—¡Señor, despierta!
—Humm.
—Por favor, debes despertar, tienes que atenderme.
—¿Qué pasa? ¿Es que no puedo echar una cabezadita al menos cada siete días? ¿Y tú quién eres?
—¿Es que no te recuerdas de mí? Soy tu Angel Exterminador.
—Hace tanto tiempo que no te mando a exterminar nada que me había olvidado incluso de que existieras.
—¿Tampoco te acuerdas de aquella vez que no se te ocurrió otra forma de exterminar que mediante un diluvio universal? ¡Por Ti que lo pasé mal, Señor! Creerás que es coña, pero menudo reuma pillé. Fue demasiada agua la que tuve que arrojar sobre la Tierra para cubrirla toda.
—¿La Tierra? ¿Has dicho la Tierra? ¿Y eso qué es?
—¿Es posible que también hayas olvidado ese nombre? Vaya, parece que ahora lo entiendo. Tus lapsus de memoria se deben a que tu psiquiatra, para librarte de tu sentimiento de culpa, utilizó la terapia del olvido para que no te compadecieras tanto por tus fracasos y no sufrieras más ataques de cólera.
—Debes tener una buena razón para haberte atrevido a despertarme.
—Tenía que hablarte de la Tierra, aunque estropease tu terapia. El problema que allí ha surgido es tan grave que no he dudado en arrostrar tu ira.
—¿Y qué pasa en la Tierra? Llevo mucho tiempo sin ocuparme de ella.
—Exactamente dos mil seis años, Señor.
—¿Y qué ha ocurrido? ¿Ya se han matado los unos a los otros y no queda ninguna de las catorce razas que creé para que la poblasen?
—Bueno, cuando enviaste al último atavar sólo sobrevivían cinco o seis razas. Después de tantos cataclismos, tantas glaciaciones y tanta selección de la especie... ¿Qué esperabas que quedaran? Pues eso, cuatro razas y pico.
—Suelta lo que tengas que decirme de una vez, que quiero reanudar la siesta.
—Me temo, Señor, que no vas a tener más remedio que volver a enviarme a la Tierra, y ponerme a exterminar.
—¿Exterminar a quiénes?
—Pues ese es problema: que no sé a quienes exterminar. En mi primera visita liquidé a toda la especie humana excepto a un tal Noé y su familia. Sinceramente, Señor, creo que cometiste un error al avisarle de lo que iba a caer, y ordenarle que construyera un arca. Debiste aprovechar aquel diluvio para haber dejado el planeta limpio de seres humanos.
—Dejemos a un lado ese lamentable episodio y aclárame por qué debo enviarte a la Tierra. ¿Acaso había dejado yo algo dispuesto para esta fecha?
—No exactamente, pero como hace varios milenios proclamaste que las creencias divinas de los humanos debían ser satisfechas para que no dudasen de ti ni se fueran a adorar a otros colegas tuyos, no podemos quedarnos con los brazos cruzados.
—¿Es que aquí nadie es capaz de resolver nada sin mi? Habla con mis secretarios, y arregladlo entre vosotros como mejor os parezca.
—Que no es tan fácil como piensas, Señor. Ocurre que en la Tierra sólo faltan dos días para que entren en el segundo milenio.
—¿Y qué?
—Pues que muchos están convencidos que después de la noche de San silvestre...
—¿Quién es ése?
—Uno de los tantísimos humanos que en tu nombre fue elevado a la santidad, Señor.
—¿En el mío?
—Bueno, con ese tal Silvestre y con otros miles es lo que han estado haciendo tus delegados durante los últimos veinte siglos.
—Pero si yo no nombré a ningún delegado mío...
—Eso debería explicártelo Jesús, que volvió de la Tierra sin haber dejado testamento alguno, ni siquiera se molestó en escribir de su puño y letra el mensaje que tú le encomendaste que diera a los hombres. A causa de tamaño despiste suyo, sus intenciones no quedaron diáfanas y sus seguidores las alteraron tanto con el curso de los siglos que hoy día nadie las reconocería. Así pues, los seguidores que él dejó, que no debían tener buena memoria, o cometieron los despropósitos por propio interés, acabaron cambiando lo que en realidad ocurrió. Pero no debería extrañarte que la misión de Jesús acabara como el rosario de la aurora, pues antes que él los anteriores atavares que enviaste tampoco fueron un dechado de perfección, y entre todos embrollaron aún más el asunto. Si yo hubiera aprendido a suspirar, suspiraría en este momento para lamentar la pérdida de tantas oportunidades. Señor, ninguno de tus mesías, enviados y profetas, quedará en la historia como modelo de eficacia.
