Añadir esta página a favoritos
CUENTOS CIENCIA-FICCIóN
CUENTO LA CHICA DE O’GRADY (por Leo P. Kelley)
Me encontraba justamente allí el día en que Mr. Death vino por la señorita Mattie. Yo estaba allí y le vi con toda claridad.
Era un día en que el viento bajaba formando remolinos desde los montes, en que se podía notar el olor húmedo de la lluvia próxima. Aquella mañana, yo había bajado al establo para esparcir paja en la cuadra de «Beau», nuestro caballo de labranzas, y le noté irritado, de pésimo humor, coceando sin cesar. Claro está que él no tuvo la culpa. Apenas había entrado yo en la caballeriza, cuando «Beau» retrocedió de pronto, y ¡bam!, me lanzó contra una pared y me hizo ver estrellas y fuegos artificiales de todos los colores imaginables. En medio de aquel despliegue estelar alcancé a ver un individuo que parecía un viajante, el cual hablaba con mis padres y otras gentes que en ese momento no podía reconocer. Luego las estrellas se desvanecieron y trabajosamente me levanté sobre mis piernas, todavía inseguras.
Lancé una maldición a «Beau», y éste pareció calmarse. Después recogí mi hacha del cobertizo y me dirigí, aún tambaleante, debo admitirlo, hacia la casa de la señorita Mattie, donde necesitaban que hiciera astillas de un montón de leña. Iba allí casi a diario, sobre todo desde que ella se puso tan enferma.
La mayor parte de la gente la llamaba señorita Mattie cuando estaba delante de ella, pero a su espalda todos la llamaban «la chica de O’Grady». Nuestra población está llena de personas como ésas, burlonas y murmuradoras.
Pero la señorita Mattie no era de esa clase; nunca lo había sido. Antes que envejeciese y que tuviera que jubilar, había sido mi maestra. Aunque decían que no sabía demasiado, lo cierto es que en todo ponía su mejor voluntad. La señorita Mattie jamás se rió de mí cuando me equivocaba en las sumas u olvidaba en casa mi libro de lectura, y tampoco me regañaba, como mi madre, o insistía continuamente acerca de mis defectos, como hacía mi padre. Mis defectos es lo que dicen las gentes educadas, pero los demás se expresan más francamente y me llaman bobo. «Qué pena, el hijo mayor de Lacey –dicen, moviendo la cabeza–; no sabe ni cuál es su mano derecha.»
Lo cierto es que casi todos me miran con aire burlón, cuando paso, y a veces hasta me sacan la lengua.
Pero la señorita Mattie me dijo una vez:
«La liebre no se hizo para correr junto al lobo, Billy Jay. Haz lo que puedas, y hazlo lo mejor que sepas, y eso ya es bastante para cualquiera, sea hombre o muchacho. Los que dicen otra cosa es que no saben distinguir entre la sal y el azafrán.»
Así era la señorita Mattie, cuando Mr. Death vino por ella.

Pero no todo el mundo era como mi vieja maestra, ah, no, nada de eso. Vean, por ejemplo, el caso de Laura Lee. Escuchen lo que me pasó ayer, sin ir más lejos, cuando me dirigía hacia la casa de la señorita Mattie. Vi que Laura Lee venía hacia mí con el pelo lleno de cintas, y una bonita perla prendida en el vestido. Ella es, con mucho, la chica más guapa del condado; así lo dice la gente de estos alrededores.
–Hola, ¿cómo estás, Laura Lee? –le dije, quitándome respetuosamente el gorro.
Ella no pareció haberme oído, de modo que volví a hablarle, algo más alto, esta vez:
–Hermosa mañana, Laura Lee. He visto las truchas saltando allá en el lago.
Sin decir nada, ella echó a correr por donde había venido, de modo que la seguí rápidamente para ver cuál era el motivo para que corriera en esa forma. Entonces me di cuenta que el motivo era yo.
–¡Quédate quieto! –me chilló cuando estuve a su lado–. ¡O mejor, márchate de una vez!
–Pero..., si yo, Laura Lee..., yo no...
