"Kivioq era un inuk, un hombre como nosotros, de nuestra tribu, pero un hombre con muchas vidas. Es del tiempo en el que el hielo no se instalaba nunca en el mar de nuestras costas... del tiempo en el que los animales se convertían a menudo en hombres y los hombres en animales, y cuando los lobos no habían aprendido todavía a cazar el caribú. "
(Kuvliutsoq. Netsilik. El Ártico)
En la más remota antigüedad existió un héroe que no era más que un niño huérfano muy pobre, sobre el cual campaba la miseria y el hambre, que carecía de amigos y que era maltratado por todo el mundo; tanto por los de su propia tribu como por los caminantes adustos que pasaban junto a él que, en vez de obsequiarle con alguna dádiva o una poca comida, lo hacían arrojándole piedras y denuestos, los más despreciables que existían en aquellos tiempos.
Este desheredado de la fortuna y olvidado de los dioses —y sin ninguna clase de vacilación, por parte de los hombres egoístas y torpes— se llamaba Kiviog y, sin duda, estaba predestinado a ser un personaje preclaro y bueno, y poderoso, y fuerte, y excepcional, porque la voluntad de los dioses así lo quiso, quizá para escarmiento de sus perseguidores y de los que lo envilecieron siempre, y seguro que, al contemplar una criatura humana tan desgraciada, se compadecieron de él —de quien tal vez al principio se olvidaron en el reparto de sus bienes— y le enaltecieron, dotándole del poder y de la fuerza sobrenaturales para que pudiera alcanzar la venganza de aquellos que le habían atormentando con crueldad.
Todos los sucesos que se van a contar seguidamente acaecieron en los remotos tiempos en que la tierra era visitada por "seres elementales que combinaban la forma humana y la animal, y que habitaban en la Luna y en las tierras del cielo". Éstos, al encontrarse a gusto en los parajes terrenales, se asentaron en ella y se quedaron a vivir definitivamente en la tierra. Entonces comenzó aquel definitivo y añorado "tiempo primordial, cuando los animales eran mayores y más fuertes que ahora y compartían los rasgos de los seres humanos".
Pues bien, en esa época es cuando aparece sobre la faz de la tierra nuestro pequeño héroe miserable y huérfano que, por la decidida ayuda de Lo Que Es Sobrenatural, se hizo fuerte y poderoso. Llegó hasta él, a su aldea misérrima, con empeño y de seguro portador del encargo de los dioses, Tatqeq, el compasivo Espíritu de la Luna. Lanzó sobre su cabeza los hechizos mágicos traídos del Mundo Superior y con ellos lo trasformó temporalmente en un gigante tremendo, imbuyéndole la fuerza y la facultad necesarias para vengarse de sus perseguidores, el poder indeleble, firme y persistente con el que lograr salir victorioso de todos los lances atrevidos en que se metiera. Se le confirió a su vez la propiedad divina de llevar a sus congéneres y amigos los cambios beneficiosos que redimieran a la humanidad de su torpeza e ignorancia.
Todo ello ocurrió cuando el águila apresó a una niña de su tribu para hacerla su esposa, cuando estos contubernios eran normales en las relaciones entre los animales y los seres humanos.
Por eso, cuando Kivioq volvió, una vez consumada su venganza, a su estado normal, abandonando su gigantesca figura de ogro sanguinario, y comenzó sus andanzas y aventuras alrededor del mundo, no tuvo ningún inconveniente en casarse con varias esposas animales, sucesivamente se entiende; poseyendo entre ellas a una loba, a una zorra y a una gansa, respectivamente.
En su largo camino por las heladas tierras del Ártico, cansado y aburrido de tanto vagar y pelear contra los elementos de la naturaleza que a menudo se le presentaban hostiles, de los cielos que con frecuencia estaban anubarrados y prontos a romper en ruidosa tempestad, los océanos y la tierra que regurgitaban tifones y encendidos volcanes, dejó caer su cuerpo, vencido y agotado, en la ribera de un río que desembocaba en la mar; en ese preciso punto de intersección geográfica quedó abatido por el sueño y el cansancio, ganándole el sopor de la gran carga emotiva y la extenuación que abrumaron sus derrengadas espaldas durante tan largo periodo de tiempo.
