No sabemos si realmente son ojos, pero vivimos bajo su mirada y nos alimentamos de su mirada. En Puerto Ángeles los ojos están presentes en todas partes: en el timón que adorna el Bar y Restaurante El Timón, en el arco de entrada del Muelle de los Pescadores, en la puerta del Mercado de Artesanías, en los carteles que indican cómo llegar al faro, al puerto y a Playa Blanca. Fuera de nuestra ciudad pagan fortunas por ellos, y algunos turistas se empecinan en comprarlos aquí a precio de ganga. Lo único que consiguen es aceptar los ojos como objetos comunes, ordinarios. En cierto modo es lo que buscaban.
Los turistas son nuestros enemigos. Por eso los tratamos amablemente, ofreciéndoles una versión pintoresca y aburrida de nuestra ciudad. Inevitablemente observan que no es una ciudad sino un pueblo. Conocemos de memoria los argumentos: que somos pocos habitantes, que no figuramos en los mapas, que las guías de turismo no nos mencionan, que ningún político prestigioso nos visita durante las campañas electorales nacionales, que la iglesia apenas se preocupa por nuestro párroco, que nuestro intendente pertenece a un partido vecinal desconocido en el resto de la provincia, que no contamos con ninguna expresión cultural distintiva. No nos molestamos en rebatirlos. Mientras un político prestigioso envenena el resto del país con su mediocridad, nuestro intendente protege nuestra tradición y nuestro bienestar. Mientras los burócratas de la iglesia urden sus intrigas, nuestro humilde párroco se preocupa por nuestra salud espiritual. Mientras la capital admira libros torpes e indigestos, nosotros cultivamos el refinado arte de la crónica. Respetamos nuestras tradiciones, respetamos nuestras palabras. Hace más de un siglo nuestra carta de fundación estableció claramente que «por esta ordenanza se funda y constituye la ciudad de Puerto Ángeles». El busto que se yergue en la plaza central representa al «capitán Eusebio Ángeles, que dio la vida por la fundación de esta ciudad». Los forasteros no entienden nuestras palabras, aunque crean que usan las mismas que nosotros. Ni siquiera saben lo que dicen cuando hablan de los pescadores de ojos.
Nunca discutimos estos temas con los turistas. No nos interesa avivar la polémica sino desalentar las visitas. Nuestra amabilidad es sólo una concesión al lugar común que pretende que somos amables. Muchos visitantes de la capital comentan previsiblemente que la gente del campo es más hospitalaria. Nosotros sonreímos, aunque no somos del campo sino de una ciudad que pertenece al mar. Los turistas elogian nuestra cordialidad, aunque la consideran un síntoma de retardo mental y apenas la soportan. Nuestro pintoresquismo es obtuso y redundante. Nuestras grandes atracciones son insulsas. Nuestro Museo del Mar contiene caracoles, redes de pesca, un tiburón embalsamado de tamaño mediano («Capturado en 1933»), el espinazo de una ballena («Encallada en 1944»), un equipo de buceo («Royal Navy») y una barca exactamente igual a las que se ven frente a nuestra costa. ¿Quién se molestaría en viajar para visitarlo?
No queremos turistas, no queremos viajeros, no queremos desterrados del mundo que vengan en busca de tranquilidad. No queremos extraños que se casen con nuestras hijas ni con nuestras viudas. Los toleramos para no llamar la atención, pero nuestra tolerancia es una forma de resistencia. El rumor, la fábula y la leyenda nos protegen. Si el mundo nos ignora, es porque nosotros contribuimos a esa ignorancia. El capitán Eusebio Ángeles dio la vida para arrebatar nuestro tesoro a los indios. Nosotros protegemos ese tesoro, y el mundo lo compra ávidamente. De Houston a Amsterdam, de Barcelona a Kuala Lumpur, el mundo está bajo la mirada de nuestros ojos. El mundo nos pertenece, y ni siquiera nos interesa.
Como todos los varones de nuestra ciudad, me inicié en la pesca de ojos en la adolescencia, una noche de luna llena. Los Hijos del Mar sólo emergen con la luna llena, aunque yo entonces no lo sabía. En cierto modo, era tan ignorante como un forastero. En Puerto Ángeles todos nacemos forasteros. Cuando veo jugar a mi hijo, envidio esa ignorancia, aunque no la consideraba envidiable cuando yo tenía su edad. Entonces sólo esperaba una revelación.
