Voy por un camino estrecho y maloliente que pasa entre cobertizos. Curiosamente, todos los cobertizos son verdes; solo de vez en cuando hay alguno marrón oscuro. Intento no tocar las paredes con los hombros, porque están cubiertas de una especie de fango amarillento y de excrementos de ave con plumas de gallina y de paloma pegadas. Aunque ya llevo las botas y los pantalones empapados hasta las rodillas de un barro blanquecino, por inercia sigo mirando al suelo, para no pisar los charcos ni las cacas de perro.
Un chucho pequeño, a manchas, de vientre hinchado y ojos turbios está atravesado en el camino royendo un hueso de gallina. Avanzo un paso. El chucho me enseña los dientes amarillos y gruñe por lo bajo. Me paro. Enfrente solo me quedan cuatro cobertizos y, por fin, la salida del laberinto. Levanto un pie. El perro empieza a aullar y se le eriza el pelo blanco y negro del lomo. Le pego una patada en el morro. Se aleja corriendo un metro, pero regresa y estalla en ladridos agudos. Le doy otra patada y lo piso contra el suelo; gruñe, pero de forma ahogada, y el morro se le chafa contra el hueso de gallina. Lo piso más fuerte. El perro se calla. Se oye un chasquido, pero no miro qué ha sido. Camino aprisa hasta el final del camino y me encuentro en un parque infantil. Me limpio las botas en un charco.
En el centro del patio hay un cuadrado con arena donde juegan con cubos dos chicos grandullones. Unos columpios bajos y una mesa de madera podrida. Agolpados a su alrededor, unos niños miran algo, boquiabiertos. Me acerco y la veo.
En la fotografía del periódico parece otra: una muñeca perpleja y babosa con un estúpido lazo amarillo en la cabeza y los ojos llenos de miedo. En persona no tiene nada de particular: una niña de cinco años, fea y mocosa, que resopla por la nariz, concentrada en algo. Me abro paso entre los niños hasta que llego a su lado. Ellos me miran en silencio con los ojos como platos. Absorta, la niña hurga algo que está en la mesa con un trozo de cristal verde. A su derecha hay un tarro sucio de mayonesa, por cuyo fondo se arrastran lombrices de tierra, escarabajos de color naranja y negro, y un enorme sanjuanero.
Saca un escarabajo del tarro y lo pone panza arriba encima de la mesa. Tiene las manos sucias y regordetas, y mugre por debajo de las uñas. Sacando la lengua fruto de la tensión, corta el insecto en dos a lo largo de la panza con el cristal. Los niños observan con curiosidad las dos mitades; las patitas siguen moviéndose. La niña vuelve a meter la mano en el tarro y saca una lombriz de tierra. Atrapada entre sus dedos, la lombriz se retuerce en el aire hasta que por fin se rinde, ya sin voluntad, y la niña coge el cristal.
Yo pongo cara severa y pregunto en tono amenazador:
—¿Se puede saber qué es esto?
Los niños salen corriendo entre risitas. La niña se gira de golpe hacia mí y suelta la lombriz, que cae al suelo. Me mira. Con la mirada vacía, sin ninguna expresión, una mirada que se desliza por mi ropa.
—¿Qué estás haciendo? —le pregunto con voz tranquila.
La niña baja la cabeza. Se sorbe los mocos. El gusano está en el suelo sin moverse, en el mismo sitio donde ha caído.
—Jugábamos a los hospitales. —Empuja el gusano con la punta de la bota—. Yo era la doctora. —El gusano se enrosca convulsivamente—. Operaba a los enfermos.
—Pero ¿no ves qué has hecho? —le digo—. Has matado al escarabajo. Su mamá va a ponerse muy triste.
Me quito las gafas oscuras y la miro a los ojos. Con tristeza y un poco de reproche. Por fin, su rostro se arruga en un puchero. Las lágrimas gotean en la mesa. Frunce los ojos.
—¿Sabes qué puedes hacer para que su mamá te perdone? —le digo.
—¿Qué?
—Tragarte el cristal.
Regla número uno. No hay delito si no hay intervención física. Lo único que existe es el curso natural de las cosas ligeramente corregido por nosotros. Si simplemente quiere usted matar a alguien, búsquese un asesino a sueldo. Nosotros trabajamos de otra manera. Generamos accidentes. Coincidencias.
Tenemos de todo. Tenemos habitaciones en pisos altos con balcones a punto de caer. Papeletas premiadas de lotería. Nuestros propios casinos. Nuestros propios colegios. Nuestras propias tiendas. Nuestros propios aviones. Nuestros propios hospitales. Actores que representan papeles amorosos durante cierto tiempo, desde un par de horas hasta un par de décadas. Actrices que hacen de mujeres entregadas. Actrices que hacen de mujeres traidoras. Actrices que hacen de actrices. Más de quinientas clases de venenos mortales. Escaleras de mano defectuosas. Diez mil bacterias patógenas. Y las vacunas para las enfermedades que generan. Tenemos gatitos tuertos. Dobermanes de pura sangre. Comida caducada.
