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CUENTOS PARA MAYORES
CUENTO EL VISITANTE (por Dylan Thomas)
Tenía las manos fatigadas, aunque durante toda la noche las había mantenido posadas sobre las sábanas y tan solo las había movido para llevárselas a la boca y al corazón alborotado. Las venas insalubres, torrentes azulados, se precipitaban hacia un blanco mar. A su lado, en una taza desportillada humeaba la leche. Olfateó la mañana y supo entonces que los gallos asomaban de nuevo las crestas y cacareaban para saludar al sol. ¿Qué eran aquellas sábanas que le envolvían, qué eran si no un sudario? ¿Y qué era aquel fatigoso tictac del reloj, emplazado entre los retratos de su madre y su difunta esposa? ¿Qué era, si no la voz de un viejo enemigo? El tiempo era tan generoso como para permitir que el sol llegase a la cama, y tan misericorde como para arrancárselo por sorpresa cuando se cernía la noche, cuando más necesitado estaba de la luz rojiza y el calor claro. Rhianon estaba al cuidado de un muerto. Llevó a los labios muertos el borde desportillado de la taza. Era imposible que fuera un corazón aquello que latía bajo las costillas. Los corazones de los muertos no laten. Mientras esperaba a ser amortajado y embalsamado, Rhianon le había abierto el pecho con una navaja, le había extirpado el corazón y lo había metido en el reloj. La oyó decir por tercera vez: bébete la leche, bébetela, que está buena. Y al sentir que su amargor se le deslizaba por la lengua y que las manos de ella le acariciaban la frente, supo que no estaba muerto. Todavía seguía con vida. Los meses, serpenteando entre los días áridos, seguían su cauce y bajaban millas y más millas en pos de los años.

Callaghan vendría hoy a sentarse y a charlar con él. Oyó batallar en el interior de su cabeza las voces de Callaghan y Rhianon, pero luego se quedó dormido saboreando la sangre de las palabras. Le pesaban las manos. Por dentro de aquel cuerpo escurrido y blanco, en cuyos costados sobresalían los filos de las costillas, se había apostado una sombra de melancolía. Sus manos habían apretado otras manos y habían lanzado algo al vacío. Ahora eran manos muertas. Podía retorcérselas y mesarse los cabellos, o llevárselas insensibles al estómago, o bien dejar que se perdieran en el valle abierto entre los pechos de Rhianon. Poco importaba qué hiciera con ellas, estaban tan muertas como las manecillas del reloj y a su compás giraban.
¿Cierro la ventana hasta que caliente más el sol?, dijo Rhianon.
No tengo frío.
Estuvo a punto de decirle que los muertos no sienten ni frío ni calor, y que ni el sol ni el viento pueden metérseles entre las ropas, pero ella se habría echado a reír con aquella condescendencia tan suya, y le habría besado en la frente.
¿Por qué estás aquí, Peter, qué tienes? Mañana estarás bien, le diría.
Un día había de salir a vagar por las colinas de Jarvis como el fantasma de un niño, y por allí oiría decir a la gente: ese es el fantasma de Peter, un poeta que estuvo muerto varios años antes de que lo enterrasen.
Rhianon le cubrió hasta los hombros con la sábana, le dio un beso como todas las mañanas y se llevó la taza.
Un hombre había dibujado con pincel un marco de colores bajo el sol y había pintado círculos y más círculos alrededor de su esfera. La muerte era un hombre con una guadaña, pero aquel día de verano no había vida que segar.
El enfermo esperaba a su visitante. Peter estaba esperando a Callaghan. Su habitación era un mundo dentro de otro mundo. Dentro de él había un mundo que giraba y giraba, donde salía un sol y se ponía una luna. Callaghan era el viento del oeste y Rhianon, como un viento del sur, le quitaba los escalofríos del otro viento como si fuese un viento que soplase desde Tahití.