Esa medianoche mi padre me llevó a Playa Blanca. Ahí estaban reunidos los pescadores. Muchos de ellos, como mi padre, habían asistido con sus hijos novatos. No había mujeres. Vi a varios amigos de mi edad, e intentamos infundirnos valor con risas o sonrisas. La mirada severa de los mayores pronto nos disuadió de hacer morisquetas. Los mayores sacaron sus herramientas de la bolsa: guantes gruesos, un palo de madera, botas. Los padres de los novatos llevaban una bolsa adicional, y la entregaron solemnemente a sus hijos. Abrí la mía. Sin decir una palabra, imité a mi padre: me puse los guantes y las botas, empuñé el palo. Después todos formamos una ancha medialuna en la playa, mirando el mar. El claro de luna parpadeaba sobre el agua negra.
Ningún novato sabía de qué se trataba. Nuestros padres no nos habían explicado nada. Después comprenderíamos que era importante que ninguno conociera el secreto antes que los demás. Era importante que nadie sintiera la tentación de revelarlo. Después de esa noche, no sentiríamos esa tentación. Nadie quería hablar de esas cosas con gente que no sabía nada sobre ellas.
Sabíamos que la ciudad vivía de la pesca de ojos, pero nunca habíamos visto cómo se pescaban. Habíamos oído algunos rumores, y habíamos inventado otros. Los rumores, las fábulas y las leyendas eran nuestro alimento. Nos alimentábamos de mentiras. Esperábamos que alguna vez esas mentiras fueran verdades y nuestra vida fuera menos insípida. No lo sabíamos, pero cada generación había hecho lo mismo. Cada generación volvía a contar las mismas historias para enriquecerlas. No éramos la excepción, aunque creyéramos lo contrario.
Contábamos la historia del amante despechado que había saltado del faro para suicidarse. Contábamos la historia del barco que traía un circo a bordo y había naufragado frente a la costa. Contábamos la historia de los muertos que de noche huían del cementerio para ir a nadar al mar. Competíamos para inventar una versión más truculenta que las anteriores. El amante que había saltado del faro no sólo se había despedazado contra las rocas: al caer se había arrancado un brazo, y se había pasado toda la noche buscándolo en el agua, aullando de dolor, tragando su propia sangre hasta ahogarse. El barco que traía un circo a bordo no sólo había naufragado dejando extraños restos —trajes de lentejuelas, látigos, cajas de maquillaje, bonetes de payaso— que llegaron flotando a nuestras playas: fieras hambrientas habían llegado a nado a Puerto Ángeles; leones y tigres habían devorado a niños y ancianos indefensos; elefantes pintarrajeados habían pisoteado el Bar y Restaurante El Timón; chimpancés amaestrados habían matado gente a balazos. Los muertos que huían del cementerio no sólo eran fantasmas nostálgicos, discretos e incorpóreos: reptaban por la arena deshaciéndose en jirones de carne, y al llegar al mar se disolvían como si se zambulleran en ácido, aunque conservaban los ojos intactos, ojos duros como madreperla. Esas exageraciones nos tranquilizaban, nos aseguraban que en nuestra vida chata y tediosa se cumpliría la promesa del espanto, y el espanto era el atisbo de un nuevo horizonte. No soñábamos con el amor. En Puerto Ángeles, el amor está subordinado estrictamente a las exigencias familiares. Aunque contábamos la historia del faro, nunca entendimos que un amante despechado se suicidara. Nos apasionaban sus mutilaciones, no sus emociones.
También contábamos historias sobre la pesca de ojos. Los ojos de los Hijos del Mar no se pescaban frente a la costa, con barcas y redes. Nuestros padres buceaban hasta el fondo para conseguirlos; más aún, allí el fondo era más profundo que en todo el Atlántico y la presión amenazaba con reventarles los pulmones; más aún, debían pelear contra monstruos ciegos y escamosos que usaban esos ojos para ver en las tenebrosas profundidades; más aún, nuestros padres arrastraban a los Hijos del Mar hasta la costa, donde los mataban a garrotazos; más aún, los monstruos escamosos nadaban en busca de venganza hasta Playa Blanca, donde los pescadores los exterminaban en una batalla campal y los asaban en una inmensa fogata.
