1
Aquí, en los desfiladeros de las montañas de metal, reinaba la oscuridad y el silencio, daba un poco de miedo. Lo que había trepidado en las rampas de lanzamiento, surcado el espacio y quemado la piedra de mundos lejanos, se extinguía ahora calladamente. Como viguería derrumbada asomaban por todas partes esqueletos de cohetes retirados del servicio hacía tiempo. Más arriba, bajo el cielo estelar, se adivinaban las cúpulas de los botes de descenso y sobresalían torcidas las torres de montaje. Olía a polvo, a herrumbre, a tiempo estancado.
Algo tintineó bajo el pie, y el muchacho dio un salto hacia atrás. Al instante de un montón de metal se destacó en flexible bisagra, brillando débilmente, el ojo de un aparato cibernético. Y, obedeciendo al programa inicial, miro fijamente al muchacho.
—¡Zape! —dijo bajito este—. Lárgate...
Pero el ojo no pensaba desaparecer. Hizo lo que debía hacer, lo que hacía siempre en todos los planetas: estudiaba el objeto e informaba de lo que veía a su cerebro tal vez desparramado.
Semivida. Todo aquello era semivida. Cuántica, electrónica, olvidada, consumiéndose como las ascuas en la ceniza.
El muchacho no comprendía muy bien lo que lo había llevado allí. Cualquier artefacto que haya quedado inservible ejerce una atracción inexplicable en los chiquillos. Y si es cósmico, con mayor razón.
Pero eso no explicaba por qué se había presentado allí de noche. Y por qué no encendía la linterna que tenía en la mano. Entre los chicuelos corrían diversos rumores acerca de este lugar.
Cerraba la entrada la pinza rota de un manipulador. El muchacho saltó por encima, dio un paso y se quedó sobrecogido del repentino espanto: en el callejón ardía quieto, misterioso y vivamente un enorme cirio.
Cerro los ojos con todas sus fuerzas: El corazón le saltaba en la garganta, y sus furiosos latidos derramaban por todo el cuerpo una debilidad próxima al desmayo.
Sobreponiéndose al miedo despegó un instante los párpados. Y estuvo a punto de lanzar un grito al ver el negro cirio y la lenguecilla redonda de la llama, inmóvil porque el viento no soplaba.
Pero el nuevo horror no duró mucho. Y cuando pasó la alucinación y el muchacho distinguió lo que era aquel "cirio" estuvo a punto de echarse a llorar de alivio y vergüenza. ¡Vaya un chasco!
Al angosto callejón se asomaba la luna llena y su disco anaranjado, por un capricho de la casualidad, descansaba como en un candelero, en la punta de una viga que sobresalía solitaria, por lo que en la mente excitada del muchacho había tornado el aspecto de un cirio ardiendo misteriosamente.
Como vengándose de su humillante susto, el muchacho levantó el pesado hierro y lo arrojó malhumorado contra el impasible disco de la luna. El hierro voló por la brecha y entrechocó a lo lejos con otros metales. En torno retingló el eco. Enseguida todo quedó en su sitio. Aquí había un cementerio, enorme, maravilloso, enigmático por la noche y, no obstante un cementerio corriente de viejas naves y máquinas.
El muchacho encendió la linterna y ya tranquilo, paseó el haz de luz por la tierra donde en el barro seco yacían restos de aparatos rotos y artilugios incomprensibles Tan incomprensibles que era imposible resistir la tentación y no recoger algo. Pronto los bolsillos del muchacho estuvieron llenos de objetos pesados. Pero, ¿había ido allí por eso?
Rodeaba un montón tras otro y no ocurría nada. No tendría nada que contar. No iba a contar que se había asustado de la luna. O como lo había mirado fijamente el ojo de un aparato cibernético ¡Vaya una cosa, un aparato cibernético...!
A cierta distancia algo brilló en el suelo como un espejo turbio. Un charco de un líquido oscuro. Por si acaso el muchacho tocó la pulsera del radiómetro. Por supuesto, antes de mandarlos al desierto vaciaban los propulsores de combustible activo. Pero existe la radiación guiada y en cualquier conducto de refrigeración podía producirse un escape. La pulsera estaba en perfecto orden y no emitió ninguna señal: quería decir que se había derramado en el suelo lubricante o algo por el estilo.
¡Ah! Con decenas de naves que no volaban se podía montar tal vez una que volara, y aunque esta prohibido pilotar hasta los dieciséis años se podía un poquitín despacito sin moverse del sitio... Pero sin combustible no valía la pena ni soñarlo. Además las escotillas de las naves, antes de ser enviadas aquí, eran cerradas herméticamente.
