Esperaban escondidos, sudorosos, en aquel callejón mal iluminado la señal de su vigía que, desde el tejado de una casa vecina, espiaba los movimientos de las patrullas de policía por el colindante distrito residencial.
En cuanto se retirasen para acudir a otro de los innumerables puntos candentes de la ciudad amotinada, ellos se lanzarían al saqueo. ¡Black Power! ¡Poder a los negros, muerte a los odiados blancos!
Sus manos oscuras apretaban con furia las improvisadas armas con las que pronto harían correr la impura sangre de los «superiores» hombres blancos.
Hacía frío a aquella altura, pero la atmósfera era más limpia y se estaba lo suficientemente lejos de las grandes ciudades para que su iluminación no molestase. Desde allí, el indiscreto ojo del telescopio gigante podía curiosear mejor el lejano Cosmos, tratando de arrancarle sus secretos.
Hacía frío, pero el hombre no lo notaba y no por la protección del traje termógeno que envolvía sus enjutos miembros, sino por una fiebre que venía de más adentro, de su corazón y, sobre todo, de su cerebro.
La solitaria figura, empequeñecida por las titánicas dimensiones del instrumento que utilizaba, se mesaba los cabellos ya diezmados por el paso de los años, cubriendo el antes impoluto suelo del Observatorio con puñados de canas.
No era éste un hecho aislado, más bien una epidemia que atacaba a la totalidad de las sesudas cabezas diseminadas por la miríada de Observatorios que constelaban la parte del globo sumida, en aquel momento, en las tinieblas de la noche.
Y, francamente, no había para menos, pues lo que el científico estaba contemplando en aquellos momentos a través del ocular de su telescopio representaba el derrumbamiento de ese orgulloso edificio que la Humanidad había venido edificando, laboriosamente, durante siglos. La Ciencia.
Derribado en un abrir y cerrar de ojos, aunque tal vez sería mejor decir en un abrir de alas, ya que lo que estaba centrado en el campo visual del instrumento óptico en aquellos momentos era un pájaro... ¡El objeto lambda-1978 exterior era un pájaro!
Cuando el observatorio de Kilimanjaro había descubierto el objeto, allá en los límites del sistema solar, los astrónomos se habían apresurado a identificarlo como un asteroide errante que las leyes del acaso traían a las vecindades de nuestro sol. Y como tal lo habían clasificado.
Luego, los computadores gigantes de la cátedra de astronomía de la Universidad de Quito habían determinado su órbita y dictaminado que ésta lo llevaba en una trayectoria de colisión con el planeta Marte.
Cuando los titulares sensacionalistas provocados por la noticia amainaron en intensidad, los científicos pudieron hacerse oír para calmar los temores creados en las masas por un grupo de oportunistas hombres de la prensa: el choque sería de una magnitud suficiente como para poder ser observado telescópicamente desde nuestro planeta, pero tan pequeño a escala cósmica como para que no cupiese ningún temor sobre la estabilidad de nuestro sistema solar.
Desde entonces, los grandes Observatorios, cuyas tesorerías se habían visto enriquecidas por las jugosas aportaciones de las cadenas televisivas deseosas de transmitir la catástrofe (en un programa que sería la delicia de los anunciantes por la cantidad de espectadores que era previsible lo visionaran), habían enfocado sus mejores instrumentos científicos hacia el intruso, dispuestos a no perderse ni un microsegundo de este acontecimiento sin paralelo en la historia conocida de la Humanidad.
El Hombre iba a contemplar, por vez primera, un cataclismo cósmico. Pero...
¡Un pájaro!... ¡Y qué pájaro!
Un pájaro colosal, titánico, una nueva ave Roe corregida y aumentada. Semejante a un cóndor de los que pueblan los inaccesibles picachos de los Andes y sin embargo diferenciándose de ellos por su plumaje iridiscente que relucía con todos los colores del espectro y aún con algunos que los aparatos registraban, pero que el ojo se negaba a aceptar. Eso y el pico.
Y que conste, que nunca se ha usado el término pico en una forma más general que cuando se aplicaba al órgano bucal del ave del infinito, pues aquello no se parecía en nada a los distintos picos de las innumerables variedades de volátiles terrestres, sino que su aspecto se aproximaba más a la boca de una trompeta.
¿Y las dimensiones del monstruo?... ¡Inimaginables!: Un millar de kilómetros de pico a cola y no menos de 5000 de punta a punta de alas, alas con las que se movía grácilmente por el vacío, como una gaviota apoyándose en el viento, tal cual si en la absoluta nada interestelar hallase la suficiente densidad para impelerse a velocidades astronómicas.
¿Comprenden ahora por qué los científicos se arrancaban el cabello? Galileo y Einstein a la basura, Darwin y Hoyle a la papelera. La ciencia a los museos, a hacer compañía al Pitecántropo.
Y el titán estelar seguía volando, burlándose de la «científica ciencia» de los insignificantes habitantes de sol III.
