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CUENTOS CIENCIA-FICCIóN
CUENTO SEGREGACIóN (por Vernor Vinge)
Antropología y arqueología... la búsqueda de antiguas civilizaciones... esto ha formado el fondo de tantos relatos llenos de color en la ficción científica, desde las leyendas de la Atlántida a las de olvidadas razas extrañas en las galaxias. Aquí, un nuevo escritor ofrece una diferente clase de investigación en una muy distinta civilización perdida.

—... ¡PERO VIO UNA LUZ! En la costa. ¿Puede comprender lo que esto significa?
Diego Ribera y Rodríguez se inclinó sobre el pequeño escritorio de madera para recalcar su insinuación. Su interlocutor se hallaba sentado en la sombra y evitaba el débil resplandor de la lámpara de aceite de ballena que colgaba del techo del camarote. Durante la momentánea pausa en la discusión, Diego oyó silbar agudamente el viento entre los mástiles y jarcias. Se sintió súbita y penosamente consciente del balanceo del puente y del lento columpiar de la lámpara. Pero continuó con la mirada fija en el hombre que frente a él estaba, en espera de una respuesta. Finalmente, el capitán Manuel Delgado inclinó su cabeza sacándola de las sombras, y sonrió desagradablemente. Su enjuto rostro y el negro bigote pronunciado le daban el aspecto de lo que era: un ejecutor de poder... político, militar y personal.
—Significa gente —respondió—. ¿Y qué?
—Eso es. Gente. En la península Palmer. El continente Antártico está habitado. ¡Vaya, el hallar seres humanos en Europa no podía ser ya más fantástico!
—Mire, señor. Me doy vagamente cuenta de la importancia de lo que usted dice. — Sonrió otra vez con aquella peculiar manera—. Pero el Vigilancia...
Diego probó de nuevo.
—Hemos de desembarcar sencillamente e investigar la luz. Considere sólo la importancia científica de todo ello... —El antropólogo había dicho una inconveniencia.
La cínica indiferencia de Delgado dio paso, en su cara joven y de acusados rasgos marcados por la experiencia, a una expresión fiera.
—¡Importancia científica! Si esos babosos australianos amigos suyos quisieran, podrían darnos todo el conocimiento científico jamás conocido. Pero ellos tienen a sus "simpatizantes" —apuntó con un dedo a Ribera— recorriendo todo el Hemisferio Sur, haciendo una labor de "búsqueda" que debe haber sido efectuada diez veces hace más de doscientos años. Los puercos ni siquiera emplean el conocimiento en su propio beneficio.
—Esta era la mayor condena que Delgado podía pronunciar.
Ribera contuvo a duras penas una réplica mordaz, pues ya era más que bastante un error aquella noche. Podía comprender, aunque no aprobar, el encono de Delgado contra una nación que había tenido la suficiente cordura (o suerte), para no incendiar sus bibliotecas durante los alborotos y desórdenes que siguieron a la Guerra Mundial del Norte.
Los australianos tienen el conocimiento, muy bien, pensó Ribera, pero también tienen el buen criterio de saber que deben efectuarse algunos cambios en la sociedad humana antes de que ese conocimiento pueda ser reinstaurado, o de lo contrario nos veríamos envueltos en una Guerra Mundial Sur y acabaríamos con la raza humana. Esto era lo que Delgado y muchos otros se negaban a aceptar. Pero, realmente, señor capitán, estamos haciendo una investigación original. Las corrientes y poblaciones del Océano cambian en el curso de los años. Nuestros datos son a menudo muy diferentes de los que sabemos fueron recogidos antes. Esa luz que Juárez vio esta noche es la evidencia más firme de que las cosas son distintas. Y para Diego Ribera, ello era especialmente importante. Como antropólogo no había tenido nada que hacer durante el viaje, excepto marearse. Mil veces se había preguntado por qué había sido él quien organizara la inclusión de ecólogos y oceanógrafos en el buque; ahora lo sabía. Si tan sólo pudiese convencer a este intolerante marino...

Delgado pareció relajado de nuevo.
—Y además, señor profesor, debe usted recordar que sus "científicos" son realmente superfluos en esta expedición. Tuvo usted suerte en meterse a bordo.
Era verdad. El Presidente Imperial(*) era aún más hostil que Delgado para con la Universidad de Melbourne. A Ribera no le gustaba pensar en toda la suma de pelotilleos y triquiñuelas que había sido necesaria para incluir a aquella gente en la expedición. La réplica del antropólogo al último comentario del capitán brotó respetuosa, casi humildemente.
