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CUENTOS PARA MAYORES
CUENTO IMPULSOS DESCONOCIDOS (por Richard Matheson e hijo)
Delante, el camión entró en la carretera interceptando al Mustang de Don.
—¡Maldita sea! —dijo éste.
El camión no iba a más de cuarenta por hora. Kerry, la esposa de Don, movió incrédula la cabeza.
—Esos granjeros creen que la carretera es suya —empezó a decir—. Aquí el límite de velocidad es ochenta...
Don observó la parte trasera del camión. En la caja de madera que ocultaba la cabina había algo escrito con unas letras descoloridas.
—«Productos del campo...» —leyó Don en voz alta—. Magnífico, probablemente transporta algo a algún pueblo cercano.
Kerry sonrió.
—Bueno, ahora tienes un hueco —dijo la mujer, alegremente.
—Vamos a ver—contestó Don en un murmullo.
Ladeó el cuerpo a la izquierda y poco a poco sacó el Mustang hacia el carril contrario. En el momento de acelerar, dio un rápido golpe de volante a la derecha y el Mustang volvió al carril derecho con un brusco giro.
—¿Qué sucede? —preguntó Kerry, sorprendida.
Don suspiró abiertamente.
—La carretera está en obras —explicó, señalando el lado izquierdo de la calzada.
En ese momento, el Mustang pasó una fila de vallas amarillas unidas entre sí, y coronadas por intermitentes luces amarillas de aviso. Las vallas bloqueaban totalmente el carril contrario.
Delante, el camión seguía a cuarenta y no había manera de que Don pudiera adelantarlo. El camión no aceleraba lo más mínimo. Siempre seguía sus lentos, inmutables e irritantes cuarenta por hora.
Don observó el otro carril. Seguía bloqueado por las vallas.
Hizo asomar el morro del Mustang por la izquierda y observó la carretera lo más lejos que pudo antes de volver al carril.
—Parece que esas vallas siguen unos tres kilómetros más —dijo, con medida frustración—. Están asfaltando el otro carril.
Kerry asintió y dio a su esposo unas tranquilizadoras palmaditas en la pierna. Después alcanzó un recipiente de polietileno para pic-nic y sacó una Coca-Cola.
—¿Quieres un poco? —preguntó mientras la abría.
—No —contestó Don, con la mirada fija en el camión—. Ahora no. Quiero pasar a ese tipo. Está empezando a fastidiarme.
Don alcanzaba a ver la parte de atrás de la cabeza del granjero. El tipo parecía completamente tranquilo. En la mano derecha tenía una pipa que despedía un fino hilillo de humo, y se la llevaba a la boca cada pocos instantes.
Don hizo una mueca de impaciencia y dio varios bocinazos, manteniendo la bocina apretada unos segundos cada vez.
—¡Deja pasar, maldito! —susurró entre dientes.
El granjero no se inmutó con los bocinazos. Dio unas tranquilas caladas a la pipa y el humo se enroscó en la cabina del camión.
—Ese tío es imbécil —dijo Don, observando incrédulo el cuentakilómetros—. Ahora va más despacio.
Kerry se dio cuenta de que Don estaba cada vez más furioso.
—No es más que un anciano, Don. Estoy segura de que conduce así de lento por pura costumbre. No he notado que haya reducido la velocidad.
—¡Vaya si no! —insistió Don—. Lo he visto en el cuentakilómetros.
Kerry intentó asir la mano derecha de Don, pero éste la retiró nervioso. El hombre la miró, a punto de saltar.
—Está bloqueando la carretera —masculló—. Tengo que pasarle. No podemos seguir así todo el día.
Miró rápidamente a su izquierda.
Las vallas amarillas habían quedado atrás. El carril contrario volvía a estar libre.
—¡Por fin! —exclamó Don, con un momentáneo alivio.
Sin vacilar, llevó el Mustang al otro carril en un intento por pasar al camión. Ya estaba a punto de acelerar cuando el pulso se le disparó. Tanto él como Kerry dieron un grito al ver lo que se les venía encima, en el mismo instante en que se ponían a la altura del camión.
Pocos metros más adelante había un puente de un solo carril.
Mientras el camión entraba casi aletargado en el puente, Don, detrás, se dejó caer sobre los frenos volcando en ellos todo el peso de su cuerpo al tiempo que abría al máximo los ojos.
El Mustang chirrió sonoramente y casi se deslizó por la fangosa orilla hasta las aguas empantanadas y llenas de barro bajo el puente.
Después de una última expulsión de gases, el motor se detuvo. Por un instante, todo quedó en silencio, sin ningún ruido.
—¿Estás bien? —le preguntó Don a Kerry con voz gutural.
El hombre estaba recostado sobre el volante, respirando pesadamente. Kerry le miró con las señales del sobresalto todavía en el rostro. Movía la boca espasmódicamente mientras el sudor del labio superior le resbalaba a la boca.
—No esperaba eso —dijo la mujer, con la garganta seca.