Esa medianoche, mientras esperábamos en Playa Blanca, imitando servilmente el gesto adusto de nuestros mayores, nos avergonzamos de esas historias pueriles. Aspiramos con solemnidad el aire salado, la penetrante humedad, el fulgor de la luna. Nuestros cuerpos se blanquearon por dentro y la blancura tiñó nuestra mirada. Los colores se desvanecieron. Sólo quedó esa negrura voraz y ondulante donde palpitaban las cristalinas astillas del claro de luna. Fijamos la mirada en esas astillas. Poco a poco se expandieron, se diluyeron, fueron menos cristalinas y más líquidas. Ya no palpitaban sobre el agua sino sobre manchas lustrosas (¿lomos, cabezas, aletas, tentáculos?) que se mecían en las olas. Las manchas llegaban rodando por la espuma y se erguían en la arena. Se sacudían el agua y los vibrantes reflejos del claro de luna caían en la costa, un traje abandonado.
¡Los Hijos del Mar!
Caminaban o reptaban cargando con esas protuberancias nacaradas que llamábamos ojos. Los pescadores acariciaban los garrotes con los guantes, raspaban la arena con las botas. Comprendí que los pescadores eran cazadores, que en nuestra ciudad ambas palabras significaban lo mismo. Miré atentamente a mi padre y lo imité. Acaricié el garrote, raspé la arena. Al mismo tiempo trataba de observar a las criaturas, de distinguir los detalles de su contorno ondulante, líquido pero macizo.
Mi padre se quedó quieto. Yo imité su repentina inmovilidad. La fila delantera de cazadores avanzó hacia los Hijos del Mar. Fila tras fila, todos avanzamos. Oí un golpe seco y esponjoso, un jadeo estrangulado. Mi padre había tumbado una de las criaturas. El golpe y el jadeo se repitieron alrededor, se perdieron en el susurro helado del viento. Golpe-jadeo, golpe-jadeo, golpe-jadeo: esa húmeda percusión marcaba el ritmo de una viscosa melodía. Seguí a mi padre y busqué a un Hijo del Mar. Sentí la tentación de hablarle, pero no me dejé tentar. Le pegué con todas mis fuerzas. Mi presa cayó, rodó o se desmoronó. Resopló, chilló o suspiró. Sudó, sangró o goteó. Seguí avanzando, chapoteando entre sus viscosos restos. Golpe-jadeo, golpe-jadeo, golpe-jadeo: sólo paré al llegar a la costa, cuando mis botas dejaron de chapotear en esa masa gelatinosa y pisaron la susurrante negrura del mar. El viento me mordía la cara, la transpiración se escarchaba bajo mi impermeable.
Miré hacia atrás. Mi padre ya había emprendido el regreso. Lo seguí. Todos abandonamos la playa, nos sentamos en la costanera a fumar cigarrillos. Sin mirar el mar, esperamos la madrugada. Nadie dijo una palabra. La marea subió y bajó. En la playa sólo quedaron los ojos. Descendimos a la playa, guardamos los ojos en bolsas y los llevamos al depósito. Al día siguiente se los entregamos a las Madres Labradoras.
Mis amigos y yo nunca más nos juntamos en la playa para contar historias truculentas. Nos reuníamos en el Bar y Restaurante El Timón, donde bebíamos en silencio o hablábamos de la familia. Ahora, cuando comulgábamos los domingos, la hostia tenía sabor y textura de cartílago. Antes dudábamos. Ahora sabíamos que realmente comíamos un cuerpo.
En Puerto Ángeles abundan las historias pintorescas. Se cuenta que en el campo aún viven los descendientes de los leones, elefantes y jirafas que llegaron aquí cuando naufragó el barco que traía un circo. Se cuenta que esa cuña oxidada que a veces asoma sobre la espuma es el mástil de un acorazado alemán hundido. Se cuenta que en una gruta descansan los restos de comandos ingleses que intentaron desembarcar durante la guerra del Atlántico Sur y fueron liquidados a garrotazos por nuestros pescadores de ojos. Los turistas escuchan estas historias con curiosidad, pero pronto se impacientan. El barco donde naufragó el circo —declara el dueño del Bar y Restaurante El Timón— era en realidad el arca de Noé, que se extravió y erró por los mares durante milenios. En el acorazado alemán —declaran los artesanos del Mercado de Artesanías— viajaba el mismo Adolf Hitler, que huyó a nado y aún vive escondido en el sur, planeando el Cuarto Reich. Entre los comandos ingleses —declaran los pescadores del muelle— había jóvenes de la nobleza y la realeza, enviados por sus familias para templarlos contra la molicie, y la Corona británica nos ofrece grandes sumas por sus efectos personales. Los turistas intentan reírse, pero nuestra seriedad los intimida. Nuestra seriedad es convincente. Nos alimentamos de leyendas desde la niñez. La mentira es nuestra verdad.