Preservativos agujereados. Coches estropeados. Películas de cuya existencia nadie sospecha; en los créditos no aparece ni el director ni el guionista. Una colección inmensa de películas, de obras maestras, que esperan a sus «creadores». Colosales estanterías llenas de libros anónimos que algún día serán superventas. Tenemos de todo.
Entré en la Agencia gracias a un anuncio que rezaba: «Se necesitan montadores, operadores de sonido, guionistas, ayudantes de dirección y actores». Me hicieron la entrevista en una habitación vacía. Mi interlocutor era una voz suave y nasal que salía de un altavoz del techo.
—¿Cuántos años tiene? —me preguntó el Altavoz.
—Treinta y cinco.
—¿A qué se dedica?
—Soy guionista. Escribo guiones para series de televisión.
—¿Cuáles son sus aficiones?
—No tengo. Por la noche veo la televisión. Juego al Counter Strike.
—¿En qué postura duerme?
—¿Qué?
—¿En qué postura duerme? —repitió el Altavoz, impasible.
—Pues... Habitualmente, sobre el lado derecho. A veces, boca arriba.
—¿Está casado?
—No.
—¿Tiene relaciones sexuales?
—¿Qué más le da? —Pero el Altavoz no respondió—. No —dije yo.
—¿Tiene una amante? ¿O un amante?
—No.
—¿Tiene alguna mascota? ¿Plantas?
—No.
La entrevista se prolongó durante casi cinco horas. Le relaté mi infancia con todo detalle; le hablé de mi conejillo de Indias favorito y de cómo se cayó desde un séptimo piso; le hablé de mis padres y del funeral de mis padres; le hablé de mi acné juvenil y de mis poluciones juveniles. Enumeré las revistas de papel satinado que me ayudaban a masturbarme. Que me ayudaban antes, claro. Observé pacientemente unas ilustraciones absurdas y dije al Altavoz qué me recordaban. Incluso busqué rimas para unas palabras que me dijo el Altavoz.
En fin, al final me cogieron en la Agencia. Supongo que porque no soy nadie. No tengo amigos ni familiares. Tengo un aspecto tan feo y vulgar que nadie se fija en mí. Estatura mediana. Peso normal. Se me puede confundir con cualquiera. Es imposible acordarse de mí. Si asaltara a alguien en pleno día, la víctima no me identificaría en un careo. No tengo lunares, verrugas ni cicatrices. Tengo los labios finos, una nariz de lo más corriente, el pelo mustio, los ojos pequeños e inexpresivos, y las extremidades flacas y flojas. Soy impotente. No hay nada que me guste. Puedo inventarme historias interminables y tristísimas sobre niños huérfanos, enamorados separados, mujeres hermosas que han perdido la memoria o novios pérfidos y codiciosos. Visto ropa oscura y discreta, normalmente gris o azul marino, y gafas de sol. Mi vida es aburrida. Soy exactamente lo que ellos necesitan. El Agente ideal.
Hay flores aquí. Se mueven y ondean con el viento. Flores asquerosas y gordas, de cementerio, casi tan altas como un hombre. Tienen el tallo fuerte y brillante, y la flor, amarillo chillón. También hay ortigas enormes y hierba espesa, tiesa, húmeda, que absorbe los jugos de la tierra.
Hay muy poca gente. El Escritor se ha quedado inmóvil, mirando al suelo, encogido, helado. Su mujer no deja de llorar, pero con discreción, sin aspavientos. Hay otras mujeres que también lloran.
Yo me mantengo a cierta distancia, apoyado en un árbol. Estoy bastante cerca, pero no tanto para que se fijen en mí. Llevo una gabardina gris. Empieza a llover y me pongo la capucha. Pienso: «Qué divertido». Cuántas veces habré descrito una situación igual, antes, claro, cuando escribía guiones. En el primer episodio o en el centésimo; más tarde o más temprano, en todos los culebrones hay un funeral. Y la lluvia no puede faltar en la escena. Y siempre hay una figura solitaria que se mantiene a cierta distancia. Con una gabardina gris, detrás de unos árboles.
La lluvia se hace más intensa, y los presentes no tardan en marcharse, creando un poco más de alboroto del que correspondería en una situación como esta. Una mujer sigue junto a la tumba. Tiene paraguas.