–Lo siento mucho, pero mamá me dijo que, aunque no eres peligroso, es mejor que tenga cuidado. Y yo debo hacerle caso a mamá.
–Claro, claro que sí, Laura Lee –repuse–. Bueno, creo que tengo que marcharme.
Le dirigí una sonrisa, y actué como si nada, absolutamente nada, hubiera ocurrido. Ella se alejó por el sendero que bordea el lago, y yo volví hacia el camino que llevaba a la casa de la señorita Mattie.
Así pues, hoy me encaminaba de nuevo hacia donde vive la señorita Mattie, deseando en secreto no encontrarme con nadie, y menos aún con Laura Lee Frisby.
Cuando llegué a la casa, entré por la puerta trasera utilizando la llave que la señorita Mattie me había dejado, no sin haberme quitado antes el barro de las botas. Subí los peldaños de dos en dos y llamé suavemente a la puerta de su dormitorio con los nudillos, por si aún estaba durmiendo.
–¿Quién es? –preguntó–. ¿Quién está ahí?
–Soy yo, señorita Mattie –le contesté–. Soy Billy Jay, nadie más.
–¡Ah, eres tú, muchacho! Pensaba en ti hace un minuto. Bueno, pasa, chico, y corre las cortinas para que entren los rayos del Sol en la habitación.
Algunos dicen que la señorita Mattie ha perdido el juicio desde que cayó enferma, pero yo sé bien que no es así. Eso de decir «que entren los rayos del Sol» es su forma corriente de expresarse. Ha leído un montón de libros y dice palabras que la mayor parte de las gentes de Elk Crossing no han oído en su vida.
–Vine a cortar un poco de leña y a sacar agua –le dije cuando hube corrido las cortinas–. He visto que los goznes de la puerta de afuera están flojos. Compré diez peniques de clavos para arreglarlos.
–Gracias, Billy Jay –me contestó con aire abstraído, como si estuviera pensando en otra cosa.
Luego la ayudé a incorporarse, le arreglé las almohadas y entonces me sonrió. Yo le devolví la sonrisa, y estuve a punto de olvidarme de Laura Lee Frisby y de su mamá.
Aún estábamos sonriendo cuando llegó Mr. Death a la puerta de la habitación. Llevaba unas gafas que se le escurrían hasta la punta de la nariz, y él las empujaba continuamente hacia arriba. Tenía en las manos muchos papeles y una libreta de notas de tapas negras. De sus bolsillos sobresalían numerosos lapiceros de punta roma. Se veía en seguida que su traje precisaba un buen planchado, y el nudo de su corbata estaba hecho como al descuido.
–¿Puedo entrar, señorita Mattie? Espero llegar a tiempo –dijo a la vez que sacaba un grueso reloj de oro, al que echó una ojeada; lo sacudió un par de veces y agregó–: Vaya, se ha parado otra vez; tendré que hacerlo arreglar en cuanto pueda. No es posible hacer las cosas a su debido tiempo con un reloj que funciona mal.
La señorita Mattie miró fijamente al recién llegado, pero no cambió de expresión.
–Pase y tome asiento –dijo ella al fin, como si le hubiera estado esperando en cualquier momento–. Esa silla que está ahí es la más cómoda.
El hombre se acomodó lanzando un suspiro, como si fuera a hacer una pausa y a descansar. Entonces, y como si yo me encontrara a miles de kilómetros, dijo al tiempo que me miraba:
–El muchacho parece que puede verme.
Después observó a la señorita Mattie, mientras cruzaba las manos sobre el chaleco, poniéndose más cómodo. Luego agregó:
–¿Cree que sabe quién soy?
–No, de ningún modo –contestó ella–. Tenga en cuenta que acaba de cumplir los dieciséis años. Todavía no cree en usted.
Pero en eso se equivocaba por completo la señorita Mattie, y para demostrarlo dije con mucho cuidado, como para no parecer grosero:
–Yo diría que le conozco, señor. Usted...
–No importa, Billy Jay –me interrumpió rápidamente la señorita Mattie, a pesar que siempre es muy correcta–. Lo cierto es que te voy a echar mucho de menos, Billy Jay.
