El boticario del lugar era un filósofo racionalista y descreído. Apenas había acto piadoso que él no condenase como superstición o ridícula impertinencia. Contra lo que más declamaba, era contra el rezo en que se pide a Dios o a los santos que hagan alguna cosa para cumplir nuestro deseo. La censura del boticario subía de punto cuando trataba de plegarias que iban acompañadas de promesas.
Según es costumbre en los lugares, en la trastienda de nuestro boticario filósofo había tertulia diaria. Allí se jugaba al tresillo, a la malilla y al tute, se leían los periódicos y se hablaba de religión, de política y de cuanto hay que hablar.
El señor cura asistía también en aquella tertulia, pero esto no refrenaba el prurito de impiedad del boticario, sino que le excitaba más en sus disertaciones, a fin de que el señor cura se lanzase a la palestra y disputase con él.
El señor cura distaba no poco de ser muy profundo en teología, y cuando no se preparaba escribiendo de antemano lo que había de decir, como escribía los sermones, era mucho menos elocuente que el boticario, pero le aventajaba en dos excelentes cualidades: tenía fe vivísima y gran dosis de sentido común para resolver cuanto la fe no resuelve.
-Dios -decía el cura-, no infringe ni trastorna las leyes de la naturaleza, cediendo a nuestras súplicas y para satisfacer nuestros antojos. Para Dios no hay milagros improvisados. Desde la eternidad los previó todos y los ordenó por infalible decreto. Y en este sentido, tan conforme con la ley divina y tan de acuerdo está con el orden prescrito desde ab eterno que salga mañana el sol como que no salga. Y en cuanto a las súplicas que los hombres dirigimos a Dios, siempre deben agradarle como no sean contrarias a la moral, ya que dan testimonio de la fe que en Él tenemos y de la esperanza y del amor que nos inspira.
El boticario solía replicar al cura que era necedad pedir a Dios esto o aquello, y que todo era lo mismo. En apoyo de su opinión refirió un día la siguiente historia:
Un caballero anciano tenía dos hijos. Había el uno comprado muchísimo trigo y contaba con ganar grandes riquezas vendiéndole más caro porque fuese mala la futura cosecha. Para que esto se lograse recomendaba a su padre que en sus oraciones pidiese a Dios que no lloviera. El otro hijo era labrador, había sembrado muchísima tierra de pan llevar y deseaba y esperaba hacerse poderoso si aquel año había abundante cosecha. Recomendaba, pues, a su padre que en sus oraciones pidiese a Dios buenas y oportunas lluvias. Como el padre amaba por igual a sus hijos no sabía qué desear ni qué pedir. En tal estado de ánimo elevaba al cielo la única plegaria que me parece razonable, y que yo aplaudo. El padre decía:
¡Oh, soberano Dios omnipotente!
Llueva o no llueva me es indiferente.
El señor cura replicó entonces:
-El cuento de usted viene en mi apoyo: demuestra que una plegaria por el estilo, que equivale a no hacer ninguna plegaria, nace del egoísmo más grosero; porque si el padre, que amaba por igual a sus hijos, hubiese amado también al prójimo como debía, no hubiera juzgado indiferente que lloviera o que no lloviera, y en sus oraciones hubiera pedido a Dios buenas y oportunas lluvias.
(Cuentos y chascarrillos andaluces)