Kivioq, bello y de potentes miembros adquiridos por beneficio divino y por mor de las hazañas que tuvo que realizar por todo aquel frío territorio, rompió su profundo sueño cuando el águila de los inuit, la que se desposó con la niña raptada de la aldea de Povungnituk, aleteó junto a sus orejas y advirtió al héroe que...
—Mira, niño huérfano de ayer, gran adalid de hoy, cómo los genios del maleficio te envían el dolor y la muerte en forma tan extraña.
—¿Qué ocurre, qué me dices, amiga del cielo? —preguntó Kivioq y, todavía aturdido por los vapores del sueño, expresó—: ¿Dónde estoy?
El águila explicó junto a las aguas marinas que le alcanzaban heladas ya sus talones en su creciente marea:
—Mi esposa fue quien lo vio y me avisó.
El héroe preguntó impaciente y frío:
—¿El qué?
—El castigo del Mal.
—Apenas si te entiendo —repuso.
El pájaro real le dijo:
—Míralas, aquí llegan. Las tienes junto a ti.
Kivioq sintió el frío de las aguas salinas en sus pies; pero notó cómo subía por sus piernas una sensación de picor, cosquillas y luego un ligero dolor.
—¿Qué es esto? —preguntó sorprendido el héroe, pero sin llegar a que el miedo le invadiera.
El águila le gritó:
—Es una plaga de orugas.
—Y vienen por ti.
La rapaz remontó el vuelo y desde lo alto le recomendó:
—¡Cuídate de ellas!
—Pero...
—¡Te han de devorar!
Y se elevó tanto en el cielo gris y plomizo que pronto se convirtió en un puntito negro y luego en nada.
Kivioq saltó sobre aquel mar de orugas que se extendía sobre la playa hasta donde podía alcanzar su vista. Se dio cuenta de que aquellos gusanos maléficos pretendían apoderarse de toda su envergadura, cubrirla con sus cuerpecillos viscosos y absorberlo como con ellos hacía el gran sapo que habitaba en las charcas cenagosas y deletéreas, llenas del verdín ponzoñoso que destilaban sus babas.
—¡Hay que huir! Contra toda esta plaga no puedo luchar.
El hombre miró a su alrededor. Sólo vislumbró una escapatoria: el mar. Sin pensarlo un momento más, se desprendió como pudo de aquella vanguardia de orugas que comenzaban a hacer presa en él. Corrió como alma que lleva el diablo y se introdujo en las heladas aguas del océano de una rápida zambullida. Las orugas que todavía se agarraban a su cuerpo, por mor de esta decidida acción, abandonaron su cuerpo y murieron ahogadas entre el fragor de las olas.
—¡Ahí os quedáis, malditos gusanos surgidos del Mundo Inferior! —dijo con refocilada ira el héroe. Una carcajada hueca y retadora llenó el lúgubre espacio que cubría el paraje ártico.
Pero pronto se percató el intrépido Kivioq de que, fuese quien fuese el mal hado que deseaba su desaparición y su muerte, resultaba hartamente persistente en su deseo de mal, porque cuando nadaba con fuerza en pos de alcanzar un pequeño islote de roca viva que surgía en medio de las embravecidas aguas marinas comenzó a notar, conforme se acercaba cada vez más a su meta, unos extraños golpes y sonidos sordos y huecos que surgían bajo las aguas, junto a su cuerpo que raudo, ya temeroso, se lanzaba como una flecha para ponerse a salvo sobre el peñón. Una vez hizo pie en la plataforma rocosa, tornó su mirada a las oscuras y verdosas aguas que rodeaban el asentamiento firme de roca y vio cómo de ellas, y tratando de rodearle, surgían una multitud de mejillones gigantescos de negras y brillantes valvas, que sin duda pretendían atraparlo.