Me arrebujo la capucha, tanto que casi no se me ve la cara, solo la punta de la nariz y las gafas, y me aproximo a ella. Hoy no me he puesto las gafas oscuras de siempre, sino otras, unas redondas de cristales de espejo. No quiero que me retenga en su memoria, pero no hay de qué preocuparse; puedo acercarme a ella un poco más. Me mirará, pero solo se acordará de sí misma, de su reflejo en mi rostro.
Tiene la cara redonda y bondadosa, con tres pliegues en la papada. Sus estúpidos ojos azules se estudian en mis gafas mientras le pido sosegadamente que me dé la dirección del Escritor. ¿Que quién soy? Simplemente, un gran admirador de su talento... Qué desastre tan grande... Yo también tengo hijos, no puedo ni imaginármelo... No, no quiero importunarle con una visita; solo me gustaría enviarle una carta con el pésame, ya sabe, suele reconfortar un poco. Me limitaría a llamarlo por teléfono, pero no tienen.
Crédula, asiente y me da la dirección.
Al principio, el trabajo me encantaba. En realidad, la Agencia me llamaba de tarde en tarde, una vez cada tres meses, no más. Me dieron un piso y trabajaba en casa. Todas las mañanas encontraba en el buzón un sobre grande de cartón sin remite y, dentro, el siguiente guión. Nunca vi al mensajero que llevaba el sobre; seguramente llegaba bien entrada la noche. Porque existía la regla número dos. Bajo ningún concepto ni pretexto, los trabajadores de la Agencia deben conocerse entre sí, ni la cara ni la voz. No hay ni reuniones ni fiestas de empresa; todos los agentes trabajan de forma totalmente autónoma. El Coordinador nos llama por teléfono y nos encarga el trabajo: un rollo rapidísimo emitido por una voz nasal y electrónica, sin vida ni entonación.
Todas las mañanas me comía dos yogures y un huevo revuelto crudo, me tomaba un té con leche, me lavaba deprisa con agua fría y me ponía enseguida a trabajar. Leía atentamente el guión y hacía anotaciones al margen. Después aún me quedaba una hora y media para dedicarme a mis cosas antes de que llamara el Coordinador.
El Coordinador era invariablemente cortés («Buenos días. ¿Qué tal se encuentra hoy? Me alegro de que todo vaya bien. Entonces, pongámonos a trabajar. Un Cliente irá a verlo hoy sobre las cinco. Por favor, examine con él los detalles del guión. Asegúrese de que el guión satisface las necesidades de la Agencia. Le deseo suerte con el trabajo. Que le vaya bien»).
La Agencia es una organización secreta. Tiene filiales en todos los países. Solo conocen su existencia unos pocos privilegiados.
Nuestros clientes pueden concebir su propio guión o pueden utilizar una historia ya existente, bien en los libros, bien en las películas. El autor más solicitado es Stephen King. Varias veces me han pedido El resplandor, Misery y El cazador de sueños. Un joven de aire melancólico me trajo una copia de un relato corto de King (ya no me acuerdo de cómo se llamaba) sobre un dedo que cobraba vida y aparecía en el cuarto de baño de un matrimonio. El joven quería que en algún momento de la tarde soltáramos un dedo mecánico de goma en la pila y el retrete del piso de una encantadora pareja jubilada de intelectuales. Había estado ahorrando durante diez años para pagar el encargo. Los jubilados intelectuales eran sus padres.
Otro día vino una vieja loca millonaria y pidió un episodio de El cementerio de animales para una familia muy ruidosa vecina suya.
—Y entonces —dijo con los ojos en blanco y aire soñador—, ustedes provocan un accidente para que atropellen a su gato y se muera. Ellos lo entierran, pero al día siguiente, el gato muerto vuelve y les pega un susto...
—Lo siento mucho, pero eso no es posible —repuse con paciencia.
—¿Y por qué no? —preguntó la vieja por enésima vez, sorprendida.
—Un gato muerto no puede volver. Pero podríamos crear un gato igual. Sería un gato artificial, mecánico. Sintético, pero con apariencia de muerto. O también podríamos usar un gato vivo maquillado para que parezca muerto.
—Ah, no. Si el gato vuelve vivo, no tiene gracia ni sentido. Yo lo que quiero es que al gato lo atropelle un coche y se muera. Entonces lo enterrarían, y al día siguiente...
Por lo demás, los clientes adoran Titanic. Juntar a todos los que les caen mal en una carraca enorme y hundirla con toda solemnidad es una alternativa muy seductora, pero cara y vulgar. La Agencia aceptó un encargo semejante solo una vez, en 1912, cuando alguien (no puedo decir nombres) ideó el tinglado con pelos y señales. En aquel entonces se consideró que el guión era efectista y provocador. Pero repetir el mismo truco una y otra vez es el sino de la gente sin pizca de fantasía. A ese tipo de clientes solemos proponerles que se contenten con una catástrofe aérea. Normalmente aceptan. Y otros hasta se dan por satisfechos con un accidente de tren o de autobús.