Se llevó la mano a la cabeza y la posó allí como una piedra sobre otra. Nunca había sonado la voz de Rhianon tan remota como cuando le dijo que se bebiera la leche. ¿Y qué era ella, si no una enamorada que hablaba enloquecida a su amor bajo la tapa de un ataúd de embozos? ¿Quién habría querido hurgar en él durante la noche para despojarle de todo menos de un corazón ajeno? Aquel corazón guardado en la armadura de sus costillas no le pertenecía, y tampoco era suyo aquel hormigueo en las venas de los pies. Ya no podía mover los brazos, ni siquiera para abrazar a una muchacha y protegerla de los vendavales y los malhechores. Bajo el sol, nada era más lejano que su propio nombre. La poesía era una simple ristra de palabras puestas a secar como pimientos. Con los labios, dio forma a una leve esfera de sonidos y pronunció una palabra.
No había mañana para los muertos. No cabía pensar que tras la noche y el sueño fuese la vida a brotar de nuevo como una flor por las rendijas de un ataúd.
La habitación era un vasto paraje a su alrededor. Los retratos de las mujeres le contemplaban desde sus marcos con mendaz similitud. A un lado, el rostro de su madre, un óvalo amarillento dentro de un marco de terciopelo y oro viejo, y al otro la difunta Mary. Aunque el viento de Callaghan soplara con fuerza, jamás lograría abatir los muros que rodeaban a Mary. Pensaba en ella tal y como había dicho, recordaba a su Peter, su querido Peter, sus ojos sonrientes.
Recordó que no había vuelto él a sonreír desde aquella noche, siete años atrás, en que el corazón se le había estremecido con tal violencia que le había hecho caer de bruces al suelo. Había encontrado fuerzas en el crepúsculo increíble. Sobre las colinas y el tejado habían desfilado anchas lunas, y a la primavera había sucedido el verano. ¿Cómo había podido vivir sin que Callaghan hubiera aventado con un ruidoso soplido las telarañas del mundo y sin que Rhianon hubiera derramado sobre él todo su cariño? Sin embargo, los muertos no necesitan amigos. Miró con perplejidad por encima de la tapa del ataúd. Un hombre de cera, hierático y rígido, le devolvió la mirada. Después, desvió los ojos y contempló su propio rostro.
Linajes, cartones sobre más cartones, había llorado antes de que yo derribase vuestras chozas de barro de un simple soplido. Cuando llegó Mary, nada hubo en el pasar de los días, nada más que la divinidad que él había construido en torno a ella. Su hijo mató a Mary en sus entrañas. Él notó que el cuerpo se le volvía vapor y que los hombres ligeros como el aire pasaban a través de él con sus pies metálicos.
Se puso a llorar. Rhianon, Rhianon, me han levantado y me están dando patadas en el costado. La sangre me corre gota a gota. Rhianon, exclamó.
Ella subió corriendo y una y otra vez le secó las lágrimas de las mejillas con la manga del vestido.
Siguió allí quieto toda la mañana, mientras el día crecía y maduraba camino del mediodía. Rhianon entraba y salía y él olisqueaba la leche y los tréboles de su vestido cuando se inclinaba sobre él. Nuevamente sorprendido, seguía sus refrescantes evoluciones por la estancia, el movimiento de sus manos mientras quitaba el polvo al marco del retrato de Mary. Con la misma sorpresa, pensó, siguen los muertos la velocidad del movimiento y el florecer de la piel. Ella debía de estar cantando mientras recorría la habitación de un lado a otro poniendo las cosas en su sitio, zumbando como una abeja. Y si hubiera hablado o reído, o si se hubiera enganchado las uñas con el fino metal de los candelabros y si hubiera rechinado un sollozo de campana, o si su cuarto se hubiera llenado de repente con el estruendo de los pájaros, él se habría echado a llorar de nuevo. Le agradó contemplar las olas inmóviles en las ropas de la cama, y pensó que era una isla emplazada en algún lugar de los mares del Sur. En esta isla de exuberante y milagrosa vegetación, las semillas se tornaban frutos que los vientos del Pacífico hacían caer al suelo, y allí se convertían en amparo de los gusanos veraniegos.