—Estoy rodeado, estoy perdido. Aquí no hay escapatoria posible —se dijo el héroe, pensando que si saltaba sobre cualquiera de aquellos moluscos lo podrían tragar o cortar sus miembros como rebanadas de tasajo con los afilados bordes de sus conchas negras por fuera y nacarinas por adentro.
Cuando Kivioq, desesperado, no sabía cómo saldría de aquel apuro, apareció en el cielo el águila amiga que ya le avisó de la invasión de las orugas y, planeando con sus enormes alas sobre su cabeza, graznando interminables gritos de alarma, le agarró por los hombros y lo elevó al cielo, trasportándolo hasta la más remota tierra que él hubiese visitado jamás.
El águila le depositó sobre el suelo alfombrado de hielo. Sus hombros estaban llenos de su sangre, arrancada por la acción de las afiladas garras del pájaro. Por ello éste se disculpó:
—He tenido que hacerlo. O hubieses muerto engullido por esos mejillones gigantescos —calló un momento y luego, mirándole insidiosamente, le dijo—: Ahora ya no me puedo preocupar más de ti. He de hacerlo de mis cosas. Mi esposa me espera en la aldea de Povungnituk y tampoco quiero yo, con estas acciones, ganarme las malquerencias de los genios del mal que habitan estas montañas blancas.
Y el águila remontó el vuelo y dejó sólo a Kivioq que, haciéndose cargo de su situación comprometida, comenzó de nuevo sus caminatas por los campos, montañas y caminos de aquella tierra en busca de animales y seres humanos en los que depositar sus beneficios, como le ordenaron los dioses.
Caminó en solitario Kivioq atravesando las grandes llanuras heladas del norte del gran país y por los enormes bosques de elevados y frondosos árboles de hoja no caduca, de cuyas ramas colgaban alargados e hirientes témpanos que al caer sobre las rocas y la hojarasca podrida herían la tierra con sus puntas afiladas como arpones afilados. El sol casi no penetraba en las penumbras tenebrosas de los caminos por donde discurría su extrañe viaje.
Se daba cuenta el héroe que andaba por terrenos que cada vez se volvían más empinados, porque también cada vez le costaba más trabajo el levantar sus pies del suelo y era mayor el jadeo de su pecho a causa del esfuerzo que llevaba a cabo. Al llegar a un elevado cortado en donde acababan los abetos y los pinos milenarios, creyó escuchar como el ramoneo y el bramido confuso que él atribuía a un rebaño de rumiantes. En efecto, Kivioq salió del bosque y precipitó su mirada hacia la profundidad del cortado, donde se abría un pequeño valle rodeado de montañas y rico en pastos y matorrales. Descubrió en lo más hondo un imponente hato o manada de caribúes muy bien alimentados y sedentarios que pastaban con placer y ruidosamente. Con una sonrisa de satisfacción, el hombre regresó a su caminata olvidándolos al poco tiempo ante el gran esfuerzo en el que debía de concentrarse todo él. Al descender por la otra ladera de la montaña cubierta de arces, olmos, cedros, y cubierta por algún que otro alcornocal, Kivioq escuchó el aullido angustioso de lo que debía ser una manada de lobos que salía de detrás de unas enormes rocas que se alzaban amenazantes hacia el sudoeste. Los quejidos no se detenían y los animales casi lloraban por causas que el héroe desconocía. Como su misión en la tierra después de que se vengara de sus enemigos y abandonara su gigantesca figura era el de acudir en auxilio de quienes necesitasen de sus poderes y sabiduría sobrenaturales, no dudó dirigir sus pasos apresurados hacia donde salían los lamentos agudos de los lobos. Conforme se acercaba, aumentaba la intensidad de los aullidos y cuando estuvo muy cerca de ellos se dio cuenta de que incluso se atacaban los unos a los otros con el valor arduo y caníbal que les impelía el hambre que tenían que soportar.