Los guiones independientes suelen ser malísimos. Por ejemplo, a los papás multimillonarios les gusta encargar por adelantado prácticamente toda la vida de sus queridos hijitos. El nacimiento, los estudios, el trabajo, el matrimonio y una muerte dulce. Y yo invento toda suerte de detalles y algún giro de la trama que dé un poco de sal a esos argumentos esquemáticos y desnudos. Qué aburrimiento tan grande. Pero qué le vamos a hacer: todos los días, los más ricos del planeta o simplemente los muy ricos nos traen su dinero. Tanto dinero que basta para el mantenimiento de la Agencia. Tanto dinero que nos da para tenerlo todo.
El Escritor va a la estación de tren para comprar los billetes de vuelta. Como es normal, no aguantan más aquí. Es una ciudad pequeña, y hasta los perros saben qué les ha sucedido. Por lo demás, esta tranquilidad de provincias no les hace ningún bien, y no parece probable que el Escritor pueda seguir trabajando en su nueva novela. Lo único que quiere es regresar a su ciudad, a la gran ciudad ruidosa y amicalmente indiferente.
Camina con la cabeza baja. Voy detrás de él. Lleva una bufanda de color rojo intenso, una mancha estúpidamente alegre sobre la ropa negra. Llevo espiándolo más de una semana, pero es la primera vez que le veo esta bufanda. Puede que la haya cogido sin fijarse y se la haya puesto sin pensar, porque el Escritor suele tener gusto vistiendo. O tal vez se la haya puesto adrede para que la gente dirija sus miradas de compasión a ese trapo chillón y no a su cara.
Compra los billetes y arrastra los pies despacio por el estrecho andén vacío. Lo sigo. Me da pena. No oye mis pasos a su espalda, pues los ahoga el ruido del tren que se acerca.
Desde luego, no estoy dispuesto a contentarme toda la vida con un puesto de simple guionista. No es que sea un trepador y tenga una ambición desmesurada o frustrada.
Simplemente me considero una persona creativa. Siempre he soñado con que algún día... Sí, algún día me presentaré para ser director de la Agencia.
Una mañana me llamó el Coordinador y, después de la melopeya gangosa de costumbre, añadió una frase nueva: «Por favor, concrete con el Cliente los detalles del guión y asegúrese de que satisface las necesidades de la Agencia. Desde el día de hoy tiene usted libertad para ejecutar con plena independencia los guiones que le encarguen».
Estaba un poco nervioso. Esperaba la llamada del Coordinador y ya llevaba más de una hora viendo embobado la televisión. No sé por qué, pero solo funcionaban dos canales, y con el mando a distancia disparaba alternativamente a los participantes de un programa del corazón y a unos trabajadores del sector sanitario sospechosamente sonrientes. Cuando estoy nervioso cambio de canal sin parar. Me tranquiliza.
—La puerta estaba abierta.
Había alguien más en la habitación. Alguien que tenía una voz ronca y muy desagradable hablaba conmigo. En la pantalla, una mujer gorda con minifalda se revolvió incómoda en un enorme sillón de piel y se echó a llorar. La apunté con el mando, apreté el botón verde y desapareció aliviada en el cuadrado negro. Seguí mirando la pantalla. Mi reflejo llenaba la negrura, el mío y el de la persona que tenía a mi espalda.
—Por favor, deje ese canal. Es mi programa del corazón favorito.
Moví un dedo y la mujer resucitó. La presentadora de piernas largas le alargó un vaso de agua con malevolencia. La gorda se secó las lágrimas con unos pañuelos desechables y meneó la cabeza con pesadumbre. Yo sabía perfectamente que era imposible que la puerta hubiera estado abierta. Siempre cierro con llave.
Me giré.
Con aquel Cliente todo fue extraño, muy extraño, desde el principio. En primer lugar, aquel día no había recibido un guión; estuve toda la mañana esperando, y nada. En segundo lugar, nadie me avisó de aquella visita. Vino solo, por iniciativa propia. Y en tercer lugar, tenía llave de mi casa, por lo visto. De lo contrario, ¿cómo había entrado? Siempre cierro la puerta con llave.
Dejó encima de mi mesa escritorio una carpeta donde ponía «Guión» y un recorte de periódico casi tan grande como una página entera.
El artículo se encabezaba con una frase bastante grandilocuente y bastante absurda también: «La nueva voz de una generación», o «La voz de la nueva generación», o «La generación de la nueva voz», algo por el estilo; no me acuerdo. Justo debajo del titular había una maravillosa y enorme fotografía de una familia feliz: el marido, la mujer y una niña pequeña. El hombre mira a la cámara por encima de las gafas, un poco irónico, algo cansado, pero definitivamente bondadoso. La mujer lo mira orgullosa de él con una sonrisa a la vez estúpida y falsa. En una mano sujeta un papel (parece un diploma) y con la otra rodea los hombros de la niña.