—Sí, ya sé que está usted haciendo algo verdaderamente importante aquí. —Hizo una pausa. ¡Al diablo!, pensó, asqueado de pronto ante su propia actitud congraciadora. Este estúpido no escuchará a la lógica o al halago—. Sí, verdaderamente importante — repitió—. Allá en Buenos Aires, el astrólogo mayor del presidente imperial consultó su bola de cristal, o lo que fuese, y dijo a Alfredo IV, con tono sepulcral: "Señor Presidente, las estrellas han hablado. Todos los secretos del goce y la riqueza se hallan en la isla flotante Coney. Enviad a vuestros hombres en dirección al sur para hallarla." Y así usted, el comandante-piloto del Vigilancia, y la mitad de los deficientes mentales de Sudamérica, se hallan andorreando en torno a la costa antártica en busca de la Isla Coney. Ribera expelió aliento y sátira al mismo tiempo. Sabía que su temperamento, durante tanto tiempo enjaulado, no había sino arruinado todos sus planes y quizá puesto en peligro su vida.

La cara de Delgado pareció helarse. Su mirada revoloteó por encima del hombro de Ribera, posándose en un espejo estratégicamente situado en el espacio comprendido entre el marco de la puerta del camarote y su umbral. Luego volvió a mirar al antropólogo.
—Si yo no fuese un hombre razonable, sería usted pasto de las oreas antes de mañana por la mañana. —Luego sonrió con mueca sinceramente amistosa—. Además, tiene usted razón. Esos imbéciles de Buenos Aires no son aptos para gobernar una pocilga y mucho menos el Imperio Sudamericano. Alfredo I era un nombre, un superhombre. Antes de que los trastornos de la guerra se hubiesen apagado, unió un continente entero en un solo puño, un continente que nadie había sido capaz de unificar con aviones a chorro y armas automáticas. Pero sus sucesores, especialmente el de ahora, son vagabundos supersticiosos. Francamente por eso no puedo desembarcar en la costa. El astrólogo imperial, ese tal Jones y Urrutia, pretendería, a nuestro regreso, que yo había provisto de lo necesario a sus simpatizantes australianos, y el presidente le creería, y probablemente yo sería expedido con un billete de ida sólo al hemisferio norte.
Ribera quedó silencioso durante un segundo, intentando aceptar la súbita amistosidad de Delgado. Finalmente se aventuró a decir:
—Yo habría pensado que, aunque usted aprecia a los astrólogos, parece tenernos bastante aversión a los científicos.
—Está usted empleando marbetes, Ribera. No tengo nada contra las calificaciones. El éxito gana mi atención y el fracaso mi odio. Pudo existir algún tiempo pasado, en el que un grupo, cuyos componentes se denominaron a sí mismos astrólogos, obtuviera resultados. No lo sé, ni me interesa la cuestión, porque vivo en el presente. En nuestro tiempo, los hombres que actúan bajo el nombre de astrólogos son incapaces de obtener resultados; son impostores conscientes. Pero no presuma usted, que los suyos también han conseguido condenadamente escasos resultados. Y si resultara alguna vez que los astrólogos tuviesen éxito, aceptaría sus artes sin vacilación, y les denunciaría a ustedes y a su método científico como supersticiones... pues eso es lo que sería frente a un método de mayor rentabilidad.
El sumo pragmático, pensó Ribera. Al menos aquí hay una forma de persuasión que servirá.
—Comprendo lo que quiere usted decir, capitán. Y, en cuanto al éxito, hay un medio para que pueda desembarcar impunemente. En el curso de los siglos suelen suceder muchas cosas. —Medio a hurtadillas prosiguió—. Lo que fuera antaño una isla flotante puede que se asentara en la orilla del continente. Si se les pudiese convencer de la idea a los astrólogos... —Dejó en suspenso la frase.
Delgado meditó, mas no por mucho tiempo.
—¡Vaya, esa es una idea! Y personalmente me gustaría descubrir la especie de criatura que prefiera esta nevera al resto del Mundo Sur... Muy bien, lo intentaré. Ahora, salga. Tengo que hacer aparecer esto como ocurrencia de los astrólogos y usted puede estropear la ilusión si está presente cuando les hable.
Ribera se levantó de su silla, tambaleándose por el balanceo y la brusquedad de su despedida. No cabía duda alguna de que Delgado era el más insólito oficial que jamás conociera.
—Muchísimas gracias, señor capitán. —Se volvió y atravesó con inseguros pasos la puerta, pasó ante el fanal que estaba junto a la entrada, y se sumió en la oscuridad azotada por el viento de la breve noche antártica.
A los astrólogos les gustó la idea, y a las dos treinta de la madrugada (poco después del orto) la Vigilancia, Nave del Presidente, cambió de rumbo y viró hacia la zona de la costa donde había aparecido la luz. Antes de que el sol estuviera seis horas en el firmamento, se arriaron los botes que pusieron proa a la costa.
En su avidez, Diego Rivera y Rodríguez logró meterse en el primero, sin percatarse de que los astrólogos se aprovecharon de su favorecida situación, para comandar la embarcación de cabeza. Era un día despejado, pero el viento agitaba el mar y fría agua salada salpicaba a los tripulantes de la frágil embarcación que se agitaba alzándose y cayendo, con una monotonía que presagiaba el mareo a Ribera.