Kivioq se hizo ver por los famélicos animales. Surgió sobre ellos en lo alto de una roca inalcanzable por los lobos, sintiéndose seguro en ella y más aún en el estado tan ruinoso y lamentable en que se hallaban los insidiosos carniceros. Los animales, al verlo tan enhiesto y dominante, quisieron ver en él una solución transitoria para aplacar su hambre. Comenzaron a saltar sobre los riscos helados y resbaladizos sin poder alcanzarlo; por lo que su ira y su furor hizo que fuera en aumento e hizo que en señal de su cólera enseñaran sus fauces y sus colmillos amarillentos como amenaza para amedrentarle y para aterrorizarle, conduciéndole a que cometiera el error de dar un traspié y cayera en su territorio para despedazarlo.
Kivioq se rió ante ellos con la seguridad y firmeza que demandara desde el lugar privilegiado que ocupara y, ante la desesperación de los animales, hizo bocina con las palmas de las manos y les habló:
—Amigos lobos, yo no soy vuestro enemigo...
Ellos contestaron:
—Tenemos hambre.
—Nos morimos de hambre. El frío es grande y nosotros no sabemos qué hacer —luego, entristecidos y desalentados, añadieron—: No podemos comer plantas ni siquiera los frutos de los árboles.
El héroe dijo:
—Ya sé que sois carnívoros. ¡Buscad la carne!
Los lobos repusieron llenos de ira:
—No hay carne por acá.
—En el bosque sólo encontramos algún topo y muchos gusanos. Ello no nos basta...
—... y por si fuera poco los pájaros nos los roban...
—... son más hábiles que nosotros. Así que nos quedamos con las ganas dentro de nuestros estómagos...
—...y con las tripas que rugen.
Kivioq no comprendió. Ignorando qué era lo que allí ocurría preguntó:
—Siendo como sois fuertes y grandes, vuestras patas ágiles y vuestra dentadura dura como el pedernal, vuestros incisivos como cuchillos y machetes afilados, ¿cómo podéis pasar hambre?
Los lobos preguntaron a su vez:
—¿Por qué nos reprochas eso como si fuésemos unos bobalicones y unos cobardes, unos verdaderos inútiles?
Kivioq respondió a la queja:
—Acabo de ver muy cerca de aquí, en un valle frondoso y rico, un magnífico rebaño de caribúes, en el cual siempre existe alguno de ellos enfermo o viejo que podéis cazar y con el cual aplacar el hambre.
Los lobos con tristeza respondieron:
—Pero es que no sabemos cazarlos...
—No sabemos qué hay que hacer para atraparlos.
—Nos acercamos a ellos no para devorarlos sino para compartir su comida y salen huyendo por los riscos que nosotros no podemos trepar.
El héroe les dijo incrédulo:
—Es inaudito lo que estoy escuchando —y añadió lleno de desprecio—: ¿Y siendo más poderosos que ellos consentís que vuestras tripas suenen de hambre?
Los otros quedaron acongojados.
El hombre les propuso:
—Mirad, si no me hacéis daño, yo bajaré hasta vosotros, permaneceré un tiempo con la manada y os enseñaré a cazar el caribú. De esa forma no volveréis a pasar más hambre.
Los lobos aceptaron y prometieron al héroe que no le atacarían. Kivioq cumplió su promesa y sus discípulos también.
Mientras vive con los lobos, por ejemplo, les enseña a derribar a los caribúes. Desde entonces, gracias a Kivioq, todos los lobos han aprendido a cazar caribúes.
Luego el héroe elegido de los dioses continuó su andanza tratando de pisotear todo su mundo por mor del cumplimiento de la misión que se le encomendara. Caminaba por las veredas inhóspitas de las tierras frías muy satisfecho de haber cumplido una vez más su tarea beneficiosa con sus congéneres y pensando, como era habitual en él, con optimismo sobre las cuestiones desconocidas que la vida le tenía reservadas.