Alrededor de la fotografía había un texto breve donde se comunicaba que el famoso Escritor, galardonado con varios prestigiosos premios literarios, abandonaba la capital junto con su familia con destino a una pequeña ciudad de provincias, lejos del mundanal ruido, para dedicarse plenamente a la creación de su siguiente obra.
A continuación seguía una entrevista con el Escritor. Decía que ya llevaba muchos años rumiando la idea de la nueva novela. Que en la nueva novela volverían a tratarse los problemas más candentes de la sociedad actual. Que la primera lectora de su nueva novela sería, como siempre, su mujer. Y que en el piso nuevo que acababan de comprarse en una pequeña ciudad de provincias no tenían teléfono. No les hacían ninguna falta conexiones superfluas con el mundo exterior.
Alargué la mano hacia la carpeta del guión, pero me detuvo.
—Más adelante. Lo dejamos para más adelante. Para la próxima vez que venga.
Se dirigió a la puerta. El guión y el recorte de periódico se quedaron en mi mesa.
—¿Cuándo? —pregunté, mirándole a la espalda.
—Pronto.
—Pero me gustaría saber más. —Intenté decir aquellas palabras con tono duro, pero me salieron más bien serviciales—. Tendría que empezar a planear..., ya sabe, el trabajo.
—No se preocupe —dijo—. Durante los próximos días no tendrá más trabajo que este.
Era mi primer encargo serio, y decidí prepararme a conciencia. Lo primero que hice fue ir a una librería.
Los libros del Escritor están expuestos en la mesa central bajo el letrero «Superventas». Sus dos novelas (todo lo que ha llegado a escribir) están colocadas ordenadamente en dos pilas. Muchas manos se alargan hacia él, manos con laca de uñas rosa, con laca verde, sin laca, con las uñas mordidas, con dedos peludos, con anillos de compromiso... Cuando la altura de las pilas disminuye, una lánguida dependienta de piernas largas que camina arrastrando los tacones altísimos se acerca con más libros. Yo también alargo la mano, cojo las dos novelas y me pongo a la cola de la caja. Delante de mí hay una chica de pelo ralo y rubio que lleva en las manos los mismos libros que yo. Mira las cubiertas con indiferencia. Una es de color verde vivo y lleva dibujado un perfil vago e indefinido. En la otra, de un rojo sucio, hay filas interminables de latas de conserva y botes de salsa. Estoy empezando a odiar al Escritor.
Junto a la caja registradora hay un platito con caramelos. La rubia se mete en la boca unos cuantos de una vez y mastica, provocando unos crujidos sonoros. Gira la cabeza para mirarme y enseguida vuelve a darme la espalda. En la tienda hace un calor agobiante y apesta a pegamento. Definitivamente, odio al Escritor. Me repugnan los caramelos.
Me pasé la tarde leyendo y buena parte de la noche. Los libros eran bastante cortitos, pero me costó terminar con ellos porque me sacaban de quicio.
La primera novela se llamaba Muerte en el supermercado. Trataba de una mujer mayor, soltera, que va al supermercado para comprar una especia para la sopa de pescado que quiere preparar para cenar. Pero no se limita a comprar solo la especia, por supuesto, ya que los supermercados están organizados de tal modo que los compradores cogen de las estanterías tantos productos como pueden, sino que deambula entre las salchichas, los quesos, las salsas, el brócoli envasado y las botellas de Coca-Cola, y recuerda su infancia, su juventud, toda su vida. Amores que terminaron mal, abortos, fiestas. Mientras tanto va leyendo las etiquetas de los productos. Camina, recuerda, lee; no puede detenerse y se pierde en el laberinto de comida. Le da vueltas la cabeza, se marea y pide ayuda, pero el estruendo de los carros ahoga su voz débil de vieja. Y cuando por fin llega el encargado bien adiestrado para canturrearle su típico «¿En qué puedo atenderla?», la señora se desploma y (obsérvese el título del libro) muere.
La novela lleva un epílogo entusiasta en el que se explica como, en sus «obras atrevidas y rabiosas», el Escritor ataca el culto al consumismo.
Qué aburrimiento insufrible, por favor.
El segundo libro hablaba de un loco, un asesino en serie, miembro de Greenpeace, que destruía a todos los que no amaban lo suficiente a la naturaleza. No me molesté en leerlo; solo lo hojeé. Tampoco tenía nada de particular.
El Coordinador dejó de llamarme. En la Agencia habían dado la llave de mi piso al Cliente, y él venía cuando lo consideraba necesario. Se presentaba sin avisar, se colaba sin hacer ruido y decía: «Cuéntame. Infórmame de todo. Tengo que saber hasta el último detalle».