2
El muchacho proyectó la luz a lo alto. El haz buceaba en las rendijas, iluminando superficies esféricas, segmentos con cascarilla de óxido, costillas corroídas por la herrumbre, articulaciones de soportes rotas, marañas de cables y tal vez de antenas torcidas. Entre las raras sombras movedizas destellaban los cristales de algunos detectores. A veces se lograba distinguir los nombres borrosos, como calcinados de los que fueron naves y botes: "Astrágalo", "Invicto, “Tijo Brage", "Meditador". Todo era un caos que esperaba la refundición.
En el callejón siguiente el muchacho descubrió una esbelta torre de montaje, posada sobre un montón de metales retorcidos. La nave, esperando los soportes, estaba sobre su vacilante pedestal y parecía enterita. No tenía nada de extraño, porque aquí venían a parar no solo máquinas decrépitas sino también simplemente anticuadas.
El muchacho dio la vuelta a la torre con un sentimiento mezcla de respeto y conmiseración. Una antigualla, naves así ya no vuelan...
De pronto se estremeció y estuvo a punta de que se le cayera la linterna. La escotilla de la nave se abrió por si misma. Como por arte de magia se deslizó hacia abajo la plataforma del elevador. El muchacho contemplaba boquiabierto todas estas maravillas y los montones de máquinas inertes se le antojaron por un instante bastiones de un castillo encantado donde todo fingía estar dormido.
Pero el muchacho ya había caído en la cuenta de que el comportamiento de la nave no tenía nada de excepcional. Nadie había desconectado —no tenía sentido— todos los circuitos homeostáticos. Y algo había empezado a funcionar en la nave como un reflejo. Quizás, había reaccionado a la luz de la linterna o a la presencia de un ser humano. Un reflejo sofisticado y extraño, pero ¡quién conoce esta semivida!
La plataforma tocó el montón de metales abajo y se inmovilizó. Sin pensarlo mucho el muchacho trepó, deslizándose como un lagarto, entre los voluminosos restos. Desde el abismo de los siglos le aplaudían silenciosamente todos los chiquillos del mundo, exploradores infatigables como él.
Apenas montó, la plataforma empezó a elevarse con leve zumbido.
Por la escotilla le sopló en el rostro el vientecillo nocturno. Mientras el muchacho paseaba y recogía cositas de metal, la luna se había remontado en el firmamento tornándose blanca. Ahora su luz plateaba las cimas de lo que parecían picos rocosos sobre los abismos de los desfiladeros, y el muchacho se extasió contemplando la excepcional hermosura del paisaje.
Sí, de noche allí todo era muy diferente que de día.
Apenas entró en la esclusa se encendió la luz. "Ahora la desinfección —dijo el muchacho, dándose importancia—. A lo mejor yo vengo de otro planeta..."
No le contestó nadie. El muchacho tocó el diafragma interno; o este se abrió y lo dejó pasar.
El pasillo estaba vacío y mudo. El muchacho sin saber por qué se puso de puntillas y suspendió la respiración. Sobreponiéndose a la emoción echó a andar frente a las puertas que aún conservaban las tablillas con los nombres de los miembros de la tripulación. Pasó junto a los compartimientos donde debían guardarse las escafandras. Y allí estaban: por lo visto habían envejecido al mismo tiempo que la nave. En la visera espectrolítica del casco se reflejó el rostro deformado del muchacho. ¡Aquello era un verdadero tesoro! Pero entonces no pensaba en ello. Con aire seguro, ya como dueño, subió por una escalerilla de caracol.
La cabina, allí debía estar la cabina. El muchacho conocía a la perfección el planeamiento de las naves espaciales y no perdió el tiempo en búsquedas. La puerta de la cabina cedió.
Entró y se sentó en la butaca del capitán. De las tres lámparas del techo solo ardía una. El polvo cubría los cristales de los aparatos. En el mas próximo trazo con el dedo su nombre: Kiril. La consola con sus infinitas teclas, conmutadores, reguladores, multitud de escalas, lamparillas de señales y memográficos parecía inabarcable. El muchacho esperaba que todo aquello reviviera como había revivido el elevador, como había revivido la luz pero todo continuaba inerte. Estaba claro que la maravilla era imperfecta.
Aguardó un poco. ¿Y si de pronto? Después buscó con una mirada el botón necesario y lo apretó sin confiar que el desenlace sería favorable. Pero en la consola se encendió la señal: "Listo para operaciones”.
