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CUENTOS INFANTILES
CUENTO PINOCHO XVI - XVII - XVIII (por Carlo Collodi)
La hermosa niña de los cabellos azules hace recoger el muñeco; le mete en la cama, y manda llamar a tres médicos para saber si está vivo o muerto.

En el momento en que el pobre Pinocho, colgado por los ladrones en una rama de la Encina grande, parecía más muerto que vivo, la hermosa niña de los cabellos azules apareció de nuevo en la ventana. Y compadecida de aquel infeliz, que colgado por el cuello se columpiaba movido por el viento, dio tres palmaditas con las manos.
A los pocos instantes se oyó un rápido batir de alas, y apareció un milano muy grande, que vino a posarse en el antepecho de la ventana.
--¿Qué quieres de mí, hermosa Hada?-- dijo el milano inclinando el pico en señal de respeto, porque habéis de saber que la niña de los cabellos azules no era, en fin de cuentas, más que una buenísima Hada, que hacía más de mil años que vivía en aquel bosque.
--¿Ves aquel muñeco que está colgado de una rama de la Encina grande?
--Lo veo.
--Pues bien: vete allí en seguida, volando; corta con tu fuerte pico la cuerda que le tiene suspendido en el aire, y con mucho cuidado le colocas tendido en la hierba al pie de la Encina.
Salió volando el milano, y a los dos minutos estaba ya de vuelta, diciendo:
--Ya está hecho lo que me has ordenado.
--¿Y cómo le has encontrado? ¿Vivo o muerto?
--A primera vista parecía muerto; pero no debe de estar aún muerto del todo, porque apenas he aflojado el nudo corredizo que le apretaba la garganta, ha lanzado un fuerte suspiro y ha dicho en voz baja: ¡Ahora me siento mejor!
Entonces el Hada dio otras dos palmadas, y apareció un magnífico perro de lanas, que andaba sobre las patas de atrás completamente derecho, como si fuera un hombre.
Estaba vestido como un cochero, con librea de gala. Llevaba en la cabeza un tricornio galoneado de oro; una peluca rubia, con rizos que colgaban hasta el cuello; una casaca de color de chocolate, con botones de brillantes y con dos grandes bolsillos para guardar los huesos que su ama le daba para comer; unos calzones cortos de terciopelo carmesí, medias de seda y zapatos escotados. Detrás llevaba una especie de funda de paraguas, hecha de raso azul, que le servía para meter el rabo cuando el tiempo amenazaba lluvia.
--Óyeme, mi buen Sultán-- dijo el Hada al perro de lanas--. Haz enganchar en seguida la mejor de mis carrozas, y toma el camino del bosque. Cuando llegues bajo la Encina grande, encontrarás tendido sobre la hierba un pobre muñeco medio muerto. Recógele con cuidado, le colocas bien en los almohadones de la carroza y le traes aquí. ¿Has comprendido?
El perro de lanas meneó tres o cuatro veces la funda de raso azul, como dando a entender que había comprendido, y salió a escape.
Al poco tiempo se vio salir de la cochera una hermosísima carroza azul celeste, almohadillada con plumas de canario y tirada por cien parejas de conejitos de Indias, blancos, con los ojitos encarnados, llevando sentado en el pescante al perro de lanas, que hacía. chasquear el látigo a derecha e izquierda, como los cocheros: cuando temen llegar tarde.
No había pasado un cuarto de hora cuando regresó la carroza, y el Hada, que estaba esperando a la puerta de la casa, cogió en brazos al pobre muñeco, y conduciéndole a una habitación pequeñita que tenía las paredes de nácar, mandó llamar a los médicos más famosos del contorno.
Y llegaron los médicos, uno detrás de otro: un cuervo, un mochuelo y un grillo-parlante.
--Quisiera saber, señores-- dijo el Hada volviéndose hacia los tres médicos reunidos junto a la cama de Pinocho--, si este desgraciado muñeco está vivo o muerto.
¡Al oír esta pregunta se adelantó primero el cuervo, y le tomó el pulso; después le tocó la nariz y el dedo meñique del pie izquierdo, y cuando le hubo examinado bien, pronunció solemnemente estas palabras:
--Yo opino que el muñeco está completamente muerto; si por fortuna no estuviese muerto, entonces sería señal indudable de que estaba vivo.
--Siento mucho no ser de la misma opinión de mi ilustre amigo y colega el cuervo-- dijo a su vez el mochuelo--; yo opino que el muñeco está vivo y bien vivo; pero si por desgracia no lo estuviese entonces sería señal indudable de que estaba muerto.