Y yo le contaba, procurando darle siempre la espalda. Resultaba imposible mirarlo a la cara. Sin embargo, no mirarlo resultaba igualmente imposible. Aquella cara era invitadora, hipnótica, burlona. Atraía, embrujaba y succionaba el alma para después repelerla. Era aberrante. La caricatura de un payaso.
La mitad derecha de la cara siempre estaba inmóvil. En cambio, cuando hablaba, la otra mitad era un torrente descontrolado de muecas. La boca se le torcía hacia la izquierda; la ceja izquierda bien se le levantaba sorprendida, bien se le fruncía con malicia, y tiraba arriba y abajo, como si manejara un hilillo invisible, de la mejilla temblorosa y espasmódica y del ojo que no dejaba de guiñar burlonamente. Pero lo más terrible de la cara era el otro ojo. El de la mitad muerta, que tenía los párpados hinchados y rojos. Aquel ojo no pestañeaba nunca. Y era redondo. Un ojo de ave perfectamente redondo.
El Escritor se cae. Mira a los lados, asombrado. Justo en sus narices ve restos de manzanas, botellas vacías de Coca-Cola, cáscaras de pipas, trozos de cristal verde, latas chafadas de cerveza, todo atrapado entre las traviesas de la vía. Mira hacia arriba y dice débilmente «¡Socorro!», pero el estruendo del tren ahoga su voz.
«A nadie le extraña. Nadie sospecha nada —dice el guión—. El Escritor, como todos los artistas, tiene una personalidad inestable. Y en esa pequeña ciudad hasta los perros saben que tiene un buen motivo para suicidarse.»
Desde el borde del andén miro abajo y veo que la bufanda roja como la sangre no se distingue del fondo.
Después me voy a correos, compro una postal de Ded Moroz,* (ni me gusta ni es la época del año, pero las ilustraciones de las otras son peores: un tentetieso horrendo y unas rosas doradas), [* Personaje de la mitología eslava similar a Papá Noel. (N. de la T.)], consulto el guión, me fijo bien en la caligrafía y, tratando de imitarla, escribo pulcramente: «¿Lo ves? Soy capaz de hacer cualquier cosa». Me ha quedado bastante parecida.
Escribo la dirección que me ha dado la mujer de tres pliegues en la papada y le mando la postal a la mujer del escritor. A la Viuda.
Cuando el Cliente vino a verme por segunda vez, cogió el guión de mi mesa y me lo tendió.
—Léelo en voz alta —me dijo.
Empecé a leer; mientras tanto, él movía sus repulsivos labios sin emitir ningún sonido y sonreía de vez en cuando. Se sabía de memoria las veinte páginas. Por primera vez desde que trabajaba en la Agencia sentí miedo. Cuánto odio.
Así pues, he hecho casi todo lo que quería el Cliente. Casi todo. Aún tengo ante mí la última página del guión.
Faltaba la Viuda. Tenía que acabar con ella hoy mismo, pero no me he visto capaz. Me da la sensación de que algo no cuadra. Claro que a mí me da igual, no es asunto mío, no es más que mi trabajo, pero... Algo no cuadra. He ido a su casa con un enorme ramo de tulipanes («Buenos días, servicio a domicilio de entrega de flores. De parte de los admiradores de su difunto esposo. Mis condolencias»). Pero ella se ha puesto a gritar de una manera... De una manera tan espeluznante... Me he ido.
Sí, ya lo sé, ya lo sé. Hace tiempo que ha perdido el juicio, después de lo que le hicimos. Me ha abierto la puerta. Ahí estaba, en el umbral, medio desnuda, con el pelo sucio y apelmazado en la cara. Llevaba en la mano un pescado congelado enorme y le chupaba la cabeza como si fuera una piruleta. Clavaba los labios en la boca abierta de la piruleta y le lamía los ojos muertos. Se me ha quedado mirando mucho rato con expresión alelada, obtusa. Le he ofrecido el ramo y lo ha cogido con la otra mano, lo ha mirado y de repente lo ha soltado. Y entonces se ha puesto a gritar, a aullar como un animal. Seguramente así gritan los dementes. Pero... había algo en aquel grito que me ha puesto en guardia.
Y me he ido. Antes de acabar con ella, tengo que aclarar ciertas cosas. Tengo un montón de preguntas que hacer al Cliente.
¿Por qué ha dejado de llamarme el Coordinador? ¿Por qué ha gritado así la mujer? Pero lo más importante...
—¿Por qué tanto odio?
A mí mismo me sorprende haberme decidido a preguntárselo por fin. Él no responde.