Don tendió los brazos y la estrechó entre ellos.
—No había ninguna señal —le susurró.
—Empiezo a odiar esta carretera —dijo Kerry, al tiempo que llevaba la mano a la guantera.
Sacó unas toallitas de papel.
—No hay prisa. Don —prosiguió Kerry, mientras limpiaba el sudor del rostro a Don y hacía lo mismo con el suyo—. ¿No podríamos ir a su misma velocidad y... ?
—No —contestó él, con voz tensa—. Ésta es la única carretera de esta zona. Además, merecería una bofetada si dejara que un viejo me hiciera llegar tarde.
—A tu hermano no le importará que lleguemos con unos minutos de retraso. —repuso ella—. Por favor. Don...
Él no le hizo caso. Puso la marcha atrás y salió de la orilla fangosa. Pasó la marcha a primera, apretó el pedal y el Mustang volvió a avanzar por la carretera.
—Voy a pasarle —dijo Don—. Sólo necesito unos metros sin obstáculos.
Mientras aceleraba carretera adelante observó a Kerry. La mujer daba pequeños tragos a su refresco.
—Deja que lo intente otro par de veces —le dijo, en tono confortador—. Si no sale bien, lo dejaré correr. Te lo prometo.
Kerry le miró y sonrió débilmente.
—Bien —añadió él cuando alcanzaba ya al camión—. Dejemos atrás a ese imbécil y sigamos adelante. Ahora sabrá lo que es bueno.
El camión se mecía ligeramente delante de ellos. Seguía sin pasar de cuarenta.
Don observó el camión con desdeñosa fascinación.
—Debe de llevar algo en ese trasto para mantenerse siempre a la misma velocidad—murmuró, tamborileando los dedos sobre el volante.
En el camión, el granjero seguía dando chupadas a su pipa. Se colocó bien el sombrero mientras conducía, y encogió un poco los hombros.
Creyendo que era el momento adecuado para pasar, Don asomó el morro de su Mustang por el carril contrario.
No era el momento adecuado.
Un camión se acercaba en dirección contraria. Don regresó a su carril y continuó esperando.
—Casi —le dijo a Kerry—. A la próxima.
Volvió a asomarse un instante a la izquierda para ver el tráfico que venía hacia ellos. La circulación parecía hacerse cada vez más densa.
—Maldita sea —murmuró Don, mientras varios camiones terminaban de pasar por su izquierda.
—¡Mira! —le interrumpió Kerry.
Don sonrió, incrédulo, al ver que el camión del granjero frenaba y encendía el intermitente para avisar de que giraba a la derecha. El camión fue arrimándose a la derecha, muy lentamente.
—Paciencia —dijo Don, con una sonrisa irónica—. Sólo hace falta un poco de paciencia.
A fin de no desaprovechar la ocasión, apretó a fondo el pedal del acelerador con el pie derecho. El Mustang rugió mientras se ponía al lado del camión, y avanzó por el carril contrario mientras Don asía entre sus manos el volante con firmeza.
—Ahora sí me tomaré esa Coca-Cola —le sonrió a Kerry mientras bajaba la ventanilla.
Pero ya era demasiado tarde. La Coca-Cola se derramaría por todo el Mustang y la ventanilla quedaría a medio bajar. Nada más.
Por la derecha del camión del granjero, desde una carretera lateral, justo en el punto ciego del coche de Don, apareció un camión cargado con productos de fundición. Don y Kerry se arrojaron contra él y fueron lanzados sangrientamente por el parabrisas del Mustang. Sus cuerpos aterrizaron en la carretera, y alrededor de sus restos esparcidos sobre el asfalto se formaron horribles charcos de sangre de un rojo intenso.
El rostro de Don estaba terriblemente marcado por los cortes de las afiladas astillas del parabrisas, y su cabello aparecía enmarañado de sudor y sangre rezumante.
De repente, el Mustang se incendió y las explosiones del metal caliente, abrasador, rompieron el silencio de la campiña. Y los colores anaranjados, rojos y azules de las llamas ascendieron.
Varios animales que por allí pastaban echaron una mirada mientras seguían mascando y pateaban el suelo con las pezuñas. El fuego empezó a decrecer y el Mustang emitió algunos suspiros y gruñidos en mitad de la carretera.
Los animales ya habían desviado su interés.

El camión se detuvo frente a la granja y el viejo bajó. Dio unos golpecitos con la pipa contra el estribo y cayeron unas briznas de tabaco requemado. El hombre se encaminó a la puerta de la cocina de la granja. Entró y encontró a su esposa frente al fogón, removiendo un estofado en plena ebullición.
La mujer siguió removiendo mientras él llenaba la pipa con tabaco nuevo. Sorbió por la nariz al tiempo que se metía un dedo en ella.
—¿Qué tal ha ido el día? —le preguntó ella.
El granjero acercó una cerilla a la cazoleta de la pipa.
—Bien —contestó—. He cazado a uno.



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