Las pantallas de televisión en colores, conectadas a los más potentes instrumentos de astronomía óptica (hasta el telescopio gigante del Everest había sido alquilado, por una cantidad tan fabulosa que sólo había podido ser pagada por una marca de sopas concentradas de renombre mundial), transmitían la llegada a Marte del monstruo. El planeta relucía con su habitual color rojizo mientras el ave iniciaba una órbita a su alrededor.
En la nueva sede de las Naciones Unidas, en la Antártida, los delegados de los países del globo, seguían, como miles de millones de sus representados, las evoluciones del pájaro, pero con la ventaja que les daba el estar recibiendo en directo las imágenes que transmitía el Zion-5 desde su órbita marciana. Por eso relataremos los hechos tal y como los vieron los muy honorables señores delegados.
El titán extendió sus alas a su máxima amplitud y, sin visible esfuerzo, comenzó a planear a escasos kilómetros sobre la superficie del planeta. Luego, dirigió su «pico» hacia abajo.
Y entonces, ante los asombrados ojos de la mayor parte de los habitantes de la Tierra, pendientes de las lustrosas pantallas de los televisores, se desarrolló una escena increíble; a medida que el fondo del más allá pasaba sobre un segmento de la superficie del planeta ésta perdía su color escarlata, para adquirir una tonalidad blanca, de un blanco tal que más bien parecía ausencia de color que presencia del blanco.
Así, minuto a minuto, hora a hora, los atónitos ojos de la Humanidad entera contemplaron la asombrosa transformación del cuarto planeta, al cual nunca más se le podría llamar Rojo.
En la Babel de la Antártida, a pesar del frío clima, los delegados discutían acaloradamente, sin conseguir la ecuanimidad que se había pretendido obtener con su traslado desde Nueva York. Por el contrario, cada cual en su lengua o dialecto, trataba de manifestar su opinión respecto a los acontecimientos recién presenciados, gritando desaforadamente para lograr hacerse oír entre la catarata sonora que llenaba el enorme salón de sesiones.
Por último, lo que estaba sucediendo en la enorme pantalla dispuesta para recoger las señales del orbitador en Marte comenzó a atraer la atención de los diplomáticos que, poco a poco, fueron cerrando sus bocas y abriendo mucho sus ojos.
El inconmensurable pájaro, terminado su barrido de la superficie del planeta escudriñaba con sus ojos, facetados como diamantes, el cielo buscando una nueva presa. Por fin, su mirada pareció clavarse directamente en la pantalla.
Los delegados no pudieron evitar un respingo de sorpresa al creerse objeto de la atención de la bestia, pero no tardaron en comprender que la curiosidad de ésta no era provocada sino por el satélite de la Teocracia de Israel, Zion-5. En efecto, tras escudriñarlo detenidamente, se acercó con un suave golpe de alas, agrandándose en la pantalla, hasta que el campo del objetivo del lejano satélite tan solo alcanzaba cubrir la profunda sima que era el interior del pico del pájaro.
Atemorizados, algunos delegados se cubrieron los rostros con las manos, como intuyendo que algo terrible iba a ocurrir, pero iban a quedar decepcionados: la cámara siguió transmitiendo imágenes con suma perfección. El artefacto espacial seguía intacto.
Tan sólo había una pequeña diferencia, diferencia que al pronto no fue advertida más que por unos pocos. La imagen, que antes era en colores, ahora tan sólo registraba tonalidades blancas.
—¡Ese monstruo se come los colores! —fue el grito que, lanzado por el representante de la Democracia Ocular Castrista de Haití, rompió el sepulcral silencio que se había enseñoreado de la gran sala.
Un tumultuoso torrente de voces surgió incontenible por la brecha aparecida en el dique del silencio, anegándolo todo.
El pájaro era ya visible a simple vista. Tras limpiar Marte de todo color, había cambiado de rumbo, dirigiéndose hacia la Tierra.
El mundo de la ciencia estaba dividido en dos grandes bandos: hickoristas, seguidores de John Hicks, y los seuillanos, capitaneados por Fierre Seuilly. La trascendental cuestión que los dividía era la discusión sobre si el titán venía hacia la Tierra atraído por los colores de la misma o si había captado las señales del Zion-5, siguiéndolas ahora hasta su destino.
Lo cierto es que, embarcándose en esta discusión bizantina, los sabios de todos los países tan sólo pretendían, aunque fuera inconscientemente, rehuir la contemplación y estudio de los dos grandes misterios originados por la bestia: lo que había pasado en Marte y la misma existencia del ser.
Tal vez se debiese a que quedaban ya muy pocos cabellos en sus cabezas y deseaban conservarlos. No debemos olvidar que de aquella época proviene la denominación, corriente en nuestros días, del lenguaje vulgar de pelón, refiriéndose a todo científico.
Lo cierto es que a pesar de los sabios, a pesar de los diplomáticos y a pesar de los periodistas, un hecho permanecía irrebatible, la bestia se acercaba cada vez más a la Tierra.
Entonces, los militares creyeron llegado su momento.
—Faltan tres minutos para la hora Cero —resonaba la metálica voz de los autoparlantes en los pasillos subterráneos de una base de lanzamiento en algún lugar del Tibet. En los silos, los cohetes de fases múltiples y carga termonuclear marcados con la estrella roja de la Unión de las Repúblicas Socialistas Asiáticas esperaban el impulso eléctrico que les lanzaría hacia el infinito.