Me pareció que la lengua se me había quedado pegada al paladar. Nunca me he sentido cómodo en las tertulias. Me alcé los pantalones y me pasé la mano por el pelo, mientras los dos charlaban animadamente de esto y aquello. Yo les escuchaba y me pregunté si sería verdad que la señorita Mattie se iba a marchar con él.
De improviso, Mr. Death dijo un poco más alto:
–O’Grady está por llegar de un momento a otro.
Creí que la señorita Mattie iba a saltar de su lecho, a pesar de su enfermedad. Después, miró unos instantes a Mr. Death y manifestó:
–No estará usted bromeando, ¿verdad? Hace tanto tiempo que le espero...
–Yo no soy un bromista, como usted sabe –repuso él–; aunque algunos me pintan mucho peor de lo que soy.
La señorita Mattie se incorporó en la cama y dio la impresión de haber rejuvenecido algunos años.
–O’Grady nunca fue una persona puntual –declaró–. Pero he llegado a cansarme, esperándole.
–Él no estaba seguro que usted quisiera que viniese –dijo Mr. Death suavemente, como si estuviese hablando consigo mismo.
Las manos de la señorita Mattie se agitaron sobre el edredón como los cuervos cuando un gato entra en los maizales.
–¿Que yo no quería que viniese? ¡Qué ocurrencia! O’Grady siempre estuvo lleno de fantasías e ideas peregrinas. Quizá sea una de las razones por las que le quise tanto. ¡Decir que yo no deseaba que viniera...!
Les contaré la verdad, y es que la señorita Mattie estaba roja como una amapola.
En ese preciso instante, el otro hombre apareció en el umbral y se detuvo de pronto, con la mirada fija en la señorita Mattie. Tenía patillas rojas y un bigote del mismo color. Llevaba puesto un jersey de cuello subido y un gorro de lana, inclinado sobre una de las pobladas cejas. También usaba pantalones ajustados, con un cinturón de cuero brillante. Sus ojos, de un azul claro, eran de mirar vivaz, y su piel parecía acostumbrada al Sol y a los vientos.
–Martha, he vuelto al fin –susurró tras un momento de silencio.
–O’Grady –contestó ella–. El verte de nuevo, hace que dé por bien empleado todo este tiempo que llevo esperando.
Le tendió entonces los brazos, y cuando él estuvo junto a ella, le estrechó fuertemente, como si no fuera a dejarle marchar jamás.

Cuando por último le dejó libre, me pareció que los ojos de la mujer resplandecían como nunca.
–Siempre dije que eras un hombre apuesto. No has cambiado nada –añadió; y luego como si lo hubiera olvidado, dijo–: O’Grady, debería reprenderte muy seriamente, bien lo sabes.
–Siempre tuve intenciones de volver –contestó él–. Pero tenía tanto que hacer, había tantos sitios que conocer, Martha... Además, no dejaban de llamarme. Sin embargo, sé que no es una excusa válida, lo admito.
Mr. Death intervino entonces diciendo:
–Ha visto de este viejo mundo, casi tanto como yo mismo, señorita Mattie. Ha contemplado a las hermosas mujeres de Oriente, y sabe de sus cánticos y danzas que duran toda la noche. También ha conocido a los hombres que vagan por el mundo, aprendiendo de ellos a ganarse a las mujeres.
–¿Por qué no volviste a mí, O’Grady? –inquirió la señorita Mattie, como si no hubiera oído una sola palabra de lo que Mr. Death había dicho.
–No podía, Martha. ¿No te das cuenta? ¿No lo comprendes?
Los dedos de ella oprimieron las manos de O’Grady, mientras movía la cabeza lentamente.
–Nuestro amigo, aquí presente –añadió el hombre, refiriéndose a Mr. Death, desde luego–, me encontró manoteando en el puente anegado de un carguero que iba con destino a Singapur. Habíamos capeado un temporal con olas de siete metros, durante horas y horas. Pero al fin, con gran dolor, tuvimos que dejar la nave. Era una altiva belleza, y murió como una reina, con el verde océano por ataúd y la espuma blanca por sudario.