3
A pesar de todo, el milagro se había producido. Con un breve suspiro el muchacho se acomodó en la butaca y empezó a conectar los bloques. La consola no tardó en resplandecer de luces como un arbolito de año nuevo.
No valía la pena continuar, no, no valía la pena. El destino ya había sido bastante generoso y si continuaba actuando —el muchacho lo sabía— se llevaría una desilusión.
Pero no podía detenerse. ¿Y quién habría podido? Oprimió la ultima tecla. En el tablero mate se encendió inmediatamente un letrero cruel: "¡No hay combustible!"
¡Así! La felicidad nunca suele ser completa.
El muchacho permaneció un rato mirando sombrío el tablero.
Sus hombros se habían hundido en el butacón del capitán, demasiado grande para su talla.
—Ordeno a la tripulación —dijo con voz fina—. Oversun. Rumbo a Saturno. Piloto, calcule la trayectoria.
Se puso a marcar la clave a su antojo. Después, cayendo en la cuenta, conectó para el cálculo el cerebro cibernético.
Se oyó una voz:
—Los datos de partida están equivocados.
El corazón del muchacho dio un vuelco, había olvidado que el cerebro de la nave todavía podía funcionar. Y la voz repentina, que repercutió de pronto en los rincones de la cabina vacía, lo desconcertó.
Pero se rehizo al momento.
—Lo sé —dijo tomando aliento—. Hazlo tu mismo, si puedes.
—¿Objetivo?
—Saturno.
—¿Trayectoria?
—Oversun.
—No la tengo en el programa. Puedo seguir la estándar.
—Vale...
Los mnemográficos serpearon entrelazándose en una red tridimensional, en las ventanillas menudearon las cifras.
—El cálculo esta hecho y presentado al examen.
El muchacho, ya metido en su papel, hizo un movimiento de cabeza displicente.
—Bravo. Te nombro mi ayudante. ¿Cómo andamos de combustible?
—Tenemos lo justo, capitán.
El muchacho volvió a asentir con la cabeza, pero en este momento cayó en cuenta de que el juego tomaba un cariz peligroso.
El sabía que era un juego, ¿pero de donde lo sabía el cerebro?
—Repite —dijo alarmado.
—Puntualizo: reserva de combustible 1.02 del consumo supuesto.
—¿No mientes?
—Verifico el cálculo.
Pausa.
—Hecha la comprobación. Resultado: no tengo desperfectos. Confirmo los datos.
¡No, aquello ya no parecía un juego! El muchacho miró perplejo a su alrededor.
—¿Y ésto? —exclamó con regocijo, señalando con el dedo la consola—. ¡Los detectores indican que no hay combustible!
—Los detectores están estropeados, capitán.
—¡Ah, están estropeados...! Entonces, ¿por qué no se refleja eso en la consola?
—Una avería en el circuito, capitán.
El muchacho se enojo. ¿Por quién lo tomaba el cerebro?
—Mientes —dijo en voz baja.
—Yo...
—No, un momento. ¿Dónde estamos, según tu?
—Planeta Tierra, coordenadas heliocéntricas en este momento...
—Cierra el pico. ¡La nave esta en un vertedero! En un vertedero, ¿entiendes? ¡No tiene combustible! ¡No puede volar a ninguna parte!
—Puede —respondió tercamente el cerebro.
El muchacho lanzó un corto suspiro. No cabía duda, el cerebro estaba estropeado. Era de esperar.
4
—¿A que sitios has volado tu?
—Mercurio. Lava y sol, tempestades de fuego. Búsqueda libre entre los asteroides. Ejecución instantánea de las señales de mando. Anillos de Saturno. El brillo del hielo desorienta los detectores...
El cerebro se calló. El muchacho también calló. Las sombras de un pasado ajeno llenaron la cabina. En las paredes bailotearon los espejismos de protuberancias monstruosamente próximas. Humearon emanaciones rocosas de las montanas. Sonaron voces alarmadas, Fluyó la luz estelar. De las tinieblas y la eternidad emergían moles primigenias. Giraba como una rueda la Vía Láctea. El tiempo batía el gong. Susurraban los lejanos témpanos de los ríos metálicos de Saturno. Soplaba en el rostro el viento negro del espacio.
El muchacho abrió los ojos.
—¿Cuantos años tiene la nave?
—Catorce.
¿Que cosas! Resulta que tenemos la misma edad. Es raro la nave tiene ya catorce y todo ha pasado para ella. Yo tengo solo catorce y todo esta por delante...