Sin embargo, tras unos gigantescos peñascos que se alzaban a las orillas de una empinada y retorcida trocha, el peligro de unos ojos siniestros escondidos bajo un manto negro y ajado le estaba acechando. La sonrisa fatal y contenida de una ososa, encorvada y enjuta mujer de alargadas manos artríticas y afilados dientes de animal carnicero llenaba el cuévano desde donde observaba al alegre caminante, a quien nada del mundo preocupaba porque contaba con su propio valor y su propia bondad.
—-He ahí mi desayuno de hoy —se dijo la mujer con glotonería al contemplar ante sus ojos torvos la suculencia del manjar que se paseaba por su territorio.
Se trataba de una de las pocas brujas caníbales que existían en aquellas tierras árticas y que, por pereza, inexperiencia o falta de recursos en la naturaleza, estaban abocadas a pasar mucha hambre mientras no se toparan con algún viajero que, incautamente y desconociendo el peligro de la ruta que hacía, se aventuraba insensatamente por aquellas inhospitalarias y agrestes sendas.
No obstante, las malas intenciones de la mujer hambrienta, delatadas por el chirriante gozo traducido en un regorgoteo que turbó breves instantes el silencio de aquel paraje paradisíaco, advirtieron sutilmente a Kivioq que algo extraño a su alrededor se movía. Sus músculos se tensaron y sus sentidos se agudizaron; su relajamiento se esfumó como por encantamiento. Se detuvo junto al margen del río que estrepitosamente corría junto a la trocha sobre la cual caminaba. Miró a su alrededor, sobre los árboles y los matorrales que formaban el bosque de coniferas oscuras y prietas. Nada vio. Se volvió para determinar si algo o alguien seguía sus pasos. Lanzó luego una profunda mirada al camino que se abría ante él hasta el recodo donde doblaba el mismo. Miró al río y contempló que, varado junto a un grupo de acebos muy verdes, aparecía un kayac; lo que le hizo pensar...
—... luego alguien debe habitar este lugar.
Una bandada de pájaros de plumas muy oscuras y brillantes, de picos rojos y con un mechón de plumón sobre su cabeza, cruzó el cielo plomizo, casi de tormenta. Los contempló y se dijo:
—Eso es mal agüero.
Ante aquellos signos que presagiaban peligro decidió escapar de aquel lugar inquietante lo más rápidamente posible.
—¡El kayac! —dijo cayendo en la cuenta de la barca para huir.
Kivioq dirigió sus pasos hacia el bosquecillo de acebos apresuradamente. En ese momento oyó aterrado el penetrante y agudo chillido que salió de la garganta de la bruja caníbal —y que llenó todo el bosque hasta perderse en la inmensidad del cielo— al ver que se le escapaba su presa.
—¡Detente, humano, has caído en mi poder y te hago mi prisionero! —le ordenó la bruja saliendo de su escondite siniestro, portando sobre su cabeza y su odioso manto las telarañas que albergara la cueva que invadiera con su hedor.
El héroe, por supuesto, ni caso le hizo. Su carrera se tornó mucho más rápida en dirección al río y a su libertad.
—¡Detente, para...! —bramaba la bruja enviándole toda clase de denuestos y maldiciones, así como también hechizos y magias que el poderoso Kivioq, como protegido de los dioses que era, sorteó con agilidad quebrando su carrera con toda clase de curvaturas y fintas, con lo que los aojamientos de la nigromante no le causaron ningún daño, porque todo el mundo sabía en aquellas latitudes que los encantamientos, ensalmos, conjuros y maleficios sólo saben caminar en línea recta.
Como viera la bruja caníbal que su presa se le iba a escapar, ya que estaba a punto de alcanzar el kayac, sacó de entre los pliegues de su amplia, ajada y mugrienta saya un enorme cuchillo cuya hoja brilló con la luz del día, y amenazó:
—¡El ulu te detendrá!
Y lanzó el cuchillo sobre el cuerpo del héroe.
—Él será quien te detenga en tu alocada carrera.