Pero no les mentimos al decir que en la ciudad no vendemos ojos auténticos. Como no confían en nosotros, compran esperanzadamente nuestras baratijas: virgencitas apoyadas en ojos de cristal, llaveros con ojos de plástico, ceniceros con ojos de fantasía, ojos de vidrio en cuyo interior hay un barquito hecho de escarbadientes, con una placa de carey que dice Recuerdo de Puerto Ángeles.
Estas burdas artesanías nos enorgullecen. Contribuyen a urdir una historia: la historia de un pueblito con pretensiones de ciudad, de gente tosca pero hospitalaria que vive de la pesca de ojos y es inepta para los negocios. Es tan inepta que ni siquiera miente para alabar las cualidades de la zona y recomienda con ingenuo entusiasmo otras localidades de la costa: por el buceo, por el avistamiento de ballenas, por la playa, por la pesca, por los casinos, por los acuarios. El único hotel del pueblo es el Bar y Restaurante El Timón, que tiene un par de habitaciones en el primer piso. No hay cajeros automáticos. Hay un solo teléfono público. Los negocios no aceptan tarjetas. Los comerciantes nunca tienen cambio.
Esa es la historia que oyen los forasteros. No sólo los turistas, los viajantes y los reporteros, sino los habitantes de otros pueblos de las cercanías, que nos consideran un poco raros: nuestras mascotas no son perros ni gatos, sino chimpancés cuyos antepasados escaparon del barco donde naufragó el circo donde venían; nuestras hijas no quieren ir a trabajar en la capital; nuestros muertos no se resignan a quedarse en el cementerio. Explican nuestra rareza por nuestro cosmopolitismo: descendemos de una tribu tehuelche, de refugiados alemanes, de pastores vascos, de pescadores sicilianos, de holandeses amish, de brasileños de origen japonés.
Hasta el día en que nos iniciaron como cazadores, veíamos Puerto Ángeles como la veía la gente de las inmediaciones. Ese día no sólo aprendimos a cazar sino que descubrimos una ciudad secreta, la Ciudad de los Cazadores. No nos habían dado explicaciones, y no las necesitábamos. Entendimos muy bien por qué esa ciudad era secreta. No queríamos entrometidos. No queríamos científicos extranjeros que vinieran a analizar a los Hijos del Mar. No queríamos historiadores del arte que vinieran a estudiar a las Madres Labradoras. No queríamos turistas que fotografiaran nuestras reuniones. No queríamos militantes de Greenpeace que protestaran contra la pesca de ojos. La ciudad secreta estaba a un paso de la otra, pero sólo los hijos de la ciudad podíamos dar ese paso, y sólo en el momento oportuno.
Amamos nuestras burdas artesanías porque son el contrapunto de la exquisita maestría de las Madres Labradoras. El arte es una actividad infame que exalta la vanidad y la egolatría. Las Madres Labradoras son la excepción. Tallan los ojos pacientemente, durante meses. No cincelan formas caprichosas, sino que respetan la sutileza de cada nervadura y protuberancia. Cada ojo de los Hijos del Mar tiene su propia mirada. Las Madres han creado un arte singular porque obedecen la singular mirada de cada ojo. Más aún, el arte de las Labradoras consiste en revelar esta singularidad al limitado ojo humano: los delicados ojos de los Hijos del Mar enseñan a los toscos ojos humanos el arte de la mirada. La lenta labor de varios meses, dicen las Madres, produce un mapa del alma, y ese mapa se debe trazar con el apasionamiento objetivo de un cartógrafo. Aunque ellas se limitan a seguir el contorno de las nervaduras y protuberancias, ese contorno se presta a leves interpretaciones. ¿Cuántas alteraciones podría producir una cinceladura más fina, una acanaladura más honda? ¿Cuántas luces o sombras se podrían liberar o apresar con un trazo más sutil o más exagerado? Las Madres Labradoras no se dejan tentar por el romanticismo. Cada ojo, que inicialmente tiene las dimensiones de una cabeza humana, queda reducido al tamaño de un puño. Este lacónico resultado no expresa sentimientos personales, sino la naturaleza intrínseca del ojo. La talla resalta su blancura o su transparencia, su pétrea solidez o su acuosa blandura. Cada ojo habla con su propia voz, no con la voz de las Madres.