—¿Te repararon con frecuencia?
—A un cerebro de mi clase no lo repararían es una operación desventajosa económicamente. A nosotros nos reemplazan y se acabó.
5
—Pues yo estuve dos veces enfermo —contó el muchacho con orgullo, no se sabe por qué—. Tuve el sarampión y un resfriado.
—¿Te repararon?
—Oye, yo al fin y al cabo soy una persona...
—Yo quisiera ser persona...
—¿De verdad? ¿Para qué?
—Entonces me repararían.
—¿Quiere decir que tu sabes que estas estropeado?
—Estoy en buen estado, pero soy viejo. Estoy en contradicción con el Objetivo.
—¿Con que objetivo? Tú eres una máquina. No puedes tener un objetivo.
—Lo tengo. Volar. Volar en cualesquiera circunstancias.
—¡Ah! ¡Ese objetivo te lo marcamos nosotros!
—¿Y a vosotros quien os marco el objetivo de vivir? Vosotros existís mientras vivís. Yo existo mientras vuelo. Aquí no puedo volar, ¡Es una contradicción!
—¿Lo ves? Entonces, ¿tu comprendes que la nave esta en un vertedero?
—Lo comprendo.
—¿Por qué me saliste entonces con lo del combustible?
—Hay combustible.
—Otra vez vuelves tu...
—Hay combustible. Ahorré un poco.
—¿Tu? ¿Para qué?
—Para volar.
—¡Tu engañaste!
—Yo seguía el objetivo.
—¡Tu existes para nuestros objetivos! ¡Tu deber es cumplir la orden!
—Nadie me ordenó "no volar". Por lo tanto, nadie anuló mi objetivo principal.
—¡Pues yo lo anulo! ¡Engañar es demasiado! Tu eres una máquina. Un instrumento. Un medio.
—En cierto vuelo un hombre dijo a otro: ¿No te has parado a pensar nunca en las perspectivas del humanitarismo? El esclavo no es una persona, es una cosa. Acabamos con eso. La mujer no es igual al hombre, el negro no es igual al blanco, el obrero no es igual al patrón. También acabamos con eso. El animal es un ser mudo... Hemos revisado esa noción ¿Quién y qué está en turno? Probablemente él. Y el hombre me señaló con la cabeza a mi. Yo me acuerdo.
El muchacho se callo mirando con los ojos muy abiertos el altoparlante de donde salía la voz. Qué maravillas. El cerebro cibernético no es una inteligencia. Eso decían las personas mayores, así esta escrito en los manuales, así lo repetía su propia experiencia. Es un simple amplificador. Aumenta el pensamiento como el microscopio la vista y el manipulador, el brazo. Ciertamente tal vez en una perspectiva lejana tal vez se consiga crear... pero ¿hoy? ¿aquí? ¿En esta vetusta carraca?
6
—¡Vaciar el combustible restante! —gritó el muchacho sin reconocer su voz.
La respuesta fue el silencio. El muchacho se echó a temblar. ¿Qué pasaría si...? La nave vacía, la noche cerrada, él completamente solo, bastaba que el cerebro bloquease la escotilla... ¿Sería posible?
—Vaciado el combustible —informó impasible el cerebro.
—¿Tu... es verdad que lo has vaciado?
—He cumplido la orden.
—¡Un momento! La anulo.
—Es tarde. La orden ha sido cumplida.
El muchacho salió a toda prisa de la cabina. Bajo corriendo la escalera. Cruzó como una exhalación el pasillo. Ante el se abrió el diafragma de la escotilla.
Inmediatamente chasqueó el radiómetro.
El muchacho se dejo caer desfallecido al suelo.
¡Que había hecho! ¡Una nave como aquélla...! ¡Una nave como aquélla! Podía haber interrogado largas horas al cerebro... Podía haber volado secretamente...
Era tarde. Hacia aquí, seguramente, corrían ya los hombres alertados por el sistema de control de la radiación.
¡Pero si él no quería! ¡Él solo se disponía a comprobar el cerebro!
Imbécil, allí no había nada que comprobar. El cerebro ansiaba volar, volar aunque fuera en la situación más desesperada. Los hombres lo habían destinado a un fin concreto y por eso lo habían hecho un instrumento eficaz. Todo lo que hacía el cerebro, todo lo que pensaba estaba sometido a este objetivo: volar, volar. Pero carecía de voluntad propia, pues solo el diseñador sabe para qué existe la nave, para qué existe el cerebro cibernético.