–Me alegro que hayas vuelto al fin, ahora que has podido –dijo la señorita Mattie–. Estaba dispuesta para marcharme, pero no me seducía la idea de hacerlo con un extraño.
–Un momento... –intervino Mr. Death, moviendo admonitoriamente el índice hacia la mujer–. La conozco desde que usted era un comino, cuando a su hermana Bella le dio el cólico. Y también estaba, lo recuerdo bien, cuando se fue su abuelo Carruthers... ¡Ah..., gran hombre aquél! ¿Y dice que soy un desconocido?
La señorita Mattie se unió a él en sus risas.
–Pero no tema, señorita Mattie, que no va a viajar sola, ni mucho menos. Son muchos los que van a acompañarnos.
O’Grady extendió sus largos brazos y dijo con aire animado:
–Martha, viene con nosotros un antiguo compañero de navegación que ha estado deseando conocerte durante todos estos años. Se llama Fresno. Y también está Cissie; ¿la recuerdas de la ciudad? Espera, espera y verás.
Y entonces, ¡cielos, qué conmoción! La señorita Mattie dio un rápido beso a O’Grady en la mejilla, y echó a un lado las ropas de la cama. Nunca la vi moverse tan ágilmente, ni siquiera cuando perseguía a los pilluelos que la molestaban en la escuela, durante las clases. Pidió a O’Grady que diera cuerda al gramófono, rogó a Mr. Death que llenase la tetera y la pusiera al fuego, y a mí me dijo que cortase leña y encendiera el hogar, en la sala de abajo. Se había levantado de la cama y daba la impresión que perdía años, con cada paso que daba, como si fueran cuentecillas que no le hacían falta.
Antes ya que hubiéramos alcanzado el pie de la escalera, comenzaron a llegar. La casa se llenó con el rumor de sedas y el golpear de los bastones con puño de oro, mientras desde una a otra habitación se llamaban y todo eran risas.
O’Grady daba golpecitos en la espalda a los hombres, y una vez que hubieron presentado sus respetos a Mr. Death, cada uno se dedicó a sus asuntos. Las damas se dispersaron como gacelas por toda la casa, gritando:
–¡Mattie, aquí nos tienes! ¡Vamos, Martha, baja a reunirte con nosotras!
Mr. Death encontró la tetera en la alacena y se dirigió a la bomba, para llenarla de agua.
–¿Y este chico? –dijo O’Grady, refiriéndose a mí.
–Soy Bill Jay. Mi nombre es Bill Jay Lacey –dije quitándome el gorro y metiéndolo apresuradamente en un bolsillo, sin dejar de mirar a la señorita que estaba junto a O’Grady, y que parecía salida de un cuadro.
–Es un amigo de Martha –declaró O’Grady a la joven.
–Encantada de conocerle, señor Lacey –respondió aquella hermosa criatura–. Me llamo Cissie, y conozco a Martha desde hace muchos años. ¿Le gusta bailar? Porque, como verá, va a haber baile.
Era cierto; ya O’Grady estaba dándole cuerda al gramófono.
–También yo estoy encantado de conocerla, señora –murmuré, notando que se me subían los colores.
Se echó a reír y dijo que podía llamarla Cissie, si yo la dejaba que me llamara Billy Jay. Contesté que no me molestaba en absoluto.
–¡Eh, Fresno, hola! –gritó O’Grady a un hombre que acababa de llegar–. Le dije a Martha que venías a conocer a una dama de verdad, por variar. Así que, viejo tunante, ¡cuidado con tus modales! Antes que nada, vamos a tomar un poco de té para entonar el cuerpo, y luego escucharemos algo de música, a fin de levantar los ánimos. Después podremos sentarnos a charlar un rato.