—¡Vaya, por fin se toma usted interés por nuestra búsqueda! —dijo una voz aguda, interrumpiendo sus pensamientos. Ribera se volvió para encararse con quien hablaba, reconociendo a Juan Jones y Urrutia, ayudante del astrólogo mayor del Presidente Imperial. Sin duda alguna, el insípido joven místico creía a pies juntillas en las leyendas de la Isla Coney, pues de lo contrario se las habría apañado para quedarse en Buenos Aires con el resto de los hedonistas de la corte de Alfredo. Junto al astrólogo se sentaba el capitán Delgado, quien debió haber efectuado un tremendo trabajo de persuasión, pues Jones parecía considerar la idea de visitar la costa como salida de su propio caletre.
Ribera se esforzó por sonreír.
—Bueno, sí,... ejem... Jones insistió:
—Dígame, ¿hubiese sospechado siquiera que existía vida aquí, usted que no se preocupó en consultar los Fundamentos de la Verdad?
Ribera gimió. Se fijó en que Delgado sonreía ante su malestar. Si la embarcación sufría otro altibajo, Ribera pensó que chillaría; la nave lo hizo, él no.
—Creo que no podíamos haberlo supuesto, en efecto —respondió, pegado al costado de la embarcación, maldiciéndose por haber mostrado tanto anhelo en montar en la primera.
Su mirada erró por el horizonte... cualquier cosa con tal de apartarse de la vacua y presuntuosa expresión de la cara de Jones. La costa era gris, pelada, cubierta por grandes cantos rodados. Los rompientes que la azotaban parecían amarillentas o rojizas donde no eran blanca espuma... coloreadas probablemente por algas y diatomáceas; los de ecología lo sabrían.
—¡Humo a proa!—La voz provenía, atenuada, de la segunda embarcación. Ribera entornó los ojos examinando minuciosamente la costa. ¡Allí! Apenas reconocible como humo, la calina, agitada por el, viento, se alzaba de algún punto oculto por los bajos cerros costeros. ¿Y si resultara que fuese algún tardío volcán activo? Este pensamiento desalentador no se le había ocurrido antes. Los geólogos se divertirían, mas, en cuanto a él concernía, supondría un fracaso... En todo caso, dentro de pocos momentos sabría lo que era.
El capitán Delgado evaluó la situación y dio luego breves órdenes a los remeros, cuya cadencia aumentó, girando la embarcación noventa grados para moverse paralelamente a la costa y a las rompientes, a unos quinientos metros. Las barcas que seguían imitaron la maniobra.
No tardó en plegarse la costa hacia el interior, revelando una ensenada larga y angosta. La noche anterior, el Vigilancia debió haber estado directamente en línea con el canal, para que Juárez hubiese podido ver la luz. Las tres embarcaciones remontaron el estrecho. Pronto cesó el viento. Todo cuanto podía oírse de él era un desapacible silbido al barrer los cerros que bordeaban el canal. Las olas eran mucho más suaves ahora y el agua helada no salpicaba ya el interior de las barcas, aunque las zamarras con capucha de los hombres estaban ya encostradas de salitre. Antes, el agua había parecido ligeramente amarilla; ahora anaranjada y hasta roja, especialmente más arriba de la ensenada. La brillante contaminación bacterial contrastaba agudamente con los romos cerros, que no mostraban vegetación alguna. En vez de elementos de la flora, grises cantos rodados de todos los tamaños cubrían uniformemente el paisaje. No había nieve por ninguna parte; llegaría con el invierno, que estaba aún a cinco meses de distancia. Mas para Ribera, aquel "paisaje" estival era muchísimo más áspero que el panorama del más crudo invierno en Sudamérica. Agua roja, pardos cerros. Las únicas cosas que hasta parecían débilmente normales eran el brillante cielo azul y el sol que proyectaba largas sombras en el sumido valle; un sol que parecía constantemente a punto de ponerse, aunque apenas se había alzado.
La atención de Ribera se dirigió canal arriba. Olvidó el marco, el agua sangrienta y la tierra muerta. Pudo verlos; no un fulgor ambiguo en la noche, ¡sino gente! Vio sus cabañas, al parecer hechas de piedra y pieles, y hundidas en parte en el suelo. Vio lo que parecían ser barcas o kayaks de cascos de cuero y, entre ellas, una embarcación mayor, blanca (¿qué podría ser?), alineadas todas en el terreno ante el poblado. ¡Veía personas! No distinguía las expresiones de sus caras, ni tampoco el tipo exacto de su ropaje, pero las veía y eso bastaba de momento. Allí había algo verdaderamente nuevo; algo que los hacía tiempo desaparecidos eruditos de Oxford, Cambridge y UCLA no habían sabido nunca, ni habían podido saberlo. ¡Allí había algo que la humanidad estaba contemplando por vez primera!
¿Qué trajo aquí a esta gente?, se preguntó Ribera. De los varios libros sobre culturas polares que había leído en la Universidad de Melbourne, sabía que por lo general hay pueblos forzados a trasladarse a las regiones polares por presión de otros competidores. ¿Cuáles eran las fuerzas que había tras esta migración? ¿Quiénes eran esos pueblos?