Y pensando en la isla, pensó también en el agua y sintió su ausencia. El vestido de Rhianon ondulaba a su paso y creaba un murmullo de agua. La llamó a su lado y, poniéndole la mano en la pechera, sintió un tacto de agua. Agua, le dijo. Y le contó que, de niño, se había tumbado a veces sobre las rocas jugueteando con los dedos en la corriente. Ella le trajo entonces un vaso de agua y se lo puso a la altura de los ojos para que pudiera ver la habitación a través de un muro de agua. No quiso beber, y ella retiró el vaso. Imaginó la frescura del mar. Aquella tarde de verano le hubiera gustado estar sumergido totalmente en el agua y ser no una isla que flotara sobre ella, sino un verde lugar en el fondo de una vertiginosa caverna submarina. Pensó unas palabras refrescantes y compuso un verso acerca de un olivo que crecía en el fondo de un lago. Pero el árbol era un árbol de palabras y el lago rimaba con otra palabra.
Siéntate y léeme, Rhianon.
No sin que antes comas algo, dijo ella. Y le trajo comida.
El no podía comprender que ella hubiera bajado a la cocina y que le estuviera preparando la comida con sus propias manos. Sin embargo, se había ido y ya estaba de vuelta con la sencillez de una doncella del Antiguo Testamento. Nada significaba su nombre, pero sonaba a frescura. Era un nombre extraño tomado de la Biblia. Aquella mujer le había lavado el cuerpo después de arrancárselo al árbol, y sus dedos expertos y frescos habían acariciado los huecos de su corteza como diez bendiciones. Colócame bajo el brazo hierbas dulces y mojadas de tu saliva, dijo él, y estaré fragante.
¿Qué quieres que te lea?, le preguntó sentándose a su lado. Él meneó la cabeza, pues no le importaba lo que le leyera; tan solo quería escuchar su voz, y en nada quería pensar si no en las inflexiones de su tono.
Con dulzura quisiera yacer, con dulzura apoyar la cabeza,
con dulzura dormir el sueño de los muertos y con dulzura oír la voz
de Aquel que caminó por el jardín a esta hora de la tarde.
Ella siguió leyendo hasta que el Gusano se posó en la hoja del Lirio.
La muerte se había posado de nuevo sobre sus extremidades, así que cerró los ojos.
No encontraba alivio al dolor ni siquiera en las siluetas de la muerte que iban a sus asuntos de costumbre, ni siquiera en las tinieblas de sus párpados pesados.
¿Quieres que te despierte con un beso?, preguntó Callaghan. Su mano estaba fría en la mano de Peter.
Y todos los leprosos se besaron, dijo Peter, y le dio por preguntarse qué había querido decir.
Rhianon comprobó que él ya no la estaba escuchando, de modo que salió de puntillas.
Callaghan, a solas, se inclinó sobre el lecho y extendió las suaves yemas de sus dedos sobre los ojos de Peter. Ahora es de noche, dijo. ¿Adonde iremos esta noche?
Peter abrió otra vez los ojos, vio los dedos extendidos y las velas que ardían relucientes como los pétalos de las amapolas. En la habitación coexistían un miedo y una bendición.
Es preciso que no se apaguen las velas, pensó. Es preciso que haya luz, luz, luz. Que no mengüen el pabilo ni la cera. Que de día y de noche las tres velas, como tres muchachas, enrojezcan sobre mi lecho. Esas tres muchachas sonrojadas han de cobijarme.
La primera llama bailoteó y se extinguió. Sobre la segunda y la tercera frunció Callaghan los labios. La habitación quedó a oscuras. ¿Adonde iremos esta noche?, dijo, pero no esperó respuesta, pues retiró las sábanas y la manta y tomó a Peter en sus brazos. Callaghan tenía el abrigo mojado, y rozó el rostro de Peter con dulzura.