Estoy muy nervioso, tanto que me tiemblan las manos. Noto que me arde la cara. Voy al baño para mojármela con agua fría. Él me sigue en silencio.
Me lavo la cara y me encuentro un poco mejor. Me la seco con una toalla y oigo como cierra la puerta del baño por dentro. Me da miedo. Se queda justo detrás de mí. Está loco.
Levanto la cabeza. En el espejo que hay encima de la pila se refleja su cara monstruosa. Y de repente veo que por su mejilla resbalan las lágrimas.
—¿Está llorando?
En respuesta, sonríe. La mitad izquierda, claro.
—Lagoftalmía —dice.
—No entiendo.
—Lagoftalmía, el ojo de liebre. Por la parálisis de los músculos que rodean el ojo, los párpados no se me cierran, cosa que impide la circulación de las lágrimas por dentro del ojo.
—¿Es de nacimiento? —le pregunto, pero él niega con la cabeza.
—Un accidente de coche, hará poco más de cinco años. Fracturas múltiples en las extremidades, una brecha en el cráneo y el deterioro del nervio facial. Me quedó paralizada media cara. Estuve tres meses en cuidados intensivos. Después pasé medio año en el departamento quirúrgico y luego dos años en el psiquiátrico. En cierto sentido fue como volver a una segunda infancia. Se me había olvidado cómo se masticaba...
No me apetece lo más mínimo seguir escuchando.
—¿Por qué me cuenta todo esto?
—... y ahora solo puedo ingerir líquidos. Desde hace varios años, todas las mañanas me llama mi médico y, como si fuera mi mamá que me mima, me pregunta cómo me encuentro y me da instrucciones para el resto del día.
Me seguiría llamando, pienso que me seguiría llamando toda la vida si...
—¡Basta!
—... si no hubiera cortado la línea del teléfono. No puedo salir a la calle sin gafas oscuras. Tengo quince cicatrices en la cara, y a veces me duelen muchísimo...
Cierro los ojos con fuerza.
—... y solo me lo alivia el agua helada.
—¿Por qué tanto odio? —vuelvo a preguntar, esta vez en un susurro.
En el espejo veo que media boca sonríe.
—Haz memoria. Es muy fácil.
Me mira con su ojo redondo y muerto. Me miro con mi ojo redondo y muerto.
—¿Dónde has estado?
La voz me sale malévola, muy alta. No es la mía. O tal vez simplemente acabe de darme cuenta de cómo suena mi voz en realidad. Qué asco; tengo la parte de los sobacos de la camiseta empapada en sudor. Dos manchas negras y acres se extienden por el tejido sintético azul. Huelo mal. Me duele el estómago. Después de pronunciar cada frase me da una arcada que retumba fuerte y trágica.
Ella no dice nada. Me sirvo otra copa y me la bebo de un trago. Me enciendo otro cigarrillo intentando que la mano no me tiemble demasiado al sujetar el mechero. Tengo ganas de vomitar. Inspiro profundamente, toso con un sonido agudo y repugnante. Inspiro de nuevo.
—¿Podrías explicarme qué está pasando?
Ella se queda mirando atentamente un objeto invisible del suelo. Después levanta la cabeza, pero en sus ojos no hay nada, nada salvo pereza, salvo unas descaradas e insolentes ganas de dormir.
—Mañana, ¿de acuerdo? Hablamos mañana. —Y sale de la habitación.
—¡No! ¡Ahora! —chillo, yendo en pos de ella, pero sin correr. Me contengo.
Oigo como se cierra la pared del baño y, después, el murmullo de la ducha. Cojo la botella y bebo a morro. Después digo en voz alta: «Ni hablar, un poco de dignidad, la dignidad ante todo». Me lleno la copa, murmuro algo más entre dientes, como un demente, como un deficiente. Y empiezo a llorar.
Ella se va a la cama.
Mi ataque de nervios. Mi noche. Ahora ya todo da igual, ahora ya todo vale, me comporto como un niño, ja, ja, doy golpes a las puertas, corro por el pasillo, sollozo, tengo temblores y me retuerzo. Me preparo el discurso. Amenazo a algo, demuestro algo al espejo. Bebo. Se termina. Salgo de casa, me meto en el nauseabundo espacio exterior, que gira a mi alrededor, y compro más, y bebo más.
Me arrastro hasta su cama al amanecer.
Durante todos estos meses, en los que ella procuraba marcharse cuanto antes y regresar cuanto más tarde, o las veces en que no regresaba en absoluto, o cuando de repente se escapaba en plena noche con cualquier excusa idiota («Mis padres no pueden moverse por la radiculitis.» «¿Los dos?» «Sí, los dos, y tengo que sacar a pasear al caniche urgentemente.» O: «Mi amiga está hecha polvo por un disgusto amoroso y tengo que ir a consolarla ahora mismo»), y cuando dejó de tocarme, y casi dejó de hablarme... Durante todos estos meses nunca me decidí a hacerle esta pregunta. Sigo sin querer hacérsela, pero estoy borracho, y las palabras casi se me caen de la boca, por sí solas, despacio, implacables, como enormes mordiscos fétidos.
