Le cogieron en París.
Los seres misteriosos habían desaparecido. Pero unas cuantas chozas de brillante metal en la tundra siberiana daban mudo testimonio de que no había sido una pesadilla.
En realidad, podía haber sido una pesadilla. Una pesadilla durante la cual la Tierra había permanecido indefensa, incapaz de resistir o de huir, mientras las extrañas formas aleteaban sobre sus verdes campos y sus hermosas ciudades. Y el despertar no había aportado la convicción de que todo había sido un mal sueño.
No, había sido una espantosa realidad. Y los terrestres no habían sido capaces de resistir a los seres misteriosos, del mismo modo que un chiquillo no es capaz de matar al ogro de su cuento favorito.
Un curioso parangón, porque lo que finalmente había salvado a la Tierra había sido un cuento infantil. Una fábula.
La antigua fábula del león y el ratón. Cuando el león hubo agotado su orgullosa ciencia contra los invencibles e inmortales invasores de la Tierra, el ratón atacó y los venció.
El ratón, en este caso, fueron los microbios, una de las formas de vida más diminutas: como en el cuento de Wells, los seres misteriosos no estaban
inmunizados contra las infecciones bacterianas. Sus monstruosos cuerpos fueron fácil presa de las enfermedades que sus poderosas inteligencias desconocían, y los pocos que sobrevivieron emprendieron una precipitada fuga en su ingenio espacial y desaparecieron definitivamente.
Si el traidor hubiera sabido el efecto que las bacterias iban a tener sobre ellos, les hubiera advertido, desde luego. Les habría informado de todo lo demás, cuando le recogieron en una calle de una gran ciudad como ejemplar de ser humano destinado a la experimentación. Una medida imprescindible antes de efectuar la gran invasión.
Habían escogido bien. A cambio de la recompensa que le ofrecieron, el traidor estaba dispuesto a vender a toda la raza humana. No era un hombre culto, pero era inteligente. Y les dijo todo lo que querían saber acerca de la probable reacción de la humanidad ante una situación con la cual no se había enfrentado nunca. Les dijo todo lo que sabía, sin que tuvieran que presionarle lo más mínimo. Por la
recompensa que le habían ofrecido, hubiera sido capaz de cualquier traición.
Le cogieron en París. La multitud lo arrancó de manos de la policía, que no puso demasiado entusiasmo en impedirlo: su traición era del dominio público.
Cuando la multitud hubo saciado un poco su furor y el traidor había perdido la mayor parte de sus vestidos y el dedo pulgar de la mano derecha, le arrojaron al Sena y le mantuvieron debajo de las aguas grises con unas largas pértigas, como si fuera un venenoso reptil.
El traidor se tumbó tranquilamente sobre el lecho del río y sonrió con malignidad mientras un centenar de miles de personas se retorcían en la agonía de la muerte.
Luego, el traidor ascendió a la superficie y echó a andar por las desiertas calles de París hasta que llegó al edificio de las Naciones Unidas. Allí se dio a conocer a un teniente de los servicios de vigilancia, diciéndole que había ido a entregarse voluntariamente y que estaba dispuesto a someterse a juicio en cualquier lugar del
mundo que desearan.
Sonreía, convencido de su superioridad, de la eficacia de los poderes ultraterrenos que le habían conferido los seres misteriosos. El aparato de seguridad de las Naciones Unidas se hizo cargo de él.
El juicio fue una farsa legal. El acusado se reconoció culpable de haber traicionado al género humano, pero no permitió que le interrogaran. Cuando un abogado insistió, ante sus amables negativas, cayó repentinamente al suelo como herido por un rayo, muerto.
A continuación, el traidor se dirigió al Presidente del Tribunal y le dijo que estaba dispuesto a aceptar cualquier condena que le impusieran, excepto la de muerte.
No podían matarle, explicó. Aquello era una parte de la recompensa que los seres misteriosos le habían concedido. La otra parte era él quien podía matar o inmovilizar a cualquier persona desde cualquier distancia.
Cuando terminó de hablar y volvió a sentarse, era evidente que el traidor se sentía muy satisfecho de sí mismo.
Uno de los abogados se puso en pie y se encaró con él.
Si lo que acababa de decir era cierto, preguntó, ¿por qué no habían utilizado aquel poder los seres misteriosos? ¿Por qué no habían matado a todos los habitantes de la Tierra para ocupar después el planeta vacío?
El traidor contempló sus dedos y se encogió de hombros. El dedo pulgar que le había sido arrancado por la furiosa multitud unos días antes empezaba a crecer de nuevo.
- Necesitaban esclavos - respondió.