—Es que la Tierra siempre ha sido un mundo muy difícil. ¿Por qué crees que me cansé de enviar a mis dilectos hijos? Después de Jesús me dije basta, y ya no mandé a ningún otro a desasnar a los humanos, y también porque las ideas se me acabaron y no se me ocurrió otra forma de investir a un nuevo enviado mío, para que tuviera éxito. Pero sigue explicándome qué pasa con eso del... ¿Qué milenio has dicho que van a conmemorar?
—El segundo. Y no se trata precisamente de una conmemoración.
—Por favor, pero si la Tierra tiene millones de años a cuestas.
—Es que así es como cuentan los años actualmente, un sistema harto arbitrario y extraño, pero es el que predomina en la Tierra, incluso en las áreas donde no hacen caso a la religión cristiana. Y ese es el problema.
—Aclárate.
—Aunque te cabrees, te diré que Tú y tus avatares tenéis la culpa de que yo ahora no sepa qué hacer, pues entre todos habéis inculcado a los humanos unas ideas tan extrañas que todos están locos de remate. ¿Adivinas por qué?
—¿Y qué culpa tengo yo de que nunca se pusieron de acuerdo a la hora de darme las gracias por haberlos creado, y en lugar de ocuparse racionalmente de ellos mismos, y de solucionar sus problemas, no se les ocurriera otra cosa que adorarme de la forma más absurda que nadie que tenga medio dedo de frente se le podría ocurrir? Una cosa es que sus plegarias las dediquen a mi nombre, lo cual es de agradecer, y otra que se comporten como descerebrados, siempre tratando de imponer sus creencias por la fuerza a los demás.
—Ocurre, Señor, que los cristianos más fanáticos están convencidos de que el mundo se acabará en el año dos mil del nacimiento de Jesús, y esperan que Tú aparezcas ante ellos para presidir el Juicio Final, tan anunciado por profetas, agoreros y vividores.
—Pues aviados están si confían que yo vaya a bajar a la Tierra. Vamos, ni que estuviera tan chalado como ellos. ¿Por qué son tan estúpidos? Me arrepiento de haberlos creado a imagen y semejanza mía.
—Otro fallito, Señor.
—Menos guasa, ¿eh? Pero digo yo: ¿es que ni siquiera saben contar y aún no se han dado cuenta de que el segundo milenio empezará el primer día del 2001? Todavía falta más de un año, caramba. ¡Pero si es de cajón!
—Algunos humanos están al tanto de ello, y aunque lo pregonan a los cuatro vientos, nadie les hace caso. Así están las cosas. ¿Qué hago, Señor?
—Mira, estoy tan harto de ellos que de buena gana te daría permiso para que los contentases, quiero decir aniquilándolos a todos. ¿Que creen que la Tierra se abrirá en millones de grietas y por ellas surgirán llamas y azufre? Pues venga emanaciones y fuego ¿Que sueñan con que se rompan los dichosos sellos y se mueran por tercios mientras escuchan las carcajadas de la Bestia? Pues a morirse tocan, y a pedirle a cualquier súbdito mío, que no tenga nada mejor que hacer, que imite carcajadas de ultratumba. Tienes mi permiso para actuar, Angelito. Si no quieres emplear un diluvio esta vez, agarra el cometa más gordo que encuentres y lo arrojas a la Tierra, como hicimos cuando descubrimos que no sacaríamos partido de los dinosaurios.
—Seguro que ese sistema de exterminio les haría felices, pues últimamente ven muchas películas con un argumento parecido y conocen el tema. Pero resulta, Señor, que a mí me gusta hacer las cosas como Tú mandas, y por tanto el problema no es tan sencillo de solucionar.
—Pues no entiendo nada, oye.
—Resulta que Jesús no nació hace 2000 años, sino exactamente 2006, y por tanto el segundo milenio ya ha pasado en la Tierra.
—¿Estás seguro?