Kivioq vio llegar el cuchillo por el aire buscando su corazón. Por eso hizo un amago con su cuerpo y, saltando en el interior del kayac, se escondió, cuan largo era, tras sus bordas. El ulu pasó silbando sobre su cabeza y cayó sobre las aguas turbulentas del río. El héroe, alterado y lleno de angustia, arrastró la barca hacia las aguas y, subiéndose sobre ella, comenzó a gobernarla con vigor y energía para que le condujera a la otra parte de la corriente fluvial.
La bruja caníbal lanzó un grito de dolor y de ira enviando sobre las aguas del río su maleficio y su magia para que Kivioq quedara atrapado en ellas eternamente.
—¡Te envío la peor de las maldiciones! —pronunció y de sus manos emergió una invisible energía que dio como resultado que las aguas se fueran lentamente espesando, dificultando sobremanera la huida del héroe, que en un tris se vio de no verse atrapado en un mar de témpanos y trozos de hielo.
Hasta entonces el mar había estado abierto todo el año. A partir de ese momento empezó a helarse en invierno y los hombres tuvieron que aprender a cazar las focas en los agujeros que hacían en los hielos para respirar.
El héroe protegido de los dioses del Mundo Superior pudo escapar por los pelos de esta aventura siniestra, con lo cual, aterido de frío a causa del río helado que recorría el lugar, no cejó hasta alejarse de allí lo más posible. En su camino de huida no dejó de escuchar las maldiciones, las blasfemias, los denuestos, la ira babosa y pérfida que la bruja caníbal echaba por la boca, en su honor, por haberse visto vilipendiada y humillada de aquella manera tan vergonzosa por una criatura a la que, por su ignorancia, no le concedía poderes extraordinarios.
Kivioq continuó su peregrinación por aquellas tierras árticas en busca de una señal plástica que le mostrara su destino y quizá el final de su deambulación. Ya había dejado muy atrás a la trasechadora bruja que quiso comerle y por tanto consideró oportuno tomarse un descanso en su camino. Así lo hizo y fue a descansar sobre una enorme losa que se perdía en el interior de una cueva lo suficientemente limpia como para pensar que estaba abandonada. Envuelto en su frazada de pelo de oso, tras haber comido unos cachos de tasajo de carne de cachalote que le vendieron en una de las aldeas por las que había pasado, se echó a dormir, agotado por el cansancio y los sobresaltos que había tenido que soportar últimamente. De súbito, se vio interrumpido su sueño por unas sacudidas violentas. Abrió sus ojos y se vio rodeado en su oscuridad por una multitud de ojos brillantes y vivos que se emparejaban de dos en dos. Quiso alzarse de su yacija con tal de poderse defender mejor, pero no lo consiguió. Estaba sujeto por multitud de manos como garras y amenazado por mandíbulas como fauces.
—¿Qué os ocurre? ¿Quiénes sois? —osó preguntar.
En efecto, estaba inmovilizado.
Nadie le respondía.
Kivioq gritó con desesperación:
—¿Qué os pasa? ¿Quiénes sois?
Pero todos callaban. Se dio cuenta de que aquellas gentes miraban hacia el fondo de la caverna. Desde allí surgió un rugido ronco y poderoso. Todo quedó en silencio. Parecía que sus raptores tenían miedo. Un nuevo rugido hizo que sus prensores le dejaran libre. Todos retrocedieron un paso. El héroe pudo levantarse y quedar en medio del circulo, que le rodeaba, enhiesto y altivo.
—Paso al señor —dijeron, y abrieron el círculo que le encerraba.
Una robusta y enorme figura humana se abrió paso entre los raptores del héroe dando codazos y manotazos a diestro y siniestro. Frente a Kivioq, se volvió a ellos, y les preguntó babeando de rabia:
—¿Quién es éste?
Los otros, atemorizados y titubeantes, le respondieron:
—Lo ignoramos...
—... estaba aquí hollando tu sacra mansión...