--¿Y usted qué dice?-- preguntó el Hada al grillo-parlante.
--Yo creo que el médico prudente, cuando no sabe qué decir, lo mejor que puede hacer es permanecer callado. Por lo demás, este muñeco no me es desconocido: hace ya tiempo que le conozco.
Pinocho que había permanecido hasta aquel momento como un tronco, tuvo un estremecimiento que hizo mover la cama.
--¡Este muñeco-- continuó diciendo el grillo-parlante-- es un granuja incorregible!
Pinocho abrió los ojos, pero volvió a cerrarlos en el acto.
--¡Es un galopín, un holgazán, un vagabundo!
Pinocho escondió la cara entre las sábanas.
--¡Un hijo desobediente, que hará morirse de pena a su pobre padre!
En aquel momento se sintió en la habitación rumor de llanto y de sollozos. Levantaron el embozo de la sábana y se encontraron con que era Pinocho el que lloraba.
--Cuando el muerto llora, es señal de que está en vías de curación-- dijo solemnemente el cuervo.
--Siento mucho contradecir a mi ilustre amigo y colega-- replicó el mochuelo--. Yo creo que cuando el muerto llora es señal de que no le hace gracia morirse.
CAPITULO XVII

Pinocho se come el azúcar sin querer purgarse; pero al ver que llegan los enterradores para llevárselo, bebe toda la purga. Después le crece la nariz por decir mentiras.

Apenas salieron los tres médicos de la habitación, se acercó el Hada a Pinocho, y al tocarle la frente notó que tenía una gran fiebre.
Entonces disolvió unos polvos blancos en medio vaso de agua y se los presentó al muñeco, diciéndole cariñosamente.
--Bebe esto, y dentro de pocos días estarás bueno.
Pinocho miró el vaso torciendo el gesto, y preguntó con voz plañidera:
¿Es dulce, o amargo?
--Es amargo, pero te sentará bien.
--¡Amargo! No lo quiero.
--¡Anda, bébelo: hazme caso a mí!
--Es que no me gustan las cosas amargas.
--Bébelo, y te daré después un terrón de azúcar para quitarte el mal gusto.
--¿Dónde está el terrón de azúcar?
--Aquí lo tienes-- dijo el Hada, sacándolo de un azucarero de oro.
--Primero quiero que me des el terrón de azúcar, y después beberé el agua amarga.
--¿Me lo prometes?
--Sí.
El Hada le dio el terrón, y Pinocho, después de comérselo en menos tiempo que se dice, se relamió los labios, exclamando:
--¡Qué lástima que el azúcar no sea medicina! ¡Yo me purgaría entonces todos los días!
--Ahora vas a cumplir la promesa que me has hecho, y a beberte este poco de agua que ha de ponerte bueno.
De mala gana tomó Pinocho el vaso en la mano, acercando la punta de la nariz y haciendo un gesto; después hizo como que se lo llevaba a la boca; pero se arrepintió y volvió a olerlo, hasta que por último dijo:
--¡Es muy amarga! ¡Muy amarga! ¡No puedo beberla!
--¿Cómo puedes saberlo, si no lo has probado?
--Me lo figuro lo conozco en el olor. Quiero otro terrón de azúcar primero, y después la beberé.
Con toda la paciencia de una buena madre, el Hada le puso en la boca un poco de azúcar, y después le presentó el vaso otra vez.
--Así no puedo beberlo-- dijo el muñeco haciendo mil gestos.
--¿Por qué?
--Porque me fastidia esa almohada que tengo en los, pies.
El Hada retiró la almohada.
--¡Es inútil! tampoco puedo beberlo!
--Qué es lo que ahora te fastidia?
--Me fastidia esa puerta del cuarto que está medio abierta.
Entonces el Hada cerró la puerta.
--¡Es que no quiero!--gritó, Pinocho llorando y pataleando--. ¡No; no quiero beber ese agua amarga; no quiero; no, no!
--¡Hijo mío, mira que luego te arrepentirás!
--¡Mejor!
--Tu enfermedad es grave.
--¡Mejor!
--Esa fiebre puede llevarle al otro mundo.
--¡Mejor!
--¿No tienes miedo de la muerte?
--Ninguno. ¡Antes me muero que beber esa medicina tan amarga!
En aquel momento se abrió de par en par la puerta de la habitación, y entraron cuatro conejos, negros como la tinta, que llevaban sobre los hombros; una caja de muerto.
