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CUENTOS CIENCIA-FICCIóN
CUENTO MONEDAS (por Leo P. Kelley)
En su conocido ensayo El Miedo a la Libertad, Fromm pone de manifiesto e interpreta el generalizado temor del hombre contemporáneo a tomar decisiones autónomas.
No es arbitrario imaginar un futuro post-atómico en que este temor a la decisión haya sido llevado a sus ultimas consecuencias, convirtiéndose en auténtico tabú.
Probablemente, después de leer este relato, la próxima vez que dude entre ir al cine o ver la televisión (¡espero que no se le planteen disyuntivas más graves!) no lo decidirá lanzando al aire una moneda.


Esta noche era después de Aquello.
Había sido después de Aquello por lo menos durante tanto tiempo como Lank podía recordar. Él tenía ya diecinueve lanzamientos, en once de los cuales había participado (desde que contaba ocho años, según exigencia del antiguo ritual) sin perder ninguno. Y se alegraba de ello.
Ahora, mientras se abría camino entre el bosque de lanzas levantadas, que habían sido árboles vivos antes de Aquello, la noche le acariciaba con sus aterciopeladas manos, y su roce le hizo estremecer, incapaz de evitar la sensación de placer que le invadía a pesar del hecho que pronto cumpliría su vigésimo lanzamiento.
Vadeó un riachuelo y se sacudió vigorosamente al alcanzar la otra orilla. El agua le chorreaba por el largo cabello y el taparrabos que llevaba alrededor de las caderas. En su carrillo izquierdo, totalmente a salvo, su moneda chocaba contra sus dientes.
La necesidad de desperezarse se apoderó de él. Escupió la moneda, la recogió del fango y la lanzó al aire con destreza.
«Si es cara me desperezo.»
Cruz.
Lank lanzó una maldición.
Con resignación, volvió a meter la moneda en la cavidad del carrillo, y el barro granulado chocó contra sus dientes. Apresurándose, se dirigió hacia una colina que había frente a él. Cruz.
Allí arriba, en el monte, brillaba la luna en cuarto creciente. Cuando Lank llegó a la cima, la luna se había alejado. Descendió y pasó frente a las ruinas de Randland, sudando de miedo, y continuó a través de los campos en los que había diseminados objetos de antes de Aquello. Chatarra derretida, viejos automóviles. Campanarios derrumbados.
Hizo un alto en la plaza de los pozos, respirando en forma entrecortada, con los ojos medio cerrados y las piernas en tensión. Un sonido. Movió la lengua, empujando la moneda entre los dientes, y cerró los labios. Esperó, con los músculos tensos, mientras observaba.
Ella salió de uno de los pozos y empezó a alejarse con rapidez, mientras las compactas cenizas, muertas y desoladas, se arremolinaban en sus tobillos para dejar constancia de su paso.
Lank escupió. La moneda cayó en su mano, rebotó hacia arriba y hacia abajo. «Cara, la mato; cruz, la hago mía.» La moneda estaba frente a él, como un ojo de cobre entre las cenizas. ¡Cruz!
Lank se abalanzó. Dio dos vueltas, murmurando y moviendo la cabeza de un lado a otro. Ella no lanzó su moneda, y esto sorprendió a Lank. En cambio, se desvió velozmente y siguió corriendo, para alejarse de él.
Lank la siguió, a toda velocidad. Ella no le prestaba atención. Cayó sobre ella, y los ciegos cráteres de la plaza de los pozos fueron los únicos testigos de su encuentro.
La joven gemía debajo de él, y le clavó los dientes en su hombro, lo cual divirtió a Lank. «Que muerda, pero si las monedas lo quieren, dará a luz a un niño —pensó—, que tendrá los ojos del color de la sangre, como los míos.»
Otros jóvenes de ambos sexos pasaban entre las vigas y los maderos calcinados y ennegrecidos por el fuego, deteniéndose para reír y señalar la escena que tenía lugar ante ellos, mientras se dirigían hacia el terreno del lanzamiento anual.
Lank se separó de la chica y se dejó caer, boca abajo, sobre el duro suelo con el corazón latiéndole apresuradamente. Tocó con el dedo la carne de su hombro, desgarrada por los dientes de la chica, lo lamió y volvió a tocar la herida. La sangre tenía un gusto salado.
Simuló que no la veía acercarse, pero cuando ella levantó el brazo, rodó hacia el otro lado. Su brazo cayó y el trozo de vidrio de antes de Aquello, que sostenía en la mano, se hundió en la tierra. Coca, se leía en el vidrio verde.