Las barcas surcaron rápidamente el agua en calma, y Ribera no tardó en notar cómo la quilla de la suya rozaba el fondo. El y Delgado saltaron al agua roja y ayudaron a los remeros a arrastrar la embarcación a la playa. Ribera esperó impacientemente a que llegaran las otras dos barcas que transportaban a los científicos y, en el ínterin, concentró su atención en los nativos, intentando comprender en seguida cada detalle de sus vidas.
Ninguno de los aborígenes se movió; ninguno corrió; ninguno atacó. Permanecieron, donde estaban cuando los vio por primera vez. No fruncieron el ceño ni blandieron armas, pero Ribera se daba buena cuenta de que no se mostraban amistosos. No aparecían, en ellos ni sonrisas, ni muecas y gestos de bienvenida. Parecían ser gente orgullosa. Los adultos eran de elevada estatura y sus caras tan mugrientas, curtidas y marchitas, que sólo un antropólogo podría adivinar su raza. Por lo hundido de sus labios dedujo que a la mayoría de ellos le faltaba la dentadura. La chiquillería nativa fisgaba tras las piernas de sus madres, mujeres que parecían lo bastante viejas como para ser bisabuelas. De haber sido sudamericanas hubiese estimado su edad en sesenta o setenta años, pero sabía que no podían tener más de veinte o veinticinco.
Por los tejidos adiposos de sus caras, Ribera pensó que se podía deducir la evidencia de la adaptación al frío; tal vez fuesen esquimales, aunque habría sido físicamente imposible para aquella raza emigrar de un polo al otro mientras estaba en pleno apogeo la guerra del Hemisferio Norte. Tanto sus zamarras como sus "kayaks" parecían estar hechos con piel de foca. Pero sus zamarras eran de mal corte y mucho más abultadas que las de los esquimales que había visto en fotografías. Y los arpones que llevaban mucho menos ingeniosos que los que recordaba. Si aquella gente procedía de la supuestamente extinta raza esquimal, se trataba, a buen seguro, de una rama en extremo primitiva. Además, eran demasiado peludos para ser indios o esquimales de pura sangre.
Con mediana atención se fijó en el vistazo de los astrólogos al poblado y les dejó hacer. Ellos andaban tras la Isla Coney y no de algunos apestosos aborígenes. Ribera sonrió mordazmente; ¿cuál sería la reacción de Jones, si el astrólogo se enteraba de que Coney había sido antaño un parque de atracciones americano? Muchas leyendas habían brotado en la postguerra y la de la Isla Coney era una de las más fantásticas. Jones condujo a sus hombres a uno de los cerros más próximos, evidentemente para conseguir una vista mejor de la zona. El capitán Delgado despachó presurosamente a doce tripulantes para que acompañasen a los místicos. El buen marino reconocía evidentemente la situación en que se encontraría si alguno de los astrólogos llegaba a perderse.
La atención de Ribera volvió a centrarse en el enigma. ¿De dónde venía aquella gente? —¡Cómo había llegado allí? Quizás era éste el mejor enfoque del problema, pues las personas no brotan del suelo. Los miserables "kayaks" —no eran auténticos "kayaks", porque no encerraban la parte inferior del cuerpo de sus tripulantes— apenas podían transportar a una persona en diez kilómetros de mar abierto. ¿Y aquella embarcación blanca, allá en la playa? Parecía mucho más compleja que los "kayaks" de piel curtida y hueso. La examinó detenidamente desde lejos... hasta podría estar hecha de fibra de vidrio, un material de construcción de la anteguerra. Tal vez debería examinarla más de cerca.
Una voz llamó la atención de Ribera y se volvió. La segunda embarcación que transportaba a la mayoría de los científicos había varado en la rocosa playa. Corrió a ella y expuso la esencia de sus conclusiones a los que desembarcaban. Tras explicar la situación, Ribera eligió a Enrique Cardona y Ari Juárez, ambos ecólogos, para que le acompañasen a parlamentar con los nativos, y los tres se acercaron al grupo mayor, cuyos componentes les contemplaban como si fuesen piedras. Los sudamericanos se detuvieron varios pasos ante los silenciosos indígenas. Ribera alzó las manos en ademán de paz.
—Amigos, ¿podríamos echar un vistazo a vuestra magnífica embarcación de allá? No le causaremos ningún daño.
No hubo respuesta alguna, aunque Ribera sintió una mayor tensión entre los nativos. Intentó de nuevo, solicitándolo en portugués y luego en inglés. Cardona probó en zulú y Juárez en chapurreado francés. Nada aún, pero los arpones parecieron estremecerse y hubo un movimiento general, aunque casi imperceptible, de las manos hacia los cuchillos de hueso.
—Bueno, al diablo con ellos —estalló al fin Cardona—. Ven, Diego, vamos a echarle un vistazo. —El irritable ecólogo se volvió y comenzó a andar en dirección a la misteriosa embarcación blanca. Esta vez no hubo una hostilidad dudosa, pues se alzaron los arpones y se empuñaron los cuchillos.