--¿Qué queréis?-- gritó, Pinocho despavorido, sentándose en la cama.
--Venimos por ti-- respondió el conejo mas grueso de los cuatro.
--¿Por mí? ¡Pero si no me he muerto todavía!
--Todavía no; pero te quedan pocos instantes; de vida, por no haber querido beber la medicina, que te hubiera curado la fiebre.
--¡Oh, Hada. mía! ¡Hada mía!-- comenzó entonces a gritar el muñeco--. ¡Dame en seguida el vaso! ¡Anda pronto, por favor, que yo no quiero morir, no quiero morir!
Y tomando el vaso con ambas manos, se lo bebió de un sorbo.
--¡Paciencia!-- dijeron entonces los conejos--. Por esta vez hemos perdido el viaje.
Y echándose de nuevo sobre los hombros la caja, que habían dejado en tierra, salieron del cuarto refunfuñando y murmurando entre dientes.
Claro es que a los pocos minutos pudo Pinocho saltar de la cama completamente curado; porque ya se sabe que los muñecos de madera tienen la particularidad de ponerse muy enfermos de pronto y de curarse en un santiamén.
Cuando el Hada le vio correr y retozar por la habitación, listo, y alegre como un pajarillo escapado de la jaula, le dijo:
--¿De modo que mi medicina te ha sentado muy bien?
¡Ya lo creo! ¡Me ha resucitado!
--Entonces, ¿por que te has resistido tanto para beberla?
--Porque los niños somos así. Tenemos, más miedo de las medicinas que de la enfermedad.
--¡Pues muy mal hecho! Los niños debierais recordar que una medicina a tiempo puede evitar una grave enfermedad, y aun la misma muerte.
¡Ah! Otra vez no me resistiré tanto. Me acordaré de esos conejos negros con la caja de muerto al hombro, y entonces cogeré en seguida el vaso, y adentro.
--¡Muy bien! Ahora vente aquí, a mi lado, y cuéntame cómo caíste en manos de los ladrones.
Pues fue que Tragalumbre me dio cinco monedas de oro y me dijo: "Llévaselas a tu papa", y en el camino me encontré una zorra y un gato, dos personas muy buenas, que me dijeron: ¿Quieres que esas monedas se conviertan en mil o en dos mil! Vente con nosotros y te llevaremos al Campo de los Milagros. Y yo les dije: "Vamos". Y ellos dijeron: "Nos detendremos un rato en la posada de El Cangrejo Rojo, y cuando sea media noche seguiremos nuestro camino." Cuando yo me desperté ya no estaban allí, porque se habían marchado. Entonces yo me marché también. Y hacía una noche tan oscura que apenas se podía andar. Y me encontré con dos ladrones metidos en dos sacos de carbón, que me dijeron: ¡Danos el dinero!" y yo les dije: "No tengo ningún dinero". Porque me había escondido las monedas de oro en la boca. Y uno de los ladrones quiso meterme la mano en la boca, yo se la corté de un mordisco; pero al escupirla me encontré con que, en vez de una mano, era la zarpa de un gato. Y los ladrones echaron a correr detrás de mí; y yo corre que te corre, hasta que me alcanzaron; Y entonces me colgaron por el cuello en un árbol del bosque, diciendo: "Mañana volveremos, y estarás bien muerto y con la boca abierta, y entonces te sacaremos las monedas de oro que tienes escondidas debajo de la lengua".
--¿Y dónde tienes las cuatro monedas de oro?--le preguntó el Hada.
--¡Las he perdido!-- respondió Pinocho; pero era mentira porque las tenía en el bolsillo.
Apenas había dicho esta mentira, la nariz del muñeco, que ya era muy larga, creció más de dos dedos.
--¿Dónde las has perdido?
--En el bosque.
A esta segunda mentira siguió creciendo la nariz.
--Si las has perdido en el bosque-- dijo el Hada--, las buscaremos, y de seguro que hemos de encontrarlas, porque todo lo que se pierde en este bosque se encuentra siempre.
--Ahora que me acuerdo bien-- dijo el muñeco, embrollándose cada vez más--, no las he perdido, sino que me las he tragado sin querer al tomar la medicina.
A esta tercera mentira se le alargó, la nariz de un modo tan extraordinario que el pobre Pinocho no podía ya volverse en ninguna dirección. Si se volvía de un lado, tropezaba con la cama o con los cristales de la ventana; si se volvía de otro lado, tropezaba con la pared o con la puerta del cuarto, y si levantaba la cabeza, corría el riesgo de meter al Hada por un ojo la punta de aquella nariz fenomenal.