La sala parecía girar a mi alrededor, o quizá era mi cabeza, pero lo cierto es que sentía ganas de reír y llorar al mismo tiempo. Todos estaban muy alegres. Mr. Death colocó la tetera al fuego y al cabo de un rato el agua comenzó a hervir. Cissie puso en la mesa un juego de té de porcelana que yo jamás había visto, y O’Grady seguía dándole cuerda al fonógrafo; la música se difundió hasta el último rincón de la casa, incluso por los sitios más recónditos. Yo estaba con la boca abierta, cuando el señor O’Grady me rodeó los hombros con su robusto brazo y, llevándome hasta la puerta de la cocina, me dijo:
–Ahí fuera hay madera que cortar, Billy Jay. Aunque ya ha llegado la primavera, el aire aún es fresco. ¿Lo harás?
Lo hice sin vacilar. Como si mis piernas hubieran sido hechas sólo para eso, me dirigí al exterior.
Al salir, oí a Cissie que decía:
–Pero, O’Grady; es tan joven...
Y no alcancé a escuchar el resto.
Arranqué el hacha del leño donde la había dejado clavada, y comencé a cortar madera como si tuviera la fuerza de diez gatos monteses. Alcanzaba a escuchar el jolgorio que había en el interior de la casa, y deseaba terminar para volver cuanto antes. Al detenerme un momento a descansar, escuché los cuchicheos y chillidos de las ardillas. Entonces vi a Lorne y a los demás que venían por la curva del camino, gritando y arrojando piedras. Recogí la leña y me dirigí hacia la puerta en el momento en que Lorne, Carlie y Clair salían del camino y avanzaban hacia la casa. Me metí dentro cuando ellos llegaban, contento de no haber sido visto.
Los otros se quedaron fuera, mirando hacia las ventanas. Lorne mordisqueaba una ramita, y la savia verde le humedecía la barbilla.
–¿Estás ahí, Billy Jay? –voceó Lorne.
No contesté, figurándome que se marcharían si me quedaba quieto.
–Claro que está ahí dentro –relinchó Carlie–. Él y la chica de O’Grady.
–¡Parece que ha conseguido una muchacha buena y honrada! –terció Clair, mucho más alto de lo que necesitaba para que le oyesen Lorne y Carlie–. ¡Es un novio perseverante!
–¡No; un tipo robusto, como Billy Jay, está perdiendo el tiempo al cortejar a la chica de O’Grady! –vociferó Carlie–. Ella hace tiempo que no está para eso, ya me comprenden, ¿verdad?
Y así diciendo, dio un codazo a Lorne en las costillas quien chilló a su vez:
–¡El bueno de Billy me dijo una vez que se conseguiría una muchacha en cuanto estuviera preparado!
–¡Entonces, ahora es el momento! –terció Clair–. ¡Mira, Carlie, te apuesto a que el bueno de Billy Jay puede conseguirse cualquier chica del condado, sólo con que se lo proponga!
Carlie lanzó un fuerte silbido, y Clair, con los ojos en blanco y contoneándose como si fuera Laura Lee Frisby, avanzó unos pasos y añadió:
–¡Hasta podría ganarse a Laura Lee Frisby, si quisiera!
Yo sabía lo que iba a suceder a continuación, y sólo deseaba que se marcharan para poder volver a la sala, desde donde llegaban risas y música. Pude haber salido para darles una tunda. Ya lo había hecho una vez; pero, ¿qué iba adelantar con eso?
Lorne empezó, y Carlie y Clair le hicieron coro, tal y como yo había imaginado. Apenas podían cantar, a causa de la risa que les daba.

El bueno de Billy puede ir a la ciudad
y buscarse una chica guapa de verdad.
El bueno de Billy sería un galán,
¡solo con que fuera adonde ellas están!

Por fin se encaminaron hacia la carretera, mientras sus gritos y silbidos repercutían en mis oídos como el eco en un desfiladero. Me esforcé por dominar mi respiración, que me silbaba en la garganta, pugnando por salirme del pecho. Noté que el sudor corría por mi espalda, y cerré los párpados con fuerza.
Mr. Death fue quien me devolvió a la realidad. Entró en la cocina, recogió la leña que yo llevaba en los brazos, y la arrojó en la caja que había detrás del fogón.
–Me parece que todo esto te marea un poco, ¿verdad, Billy Jay? Es que los amigos de la señorita Mattie vienen a llevársela con ellos.
