Hendaya, ocho de la mañana del 30 del hermoso mes de junio. Es algo tarde para dirigirme a la montaña española, a la alegre romería de hoy. Los demás romeros, estoy seguro, están ya en camino y llegaré el último. ¡Da igual! En coche, con el fin de recuperar el tiempo perdido, salgo hacia San Marcial, con la esperanza de alcanzar la procesión que me lleva bastante ventaja.
La antigua capilla de San Marcial se encuentra situada en la cima de un collado puntiagudo, por delante de la gran cordillera pirenaica y desde aquí, desde las márgenes del Bidasoa, se la ve en el aire, muy blanca y muy sola, destacando sobre el alto telón sombrío de las montañas del fondo. Es allí adonde, desde hace aproximadamente cuatro siglos, hay costumbre de dirigirse todos los años en la misma fecha, para asistir a una misa, con música y trajes regionales, en memoria de una antigua batalla que dejó sobre esta pequeña cumbre numerosos muertos tendidos sobre el helechal.
Ha llovido durante toda la noche pasada; los campos mojados están verdes hasta el infinito, con ese verde fresco y primaveral que dura más o menos hasta el otoño en esta región de sombra y cálidos chaparrones. La montaña de San Marcial está particularmente verde a causa de los helechos que la cubren como una alfombra; también crecen en ella robles de hojas aún tiernas que se encuentran diseminados con gracia como los árboles de un parque sobre el césped. Puesto que en esta ocasión voy en coche, tomo la nueva carretera para subir hasta la capilla blanca de la cima. Pero otros caminos -estrechos senderos, atajos apenas trazados sobre la hierba y las florecillas silvestres- conducen más directamente hacia allá arriba. Y todo esto que, salvo este día consagrado, permanece solitario de un extremo al otro del año, está lleno de gente en estos momentos, lleno de romeros y romeras rezagados como yo, que se apresuran, que ascienden alegremente entre risas. ¡Oh!, ¡qué agradables atuendos claros, qué agradables corpiños rosas o azules los de las jóvenes vascas, siempre tan bien acicaladas y tan bien peinadas que hoy parecen flores sobre todo el manto verde de la montaña!
Por los arduos senderos suben también vendedores de caramelos, de chucherías, de vinos dulces y de cocos, llevando sobre la cabeza sus mercancías que forman extravagantes edificios. Y niños, innumerables niños que ascienden por grupos, por familias, alargando sus pequeñas piernas, los más jóvenes a remorque de los de más edad, todos con su boina vasca por supuesto, y apresurados, diligentes, cómicos. Se ven algunos que suben a cuatro patas, con aspecto de rana, agarrándose a las matas. Esos pequeños son, por otra parte, los únicos peregrinos algo serios, los únicos que no se divierten: sus ojos desencajados expresan la inquietud de no llegar a tiempo, el temor de que la montaña sea demasiado alta; y se apresuran, se apresuran tanto como pueden, como si su presencia en esta fiesta fuera una necesidad capital.
La carretera, serpenteante, en la que mis caballos trotan pese a la empinada cuesta, cruza dos, tres, cuatro, cinco veces, los atajos de los peatones, y a cada vuelta encuentro a las mismas personas que, aunque van a pie, llegarán antes de yo en mi absurdo coche. Hay sobre todo una pandilla de jovencitas de Fuenterrabía con trajes de indiana rosa, que encuentro a cada momento. Ya nos conocíamos vagamente por habernos visto en fiestas, en procesiones, en corridas de toros, en todas esas reuniones al aire libre que son la vida del País Vasco, y esta mañana, después de la segunda vuelta que nos pone uno frente a las otras, empezamos a sonreírnos. A la cuarta, ya nos decimos «Buenos días». Y, divertidas por ello, se apresuran aún más para que nuestros encuentros se repitan hasta llegar arriba. ¡Dios mío! ¡Qué ingenuo he sido al coger un coche para ir más rápido, sin pensar en las revueltas que no acaban nunca! Llegan siempre antes que yo a los puntos de cruce, algo burlonas de mi lentitud, un poco sofocadas también, ¡pero tan poco!, con el pecho gentilmente jadeante bajo el tejido ligero y tenso, las mejillas rojas, los ojos vivos, la sangre alerta de los contrabandistas y de los montañeros corriendo por todas sus venas...