—Segurísimo. Como prueba tengo el censo que Roma ordenó llevar a cabo en Siria, incluido Palestina, seis años a.C. Entonces ocurrió que ciertos planetas se conjuntaron y proyectaron una luz que fue tomada por una estrella que guió a unos magos que hacían turismo por Mesopotamia hasta cierto portal. Esto sucedió antes del año uno. Además, Herodes ya estaba muerto el día que los cristianos eligieron para conmemorar el nacimiento de Jesús, que tuvo lugar durante una epidemia de difteria y murieron algunos bebés. Pero de matanza ordenada por el rey, nada de nada. Te podría hablar de cientos de acontecimientos que prueban que están equivocados, pero ¿qué se puede esperar de los humanos? Como ejemplo de su estupidez, y también de su maldad y mala leche, para celebrar el nacimiento de tu vástago Jesús, como no tenían ni pajolera idea de cuando ocurrió, no se les ocurrió otra solución que situarlo el 25 de Diciembre, que en realidad fue cuando nació Mitra, otro de tus enviados. Ya sabes el cabreo que cogió Mitra cuando se enteró. Desde entonces no ha vuelto a dirigirle la palabra a Jesús.
—¿Por qué te complicas la eternidad? Si tan convencidos están de que dentro de dos días van a morirse, pues tú bajas y los aniquilas. Así se mueren la mar de satisfechos, y todos tan contentos. Y no te preocupes, que me ocuparé de que no resuciten. De ninguna manera quiero ver mis dominios llenos de individuos tan estúpidos. ¿Por qué carraspeas?
—Que no es tan sencillo, Señor. ¿Has olvidado a los anteriores avatares? Caray, que al fin y al cabo también son hijos tuyos.
—¿Y?
—No me parece justo dar tanta trascendencia al segundo milenio por el mero hecho de celebrar el falso nacimiento de Jesús.
—¿Y qué más da unos años más o menos?
—Restaríamos importancia a los nacimientos de Horus, Viracocha, Buda, Mitra, Mazda, Zaratrusta, Krishna, Visnú...
—No es necesarios que sigas. ¿Crees que no me acuerdo de todos ellos?
—¿Qué van a decir cuando se enteren que la especie que ellos también intentaron espabilar será aniquilada en el nombre de su hermano Jesús? Y a ellos que los parta un rayo, ¿no? Se preguntarán, y con razón, por qué a Jesús se le hace más caso, y por qué la celebración de su equivocado nacimiento es el elegido para deshacernos del proyecto fallido que es la Tierra.
—Pues mira, no había caído en eso. Podrían cabrearse, ¿verdad?
—Y con motivo. Como ya no se acuerdan en la Tierra de la mayoría de ellos, eso les dolerá aún más en el alma.
—Mira que me esforcé tratando de arreglar el desaguisado de la Tierra con el último mesías que envié. Yo tenía mucha esperanza de que a Jesús le hicieran más caso que a sus antecesores.
—Y además están las religiones.
—Ah, las nefastas secuelas que dejaron mis enviados. ¿Qué pasa con ellas?
—Para empezar, los musulmanes andan por el siglo catorce de Mahoma.
—A ese no lo envié yo, que conste.
—No, claro. Mahoma fue un profeta tardío, que una noche de resaca, y mientras dormía la mona con la cabeza apoyada en las ubres de su camella, creyó soñar con mi colega Gabriel, y va el tío y organiza una religión de aúpa, que en pocos años la extiende por casi todo el orbe. Anda, que si los moros llegan a descubrir América, como estuvieron a punto, la que se lía. Pero ese tal Mahoma tuvo su mérito, no creas. Y aparte del Islam, están los budistas, que andan por los dos milenios y medio de su religión. A ellos el fin del mundo les sentaría fatal. Y de los judíos no hablemos. ¿Para qué? Ellos siguen esperando al Mesías, desde que los sacaste de Egipto y les dijiste que te llamabas Yavé y le prometiste unas tierras que ya tenían dueños. Tienen una historia religiosa aún más larga que la de Buda, unos tres mil quinientos años, por ahí. Y para no enredarnos más, no hablemos de Mitra, de Brahma, de Manitú y... ¿Para qué continuar? La solera de sus historias supera los dos milenios. Así que yo pregunto: ¿Es decente acabar con el mundo entero porque unos millones de fanáticos están seguros de que al escuchar al última campanada del 31 de Diciembre verán abrirse los cielos y Tú se les aparecerás? Uf, sólo montar el decorado que ese tal Juan describe en el Apocalipsis resultaría costosísimo, y además no quedaría tiempo.
—¿Qué harías tú si estuvieras en mi lugar?
—Eh, que soy yo quien ha venido a pedirte consejo, Señor.
—Siempre tengo que cargar con el peor trabajo. ¿Crees que soy infalible?