El Hada le miraba y se reía.
--¿Por que te ríes?-- preguntó el muñeco, confuso y pensativo, al ver cómo crecía su nariz por momentos.
--Me río de las mentiras que has dicho.
--¿Y cómo sabes que he dicho mentiras?
--Las mentiras, hijo mío, se conocen en seguida, porque las hay de dos clases: las mentiras que tienen las piernas cortas, y las que tienen la nariz larga. Las tuyas, por lo visto, son de las que tienen la nariz larga.
Sintió Pinocho tanta vergüenza, que no sabiendo donde esconderse, trató de salir de la habitación. Pero no le fue posible: tanto le había crecido la nariz, que no podía pasar por la puerta.
CAPITULO XVIII

Pinocho vuelve a encontrarse con la zorra y el gato, y se va con ellos a sembrar sus cuatro monedas en el Campo de los Milagros.

Como podéis suponer, el Hada dejó que el muñeco llorase y gritase durante más de media hora porque con aquellas narizotas no podía salir de la habitación. Lo hizo así para darle una lección y para que se corrigiera del vicio de mentir, el vicio más feo que puede tener un niño. Pero cuando ya le vio tan desesperado que se le salían los ojos de las órbitas, tuvo lástima de él y dio unas palmadas. A esta señal entraron en la habitación unos cuantos millares de esos pájaros que se llaman picos o carpinteros, porque pican en la madera de los árboles y posándose todos ellos en la nariz Pinocho, empezaron a picarla de tal manera, que en pocos minutos aquella nariz enorme volvió a su tamaño anterior.
--¡Qué buena eres, Hada, y cuánto te quiero!-- dijo el muñeco, enjuagándose los ojos.
--¡Yo también te quiero mucho-- respondió el Hada--; y si quieres quedarte conmigo, serás mi hermanito y yo seré para ti una buena hermanita.
--Yo sí quisiera quedarme; pero; y mi pobre papá?
--Ya he pensado en eso. He ordenado que le avisen y antes de media noche estará aquí.
¿De veras?--grito Pinocho saltando de alegría--. Entonces, Hada preciosa, si te parece bien, iré a buscarle ¡Tengo muchas ganas de darle un beso al pobre viejecito que tanto ha sufrido por mi!
--Bueno; pues vete. Pero cuidado con perderte. Toma el camino del bosque, y así le encontrarás seguramente.
Salió Pinocho, y apenas llegó al bosque empezó a correr como un galgo. Pero al llegar cerca del sitio donde estaba la Encina grande se paró de pronto, porque le pareció que había oído ruido de gente entre la maleza. En efecto: vio aparecer... ¿No sabéis a quién?
Pues a la zorra y al gato; o sea a aquellos dos compañeros de viaje con los cuales había cenado en la posada de El Cangrejo Rojo.
--¡Pues si es nuestro querido Pinocho!-- gritó la zorra, abrazándole y besándole--. ¿Qué haces por aquí?
--¿Qué haces por aquí?-- repitió el gato.
--Es largo de contar--dijo el muñeco--. Pero ante todo os diré que la otra noche, cuando me dejasteis en las posada, me salieron al camino unos ladrones.
¿Unos ladrones? ¡Pero es de veras? ¡Pobre Pinocho! ¿Y que querían?
--Querían robarme las monedas de oro.
¡Qué granujas!--dijo la zorra.
--¡Qué grandísimos granujas-- repitió el gato.
--Pero yo me escapé-- continuó contando el muñeco--, y ellos siempre detrás, hasta que me alcanzaron y me colgaron en una rama de aquella Encina.
Y Pinocho señaló la Encina grande, que estaba a dos pasos de distancia.
--¡Que atrocidad!-- exclamó la zorra--. ¡Qué mundo tan malo! ¡Parece mentira que haya gente así! ¿Dónde podremos vivir tranquilos las personas decentes?
Mientras charlaban de este modo observó Pinocho que el gato estaba manco de la mano derecha porque le faltaba toda la zarpa, con uñas y todo.
¿Qué has hecho de tu zarpa?--le preguntó.