—¡Espera, Enrique!—apremió Ribera. Cardona se detuvo. Ribera estaba seguro de que si el ecólogo hubiese dado un paso más, habría sido acribillado—. Espera... Tenemos mucho tiempo por delante. Además, sería una locura apresurar el desenlace. —Señaló a las armas de los nativos.
Cardona se fijó en ellas.
—Está bien. Contemporizaremos por el momento. —Parecía considerar a los arpones más como un estorbo que como una amenaza. Los tres se retiraron de la confrontación. Ribera reparó en que los hombres de Delgado tenían medio desenfundadas sus pistolas. La expedición había evitado por los pelos un derramamiento de sangre.
Los científicos hubieron de contentarse con una inspección periférica del poblado. En cierto modo, era más agradable que un examen directo, pues el suelo en torno a las cabañas estaba cubierto de inmundicias. En cosa de un siglo aquella zona tendría los sedimentos de una tierra vegetal.
—Sí —respondió Delgado. Comprendía lo que había visto, y por primera vez parecía un tanto sojuzgado—. Bueno, volvamos. Esta tierra no es apta para... no es apta...
Los seis hombres comenzaron a desandar lo andado. Aunque los oficiales habían tenido también la oportunidad de emplear los prismáticos, no parecían comprender exactamente lo que habían visto, y probablemente tampoco los astrólogos se percataban de la importancia del descubrimiento. Ello reducía a tres, Juárez, Ribera y Delgado, el número de los que conocían el secreto del origen de los nativos. Ribera estaba seguro de que si las noticias se extendían mucho, podría producirse una catástrofe.
Tenían ahora el viento a la espalda, pero ello no hacía que aumentase su velocidad. Tardaron casi un cuarto de hora en alcanzar la cima del cerro que dominaba el poblado y el agua roja.
Abajo pudo ver Ribera a los varones adultos nativos arracimados en apretado grupo. A menos de cuatro metros de ellos se encontraban todos los científicos y tripulantes. Entre los dos grupos estaba uno de los sudamericanos. Ribera entornó los ojos y vio que era Enrique Cardona. El ecólogo estaba haciendo gestos y ademanes vehementes y enojados.
—¡Oh, no!—clamó Ribera, lanzándose cerro abajo, seguido muy de cerca por Delgado y los demás. El antropólogo se movía más rápidamente aún que los astrólogos una hora antes, y casi con doble velocidad de la que se hubiese creído humanamente posible. Las pequeñas avalanchas que sus pisadas producían eran lentas comparadas con su celeridad. Y hasta al volar, por decirlo así, ladera abajo, Ribera se sentía despegado, examinando analíticamente la escena ante sí.
Cardona estaba vociferando, como si quisiera hacer comprender a los nativos lo que decía por puro volumen de voz. Tras él estaban los ecólogos y biólogos, impacientes por inspeccionar el poblado y la embarcación de los nativos. Ante él se encontraba un indígena magro y de elevada estatura, que podía tener unos cuarenta años. Hasta desde esta distancia, su actitud revelaba una cólera intensa y contenida. El atuendo que portaba era el más poco práctico de cuantos viera Ribera; juraría que se trataba de una piel de foca en burda imitación de la zamarra de dos cuerpos.
Casi chillando, Cardona decía:
—¡Maldita sea!¿Por qué no podemos echar un vistazo a vuestra embarcación?
Ribera dio un último impulso a su carrera y voceó a Cardona que cesara en su provocación. Pero era ya demasiado tarde. Justamente en el momento en que llegó al escenario de disputa, el nativo de la rara zamarra se irguió en toda su estatura, y apuntando a todos los sudamericanos gruñó (tanto como pudo registrar la mente pensando en español de Ribera):... in di nam niutranfals mos vulisterf...
Fueron arrojados los arpones semialzados. Cardona cayó al instante, atravesado por tres de ellos. Varios hombres más fueron alcanzados y derribados también. Los nativos sacaron sus cuchillos y atacaron aprovechándose de la confusión creada por los arpones. Un penoso silbido pasó junto al oído derecho de Ribera, al disparar Delgado su pistola, abatiendo al jefe de los nativos. Los tripulantes se recobraron de su sorpresa y comenzaron asimismo a disparar. Ribera hizo lo propio. Pero, vaciadas las cargas de sus pistolas, científicos y tripulantes se vieron obligados a recurrir a los cuchillos. Los siguientes segundos fueron de caos total. Los cuchillos se alzaban y se abatían, brillando más rojos que el agua en la caleta. El antropólogo cayó casi, tropezando en cuerpo retorciéndose. El aire estaba colmado de roncos gemidos y sonidos de esfuerzos de los contendientes.
Los grupos eran segados por igual. En alguna parte aún serena de su mente, Ribera captó el retorno de las barcas de los astrólogos, y lanzó una ojeada a sus tripulantes que apuntaban sus mosquetes en espera de un claro para disparar sobre seguro contra los primitivos.