—Yo había pensado hacer algo parecido a lo que hice en Egipto con aquellos desgraciados primogénitos que sin beberlo ni comerlo pagaron el pato, y pasar mi espada flamígera sobre los que llevan días rezando y esperando el final de los tiempos, matarlos para que no pasen vergüenza una vez que hayan entrado en el segundo milenio y descubran que el mundo sigue intacto. Pero tendríamos que dejar ilesos a los budistas, a los judíos, a los musulmanes y a todos los adictos a las miles de sectas que existen en la Tierra, las que no aguardan un cataclismo universal, con lo que provocaríamos un conflicto entre los demás atavares.
—¿Y qué podemos hacer?
—Me temo, Señor, que no vas a tener más remedio que convocar a los demás dioses, a ver si entre todos se os ocurre algo.
—¡Eso ni pensarlo! No estoy dispuesto a que se rían de mí. La Tierra la creé yo, y me costó mucho convencer a Zeus para que en compañía de su larguísima y díscola parentela la abandonara, que bastante la lió cuando sus hijos se tiraron a las hijas de los hombres más jamonas. Por su culpa, porque de esa unión nacieron los titanes, me costó muchos sudores acabar con ellos. No pienso volver a hablarle nunca más.
—Lo decía porque con su ayuda podríamos enviar un mensaje conjunto a la Tierra...
—¿Pero qué dices, desgraciado? ¿Te das cuenta del papel que yo haría ante los humanos después de haberles dado la vara asegurándoles que sólo tenían que adorar a un dios, a mí y nadie más que a mí? Tu idea me parece tan disparatada que preferiría enviar a otro atavar. Mira, ahora que lo pienso, acabo de acordarme que tengo por ahí a uno que está deseando nacer, se aburre mucho sin un cuerpo físico en el que meterse. Parece que será inteligente y rápido de reflejos, no como otros, y además tendrá apego a su vida mortal y no se dejará putear. Sí, creo que podría ser la solución. Voy a llamar al primer Angel Inseminador que esté libre y...
—Un momento señor.
—¿Qué pasa ahora?
—No estoy de acuerdo contigo con tu idea de enviar otro atavar, pero si estás decidido a seguir adelante, creo que ha llegado el momento de modificar cierto... Digamos el aspecto externo del enviado.
—¿Qué quieres decir?
—Que todos tus enviados han sido siempre varones.
—¿Y qué?
—Como no estás al tanto de lo que pasa en la Tierra, ignoras lo que significa actualmente el movimiento feminista. ¿Entiendes? Mejor que sea una enviada. Una chica contentaría a la mitad de la población, a todas las féminas, y...
—¿Crees que si fuera una Ella en lugar de un él le harían más caso?
—Si supieras cómo se las gastan las mujeres de ahora, Señor... Por probar...
—Probemos pues.
—¿Entonces me olvido de exterminar?
—Siempre podré enviarte a exterminarlos si fracasa mi chica. Tengo por ahí a una que tampoco ha nacido aún. Me parece que podría tener éxito si se esmera un poquito. Oye, me gusta la idea. No fracasaremos esta vez, seguro.
—¿Y si termina como sus hermanos, Señor? Que de casta le viene al galgo...
—Hay que ver lo que te gusta amargarme la eternidad. Venga, no extermines mi paciencia y lárgate de una vez, y de paso avisa al Angel Inseminador, que vaya buscando una madre humana para mi chica.
—¿Virgen como siempre, Señor?
—¡Por supuesto! Hay que conservar las tradiciones.
—Uf.
—¿Qué pasa?
—Que actualmente van un poco escasos de vírgenes en la Tierra, Señor.
—¿Es que no vas a dejar de poner pegas?
—Sólo intento ponerte al corriente.
—¿Sabes qué? Ea, ya me he hartado. No voy a enviar a nadie.
—¿Entonces bajo yo a la Tierra y me pongo a exterminar?
—Espera. ¿Cuánto días has dicho que quedan?
—Dos, Señor.
—Me lo voy a pensar. Vuelve dentro de dos días y conocerás mi decisión. Ahora sólo quiero terminar mi siesta.
—Que descanses, Señor.
—A ver si es verdad.
Mientras el Angel Exterminador se alejaba arrastrando su espada, que había desconectado antes de entrar y no había flamigerado nada durante la entrevista, escuchó que su Señor susurraba:
—¿Por qué se me ocurriría a mí crear ese mundo? Joder, hay eternidades que lo mejor es quedarse sin hacer nada.