Quiso contestar el gato pero se hizo un lío, y entonces intervino la zorra con destreza diciendo:
--Mi amigo es demasiado modesto, y por eso no se atreve a contarlo. Yo lo contaré. Sabrás cómo hace una hora próximamente que nos hemos encontrado en el camino un lobo viejo, casi muerto de hambre. que nos ha pedido una limosna. No teniendo nada que darle, ¿sabes lo que ha hecho este amigo mío, que tiene el corazón más grande del mundo? Pues se ha cortado de un mordisco la zarpa derecha, y se la ha echado al pobre lobo para que se desayunara.
Y al terminar su relato la zorra se enjugó una lágrima.
También Pinocho estaba conmovido. Se acercó al gato y le dijo al oído:
--¡Si todos los gatos fueran como tú, qué felices vivirían los ratones!
--¿Y qué haces ahora por estos lugares?-- preguntó la zorra al muñeco.
--Esperando a mi papá, que debe de llegar de un momento a otro.
--¿Y tus monedas de oro?
--Las tengo en el bolsillo, menos una que gasté en la posada de El Cangrejo Rojo.
--¡Y pensar que en vez de cuatro monedas podrían ser mañana mil o dos mil! ¿Por qué no sigues mi consejo? ¿Por qué no vamos a sembrarlas en el Campo de los Milagros?
--Hoy es imposible; iremos otro día.
--Otro día será tarde--dijo la zorra.
--¿Por qué?
--Porque ese campo ha sido comprado por un gran señor, que desde mañana no permitirá que nadie siembre dinero.
--¿Cuánto hay desde aquí hasta el Campo de los Milagros?
--No llega a dos kilómetros. ¿Quieres venir? Tardamos en llegar una media hora; siembras en seguida las cuatro monedas, a los pocos minutos recoges dos mil, y te vuelves con los bolsillos bien repletos. ¿Qué? ¿Vienes?
Pinocho vaciló antes de contestar, porque se acordó de la buena Hada, del viejo Gepeto y de los consejos del grillo-parlante; pero terminó por hacer lo mismo que todos los muchachos que no tienen pizca de juicio ni de corazón; acabo por rascarse la cabeza y decir a la zorra y al gato:
--¡Bueno; me voy con vosotros!
Y marcharon los tres juntos.
Después de haber andado durante medio día llegaron a un pueblo que se llamaba "Engañabobos". Apenas entraron, vio Pinocho que en todas las calles abundaban perros flacos y hambrientos que se estiraban abriendo la boca, ovejas sucias y peladas que temblaban de frío, gallos y gallinas sin cresta y medio desplumados, que pedían de limosna un grano de maíz; grandes mariposas que ya no podían volar por haber vendido sus preciosas alas de brillantes colores, pavo reales avergonzados por el lastimoso estado de su cola y faisanes que lloraban la pérdida de su brillante plumaje de oro y plata.
Entre aquella multitud de mendigos pasaba de vez en cuando alguna soberbia carroza llevando en su interior ya una zorra, ya una urraca ladrona o algún pajarraco de rapiña.
--¿Y dónde está el Campo de los Milagros?-- preguntó Pinocho.
--A dos pasos de aquí.
Atravesaron la ciudad, y al salir de ella se metieron por un campo solitario, pero que se parecía como un huevo a otro a todos los demás campos del mundo.
--Ya hemos llegado-- dijo la zorra al muñeco--; ahora haz con las manos un hoyo en la tierra, y mete en el las cuatro monedas de oro.
Pinocho obedeció: hizo el hoyo, colocó dentro las cuatro monedas que le quedaban y las cubrió con tierra.
--Ahora--dijo la zorra-- vete a ese arroyo cercano y trae un poco de agua para regar la tierra en que has sembrado.
Pinocho fue al arroyo; pero como no tenía a mano ningún cubo se quitó uno de los zapatos y lo llenó de agua, con la cual regó la tierra del hoyo. Después preguntó:
--¿Hay que hacer algo más?
--Nada más respondió la zorra--; ahora ya podemos irnos. Tu te vas a la ciudad, y cuando hayas estado allí unos veinte minutos, vienes otra vez, y encontrarás que ya ha nacido el arbolito, con todas las ramas cargadas de monedas de oro.
Lleno de gozo, el pobre muñeco dio efusivamente las gracias a la zorra y al gato, ofreciéndoles un magnífico regalo.
--No queremos ningún regalo-- respondieron aquel par de bribones--; sólo con haberte enseñado el modo de hacerte rico sin trabajo alguno, estamos más contentos que unas Pascuas.
Dicho esto saludaron a Pinocho, y deseándole una buena cosecha, se marcharon.


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