A medida que ascendemos, la comarca que parece crecer alrededor, se muestra admirablemente verde tanto a lo lejos como de cerca. A nuestra altura todo está poblado de árboles y frondoso, es un mundo de árboles y de helechos. Y, más verde aún que la montaña, el valle del Bidasoa, muy lejos ya bajo nuestros pies, extiende hasta las arenas de las playas, el tono intenso de su maíz reciente. Luego, más lejos, hacia el horizonte del norte, el golfo de Vizcaya se extiende infinitamente azul a lo largo de las dunas y de las landas de Francia cuya línea podría seguirse como sobre un mapa hasta los confines de Gascuña.
Pero, mientras toda esta región de llanuras y océano se ama en profundidad, al lado opuesto, detrás del collado al que subimos, los Pirineos por el contrario nos producen el efecto de subir con nosotros, cada vez más altos y más abrumadores por encima de nuestras cabezas; al pie de sus moles oscuras, envueltas aún por las nubes y por los últimos chaparrones de la noche, diríase que esta pequeña montaña en la que nos encontramos y esta pequeña capilla a la que nos apresuramos por llegar, son un poco como juguetes de niños.
Sin lugar a dudas voy muy retrasado pues al levantar los ojos veo que la procesión está más cerca de llegar de lo que yo creía; en la última revuelta de la carretera, casi a punto de llegar al final, la multitud con las boinas carlistas camina como un reguero rojo sobre el magnífico verde de los helechos. Y he aquí que, cuando se acercan, la campana de la capilla entona el repiqueteo de las fiestas. Y enseguida se escuchan los disparos que indican que han llegado. Se acabó, nos hemos perdido su entrada.
Aparte de algunos pocos chiquillos que se han quedado en apuros entre las matas, las chicas y yo somos los últimos en llegar más o menos, las chicas de trajes rosas o azules que no han perdido distancia en los repechos del final. Mi coche va a reunirse con otros que ya están descansando, con algunos caballos de montar, algunas mulas desenganchadas, y empiezo a hendir a pie el alegre gentío agrupado en la explanada que domina la capilla. Al ver tantas boinas rojas sobre aquellos grandes fondos verdes diríase realmente que se trata de un campo de amapolas; y detrás de nosotros la vieja capilla luce completamente blanca gracias a la mano de cal que le dieron en primavera.
La misa que va a celebrarse sobre esta cima, dado que se conmemora la victoria que las milicias vascas lograron antaño sobre las tropas franco-alemanas, será una misa militar, con movimiento de armas y toque de trompetas. También la procesión es militar, o al menos tiene intención de serlo; al subir los caminos en zigzag arrastraba un cañón de campaña; precedida por un venerable estandarte de la Edad Media, tenía casi el aspecto y el orden de un pequeño ejército. Soldados y oficiales por un día, con uniformes de fantasía, son jóvenes cualquiera disfrazados para la ocasión y manejando escopetas de caza. Sobre todo hay cantineras, cantineras en profusión, pues cada compañía de una decena de soldados tiene su cantinera, rozagante y risueña: alguna hija de contrabandista o de pescador, hoy con falda corta de terciopelo y corpiño dorado, cubierta con la boina carlista y marchando alegremente al paso mientras agita su abanico.
Este pequeño ejército está allí ahora, a la desbandada y charlando hasta el comienzo de la misa. Pese al viento fresco de la cima, los abanicos de las cantineras siguen agitándose como si hiciera realmente calor.