—¿Quieres que me vaya?
Su mirada recorre la habitación. Sin duda, a mi espalda hay decenas, centenares de cositas fascinantes e invisibles. Por fin se fija en mí. Está a punto de decir algo. Tengo miedo, tengo mucho miedo.
—Sí.
Eso es todo. Tengo la sensación como si una garra helada, pequeña, hubiera traspasado sin enterarme las capas de mi piel, de mi grasa y de lo que haya debajo de ellas, y me agarrara el estómago y apretara con todas sus fuerzas. Y me muero.
Conversamos un rato, si a eso se le puede llamar una conversación. Desde algún lugar del otro mundo le pregunto todo lo que quería. Preguntas innecesarias, aburridas y triviales. Ni siquiera tengo que pensarlas; me salen solas, como un autómata. He puesto estas mismas palabras en boca de mil personajes inútiles en mil guiones inútiles. ¿Hay otra persona? ¿Eso quiere decir que todo ha terminado entre nosotros? ¿Quién es él? Ella responde, intenta parecer culpable, pero no lo consigue. Parece una alumna aplicada que recita unos versos que se ha aprendido de memoria sin comprender el sentido. La entonación no es la adecuada. No pone el énfasis en los sitios correctos. Sí, todo ha terminado. Sí, hay otra persona. Es un escritor. Me explica todo lo que ha hecho, dócil, me lo cuenta todo, todo y más. Tiene tanto talento. Es tan interesante. Todavía no ha publicado ningún libro, pero todo está por llegar, porque lo tiene todo clarísimo. Es pobre, cierto, y ni siquiera tiene un piso, pero no importa...
¿Y dónde van a vivir?
¿Cómo que dónde? Aquí, por supuesto.
Para ella, yo ya soy un fantasma.
Para rematar el asunto —¿cómo ha conseguido este guión del demonio escabullirse de su inofensivo mundo paralelo y colarse en mi abominable realidad?—, parece que está embarazada. De él, claro. Puede que lo esté, puede que no; no lo sabe seguro. Por las mañanas tiene náuseas y todo el día tiene sueño. Al hablar de esto, se anima visiblemente; lo comparte conmigo como si fuera una amiga. Para ella, ya soy un fantasma.
Me transformo, por fin, en uno de mis necios personajes. Me pongo a gritar, digo que lo mataré. Y a ella también. Y a su maldito hijo, si es que viene al mundo.
Al parecer, ella también sigue uno de mis guiones al pie de la letra, porque en respuesta suelta una carcajada estentórea y forzada.
—¿Tú? —balbucea entre risas—. Venga, mátalo, mátanos... Si eres incapaz de hacer nada... Tú no eres capaz de hacerme nada...
Con movimientos febriles meto algunos objetos totalmente inútiles en una bolsa, pego un portazo y salgo a la calle. Al tercer intento abro la puerta del coche y me siento al volante. Estoy borracho, pero no tanto como para no saber que no tengo absolutamente ningún sitio adonde ir. Y que estoy a punto de mandar mi vida a la mierda.
Y el coche vuelca lentamente, a cámara lenta, se queda panza arriba, y antes de que mi cabeza se pegue un golpe con la ventanilla lateral y mil cristales se me claven en la cara, me da tiempo a pensar en un montón de cosas. Y comprendo por qué todo ha sucedido de esta manera. Por qué me ha tratado así. Creo que porque no soy nadie. No tengo amigos ni parientes. Soy tan feo y vulgar que nadie se fija en mí. Estatura mediana. Peso normal. Se me puede confundir con cualquiera. Nadie se acuerda de mí. Si atraco a alguien en pleno día, la víctima no me reconocería en un careo. No tengo lunares, verrugas ni cicatrices. Tengo los labios finos, una nariz de lo más normal, el pelo mustio, los ojos pequeños e inexpresivos, y las extremidades pequeñas y flojas. Soy impotente. No hay nada que me guste. Puedo inventarme historias interminables y tristes sobre niños huérfanos, enamorados separados, mujeres hermosas que han perdido la memoria o novios pérfidos y codiciosos. Visto ropa oscura y discreta, normalmente gris o azul marino, y gafas de sol. Mi vida es aburrida. Soy exactamente...
Soy exactamente lo que ellos necesitan. El Agente ideal.
‘La agencia‘, una de los inquietantes y excelentes historias contenidas en el libro. ‘Una edad difícil’, de Anna Starobinets