Oh, Callaghan, Callaghan, dijo Peter con la boca apretada contra la negra tela de su abrigo. Sintió los movimientos del cuerpo de Callaghan, el tensarse y relajarse de sus músculos, notó la curva de sus hombros, el impacto de sus pies sobre el suelo movedizo. Un viento de arcilla y limo subió hasta su rostro. Solo cuando sintió un arañazo de ramas en la espalda supo que iba desnudo. Para no gritar, apretó los labios con firmeza, como un dique contra aquella carne floja. Callaghan también iba desnudo como un niño.
¿Estamos desnudos? Aún nos quedan los huesos, los órganos, la piel y la carne. Tienes en el pelo una cinta de sangre. No te asustes. Un tejido de venas te cubre las piernas. El mundo se les echaba encima a toda velocidad, se precipitaba en el vacío un viento que aventaba los frutos del combate bajo la luna. Peter oyó que cantaban los pájaros, aunque era un canto que jamás había oído, muy distinto del que armaban los pájaros delante de su ventana. Los pájaros eran ciegos.
¿Son ciegos?, preguntó Callaghan. Tienen mundos enteros en los ojos. Tienen un trino blanco y negro. No temas. Hay ojos que brillan bajo las cáscaras de sus huevos.
Se detuvo de pronto. Entre sus brazos, Peter era ligero como una pluma. Lo depositó con dulzura en un ribazo verde, sobre la tierra. Abajo se extendía un valle que se alargaba hasta muy lejos, repleto de árboles entecos y de herbazales, hasta perderse allá donde la luna pendía de las tinieblas colgada de un cordón umbilical. A un lado y al otro surgía de los bosques un cortante rumor de faisanes y escopetas que caía como la lluvia. Sin embargo, en un instante se serenó la noche, y el trepidar de las ramas arrumbadas, por donde pisaba Callaghan con chasquidos a cada paso, vino a hacerse un suave susurro.
Sabedor de su corazón enfermo, Peter se llevó una mano al costado y no encontró ni rastro de la carne que lo protegía. Las yemas de sus dedos flotaron sobre un torrente de sangre, pero las venas eran invisibles. Estaba muerto. Supo que estaba muerto. El fantasma de Peter, tejido e invisible sobre el fantasma de la sangre, se irguió sobre su globo y se extrañó ante la noche que lo corrompía.
¿Qué valle es ese?, dijo la voz de Peter.
Es el valle de Jarvis, dijo Callaghan. También Callaghan estaba muerto. Ni un solo hueso, ni un pelo permanecía en pie bajo la helada que caía a toda prisa.
Este no es el valle de Jarvis.
Este es el valle desnudo.
La luna, doblando y redoblando la fuerza de sus rayos, iluminaba las cortezas, las raíces, las ramas de los árboles de Jarvis, los ajetreados insectos del bosque, los perfiles de las piedras, las guijas de los arroyos, la hierba secreta, los infatigables gusanos de la muerte. Las comadrejas y las ratas, con el pelaje emblanquecido por la luna, salían de sus madrigueras por los flancos de las colinas, rabiosas y enceladas, en busca de gargantas donde descargar la furia de sus dientes. En cuanto caía desmoronado al suelo el ganado, presa de las comadrejas huidizas, todas las moscas alzaban el vuelo en los estercoleros, acudían sobre sus cabezas y se posaban formando una densa nube. Del fondo del valle desnudo emergía el olor de la muerte, que se clava por la enorme nariz del monte hasta llegar a la cara de la luna. Zumbaban las moscas sobre los rebaños abatidos. Peleaban las ratas encarnizadas por las heridas de las ovejas. Aún le quedaba a Peter un poco de tiempo antes de que los muertos, escogidos por sus huesos simétricos, se acurrucasen bajo la tierra que el viento arrastraba con ruido poderoso, derribando a su paso las nubes de insectos que caían sobre la hierba. Los gusanos de la muerte ya deshacían las fibras de los huesos animales, las devoraban con esplendor, minuciosamente, y entre los huesos de los esqueletos y las cuencas de sus ojos crecía la mala hierba; de los pechos abandonados brotaban las flores, cuyas hojas tenían el color carnoso y fresco de la muerte. Y la sangre que había manado de aquellos cuerpos manaba ahora por las verdes lomas y se apoderaba de las semillas plantadas en el rumbo del viento, que anunciaban ya la embocadura de la primavera. Rojos regatos de sangre, un amasijo de arterias retorcidas poblaba con espesura el campo entero, como un coágulo de guijarros.