Al borde mismo de la explanada, sobre un muro bajo que verdea el musgo, las cantineras se sientan un instante para descansar después de haber levantado cuidadosamente sus bellas faldas de terciopelo. Y se abanican, se abanican, con su facilidad española para variar ese gesto. También se inclinan para divertirse mirando el panorama que queda abajo: Fuenterrabía, Hendaya, Irún, Behovia, casitas de color rojizo aquí y allá, reunidas en torno a un viejo campanario, en medio del invasor verdor de los árboles; y el Bidasoa, con sus rodeos y sus islotes, contoneándose en arabescos azules en el reino del maíz verde...
Aquellas jóvenes, -no excesivamente bonitas, no obstante- la gracia de sus posturas, el oropel de sus trajes, todo llega a armonizar de una forma deliciosa con los horizontes risueños y claros que van a perderse allá lejos hacia el océano. Y por contraste, el otro lateral del inmenso cuadro, el lado de las montañas, permanece esta mañana en una sombra bravía; sobre nosotros los pardos Pirineos, conservando sus nubes de tormenta, se obstinan en componer allá arriba unos fondos dantescos y sombríos que desentonan con las alegrías circundantes.
La misa se celebrará al aire libre sobre la terraza, ante el incomparable panorama del golfo de Vizcaya. El altar, cubierto con un paño rojo y una muselina, se ha colocado junto al viejo muro blanco de la capilla, por encima del osario donde reposan los restos de los combatientes de antaño, y se trasladan uno a uno, con respeto, los objetos sagrados que estaban en el coro: velas que se encienden pero cuya llama atosiga el aire intenso; una custodia, una campanilla y finalmente la antigua imagen de San Marcial que, una vez al año, abandona la húmeda penumbra para venir a ver un poco el sol del incipiente verano.
Ahora, al toque de trompeta, el ejército juvenil, los soldaditos y sus pequeñas cantineras, intentando recogerse por un instante, se alinean alrededor de los sacerdotes y la misa comienza. Sin duda porque hace demasiado viento aquí y porque hay demasiado espacio vacío, la trompeta tiene un sonido delicado, un sonido vacilante y como perdido. Lo mismo sucede con la fanfarria de Irún que asiste a la ceremonia, que se oye como con sordina, pues el viento y la altitud amortiguan probablemente las notas de sus instrumentos de metal.
Todo el mundo acaba de poner la rodilla en la hierba, es la Elevación... Un minuto de auténtico y religioso silencio. La música entona suavemente el himno nacional; las boinas rojas se inclinan cada vez más, hasta el suelo, y las ancianas prosternadas, con el rostro oculto entre sus mantillas de luto, pasan las cuentas de su rosario. Es adorablemente bello ver al sol aquellos sacerdotes con las dalmáticas de seda antiguas, aquellos grupos arrodillados, y oír aquella música que parece lejana. Tal vez se eleve en este momento hacia el cielo algo de aquella oración dicha sobre una montaña, por encima de los campanarios de los pueblos, en medio de la magnificencia de la vegetación de junio, entre los Pirineos oscuros y el despliegue azul del mar...
Pero la impresión religiosa es furtiva aquí, con toda esta juventud excitada. La charanga, que primero tocaba fragmentos casi lentos y pensativos, no puede mantenerse mucho tiempo en ello y pronto pasa a ritmos más alegres y, de repente, se lanza deliberadamente a una melodía de fandango.
Ite, misa est. Todo el mundo se incorpora. El pequeño regimiento de boinas rojas da la vuelta a la capilla con paso marcial y luego dispara sus escopetas al aire. ¡Se acabó, ahora van a poder divertirse! Primero se sientan sobre la hierba para comer caramelos y beber vino viejo. Luego, con la música al frente, van a descender contoneándose. Con numerosos alardes, paradas, contramarchas y saludos, se dirigirán a devolver el estandarte sagrado a la alcaldía de Irún. E, inmediatamente después, bailarán en la plaza, bailarán desenfrenadamente hasta medianoche.
P.S.- Sábado, 1 de julio. Dos jóvenes romeros se apuñalaron de muerte anoche, al regresar de San Marcial, pues uno había considerado que su prometida se había sentado demasiado cerca del otro, allá arriba, entre los helechos.