–Lo comprendo muy bien –respondí, y Mr. Death me miró directamente a los ojos, como si me estuviera viendo por primera vez.
–Hey, ven al salón –agregó con tono afectuoso–. Hay té, y también se baila.
Me acompañó hasta donde la música era más fuerte, y me hizo sentar en medio de todos aquellos elegantes señores y señoras. Eran al menos una docena, pero se movían tanto que ni siquiera podía contarlos. El té me sentó bastante bien, y al poco tiempo estaba siguiendo con el pie el ritmo de la música. La señorita Mattie era la atracción del baile, como si dijéramos. Tan pronto estaba aquí, como allí o en el otro lado. Apenas podía reconocerla. Bueno, su aspecto era el de costumbre, pero no se trataba de eso. Quizá era su alegría, y también su aire de orgullo, cuando se tomaba del brazo de O’Grady.
Luego se puso a contar chistes, y todos se reían en el instante oportuno. En cierto momento hizo que O’Grady se sentara junto a ella, para luego llevarse un dedo a los labios, hasta que todo el mundo se hubo callado.
–Érase una vez... –comenzó diciendo, y yo me acomodé mejor en mi silla–; érase una vez una alocada muchacha que tuvo la desgracia de tropezar con un hombre veleidoso, de ojos azules y vivaces, que con su charla era capaz de convertir el agua en whisky. ¡Y ocurrió que esa necia chiquilla dejó a parientes y amigos para marcharse con aquel hombre!
Me reí para mis adentros, porque lo que estaba contando la señorita Mattie era justamente su historia, tal como me la había relatado hacía tiempo.
–Pero entonces vino el desastre, queridos míos –prosiguió diciendo–. Sepan que el hombre que eligió su corazón no sólo tenía los ojos del color del cielo, sino que los había puesto en lejanos horizontes. Era un trotamundos por naturaleza, y un día marchó como la melodía que se va de la cabeza y se niega a volver. Ella le quería con toda el alma y era demasiado joven para saber la clase de hombre errabundo que le había tocado en suerte como marido. Ah, sí, porque se habían casado como Dios manda, en una iglesia con velas y todo lo demás. Pero cuando ella regresó al lugar de donde se había marchado, comprobó que sólo la recordaban como la muchacha que se fugó con un hombre. En su desesperación había perdido los documentos de su matrimonio, y la gente comenzó a llamarle cosas.
–¿Y qué podían llamar a mi bienamada? –inquirió O’Grady, solemne como un búho.
–¡La chica de O’Grady! –dije atropelladamente, y todos se echaron a reír.
O’Grady se dirigió de nuevo adonde estaba el gramófono y le dio cuerda, tras lo cual comenzó otra vez la danza. Mr. Death llevaba el compás, y los otros lo acompañaban tocando palmas. ¡Tenían que haber visto a la señorita Mattie y al señor O’Grady! Daban vueltas, trotaban y giraban incansables, hasta que ella apenas podía ya respirar.
Entonces Cissie me tomó de la mano y cuando me di cuenta estábamos bailando. Nunca lo había hecho antes, excepto una vez yo solo en la caballeriza, donde sólo «Beau» podía verme. Pero, puedo jurarlo, ahora no equivoqué un sólo paso, y hasta rodeé con mi mano la breve cintura de Cissie.
Cuando al fin cesó la música, Mr. Death se puso de pie, y como si aquello hubiera sido una señal, todos se pusieron a recoger las cosas. Unos lavaron la vajilla, otros cerraron el gramófono, y otros corrieron las cortinas.
La conversación se hizo menos vivaz y las sonrisas más suaves. Sentía frío, aunque las ventanas estaban cerradas, impidiendo el paso del aire helado, y el fuego aún seguía ardiendo.
Cuando la vajilla estuvo en la alacena, y las sillas colocadas en su lugar, pareció haber llegado el momento. Nadie me prestaba atención, por lo que me quedé a un lado, mirando. El señor O’Grady tomó el chal de la señorita Mattie, se lo puso sobre los hombros, y se dispusieron a marcharse. Los caballeros aguardaron a que salieran las señoras, y resguardándose los ojos con la mano, debido al intenso brillo del Sol, se reunieron donde comienza el prado. Entonces llamaron en voz alta a la señorita Mattie y a O’Grady, diciendo que se dieran prisa, pues debían recorrer un largo camino.