—Es un ser desconocido por estas tierras.
—Nadie antes lo ha visto.
—Debe venir de muy lejos.
Y los comentarios y teorías que se aventuraron sobre el héroe netsilik fueron de toda índole.
El señor tiránico y ensoberbecido al que todos temían se volvió a sus huestes y les preguntó ahogándole el furor y la cólera:
—¿No será, por todos los demonios y las brujas malditas de las montañas heladas, el ladrón que nos roba la carne de nuestras reservas?
Todos a la vez expelieron desde su garganta una incomprensible exclamación de sorpresa y de ira.
El señor le preguntó a Kivioq con voz firme y autoritaria:
—¿Quién eres?
—Soy un hombre de bien, enviado de los dioses del Mundo Superior —repuso el héroe con cierta prevención.
—¿Y cuál es tu nombre?
—Me llaman Kivioq.
—¿De dónde llegas?
El héroe compuso un gesto vago que comprendía toda la lejanía del horizonte. Como contemplara el asombro de aquellas gentes que le tenían retenido se dispuso a explicarles su presencia en sus territorios.
—Vengo de muy lejos. Alguien Poderoso quiso dotarme de poderes sobrenaturales para que recorriera las tierras árticas comunicando mi sabiduría, que es la de él; mis artes, que son las suyas; su bien, que es el que él mismo me otorgó. Y hasta aquí he llegado cumpliendo su mandato con todo el agradecimiento que yo le profeso porque, cuando yo era débil y un pobre huérfano, me dotó de su favor para que yo me vengara de mis enemigos y me hiciera rico y valeroso.
El señor con fauces y pelajes de león marino, aunque de un ser humano se trataba, porque en aquella época, como ya se ha dicho, los "animales se convertían a menudo en hombres y los hombres en animales", quedó anonadado ante aquellas palabras y, colocando su peluda mano-garra sobre el hombro de Kivioq, le dijo:
—Entonces ya veo que no eres tú quien nos robas la carne de nuestra reserva.
El héroe repuso con cierta seriedad:
—¿Qué os pasa que os veo tan afligidos y preocupados?
El señor le respondió:
—Últimamente merodea por estos alrededores un hábil ladrón que nos roba la carne que guardamos para alimentarnos cuando la caza escasea o no se nos da bien...
—... y el hambre se adueña de vuestra tribu.
El señor asintió compungido.
Kivioq, sin embargo, sonrió y ofreció con alegría:
—Yo os puedo ayudar —y añadió sin dejar contestar al otro—: De hecho ésa es mi tarea: ayudar a mis semejantes.
Todos los presentes se alegraron con el ofrecimiento. En seguida le preguntaron qué pretendía hacer. El héroe les preguntó:
—¿Dónde se halla vuestra reserva de carne?
Se lo dijeron; incluso le acompañaron hasta la entrada.
—Vosotros ya habéis cumplido —dijo el extranjero para aquella tribu—, lo demás es cosa mía —y les aconsejó—: Ahora regresad a vuestras cuevas y chozas, no vaya a ser que el ladrón sea advertido por vuestras ausencias de sus desaguisados y no vuelva a la reserva de carne por temor a ser apresado.
Todos los que le acompañaron desaparecieron del lugar a toda prisa. En un momento Kivioq quedó solo.
Luego penetró en el recinto lleno de cuerpos de focas muertas que, congeladas, cubrían la tierra helada y los árboles de cuyas ramas colgaban como témpanos de hielo. El héroe desolló una de ellas y cubrió su cuerpo con la piel, asemejándose en todo a una enorme foca muerta por los arpones de los pobladores de las cuevas. Al poco escuchó los pesados pasos de alguien que se acercaba, por lo que se hizo el muerto a la entrada misma del recinto, quedó completamente inmóvil.
—Ahí llega el ladrón —se dijo.
