El invierno soltó sus garras a principios de marzo. Llegó un viento templado, casi cálido, del sudeste y la nieve, que reposaba en una capa muy gruesa desde antes de Navidad, se desplomó y derritió.
Un viernes por la tarde, tres días después del cambio de tiempo, Jakob E. cogió una pala de nieve del garaje y fue hacia la parte posterior de la casa. Se puso a quitar la nieve de la trampilla del sótano. Las últimas dos o tres veces que había bajado allí, había notado un vago aunque desagradable olor, cuyo origen no era capaz de explicarse. Ahora tenía la intención de abrir la trampilla y la puerta del sótano y ventilarlo todo bien tras el invierno.
Cuando al cabo de un rato dejó la pala y abrió la trampilla, se topó a la vez con la visión y el olor. Dio un grito, soltó el asa, y la trampilla volvió a caer en su sitio con un gran estruendo. Gritó otra vez, se estremeció y dio unos rápidos pasos hacia atrás, como si alguien lo estuviera persiguiendo.
Poco a poco fue disminuyendo el pánico y pensó: Eso es imposible. Clavó la mirada en la trampilla del sótano y siguió pensando: Eso es imposible. Un perro muerto, es imposible.
Pero allí estaba el pestilente y descompuesto cuerpo de un gran perro de pelo negro. Tendría que hacer algo con él, pero no sabía qué.
Dejó la pala de nieve, pasó por delante del garaje y entró en la casa. Erna estaba sentada junto a la mesa de la cocina leyendo el periódico. No levantó la vista. Jakob se sentó enfrente de ella y encendió un cigarrillo. Erna sonrió por algo que había leído. Jakob dijo:
—Hay un perro muerto debajo de la trampilla del sótano.
—Debajo de... ¿Un perro?
—Lleva allí desde antes de Navidad.
—No.
No sé qué hacer. El hedor... Y es muy grande.
—¿Desde antes de Navidad? Dios mío.
—Desde antes de la gran nevada.
—Dios mío, Jakob. ¿Qué vas a hacer?
—No lo sé.
Jakob se levantó y se acercó a la ventana. Al cabo de un rato preguntó:
—¿Tenemos lejía?
—Debajo del fregadero.
La cogió y salió. Entró en el garaje. Agarró de un gancho de la pared una cuerda de tender enrollada y volvió a la parte posterior de la casa. Ató el cabo de la cuerda al asa de la trampilla del sótano. No es más que un perro muerto, pensó. Retrocedió dos o tres metros, tensó la cuerda y tiró de ella. La trampilla se abrió. Jakob pasó por delante de la entrada, cogió la pala y comenzó a echar nieve en la abertura. Cuando por fin estuvo seguro de haber enterrado el cuerpo con la nieve, se acercó y miró hacia abajo. Luego fue a buscar la botella de lejía, pero, en el momento de ponerse a desenroscar el tapón, divisó al vecino, que lo estaba observando desde la ventana de su cocina. Por un instante se quedó perplejo, como si le hubieran pillado in fraganti. Luego, con una tranquilidad forzada y sin mirar en dirección a la casa del vecino, cogió la pala de nieve y la botella y las dejó en el garaje antes de entrar en casa.
Erna no estaba en la cocina. Jakob se sentó y encendió un cigarrillo. ¿Martin?, pensó. Antes de la gran nevada. ¿Martin? Oyó a Erna que bajaba del piso de arriba.
—¿Has conseguido sacarlo? —preguntó.
—No. Holt estaba en la ventana. Esperaré a que se haga de noche.
—¿No tendrías que informar a la policía?
Él no contestó.
—Alguien tiene que haberlo echado en falta.
—Déjame arreglar este asunto a mi manera, por favor.
—Sí, pero alguien nos lo ha hecho. A nosotros.
—Eso no lo sabemos. ¿Quién puede haber sido?
—Pues no sé quién puede haber sido. Lo que está claro es que no ha bajado al sótano por su cuenta. ¡Ah, Dios!
—¿Qué pasa?
—Imagínate si, oh Dios, imagínate si alguien lo ha encerrado allí.
—No te pongas histérica.
—No estoy histérica. Pero no entiendo por qué te niegas a informar a la policía.
—Lo hago a mi manera, te he dicho, y no se hable más del asunto.
Se levantó. Salió de la cocina, atravesó la entrada y bajó al sótano por la escalera interior. Cogió un viejo hule de la repisa que había sobre el banco de carpintero y con las tijeras hizo un agujero en cada esquina. Luego cortó una cuerda de unos cinco o seis metros en cuatro partes iguales y las ató a los agujeros del hule. Se acercó a la trampilla del sótano y miró hacia fuera. Estaba oscureciendo. Al cabo de media hora estaría suficientemente oscuro. Me vio, pensó, pero desde ese ángulo no habría podido ver al perro.
Cogió el hule, subió por la escalera exterior y entró en el garaje. Se metió en el coche y encendió un cigarrillo. Cuando le pareció que ya estaba bastante oscuro, llevó la botella de lejía hasta la bajada al sótano. No había nadie en la ventana de la cocina del vecino. Echó lejía encima de la nieve que cubría el cuerpo del perro y volvió al garaje a buscar la pala de nieve y el hule. Con la pala empujó al perro hacia el borde de la escalera, luego extendió el hule. A continuación metió la pala debajo del cuerpo del animal y lo echó sobre el hule. El perro quedó al descubierto, el hedor le vino a la cara y Jakob empezó a vomitar a chorros.