La turbulencia de la refriega le hizo remolinear sacándole de la parte más enconada de la misma. Tenían que despegarse; otros cuantos minutos, y no quedaría ni uno de los diez de la playa. Ribera avisó a gritos a Delgado. Milagrosamente, éste le oyó y convino en que la retirada era lo único cuerdo a hacer. Los sudamericanos corrieron a su embarcación, con los nativos pisándoles los talones. Del agua provinieron sonidos crujientes. Los tripulantes de las otras barcas estaban aprovechándose de la dispersión entre persecutores y perseguidos. Los sudamericanos llegaron a su embarcación y comenzaron a empujarla en el agua. Ribera y otros varios se volvieron para enfrentarse a los nativos. El fuego de fusilería había obligado a la mayoría de los nativos a retroceder, pero vinos cuantos corrían aún hacia la playa, blandiendo sus cuchillos. Ribera se agachó, cogió un guijarro del suelo y, empleándolo con toda la habilidad de su "apacible" niñez, contrajo el brazo, lo extendió, y el guijarro salió disparado, para ir a dar, con agudo chasquido, entre los ojos de un nativo, que cayó de bruces, quedando tendido inmóvil.
Ribera se volvió y corrió al agua somera tras la embarcación, siendo seguido por el resto de la retaguardia. Ansiosas manos se tendieron para meterle a bordo de la embarcación. Unos cuantos centímetros más, y estaría a salvo.
El golpe le envió girando hacia adelante. Al caer vio con mudo horror el arpón escarlata que había surgido de la zamarra poco más abajo del bolsillo del lado derecho.
¿Es que han de cometerse siempre y reiteradamente los mismos desatinos? Ribera no tuvo tiempo de extrañarse por este fugaz pensamiento incongruente, pues un velo rojo se extendió ante su vista.
Una suave brisa portadora de los alegres sonidos de reuniones lejanas penetraba a través de las amplias ventanas del "bungalow", acariciando su interior. Era una noche fresca de postrimerías del verano. Los primeros aires suaves del otoño hacían a la oscuridad agradable e invitadora. La casa campestre estaba situada en la pequeña serranía que marcaba la antigua línea costera de La Plata; los céspedes y setos del exterior descendían poco a poco hacia el llano general de la ciudad. La débil aunque delicada luz de las lámparas de petróleo definía la rectangular disposición de las calles y mostraba sus edificios, uniformemente de uno o dos pisos. Más allá, las luces de la ciudad cesaban bruscamente en el terreno ribereño. Pero aún después se veían las móviles y amarillas de las barcas y buques navegando por La Plata. Al extremo izquierdo ardían las brillantes luminarias que rodeaban el Recinto Naval, donde el Gobierno elaboraba algún arma secreta, posiblemente un buque de guerra movido a vapor.
Era una escena pacífica y una velada feliz; los preparativos estaban casi completos. Su escritorio se hallaba atiborrado por las respuestas alentadoras a sus proposiciones. Había sido una ardua tarea, pero también muy entretenida al mismo tiempo. Y Buenos Aires había sido la base ideal de operaciones. Alfredo IV estaba recorriendo las provincias occidentales. Para ser más precisos, el Presidente Imperial y su corte estaban visitando los lugares de placer de Santiago (como si Alfredo no hubiese empleado bastante talento en el propio Buenos Aires). La Guardia Imperial y la Policía Secreta se arracimaban en torno al monarca (Alfredo tenía más miedo a un complot cortesano que a cualquier otra cosa), de manera que Buenos Aires estaba más relajada que lo había estado en muchos años.
Sí, dos meses de ardua tarea. Hubo de informarse, confidencialmente además, a muchas personas importantes. Pero las respuestas habían sido uniformemente entusiastas, y parecía que el proyecto no era conocido por quienes querían destruir su objetivo; no obstante, desde luego, el simple hecho de que tantas personas tuvieran que conocerlo, aumentaba las probabilidades de su revelación. Pero era un riesgo necesario.
Y, pensó Diego Ribera, han pasado dos meses desde la batalla de Cala Sangrienta (el nombre de la ensenada había nacido casi espontáneamente). Esperaba que la tribu no hubiese sido espantada de aquel paraje, o, infinitamente peor, llevada al extremo de la inanición por la matanza. Si aquel estúpido de Enrique Cardona hubiese tan sólo mantenido cerrada la boca, ambas partes se habrían separado pacífica (si no amistosamente), y algunos hombres estarían aún con vida.
Ribera se rascó el costado pensativo. Unos milímetros más y no hubiese salido de aquélla. Si el arpón se le hubiese clavado un poco más arriba... El rápido pensamiento de alguien había favorecido su inicial buena suerte. Aquel alguien había cortado la cuerda atada al arpón; de no haber sido efectuada la operación, hubiese sido retirada la cuerda, y empotrada la púa. Tan milagroso era también que hubiese sobrevivido al cercado y a las pobres condiciones médicas a bordo del Vigilancia. Físicamente, todo el daño quedaba ya reducido a un par de apreciables cicatrices circulares. Todo ello bastaba para darle a uno religión, o a la inversa, terror al infierno.