Kivioq vio cómo se le acercaba un oso conforma humana que tras husmear a su alrededor se le acercó y sopesándole, quizá considerándolo como uno de los mejores trofeos que allí se hallaba, se lo cargó sobre la espalda, escapándose rápidamente del lugar antes de que alguien le sorprendiese robando.
El oso-hombre lo llevó a su casa y depositó al héroe en un rincón de la sala, donde Kivioq simuló que estaba congelado.
—Ahí tienes nuestra comida para hoy y quizá para mañana —dijo el ladrón a su esposa que, rodeada de sus oseznos, se acercó cautelosa y curiosamente a la presa.
La osa humana tomó el inmóvil cuerpo de Kivioq, lo puso sobre una losa plana bajo la cual encendió un fuego con el propósito de deshelar a aquella foca que les iba a alimentar, tomó un gran cuchillo para cortarlo cuando la carne estuviera en su estado normal y asarla. Esperó con el ulu en la mano pacientemente hasta el momento de usarlo.
Los oseznos revoltosearon a su alrededor. Contemplaron en un momento determinado cómo los ojos de aquella/oca se abrían, antes de que la losa pudiera transmitir el calor suficiente para deshelarla.
—¡Está viva, viva, viva! —gritaron los oseznos a la madre.
La osa quedó desconcertada. Pero el asombro y la sorpresa siguieron de inmediato, embargándola cuando vio cómo el héroe disfrazado de foca se levantaba encima de la piedra plana y, enarbolando su hacha de guerra, le propinó un golpe sobre los lomos de la osa y escapaba corriendo de la casa gritando como un energúmeno.
—¡Ven aquí, no te vayas, ya eres mía! —gritóle la osa humana cuando recobró la realidad de las cosas y se percató que se le escapaba su comida.
La esposa conforma de oso lo persigue y el héroe en un intento de quitársela de encima crea un río de corrientes rápidas que mana entre ellos.
Kivioq se burló de su perseguidora pudiendo huir con facilidad. El río no podía ser vadeado por nadie. Si lo hiciera la mujer-oso sería arrollada por el fragor y el ímpetu de sus aguas, moriría descalabrada contra las rocas que las conducían.
—¡Espera, no huyas! ¡Te atraparé aunque sólo sea como venganza! —gritaba la osa burlada.
La mujer-oso trataba de lanzarse a las aguas, pero veía que era imposible. Su cólera y su furor cristalizaban por momentos en grandes bramidos y aullidos que no presagiaban nada bueno. Pero Kivioq, seguro en la otra orilla del embravecido y furioso río, burlábase de ella y decíale sarcásticamente:
—¡Quédate con tus oseznos y con tu hambre, ladina hembra! Y no se te ocurra robar más a tus congéneres porque he de volver y mellarte tus garras y tus colmillos...
La aludida babeaba de rabia y lanzaba zarpazos al aire como si pudiese alcanzar a su enemigo.
Kivioq se despidió de ella con un gesto despectivo. Comenzó a alejarse... La esposa-oso se desesperó, no pudo aguantar más, y tomó su decisión final...
... la mujer-oso intenta cruzar el río bebiéndose toda el agua y explota.
Toda el agua que contenía en su estómago cuando dejó el río seco y, con ello, el camino expedito para alcanzar al héroe hizo su efecto y, al estallar, se elevó en forma de neblina blanca, y así se crea la primera bruma.
Sí, sí, el camino hacia Kivioq estaba libre, despejado, pero la mujer-oso ya no estaba, se había desvanecido.
Con ello el héroe, además de ayudar a los pobladores que eran saqueados, les dio la niebla que hasta entonces no se conocía.
Los dioses, al fin, le concedieron la tranquilidad y la riqueza, devolviéndole a su hogar rico y poderoso. Pero para ello tuvo que abandonar a los Inuit y se va a la tierra de los hombres blancos, quienes le hicieron un gran hombre con muchas posesiones.
Los Netsilik rumoreaban entre ellos:
—Dicen que Kivioq es tan rico y poderoso que se dice que tiene hasta cinco barcos... (Leyenda netsilik)