- ¿Y al final, cuando algunos de ellos estaban todavía sanos?
El traidor miró fijamente al abogado, el cual se sentó bruscamente, dando por terminado su interrogatorio. Pero el hombre que había traicionado a su propia raza sonrió y le permitió seguir viviendo.
Incluso terminó la pregunta por él, y la contestó.
- ¿Por qué no mataron entonces? Tenían otra cosa en el cerebro:
¡bacterias!
Y el traidor rió estruendosamente su macabro chiste.
Los azules ojos del abogado se clavaron en su rostro y el traidor dejó de reír. Casi afablemente, dijo:
- Es una verdadera lástima que yo no sea uno de aquellos seres misteriosos. ¡Las bacterias me hubieran destruido!
Y se echó a reír de nuevo, hasta que las lágrimas corrieron por sus mejillas.
El Presidente del Tribunal aplazó entonces la sesión, y el traidor fue conducido de nuevo a su confortable prisión, por un grupo de aterrorizados policías.
Aquella noche, el abogado no durmió. Permaneció horas enteras sentado en una butaca, contemplando las blancas paredes de su despacho. Se alegraba de que los seres misteriosos no le hubieran concedido también al traidor el don de la telepatía.
Había descubierto su talón de Aquiles.
Las parálisis, las muertes a distancia, eran actos de una voluntad consciente. El mismo había admitido que si su cerebro era destruido, sus poderes quedarían también destruidos. Los seres misteriosos no habían pensado en vengarse, porque sus mentes estaban enteramente ocupadas en la tarea de salvarse a sí mismos.
Pero el abogado se daba cuenta de lo inútil de su descubrimiento. No había medio de atacar el cerebro del traidor sin que él lo supiera.
Posiblemente podían anular su conciencia drogándole, o propinándole un fuerte golpe en la cabeza, pero el intentarlo equivaldría a un suicidio colectivo. Al traidor le bastaría una fracción de segundo para matar a todos los seres humanos. No iba a permitir que le operasen el cerebro, convirtiéndole en un idiota para el resto de
su vida. Para siempre, rectificó inmediatamente. Pero luego pensó en aquel pulgar que volvía a crecer después de haber sido arrancado...
No, extirparle el cerebro no serviría de nada, puesto que volvería a crecerle.
Era inútil seguir pensando en el asunto. No podían hacer absolutamente nada contra su invencibilidad. Aunque...
El abogado consultó su reloj. Eran las cuatro de la mañana. Se puso en pie y se dirigió a la cocina; salió casi inmediatamente, y a continuación se encaminó, a través de las calles silenciosas, hacia el hotel donde se hospedaba el traidor en calidad de prisionero. Al llegar allí, tomó el ascensor hasta el sexto piso.
Dos soñolientos policías se pusieron en pie de un salto al verle llegar. El abogado se llevó un dedo a los labios, recomendándoles silencio, y empujó la puerta de la habitación, que no estaba cerrada. Entró de puntillas, y se acercó a la cama donde reposaba el hombre que era invencible e inmortal... y humano. Humano, y sujeto a
la involuntario inconsciencia que la naturaleza exige a todos los hombres.
El traidor estaba durmiendo.
El abogado sacó de su bolsillo una larga aguja de acero, que utilizaba
normalmente para pinchar la carne en la cocina de su casa. Sin que le temblara el pulso, la hundió en uno de los cerrados ojos del traidor y la hizo girar una y otra vez, hasta que el cerebro del durmiente quedó convertido en una informe pulpa.
El juicio continuó celebrándose normalmente. El acusado había perdido su aire insolente. Ahora miraba enfrente de él con una expresión vacua, y todos sus movimientos tenían que ser dirigidos. Pero estaba vivo, y su dedo pulgar había vuelto a adquirir su tamaño normal.
El abogado tuvo en cuenta el detalle y no dejó de señalarlo al Tribunal. El dedo pulgar se había regenerado por completo en el período de seis semanas: tenían que partir de la base de que su cerebro se regeneraría en un plazo de seis semanas.
Los jueces deliberaron por espacio de cuatro días. El problema era muy peliagudo, ya que la inmortalidad al servicio del mal estaba más allá de toda posible solución humana. No se trataba de imponer una pena justa a un delincuente: se trataba de
proteger a la raza humana de un aniquilamiento repentino. Un problema
insoluble... pero que tenía que ser resuelto. El hecho de que el juicio se celebrara en Francia facilitó la solución.
El traidor fue condenado a prisión perpetua - nunca mejor aplicado el término -, pero la sentencia contenía una cláusula especial.
Mientras viviera, el condenado sería guillotinado una vez al mes.
Fin