Y entonces el temor se apoderó de Lank. No era temor de haber sido herido, sino otro peor. ¡Se dio cuenta del hecho que la joven no había lanzado antes de atacarle! ¡Estaba seguro de ello! La había estado observando todo el rato.
—La moneda —refunfuñó, como maldiciéndola.
Ella levantó la cabeza unos centímetros sobre el barro. Sacó la lengua.
—¡Matar! —dijo.
—No la has lanzado —acusó él.
Empezaba a temer a aquella chica más que a las muertas ruinas de Randland o a los mares envenenados que, según decían, aún existían en alguna parte. Lank calculó que ella no debía haber visto más de ocho o nueve lanzamientos. Esto significaba que era más viejo que ella; y tal vez más hábil.
Ella alargó el brazo, con un movimiento rápido como un latigazo, para recoger su arma. Lank le agarró la mano. El fragmento de vidrio continuó clavado, impotente, en la tierra.
—Tú lo has querido —gruñó.
La joven sacudió su larga cabellera, como si quisiera esconderse tras ella.
—La primera vez, no.
Lank lanzó el arma al pozo más cercano. Se sentía manchado. La chica había decidido matarle, sin recurrir a la moneda. Cuando ella se levantó y corrió junto al borde del pozo, Lank la miró alejarse, deseando que hubiera salido cara en su propia moneda; entonces habría podido matarla. Ahora se había ido, y él se sentía enfermo de odio. Había oído decir que, a veces, se pasaba por momentos de locura en los que la acción no seguía al lanzamiento, sino que se ejecutaba por elección. Meneó la cabeza y agradeció a las monedas que no fuera antes de Aquello. Pero este pensamiento le preocupó. ¿Acaso podían regresar las antiguas costumbres de antes de Aquello? La idea le atemorizó y luego le encolerizó. Deseó que la chica perdiera el lanzamiento.
Lo perdió. Y también Lank.
La había buscado entre los cientos de personas congregadas en el lugar del lanzamiento, y la encontró echada sobre la rama desnuda de un árbol muerto. Se quedó a unos metros de distancia, incapaz de apartar la vista de quien podía causar tanto daño. Vio que tenía la moneda en la cavidad de su oreja derecha, dispuesta.
Frente a la multitud de la cual Lank y la joven eran simples fragmentos, un muchacho desnudo se erguía sobre un simbólico montón de escombros, demasiado joven para haber lanzado alguna vez; era el elegido para este lanzamiento. Madera quemada, metal retorcido, huesos blancos y rotos, ése era el estrado en que se hallaba el solemne chico de ojos oscuros, que agarraba la moneda en su pequeño puño.
—¡Lanzamiento! —Un murmullo recorrió la multitud.
—¡Lanzamiento! —Una súplica, que muchos deseaban que no fuera escuchada.
Y entonces se oyó un murmullo creciente, acompañado por una oscilación de los cuerpos y un destello de monedas circulares de plata y cobre, que el gentío echaba al aire, una y otra vez, para animar al niño.
—¡Lánzala, lánzala, lánzala!
Silencio.
Todos contuvieron el aliento; un silencio estéril.
El niño levantó el puño y lo abrió, dobló el pulgar y sostuvo la moneda con el índice doblado. Y entonces la lanzó. En el mismo instante, extrañamente rígido, exclamó:
—¡Cruz, ganas; cara, pierdes!
Su moneda subió y cayó en la diminuta palma de su mano. Los ojos de la multitud la siguieron, mientras lanzaban sus propias monedas.
—¡Cara! —gritó histéricamente el niño, cayendo sobre el montón de escombros y arañándose el rostro.
Lank bajó lentamente la mirada hacia su propia mano. Cara. Se puso rígido. Entonces miró hacia arriba, al árbol y a la chica. Tenía la cabeza alta y le brillaban los ojos. «Esto significa —pensó Lank— que le ha salido cruz.» Mientras empezaba a alejarse en compañía de todos los demás perdedores, casi se olvidó de ella, pensando solamente en el horror que le esperaba y que debía soportar.
Mientras él y los demás iniciaban su caminata, localizó a la chica al borde de la multitud. Indiferente, o dando la impresión de estarlo, caminaba entre el polvo y los escombros.
Lank se movió hacia ella, impulsado por el odio. Había hecho el amor con ella, pero no era en esto en lo que pensaba ahora. Quería saber qué haría ella, cuando todos bajaran a las montañas de Randland.

