedo respirar. Manuel me mira, no sabe qué hacer. Las arcadas se interrumpen y algo se me atora en la garganta. Cierro la boca y tomo a Manuel de la muñeca. Entonces siento algo pequeño, del tamaño de una almendra. Lo acomodo sobre la lengua, es frágil. Sé lo que tengo que hacer pero no puedo hacerlo. Es una sensación inconfundible que guardaré hasta dentro de algunos años. Miro a Manuel, que parece aceptar el tiempo que necesito. Ella nos esperará, pienso. Ella estará bien: hasta el momento indicado. Entonces Manuel me acerca el vaso de conservación, y al fin, suavemente, la escupo.
Del libro "Pájaros en la boca", Emecé, 2008
*Está incluido en "Pájaros en la boca"
* Samanta Schweblin nació en Buenos Aires, en 1978