Callaghan, en su fantasma, gritó alborozado. En el valle desnudo había vida, estaba la vida en su misma desnudez. Peter contempló los arroyos y el agua que batía en los torrentes, las flores que brotaban entre los muertos, las raíces que se duplicaban con todo su poder en cada tramo de sangre derramada.
Cesó el fluir de los arroyos. El polvo de los muertos sopló sobre la primavera y se cegó la embocadura. El polvo se posó sobre las aguas como si fuese hielo oscuro. La luz, hasta ese momento un constante movimiento repleto de ojos, se congeló bajo los rayos de la luna.
La vida en toda su desnudez, se mofó Callaghan, y Peter vio que el fantasma de su dedo señalaba los arroyos yertos.
Mientras hablaba, la forma que había tenido el corazón de Peter en tiempos de la carne tangible sintió sobre sí la llamada del terror, y una vida distinta reventó dentro de cada piedra como si fueran los cuerpos de los niños en mil úteros concebidos. Volvieron a correr los arroyos, brilló la luna sobre el valle con renovado esplendor, y así magnificó las sombras e hizo salir a los topos de sus escondrijos de invierno, arrojándolos a la inmortal medianoche del mundo.
Ya clarea el alba por encima de la loma, dijo Callaghan, y alzó en vilo al invisible Peter. El alba, ciertamente, ya frisaba por los silvestres confines de Jarvis, todavía desnudos bajo la luna que comenzaba a bajar.
Callaghan echó a correr por las crestas de los montes, hacia el interior del bosque, por un campo exultante que iba quedando atrás, y Peter gritó alborozado.
Oyó la carcajada de Callaghan como si fuese el estertor de un trueno. El viento se la llevó en volandas. Al bramar del viento sucedió una conmoción bajo el primer estrato de la tierra. Resonó unas veces bajo las raíces, otras en las copas de los árboles. Él y el desconocido corrían a la desesperada, saltaban las cercas, gritaban sin cesar.
Escucha el canto del gallo, dijo Peter. Y se subió el embozo de la sábana hasta el cuello.
Un hombre con una brocha había dibujado una costilla roja por el este. El fantasma de un círculo en torno a la circunferencia de la luna giró en medio de una nube. Se pasó la lengua por los labios, que milagrosamente se habían revestido de carne y de piel. Notó en la boca un regusto extraño, como si la noche anterior, trescientos años antes, se hubiera adormecido con la corola de una amapola entre los labios. Persistía en el interior de su cabeza el viejo rumor de Callaghan. Del amanecer al anochecer había hablado de la muerte, había visto una polilla atrapada por la lumbre de la candela, había resonado en sus oídos una risa que no podía ser la suya. Volvió a cantar el gallo, silbó un pájaro como silba la guadaña en el trigal.
Rhianon, con el cuello dulce y desnudo, entró en la habitación.
Rhianon, dijo, dame la mano, Rhianon. Ella no le oyó. Se acercó a su lecho y lo miró como si lo traspasara, con un dolor inquebrantable. Dame la mano, dijo. Y añadió: ¿por qué me cubres la cara con la sábana?

FIN


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