No había nadie que les apresurara. Tampoco necesitaban que lo hicieran. Porque ésta era la costumbre de después de Aquello; y así había sido siempre, hasta donde alcanzaba su memoria. Las monedas lo decretaban todo. Por lo tanto, caminaron la mayor parte de la noche, entre llantos y gemidos, tirándose del cabello. Hacia Randland.
Cuando llegaron, penetraron en un resquebrajado y medio derruido edificio, y encontraron el pasadizo que conducía al interior de la tierra, donde reinaba el terror. Otros, que perdieron antes que ellos, habían esculpido toscos escalones que descendían junto al vacío hueco del ascensor.
Lank se acercó a la chica.
—Soy el mismo de antes —le recordó, con la boca seca y la piel mojada por un sudor frío.
Ella apenas le miró, tal como hubiera mirado un cielo sin estrellas.
—Me alegro del hecho que hayas perdido —le dijo Lank, con aspereza.
Ella se encogió de hombros.
—No es la primera vez.
—¿Cuántas veces has lanzado?
—Nueve. La última vez también perdí. Pero sobreviví.
—Yo siempre he ganado —declaró Lank con orgullo.
—Hasta ahora.
—Hasta ahora.
—Ahora tú y todos nosotros careceremos de monedas. Como era antes de Aquello.
Llegaron abajo y entraron juntos en la cámara acorazada.
—Me llamo Doll —dijo la joven.
—Yo, Lank.
«Tiren vuestras monedas», bramó una voz que no venía de ninguna parte y de todas a la vez.
Se oyó un sonido de metal que caía, como una ruidosa lluvia. Una cosecha abandonada; monedas de todas las denominaciones cubrían el suelo antiséptico. Medios dólares, diez centavos, cuartos, peniques, níqueles, como dioses moribundos sin discípulos.
«¡Hacia la izquierda! ¡Hacia vuestra izquierda!», bramó de nuevo la voz.
—¿Qué nos harán? —preguntó Lank.
—Dicen que cada vez es diferente —replicó Doll—; y, sin embargo, lo mismo.
Su respuesta no tenía sentido para Lank, y no le tranquilizó.
De repente, diez hileras de botones de colores surgieron en la anteriormente lisa superficie de la pared.
«Ustedes, que eran hombres y mujeres —habló la voz de nuevo—. Ahora que están sin monedas, ¡elijan!»
La gente contempló, atemorizada, los botones de colores, y después se miraron unos a otros. Esto era muy diferente de todo lo que sabían o habían imaginado en la pardusca superficie de la tierra desolada por los átomos, ahora tan lejos de ellos.
«Empujen y presionen. Empujen y presionen. ¿Empujar o no empujar?», entonaba la voz, inexpresivamente.
Una mujer apretó, vacilando, el botón más cercano a ella, aplastándolo contra el panel. Inmediatamente, aparecieron unas mesas llenas de comida, que se levantaban del suelo, haciendo tropezar a la asombrada gente.
Muchos, acordándose del hambre que el temor les había hecho olvidar, comieron con voracidad.
Lank se acercó para recoger una fruta que no le era familiar.
Doll interceptó su brazo.
—¡No lo hagas! —dijo.
Él se quedó mirándola sorprendido; pero no la comió.
Un hombre que había junto a Lank, masticando todavía, presionó el más verde de los botones, animado por la aparición de la comida en respuesta a la elección de la mujer.
Un ácido cayó, en translúcidos chorros, sobre la gente aterrorizada, y les hizo precipitarse hacia otras habitaciones adyacentes a la que contenía los botones.
Allí, lanzando alaridos, intentaron curar su carne quemada. Muchos de ellos murieron a causa de la comida envenenada.
Lank gritaba de dolor, que no provenía de su piel escaldada, sino del terror que invadía todos sus sentidos. Dio media vuelta y corrió por la habitación, que ahora ya no entrañaba peligro, y por el pasillo que conducía al lugar donde debía hallarse el hueco del ascensor. En vez del hueco, encontró una sólida pared. Sollozando, volvió a la habitación llena de monedas, buscó la suya, invadido por el pánico, y la encontró, reconociéndola por las muescas que había hecho en la cara de cobre de un hombre barbudo que había en la superficie.
La lanzó. La moneda le dijo que se escapara. Sus sollozos se convirtieron en un gemido, porque no podía obedecer. El impenetrable muro se lo impedía. Desesperado, se metió la moneda en la boca.