Sabemos que ningún comprador adquiere más de un ojo. Nadie soporta la mirada de más de un ojo si no se ha criado en nuestra tradición, así que nadie los colecciona. Sabemos estas cosas con precisión. En nuestro pueblito pintoresco, que tiene un solo hotel y un solo teléfono público, seguimos obsesivamente la trayectoria de nuestros productos. Leemos The Economist. Miramos los canales financieros en la tv satelital. Consultamos las páginas bursátiles de Internet. A veces fingimos asombrarnos de que un químico no haya analizado los ojos, de que un inversor no desee acapararlos, de que los biólogos evolucionistas les presten menos atención que a un fósil patético como el Pikaia. Fingimos asombrarnos porque nos gusta fingir, porque la farsa es nuestro alimento. Pero sabemos muy bien que los ojos se resisten a estas trivialidades. Para enseñarnos el arte de la mirada, ocultan un aspecto de sí mismos. Los joyeros se niegan a considerarlos gemas auténticas. Los museos de arte y de ciencias naturales se niegan a exponerlos. Los científicos se niegan a estudiarlos. El poder de los ojos se suma al poder de nuestra historia, la historia que sirve para ocultar el corazón secreto de Puerto Ángeles. Ambos poderes son uno y el mismo. Somos, involuntariamente, el centro del mundo.
Cuando el cliente de Buenos Aires, París, Tokio o Ciudad del Cabo se detiene frente a una vidriera para mirar un ojo, no ve el producto pintoresco de una perdida ciudad del sur. Ve el ojo en toda su pureza. No le importan el origen del ojo ni las anécdotas de pescadores. Sólo le interesa encontrar, al fin, una mirada recíproca. Algunos descubren la felicidad, otros se suicidan. Los menos sensibles, los que se empeñan en venir a Puerto Ángeles para comprar los ojos en su lugar de origen, sólo descubren una muralla: un pueblo de gente inepta y hospitalaria que vende baratijas en el Mercado de Artesanías. Ni siquiera distinguen los ojos auténticos que los observan por todas partes: los ojos que exponemos en el timón que adorna el Bar y Restaurante El Timón, en el arco de entrada del muelle de los pescadores, en la puerta del Mercado de Artesanías, en los carteles que indican cómo llegar al faro, al puerto y a Playa Blanca. Todos ellos son genuinos ojos de los Hijos del Mar tallados por las pacientes Madres Labradoras. Las Madres han donado esta expresión suprema de su arte a los lugares que mejor encubren nuestra verdad.
Vivimos bajo su mirada y nos alimentamos de su mirada, pero no sabemos si realmente son ojos. Esta ignorancia tiene un precio. El día en que nos iniciamos como cazadores, aceptamos este precio sin saber lo que pagábamos. Todos sentimos la emoción, la exaltación, la euforia de descubrir que bastaba dar un paso para descubrir un nuevo horizonte. Pero también sentimos la angustia de una contradicción.
La promesa del espanto se había cumplido, pero el espanto dejó de fascinarnos. El recuerdo del sordo redoble de la cacería —golpe-jadeo, golpe-jadeo, golpe-jadeo— nos desvelaba por la noche.
También nos desvelaban los interrogantes.
¿Qué eran los Hijos del Mar? ¿Por qué acudían regularmente a Playa Blanca? Un fenómeno similar a la migración de los pájaros, decían algunos. O de las ballenas, sugerían otros, insinuando que los Hijos del Mar eran inteligentes. Ninguna especie inteligente, les replicaban, acudiría dócilmente a Playa Blanca para dejarse exterminar a garrotazos, luna llena tras luna llena. Algas, aventuraban algunos, y otros resoplaban con fastidio. ¿Algas que nadaban, reptaban, caminaban? Y si eran animales, si eran inteligentes, ¿por qué no huían, por qué no se defendían, por qué no se vengaban? Ah, quizá se vengaban, pero no lo sabíamos.
