Desde sus primeros años, Migyur —tal era su nombre— había sentido que no estaba donde tenía que estar. Se sentía forastero en su familia, forastero en su pueblo.
Al soñar, veía paisajes que no eran de Ngari: soledades de arena, tiendas circulares de fieltro, un monasterio en la montaña; en la vigilia, estas mismas imágenes velaban o empañaban la realidad.
A los diecinueve años huyó, ávido de encontrar la realidad que correspondía a esas formas. Fue vagabundo, pordiosero, trabajador, a veces ladrón. Hoy llegó a esta posada, cerca de la frontera.
Vio la casa, la fatigada caravana mogólica, los camellos en el patio. Atravesó el portón y se encontró ante el anciano monje que comandaba la caravana.
Entonces se reconocieron: el joven vagabundo se vio a sí mismo como un anciano lama y vio al monje como era hace muchos años, cuando fue su discípulo; el monje reconoció en el muchacho a su viejo maestro, ya desaparecido. Recordaron la peregrinación que había hecho a los santuarios del Tíbet, el regreso al monasterio de la montaña.
Hablaron, evocaron el pasado; se interrumpían para intercalar detalles precisos.
El propósito del viaje de los mogoles era buscar un nuevo jefe para su convento. Hacía veinte años que había muerto el antiguo y que en vano esperaban su reencarnación.
Hoy lo habían encontrado.
Al amanecer, la caravana emprendió su lento regreso. Migyur regresaba a las soledades de arena, a las tiendas circulares y al monasterio de su encarnación anterior.
(Alexandra David—Neel, Mystiques et Magiciens du Tibet -1929).