Al llegar el próximo enero volvería con la expedición secreta que había estado organizando tan activamente. Nueve meses eran largo plazo de espera, pero decididamente no podían hacer nada hasta la llegada de ese invierno, y realmente se necesitaba tiempo para reunir el material y equipo necesarios.
Diego fue arrancado de estos pensamientos por varios sordos golpes en la puerta. (Aquella casita en el sector más tranquilo de la ciudad era testimonio del aliento que ya había recibido de algunas personas muy importantes.) Ribera no tenía la menor idea de quien pudiera ser el visitante, pero albergaba razones para esperar que las noticias que trajese fueran buenas. Fue a la puerta y abrió.
—¡Mkambwe Lunama!
El zulú aparecía encuadrado en el marco de la puerta, con su negro rostro como fundido en el negro firmamento. El visitante tenía más de dos metros de estatura y pesaba cien kilos; era el vivo retrato de un "superhombre". Por entonces, el gobierno de Zululandia tenía el especial prurito de emplear el tipo de súper-raza en sus tratos con otras naciones. El procedimiento indudablemente le privaba de algunos magníficos talentos, pero en Sudamérica se mantenía firme el mito de que un zulú valía por tres guerreros de cualquier otra nacionalidad.
Tras su primer arranque, Ribera se quedó por un momento en horrorizada perplejidad. Conocía a Lunama vagamente como Superior de la Veracidad —propaganda— en la embajada de Zululandia en Buenos Aires. El Superior había hecho numerosos intentos para congraciarse con el claustro académico de la Universidad de Buenos Aires. Los esfuerzos estaban probablemente dirigidos a reclutar simpatizantes para la ocasión en que el desacuerdo entre el Imperio Sudamericano y los Territorios de Zululandia provocase un conflicto abierto.
Esperando ansiosamente que la visita fuese sólo una desafortunada coincidencia, Ribera se recobró. Intentó una desarmante sonrisa y dijo:
—Pase Mkambwe. Hace mucho tiempo que no le veía.
El zulú sonrió a su vez, formando sus blanquísimos dientes un deslumbrante contraste con el resto de su cara, y entró con paso ligero en la habitación. Su atuendo era de tejido de fibras de brillantes colores rojo, azul y verde, en desafío a los más sombríos tonos a las vestimentas formalistas sudamericanas. De su cadera pendía en su funda un revólver Mawimbelamake de 20 mm. Los zulúes tenían sus propias ideas peculiares sobre el protocolo diplomático.
Mkambwe atravesó con elástico paso la habitación y se instaló en una butaca. Ribera se apresuró a sentarse tras su escritorio, intentando ocultar discretamente las cartas que estaban a la vista del zulú. Si el visitante veía y comprendía una de ellas, la partida habría acabado.
Ribera trató de aparecer relajado.
—Lo siento, no puedo ofrecerle una bebida, Mkambwe, pero la casa está tan seca como un desierto —se excusó, pues si se levantaba, casi seguramente echaría el zulú un vistazo a la correspondencia. Diego prosiguió jovialmente, intentando a la desesperada evocar recuerdos ("Recuerde los tiempos en que sus muchachos se blanqueaban las caras e iban a la Casa Rosada, armando la zapatiesta con...") Lunama sonrió.
—Francamente, viejo, ésta es una visita de negocios. —El zulú hablaba con un acento rebuscado, seudo-castellano, que sin duda consideraba aristocrático.
—¡Oh!—respondió Ribera.
—Oí que participó usted en una pequeña expedición a la península Palmer este enero pasado.
—Sí —respondió Ribera, inexpresivamente. Quizá había aún una casualidad; quizá Lunama no sabía toda la verdad—. Y se suponía ser secreta. Si el Presidente Imperial descubriese que el Gobierno de usted está enterado...
—Vamos, vamos, Diego. No es en el secreto en lo que está usted pensando. Sé que usted descubrió lo que les sucedió al Hendrik Venvoerd y al Nación.
—¡Oh!—volvió a exclamar Ribera—. ¿Y sólo lo sabe usted? —preguntó insulsamente.
—Usted habló con demasiada gente, Diego —respondió con vago ademán Mkambwe—. Seguramente no pensaba que todos en absoluto conservaran su secreto. Y tampoco a buen seguro que pudiera ocultárnoslo a nosotros. —Miró más allá del antropólogo, y su tono cambió—. Durante trescientos años vivimos bajo las botas de esos diablos blancos. Luego vino el Justo Castigo en el Norte y...
¡Vaya curioso término que empleaban los zulúes para la Guerra del Hemisferio Norte! Había sido una contienda en la que se emplearon todos los medios destructivos... nucleares, biológicos y químicos. Los simples residuos de la inmolación de China habían arrasado a Indonesia y a la India. Méjico y la América Central habían desaparecido conlos Estados Unidos y el Canadá. Y el África del Norte había sido borrada con Europa, Los más suaves coletazos de aquel monstruo apocalíptico habían no más que acariciado el Hemisferio Sur, casi emponzoñándolo. Unos cuantos megatones más, con su secuela de plagas, y la guerra habría quedado innominada, pues no hubiese habido nadie para hacer su crónica. Tal fue el Justo Castigo del Norte al que se refería Lunama.