La señorita Mattie apagó el fuego con agua, colocó un plato con leche para el gato, que estaba durmiendo en la leñera, detrás de la cocina, y salió al porche, seguida de cerca por O’Grady. Los demás seguían llamándoles desde la pradera, y al pasar ella a mi lado me rozó con su chal. Yo agité la mano, diciéndole adiós, pero la señorita Mattie ni siquiera pareció haberme visto. El señor O’Grady, en cambio, sí me saludó. Se había detenido a cortar unas margaritas, y, volviendo la cabeza, me dirigió una amable sonrisa.
Ya todos parecían haberse desvanecido en el aire, aunque no estaban a más de doscientos metros de distancia.
Me volví, con un nudo en la garganta, dispuesto a reclinar mi cabeza contra la puerta que la señorita Mattie había cerrado detrás de ella por última vez, cuando fui a tropezar nada menos que con Mr. Death, del que me había olvidado por completo.
–Por favor, señor –le dije mirándole a los ojos–. Yo..., yo quiero irme con ustedes. Deseo acompañar a la señorita Mattie y a los demás.
Mr. Death alzó las cejas, y sus gafas se le deslizaron hasta la punta de la nariz.
–Pero, Billy Jay... –me dijo con aire triste.
–¡Nada de Billy Jay! –contesté, más irritado que un oso pardo acorralado en un rincón–. ¡Será mejor que eche un vistazo a su libreta negra de notas! ¡Vamos, que yo ya lo conocía, y usted ni siquiera se acordó de mí!
Mr. Death extrajo su libreta de notas y comenzó a pasar hoja tras hoja, todas llenas de nombres, algunos de ellos extranjeros sin duda. Deslizó su índice sobre la lista, hasta que dio con mi nombre.
–¡Billy Jay Lacey! –leyó, lleno de asombro.
–Sí, usted se hallaba en la cuadra esta mañana, cuando «Beau» me coceó –le recordé–. Cuando dejé de existir.
Con gesto pesaroso, Mr. Death se puso a murmurar, al tiempo que meneaba la cabeza:
–Tengo tanto que recordar, muchacho... Tantos lugares, tanta gente... Justamente debo estar en la parte opuesta del mundo antes que acabe el día, y no podré descansar un solo momento hasta que llegue el domingo. ¡Y aún entonces, veremos! Bueno, Billy Jay –agregó, ajustándose una vez más las gafas–; puesto que así están las cosas, será mejor que eches a correr. ¡Tendrás que darte prisa, si quieres alcanzar a los demás!
Le di las gracias con toda amabilidad, y en seguida corrí, corrí tanto, que mis pies no parecían tocar el suelo. Cuando les di alcance, la señorita Mattie me acogió con alegría y me pidió perdón por haberse olvidado de decirme adiós, a mí que era su mejor amigo, asegurándome que todo había sido debido a la prisa y agitación del momento.
La perdoné y luego le referí las circunstancias que me habían permitido acompañarles. Añadí entonces:
–Sé muy bien que es su chica, señor O’Grady; pero, me pregunto si no podría..., mire usted..., sólo hasta que lleguemos allá.
–Claro que sí, Billy Jay –me contestó el señor O’Grady–. Tú tómale la mano izquierda y yo le tomaré la derecha.
Y así nos alejamos. Tomados de la mano.



OTROS CUENTOS DE Leo P. Kelley
Cuentos Infantiles, audiocuentos, nanas, y otros en CuentoCuentos.net © 2009 Contacta con nostrosAviso Legal

eXTReMe Tracker

La mayoría del material de CuentoCuentos.net es proporcionado por nuestros usuarios, proveniente del grandísimo almacén que es la red. Si considera que alguno del material expuesto vulnera sus derechos y/o prerrogativas, le rogamos que nos lo comunique contactando con nosotros