Yo era realmente un niño muy estudioso. Sólo los domingos y festivos jugaba con mis hermanos y paseaba. El resto de los días los dedicaba al estudio.
Una mañana, mi padre anunció:
—Los mayores ya están en edad de aprender a montar a caballo.
—¿Me dejarás aprender a mí también? —pregunté.
—No. Tú aún eres muy pequeño.
Con lágrimas en los ojos insistí en que me enseñaran a montar.
—Está bien —accedió mi padre—. Pero cuídate de no llorar cuando te caigas. El que no se cae no aprende a cabalgar jamás.
Fue un miércoles cuando nos llevaron al picadero. Entré con mis hermanos en un zaguán y luego pasamos a un enorme cobertizo, en el que había un amplio lugar con el suelo cubierto de arena. Diversos jinetes, entre ellos algunas señoras y varios niños, montaban a caballo. La luz era escasa; se escuchaban voces dando órdenes, chasquidos de látigos y el golpeteo de los cascos de las cabalgaduras. Olía a sudor de caballo. Yo tenía susto y al comienzo podía ver muy poco. El empleado que nos acompañaba llamó al instructor.
—Estos jóvenes vienen para aprender a montar —le explicó.
El hombre hizo un gesto de asentimiento. Sin embargo, después de mirarme, vaciló.
—Este niño es muy chico. Tiene que esperar unos años...
—Prometió que no va a llorar si se cae.
—¿Seguro? —El hombre se rió.
Pronto trajeron los caballos ensillados y bajamos al picadero, el instructor sujetaba las bridas de los caballos de mis hermanos y los hacía dar vueltas en torno de él; primero a paso lento, en seguida trotando. Por fin acercaron a Chervonchick, un alazán pequeñito, de cola cortada.
—Listo, caballerito, siéntese —me invitó el encargado.
Una mezcla de alegría y temor me llenaba, pero hice un esfuerzo para que no se dieran cuenta y traté de meter los pies en los estribos. Como no lo conseguí, el hombre me tomó en brazos y me colocó sobre la montura. Al comienzo me mantuvo cogido de la mano; luego yo le pedí que me soltara, ya que eso no lo había hecho con mis hermanos mayores.
—¿No le da miedo? —indagó él, sin dejar de sonreír. Como le aseguré que no, aunque estaba muy asustado, me soltó la mano, recomendándome—: Tenga cuidado. No se vaya a caer.
Chervonchick caminó al paso. Yo pude mantenerme derecho, a pesar de que la silla era resbaladiza.
—¿Se sostiene sin problemas?
—Sí, sin ningún problema.
—Entonces puede ir al trote —continuó el instructor, y emitió un chasquido con la lengua.
De inmediato, mi caballo inició un trotecillo que me hacía saltar. Pero no dije nada; sólo me preocupaba no ladearme.
—¡Muy bien! —me elogió, contento, y se puso a hablar con otro hombre.
A partir de ese momento, dejó de estar pendiente de mí, y yo comprobé que me iba inclinando poco a poco hacia un costado. Por vergüenza no pedí ayuda, pero no conseguí volver a colocarme en el centro de la montura. Entre tanto, Chervonchick seguía trotando, totalmente ajeno a mi angustia, mientras el instructor proseguía su conversación. Sin mirarme comentó:
— Es valiente ese chiquillo.
De repente me incliné tanto que me aterré, pero la vergüenza era mayor que mi miedo y no grité. Entonces tuve la sensación de que el caballo se estremecía, e irremediablemente fui a parar al suelo.
Un instante después, el instructor volvió la cabeza casualmente:
— ¡Bah, el caballerito se cayó! —dijo; pero al ver que no me había hecho daño, se puso a reír, y agregó—: ¡Los niños tienen la piel resistente!
Yo estaba a punto de estallar en llanto; sin embargo, me dominé y pedí montar de nuevo. Desde ese momento, ya no volví a caerme, y no temí más a nada.