Más tarde, cuando había vuelto a cubrir el perro de nieve, soltó la cuerda de tender del asa de la trampilla del sótano e hizo un lazo con ella. Ató los cuatro cabos de cuerda del hule al lazo. No había nadie en la ventana del vecino. Empezó a tirar de la cuerda, y el hule formó una especie de red de pesca alrededor del perro. Pesaba menos de lo que se había imaginado, y el hule aguantó. Lo arrastró por la nieve hasta la valla de madera al fondo del jardín. Luego cogió la pala y cubrió el cuerpo con medio metro de nieve. Lo conseguí, pensó.
Media hora más tarde, cuando se había duchado y cepillado los dientes, entró en el cuarto de estar. Erna estaba viendo la televisión.
—Ya está —dijo Jakob.
Ella no contestó. Él se sentó. Bueno, pensó. Encendió un cigarrillo. Transcurrió un minuto.
—¿Qué has hecho con él? —preguntó Erna.
—Está abajo, en la huerta. Lo he cubierto de nieve.
—¿Y cuando se derrita la nieve?
—Entonces lo enterraré.
—¿En la huerta?
—Sí.
—No, Jakob, no lo quiero debajo de las verduras.
—¿Dónde si no? ¿No pretenderás que cave el césped?
—Haz lo que quieras, pero no lo quiero debajo de las verduras.
—En mi vida he oído una cosa más tonta.
—Es posible. Y además sigo diciendo que debes informar a la policía.
—¡Deja ya de dar la lata con la policía, coño!
—¿Cómo te atreves a hablarme así, Jakob?
—Te hablo como me da la gana. He estado trajinando con ese jodido animal hasta vomitar a chorros, y tú no haces más que darme la lata con la policía.
Se levantó bruscamente y salió de la habitación.
—¡Jakob! —le gritó ella. Él no contestó. Subió al dormitorio, pero volvió a salir inmediatamente, pues allí no tenía nada que hacer. No sabía adónde ir. Se sentó en la parte superior de la escalera. Intentó recordar con exactitud cuándo se había marchado Martin, pero no lo logró.
Oyó sonar el teléfono y, cuando Erna lo cogió, se levantó y bajó a la cocina. La puerta del cuarto de estar estaba abierta, pero no podía oír lo que decía. Bebió un vaso de agua. Luego dejó caer el vaso al suelo, pero no se rompió. Lo recogió y lo dejó caer de nuevo, esta vez con algo de fuerza, no mucha. El vaso se rompió, aunque no en tantos pedazos como se había imaginado. Cogió la escoba y el recogedor y se puso a barrer. Erna no acudió. Luego fue al cuarto de estar a buscar un periódico viejo. Erna estaba sentada en el sofá, había apagado el televisor. Jakob cogió el periódico y volvió a la cocina. Envolvió los trozos de cristal en el periódico y lo metió todo en el cubo de la basura. Desde allí observó a Erna a través de la puerta entornada. Estaba sentada en el borde del sofá mirando fijamente al frente y con los labios muy apretados. Jakob apagó la luz y encendió un cigarrillo. Si ella se volvía, lo vería fumar en la oscuridad. Ella volvió la cabeza. Él se fumó el cigarrillo y fue al cuarto de estar.
—¿No hay nada en la tele? —preguntó.
—Sólo un concierto —contestó ella.
Jakob cogió el periódico que estaba sobre la mesa del sofá y se sentó.
—Tengo que decirte —dijo ella— que por muy desagradable que te resultara lo del perro, no deberías haberla tomado conmigo. Sabes muy bien cómo reacciono cuando me gritas.
Él encendió un cigarrillo.
—Tenía que decírtelo —añadió ella—, y dicho está. Y ahora voy a hacer café.
Se levantó y fue a la cocina. Él se quedó sentado con el periódico sobre las rodillas escuchando los ruidos que ella hacía. Empujó el periódico hasta el suelo y aplastó el cigarrillo. Luego agachó la cabeza y apretó con fuerza las palmas de las manos contra los oídos. De ese modo sólo podía escuchar el zumbido que provenía del interior de su cabeza. No se dio cuenta de que ella volvía a entrar, pero de repente se percató de que lo estaba mirando.
—¿Qué te pasa? —le preguntó.
—Nada. Me zumba la cabeza.
—¿Crees que puede haber sido Martin, verdad?
—¿Martin? ¿Qué? ¿Qué Martin?
—Tu Martin. Por eso no querías denunciarlo a la policía, ¿verdad? Tenías miedo de que hubiera sido Martin.
Él se levantó. Su mirada se encontró con la de ella, y ella retrocedió un paso.
—¡Qué coño estás diciendo!
—Pero...
—¡Qué coño estás diciendo!
—No he querido..., perdóname. Me estás asustando. Por favor, Jakob, no me asustes. ¡Jakob..., no!
Él retiró la mano. Dio la vuelta. Fue a la cocina. El agua para el café estaba hirviendo y apagó la placa. Sobre la encimera, en una bandeja, estaban las tazas, la jarrita de la leche y el azucarero. Se quedó contemplando todo durante un rato, luego meneó la cabeza varias veces. Sacó el café instantáneo del armario, lo echó en las tazas, las llenó de agua y llevó la bandeja al cuarto de estar. Erna estaba sentada en el sofá mirándose las rodillas y abrazándose como si tuviera frío. Jakob colocó la taza, la jarrita y el azucarero delante de ella. Ella no levantó la vista. Jakob encendió el televisor. Echaban una película policiaca. Se acomodó en el sillón y encendió un cigarrillo. Al cabo de un rato, Erna se levantó y subió al dormitorio; él podía sentir sus pasos. No volvió a bajar.
La noche siguiente, Jakob colocó una lona grande sobre el montón de nieve junto a la valla de madera, y cuando la tierra se desheló, enterró al perro en la huerta. Erna no dijo una palabra, pero al llegar la primavera, la huerta quedó sin cultivar.