¿Y qué eran los ojos? ¿Excrecencias como las perlas? ¿Cristales exóticos? ¿Construcciones artificiales que alguien nos enviaba desde el mar como un regalo, incrustadas en estas criaturas obtusas? Algunos juraban que durante la matanza los ojos relucían con la humedad de la vida y miraban a los cazadores implorando piedad. ¿La humedad de la vida? Quizá no, pero sabíamos que no estaban muertos: vivíamos bajo su mirada y nos alimentábamos de su mirada.
¿Y por qué desaparecían los cuerpos de los Hijos del Mar? ¿El mar los disolvía? ¿Cómo era posible? Instantes atrás esos mismos cuerpos nadaban en ese mismo mar. Ah, quizá la muerte les quitaba una propiedad que los protegía de la acción disolvente del agua…
Jamás traicionaría a nuestra ciudad. Ninguno de nosotros la traicionaría. Si consigné todas estas preguntas por escrito, si las confié a mi diario, no fue con la intención de romper mi silencio. Una y otra vez quemé mis apuntes y mis notas para no dejarme tentar por la indiscreción. No me dejé tentar, pero una y otra vez volví a escribir las mismas preguntas, las mismas reflexiones, las mismas observaciones. Las llevaba siempre conmigo, por temor a que mi familia las descubriera.
Una medianoche de luna nueva bajé con mis apuntes a Playa Blanca. Me encontré con varios cazadores conocidos, como si nos hubiéramos dado cita. Sin decir una palabra, formamos un círculo en la arena fría. Uno por uno sacamos nuestros diarios, cuadernos y anotaciones. Cada cual ansiaba confesar su culpa. Comprendimos con alivio que todos éramos culpables. Todos se habían hecho las mismas preguntas.
Éramos culpables, pero obrábamos de buena fe. No pensábamos revelar estos secretos a ningún forastero, a ningún reportero, a ningún intruso. Necesitábamos saber, y no sólo por curiosidad. Temíamos que el silencio que nos protegía de la intromisión externa atentara contra nuestra existencia. Defendíamos nuestras tradiciones, pero estos interrogantes también eran una tradición. Varias generaciones se habían hecho las mismas preguntas. No todos los que estábamos esa noche en la playa éramos jóvenes. ¿Cómo podía subsistir la ciudad secreta si nadie daba testimonio?
Nuevamente sentí la emoción, la exaltación, la euforia de descubrir un nuevo horizonte. Pronto sentí la angustia de otra contradicción. Había dado un nuevo paso y había entrado en una nueva ciudad, la Ciudad de los Testigos. Pero mi padre, que me había legado su oficio, no estaba en ella.
Me resigné a esa pérdida. Nuestra reunión en Playa Blanca era otra ceremonia inducida, otra iniciación. Y mi culpa se alivió cuando supe que la Ciudad de los Testigos era tan devota de la conservación de nuestros secretos que había inventado un idioma propio para resguardarlos. Los nuevos lo aprendimos pronto, y aprendimos a contar en ese idioma nuestro testimonio, a cultivar el refinado arte de la crónica. El arte de la crónica, pensé, era una consecuencia natural del arte de la mirada. Lo refinamos aún más, memorizando las crónicas para no usar papeles que revelaran nuestro secreto a los intrusos. Pero la memoria se prestaba a cambios y distorsiones. ¿Cómo podíamos impedir que nuestro idioma inventado evolucionara, que se enriqueciera indebidamente con los matices de la apreciación subjetiva? ¿Y qué sucedería si una calamidad arrasaba la Ciudad de los Testigos? Aunque fuera improbable, nos debíamos a nuestra tradición. Si algo nos pasaba, si nos barría una peste, ¿quién adivinaría que un sefilio era un Hijo del Mar, que un eidetoder era un cazador de ojos, que una urdmuter era una Madre Labradora? Era preciso contar con una referencia que protegiera la integridad de nuestro idioma secreto. Es preciso, sugirió alguien, tener una ciudadela que resguarde la Ciudad de los Testigos. Y así algunos escogidos nos iniciamos en una nueva tradición, y entramos en la Ciudad de los Referentes.
Cuando veo jugar a mi hijo, no me dejo tentar por la idea de contarle estas historias, que sólo se deben narrar en el elevado ámbito del arte de la crónica. ¿De qué le serviría, además, saber que alguna vez extrañará los rumores y fábulas que ahora inventa con esperanza? ¿De qué le serviría saber que alguna vez se preguntará obsesivamente a qué ciudades clandestinas pertenecen su madre, su familia, sus amigos? ¿De qué le serviría saber que tendrá la certeza de que todos le mienten?