—Cero menos dos minutos —anunció el locutor de la base de lanzamiento de Redstone, en la Unión de Estados Soberanos Blancos y Negros de Norteamérica. Las barras y estrellas (alternadas una blanca y una negra) flotaban en el límpido cielo azul sobre los plateados cohetes atómicos de gran alcance.
—Sesenta segundos —se leía en el gran cuadrante luminoso que presidía el bunker de lanzamiento de la base de Baikonur, en la Confederación de Ciudades-Estado de la Gran Rusia. Aquí también los proyectiles parecían galgos esperando el disparo con que daría comienzo la carrera.
—Nueve, ocho, siete, seis... —musitaba el oficial superior, con el tono de un hechicero en una ceremonia vudú. A su alrededor, cien rostros oscuros, sudorosos, se fijaban en los cuadrantes que indicarían las fases de lanzamiento de los misiles de la fuerza aérea del Imperio Ghanata.
—Cinco, cuatro, tres, dos, uno... —contó el cronómetro de lanzamiento del cosmodromo de Medellín, en la Asociación de Estados Iberoamericanos. El dedo de un coronel se acercó al botón rojo situado en el centro geométrico de la casamata de mando.
—Cero... ¡fuego! —y los emisarios de muerte subieron veloces, lanzadas de luz en los cielos nocturnos o puntos brillantes en los iluminados por el sol.
El más fuerte ataque que el Hombre jamás había hecho, la concentración más enorme de poder destructivo estaba en camino contra la bestia.
Los segundos corrían unos tras otros en una nueva danza de la muerte, como las que se ven en esos cuadros medievales de las viejas iglesias centroeuropeas.
Las pantallas de radar seguían la trayectoria de intercepción de los miles de puntitos que convergían sobre el otro, algo mayor, procedente del espacio exterior; pero no eran las únicas pantallas alerta: protegidas tras filtros antideslumbrantes las cámaras de la televisión transmitían lo que ocurría a millones de televidentes ansiosos de presenciar el espectáculo. Algunos, más afortunados, encontrados en lugares desde los que sería visible la colisión, observaban el cielo con prismáticos, telescopios de aficionado o simples cristales ahumados.
Un punto atacante se fundió con la señal de radar que indicaba la posición del pájaro, luego otro y otro. En los televisores, los destellos atómicos cegaban a los espectadores impidiendo la visión de lo que ocurría.
Pero el monstruo aparecía incólume, antes bien, como contento. Saltaba de una explosión a otra a medida que se iban produciendo y a su paso el rojo infernal y el amarillo deslumbrador daban lugar al blanco desvaído.
¡Las bombas termonucleares, los cohetes, la potencia militar de la raza, la furia de los núcleos desatados tan sólo servía para dar un aperitivo al pájaro antes del plato fuerte: la Tierra!
Luego, cuando ya ni la República de Andorra tenía un mal megatón que lanzar contra la bestia, terminado el apocalíptico espectáculo, el ave reanudó su incontenible marcha.
Mucho antes, los televisores habían ido siendo apagados. Era el momento de la meditación, de la reflexión y de la plegaria... de la espera.
Y los cielos de la Tierra vieron pasar al ser inexplicable y así fue como los árboles perdieron su color verde y el mar su tono azul y el fuego su resplandor rojo y el trigo su amarillo y las rosas su carmín.
Y los tigres se hallaron blancos y los papagayos se vieron blancos y la Gioconda siguió sonriendo aunque ya sólo en blancos tonos... y ya no se pudo jugar más a las damas.
Y los habitantes de Watts se sintieron iguales a los de Manhattan y los soldados asiáticos en la frontera de los Urales se contemplaron del mismo color que los rusos del otro lado de las alambradas. Y los musulmanes negros se quedaron sin causa, y el Ku Klux Klan, y los partidarios del apartheid, y los supremacistas amarillos de Pekín.
Cuando el mundo se quedó sin colores, el titán agitó sus alas y, sin volver a fijar la vista en el globo blanco de polo a polo se alejó.
Los telescopios siguieron al animal en su órbita hacia el exterior del sistema hasta que dejó de ser visible ópticamente. Los radiotelescopios pudieron trazar su rastro durante algún tiempo más. Luego se desvaneció.
Las discusiones bizantinas entre los científicos aún habían de continuar por mucho tiempo, pero los más inteligentes ya habían vuelto al trabajo, al trabajo más importante del momento: a buscar urgentemente colorantes con que teñir la blanca uniformidad.
Esperaban escondidos, sudorosos, en aquel callejón mal iluminado la señal de su vigía que, desde el tejado de la casa vecina, espiaba los movimientos de las patrullas de policía por el colindante distrito residencial.
En cuanto se retirasen, para acudir a otro de los innumerables puntos candentes de la ciudad amotinada, ellos se lanzarían al saqueo. ¡Fat power! Poder a los gordos, muerte a los aliados flacos!
Sus gordezuelas manos apretaban con furia las improvisadas armas con las que pronto harían correr la impura sangre de los «superiores» hombres delgados.
FIN