«Empujen y presionen, empujen y presionen. Escojan un botón. ¡Decidan!»
La gente, aquellos que aún vivían, eran empujados de nuevo a la habitación de los botones, por largas baquetas rectangulares que salían de la pared como pistolas, forzándolos a apretar botones, desesperadamente y al azar.
Cuando lo hicieron, aparecieron unos pequeños cuchillos que se clavaban en la carne. Finas agujas de fuego brotaban como peces rojos para freírlos, y acallaron muchas bocas.
Lank se metió en una hendidura entre dos paredes, con los ojos desorbitados y la saliva cayendo de sus labios. Vio a Doll tendida en el suelo. Vaciló. Entonces dio un brinco, esquivando las llamas, la agarró y la arrastró hasta su diminuto refugio. Asombrado de su propia acción, la dejó caer en el suelo, a sus pies, mientras la pared cobraba vida repentinamente y aparecía la figura tridimensional de un hombre, con un uniforme desgarrado y yelmo, rodeado de brillantes flores, que, según pensó Lank, debían haber crecido antes de Aquello. Vio moverse al hombre, que se arrastraba a través de un follaje carente de pájaros, y aparecer a otro hombre y el objeto que había en sus manos resplandeció; oyó una fuerte explosión, vio al primer hombre que se tambaleaba y caía. Mucha sangre empapó su uniforme y las flores. Los ojos del hombre moribundo se posaron en Lank, a través de la pared. «Hay sorpresa —pensó— en su rostro y en sus ojos. Como cuando los perros me olfatean en las llanuras y se acercan ladrando. Entonces yo tengo este aspecto.»
Otra voz sonó profunda:
«¡Ya he llegado a una decisión, caballeros! Y mi decisión, como todos ustedes saben, es definitiva y vital para la nación. He decidido declarar...»
En la pared apareció ahora una consola de interruptores, botones y dedos que apretaban sin descanso, rápidamente. Luego, un lugar de antes de Aquello. Piedras, ladrillos y cuerpos. Todo ardiendo, ardiendo como flores de fuego en un jardín de blanca luz. Y, sobre todo, un espeso halo de denso humo, seguido por el bramido del viento despiadado de la tormenta de fuego.
«¡Ya he llegado a una decisión, caballeros...!»
La imagen empezó a desvanecerse de la pared.
El eco, como un malicioso fantasma, repitió:
«... Decisión...»
Lank sintió que el alivio le hacía tambalear. Ayudó a Doll a ponerse en pie.
—Ya se acaba —dijo, a ella y a sí mismo.
Con lentitud, Doll movió la cabeza, dudando.
Un ruido irritante y luego el repentino y dulce sonido de una voz de mujer, desesperada, suplicando:
«Deja de fabricar esto, Murphy, ¡te lo suplico! Ésta no es la solución. No estuvimos equivocados al decidir. El error estaba en algunas de nuestras decisiones. De todos modos, ya ha pasado.»
Lank se puso rígido y escuchó con atención.
«¡Vete al infierno, Marie! El lanzamiento que he enseñado a los supervivientes y este macabro circo que estoy organizando aquí garantizarán que nunca más habrá guerra. ¡Eh, cuidado! Has puesto la cinta equivocada. ¡Quítala!»
Al cabo de un momento, la voz repitió:
«Aprieten y presionen. Aprieten y presionen. Escojan.»
La gente atemorizada que había en la habitación, gritó:
—¡No!
«¡Decidan!»
—¡No, oh, no!
Lank guardaba silencio, observando y escuchando, al igual que Doll.
«Entonces, ¿no lo harán?»
Por toda respuesta, sólo hubo peticiones de clemencia por parte de los que nunca la habían conocido.
La voz habló de nuevo, inexpresiva, calmosa:
«Han visto a vuestros antepasados y los resultados de sus decisiones. Sus decisiones —continuó la voz—, tomadas por ellos mismos con la deficiente fibra de sus propios cerebros individuales. ¡Adelante y no les imiten!»
En alguna parte de la lejanía, Lank oyó el sonido del metal chocando contra el metal. Dio la vuelta y se quedó mirando el pasillo, con Doll detrás de él. En la cámara acorazada la pared se había retirado, dejando ver los escalones, que subían por el hueco del ascensor.
«¡No decidan! —gritaba la voz—. ¡Han visto el amargo fruto de tomar decisiones!»
Torpemente, la gente recogió sus monedas. Algunos las besaron, algunos las apretaron contra su frente; otros hicieron con ellas extraños movimientos en el aire. La pared se ennegreció y se convirtió de nuevo en una pared lisa.