—...y los diablos no tuvieron ya la protección de sus amigos de aquí. Luego vino la Lucha de los Sesenta Días por la Libertad.
Hubo tantos diablos negros corno diablos blancos en aquellos sesenta días.. y santos de todos los colores, hombres buenos y valerosos pugnando desesperadamente por impedir el genocidio. Pero los años de esclavitud eran demasiados, y los santos perdieron, no por primera vez.
—Al comienzo del Alzamiento combatimos a ametralladoras y aviones a chorro con rifles y cuchillos —prosiguió Lunama, casi auto-hipnotizado—. Morimos a decenas de millares. Pero al paso de los días, el número de ellos se redujo también. Para el día cincuenta nosotros teníamos las ametralladoras y ellos los cuchillos y rifles. Expulsamos al último de ellos de Kapa y Durb (empleó los términos zulúes para designar la Ciudad del Cabo y Durban), y los arrojamos al mar.
Literalmente, añadió Ribera para sí mismo. Los últimos que quedaban en África Blanca fueron empujados físicamente de los muelles y soleadas playas del océano. Los zulúes habían logrado exterminar a los blancos, y pensaron que conseguirían borrar del continente la cultura "afrikaner". Desde luego se equivocaron. Los "afrikaners" habían dejado una huella imperecedera, evidente para cualquier observador imparcial. El mismo nombre de zulú, que los actuales africanos apreciaban fanáticamente, era en parte una corrupción del inglés.
—Para el sexagésimo día pudimos decir que ni un blanco vivía en el continente. Hasta donde sabemos, sólo un pequeño grupo escapó a la venganza. Algunos de los funcionarios "afrikaners" del más elevado grado, quizás hasta el primer ministro, embarcaron a bordo de dos paquebotes de lujo, el SR Hendrik Werwoerd y el Nación, que zarparon varias horas antes del ataque final de liberación de Kapa.
Cinco mil hombres desesperados, mujeres y niños, hacinados en dos buques de lujo. Estas naves habían atravesado el Atlántico Sur, buscando refugio en Argentina. Pero el Gobierno de la Argentina tenía dificultades propias, y dos de sus patrulleros averiaron al "Nación antes de que los "afrikaners" se convencieran de que Sudamérica no ofrecía refugio.
Los dos buques habían puesto proa al sur, posiblemente con la intención de contornear la Tierra de Fuego y alcanzar Australia. Eso fue lo último que alguien oyera de ellos durante más de doscientos años... hasta la exploración del Vigilancia a la Península Palmer.
Ribera sabía que una llamada a la compasión no disuadiría a los zulúes para que no se ordenase la destrucción de la lastimosa colonia. Intentó una política diferente.
—Lo que usted dice es verdad, Mkanbwe. Pero por favor, por favor, no destruyan a esos descendientes de sus enemigos. La tribu de la Península Palmer es la única cultura polar que queda en la Tierra.
Hasta al pronunciar sus palabras Ribera se daba cuenta de cuan débil era el argumento; éste únicamente podía producir efecto en un antropólogo como él mismo.
El zulú pareció sorprendido, y con visible esfuerzo dejó a un lado la terrible historia de su continente.
—¿Destruirlos? Querido amigo, ¿a santo de qué lo haríamos? Únicamente vine aquí para preguntarle si podíamos enviar en su expedición a algunos observadores del Ministerio de la Veracidad. Para que el informe sea más cabal, ya sabe. Creo que Alfredo puede ser probablemente convencido, si se le presenta el asunto lo bastante persuasivamente... ¿Destruirlos? —repitió—. ¡No diga tonterías! Ellos son la prueba de la destrucción. ¿Así que llaman a un pedazo de tierra y roca Nieutransvaal(*)—Rió—. Y hasta tienen un primer ministro, un viejo desdentado que blande su arpón contra los sudamericanos. —Al parecer, el informe de Lunama había estado realmente sobre el terreno—. Y son aún más primitivos que los esquimales. En una palabra, son salvajes viviendo de grasa de foca.
No hablaba ya con afectada jovialidad. Sus ojos fulguraban con viejo y ancestral odio, un odio que estaba llevando a Zululandia a la grandeza, y que pudiera eventualmente llevar al mundo a otra guerra hemisférica (a menos que los científicos sociales australianos atinaran con algunas respuestas desesperadamente necesarias). La brisa en la habitación no parecía ya tan fresca, ni suave. Era ya fría y el viento provenía del vacío de la muerte apilada a través de siglos de miseria humana.
—Sería un placer para nosotros ver cómo disfrutan de su superioridad —dijo Lunama inclinándose hacia adelante más intensamente aún—. Por fin tienen la segregación que los de su especie desearon siempre. Que se pudran en ella...


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