El capitán Eusebio Ángeles sacrificó su vida para arrebatar nuestro tesoro a los indios, y cada una de nuestras ciudades secretas contribuye a protegerlo. Si mentimos y engañamos, es para cuidar nuestra verdad, el cimiento común de estas ciudades concéntricas. Ningún forastero podrá penetrar estos círculos que son impenetrables aun para muchos de nosotros.
Nuestra tradición está a salvo.
Nuestro modo de vida está a salvo.
Nuestra riqueza está a salvo.
Me repito estas palabras, pero me incomoda saber que frente a Puerto Ángeles somos tan ignorantes como esos turistas que engañamos con nuestra simplicidad, como esos vecinos de otros pueblos que se ríen de nuestra idiosincrasia. ¿Esos pueblos serán como pensamos? ¿O cultivarán alguna forma aún más artera del arte de la crónica?
El poder de los ojos y el poder de la crónica son uno y el mismo. Pero, una vez más, ¿qué son estas criaturas? ¿Qué hacían con ellos los indios que habitaban la zona antes de la llegada del capitán Eusebio Ángeles? La gente de nuestra ciudad que tiene sangre india no lo recuerda, aunque tal vez mienta para proteger su propio secreto, su propia ciudad. ¿Y alguien los ha visto en otros sitios? Nuestros descendientes de alemanes, galeses e italianos tampoco recuerdan, aunque tal vez mientan para proteger un secreto que les legaron sus padres y abuelos.
¿Y cómo saber si la Ciudad de los Testigos, donde estamos los que narramos, analizamos y describimos nuestra experiencia en crónicas escritas, no contiene una Ciudad de los Pintores, una Ciudad de los Dibujantes, una Ciudad de los Fotógrafos, donde intentan descubrir por medios gráficos la forma elusiva de estas criaturas? En la Ciudad de los Referentes, algunos custodios del idioma inventado en que narramos nuestras historias hemos entrado en la Ciudad de los Codificadores, donde protegemos la integridad de ese idioma en otro idioma inventado. ¿Cuántas ciudades secretas hay dentro de cada ciudad? ¿Cuántas ciudades secretas hay dentro de mí mismo? ¿Qué esperan de mí sus habitantes? ¿Habrá una Ciudad de los Ojos donde podremos descubrir, al fin, una mirada recíproca?
Cada luna llena nos entregamos con fervor al ritmo del golpe-jadeo, golpe-jadeo, golpe-jadeo. El recuerdo de esta música nos desvela de noche, pero da tregua a nuestras preguntas. El espanto es una rutina adormecedora.
Cuando haya muerto, ¿me arrastraré desde el cementerio hasta el mar, perdiendo partes de mi cuerpo putrefacto para alcanzar la pureza del agua? ¿Me sumergiré hasta encontrar la perfección de una mirada líquida e inmensa? ¿Regresaré a Playa Blanca una noche de luna llena, para ser cazado en una apoteosis de blancura? ¿Habré triunfado entonces, cuando las Madres Labradoras me entreguen a una maciza eternidad de nervaduras y protuberancias cinceladas?
Conservo una foto de mi adolescencia que nunca le mostré a nadie. En esa época de ingenuidad e ignorancia, nos reuníamos en la playa casi todas las noches, salvo las noches de luna llena. Encendíamos fogatas frente al mar y contábamos nuestras historias truculentas. Para sentirnos mayores, bebíamos cerveza a escondidas, creyendo que los mayores no lo sabían. La foto que conservo se tomó una de esas noches, poco antes de mi iniciación en la pesca de ojos.
Un grupo de muchachos esmirriados enfrenta la cámara. Desafiamos la estéril mirada de esa máquina con una risueña y desgarbada altanería que sólo oculta nuestra timidez. Guardo esa foto como un recuerdo, pero no sé qué quiero recordar. Ya no reconozco a mis amigos, ya no me reconozco a mí mismo. No sé quién es quién. Hay un destello en los ojos de todos, y ese destello es lo único que reconozco, pero sólo lo identifico ahora que ha pasado el tiempo. Antes creía que era el reflejo del flash, o el reflejo de las fogatas, o el reflejo del claro de luna. Ahora sé que es el reflejo del fulgor perlado de los ojos de los Hijos del Mar. Sin saberlo, ya estábamos poseídos por la fuente de nuestra riqueza.
El tiempo blanquea la foto en vez de amarillearla.