La gente salió de la habitación, y empezó a subir apresuradamente por el hueco del ascensor. Lank estaba entre los primeros. Los muertos quedaron atrás.
A medio camino se detuvo, ignorando las maldiciones y los gritos de los que le seguían. Empujando y gritando, se abrió camino hacia abajo derribando a la gente que encontraba a su paso.
—¡Ven! —gritó a Doll, que todavía permanecía en la ahora silenciosa habitación.
—Vete —le dijo, moviendo la cabeza—. No volveré a subir. Allí sólo hay muerte. Me quedaré aquí.
La indignación obligó a Lank a alejarse de ella. Entonces se volvió a mirarla.
—¿Quieres morir aquí? ¿Es eso lo que quieres? ¿Con moneda o sin ella?
Doll asintió, sin mirarlo a él, sino al suelo.
Él escupió su moneda en la mano y la lanzó. Pero entonces, extrañamente triste, dejó caer la moneda al suelo, se abalanzó a través del umbral, agarró la muñeca de Doll y empezó a arrastrarla hacia el hueco, cuando...
«Tiren vuestras monedas», bramaba otra vez la voz. No venía de ningún sitio y de todos a la vez.
Lank giró en redondo, asombrado.
«¡Hacia la izquierda, hacia vuestra izquierda!»
Moviéndose ágilmente, Lank volvió corriendo a la pared, ahora sin botones, y esperó. Pronto, como había adivinado, los botones reaparecieron.
«Aprieten y presionen. Aprieten y presionen.»
Agachándose, olfateó a lo largo del muro, donde se juntaba con el suelo. El olor del tiempo. Tocó el suelo con los dedos. Estaba caliente. Corrió hasta el lugar donde había caído su moneda, la recogió y regresó junto al panel de los botones. Insertó la moneda en la hendidura donde el panel no se ajustaba perfectamente a la pared que lo sostenía. Trabajó con diligencia durante unos minutos, y al final logró apartar el panel de la pared. Su moneda resonó al caer al suelo.
Examinó con cuidado el espacio de detrás del panel, y vio las cintas girando silenciosamente en sus ruedas, vio las máquinas que proporcionaban energía al complejo automático activado por los impulsos bioeléctricos de los cuerpos humanos cuando entraban en la habitación, a través de la angosta puerta, y vio el esqueleto en el suelo, cubierto de harapos.
Sin entender nada, Lank estudió las letras bordadas en rojo en aquellos harapos: «Arrepiéntete.»
Se sintió desolado, pues no tenía la moneda en la boca.

Más tarde, bastante después de descubrir la puerta de la habitación de la computadora automática, encontraron los armarios de donde había salido la comida congelada, y la cinta transportadora que la llevaba y depositaba sobre las mesas, y los frascos de veneno que se volcaban para verter su líquido mortal sobre las patatas y las naranjas.
Comieron, pues no lo habían hecho cuando la comida entró por primera vez en la otra habitación. Lank miró a Doll. A pesar que estaba muy cansado, sintió un deseo en sus entrañas. «La deseo», pensó. Pero recordó que su moneda estaba en el suelo de la habitación contigua. Sin ella no podía...
Doll vio la aturdida expresión de su cara. Notó la presión de su brazo, primero la de un solo dedo, luego la de toda una mano, y su torpe suavidad la impresionó y la hizo llorar.
—No me dejaste comer cuando aparecieron los alimentos —dijo Lank, sorprendido. Vaciló, mirando con sospechosa ignorancia las cintas del programa que todavía giraban y la celda de combustible incandescente.
—Ya había perdido antes —contestó Doll—. Tenía miedo de lo que pudiera pasar.
Lank la llevó fuera de la habitación, cerró la puerta con cuidado detrás de él y con algo de miedo colocó en su lugar el panel de botones. Una quietud le sobrecogió. Deseaba desesperadamente salir de aquel lugar desde que habían perdido, y encontrarse en la familiar superficie de la tierra, bajo las estrellas.
Doll señaló el suelo.
—¿Y tu moneda?
Lank la vio brillar a la clara luz, que era una especie de oscuridad. Escupió encima en un arranque de cólera originado por la desesperación.
—Vamos —dijo.
—¿Sin la moneda? —preguntó Doll, con una gran esperanza.
—Juntos —respondió él con algo de temor.
Escalaron el hueco y emergieron en la oscuridad, que era una especie de penosa luz.


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