Los muertos caían y caían.
Las lluvias habían empezado mucho tiempo atrás, ya nadie recordaba cuándo. En ciertos días arreciaban más que en otros, y los muertos, aunque distanciados por espacios regulares, caían sin cesar. Nunca había consecuencias graves. Los muertos jamás mataban a nadie. Pero a Helena la seguían horrorizando, y Martín hubiera hecho cualquier cosa para consolarla. No era aprensión, no era miedo. Era horror puro y simple, un horror que se expresaba en asco. Le repugnaba verlos caer desnudos en el barro, las bocas grotescamente abiertas. Después pasaban los días y la carne se les ablandaba, se les disolvía como cera, y los muertos se iban derritiendo en el suelo. Todos caían desnudos, pero todos eran iguales. Algunos eran viejos y plácidos, otros eran jóvenes y violentos; los había enteros, y mutilados, y escaldados, y descuartizados, y congelados.
Una vez, cuando Helena y Martín estaban en un campamento, un viejo desdentado comentó:
— Son los muertos de la historia.
Siguió un murmullo aprobatorio, y el viejo, entusiasmado con su éxito, repitió: «Son los muertos de la historia». Pero la segunda vez la frase sonó insulsa, o simplemente cayó pesada, pues todos se pusieron a hablar de otra cosa mientras el viejo se quedaba solo con su sonrisa sin dientes, mirando llover los muertos.
Como casi todo el mundo, Helena y Martín habían dejado las ciudades. En el cemento los muertos también se disolvían, pero era diferente. La carne no se fundía con la tierra. Se pudría más despacio, y en las ciudades el tufo a muerto era inaguantable, y además daba pena ver muertos descomponiéndose de esa manera. En el campo la lluvia de muertos abonaba la tierra, y crecían árboles y plantas de formas extrañas. La gente se alimentaba de esas formas.
Martín temía admitirlo y nunca lo habría dicho en voz alta por temor a confirmarlo, pero sospechaba que esas formas extrañas eran de órganos humanos.
Huían de los muertos. Emigraban. Como tantos otros, buscaban una región donde no hubiera más lluvias de muertos, donde el ruido blando que hacían los cuerpos al chocar contra el suelo no les cortara el sueño, ni el hambre, ni las ganas de amar.
— Alguna vez cesarán las lluvias en alguna parte —decía Martín acariciando el pelo de Helena mientras miraban los muertos desde un refugio armado con piezas de autos, o desde un galpón abandonado, o desde una estación de servicio descascarada—. Y no tendremos que aguantar más este espectáculo horrible, ni soñar con estas cosas.
— Yo no sueño nada —decía Helena—. Es como si el horror me hubiera cortado los sueños.
Y Martín callaba, casi avergonzado, pues él tampoco soñaba, pero ni siquiera sentía horror. Sólo buscaba a tientas un modo de animarla, pero en realidad no sabía contra qué. Se guiaba únicamente por una intuición. Algún muerto caía cerca, despatarrado, la boca abierta y ensangrentada, y los dos miraban y sonreían con tristeza.
— Quiero que me jures que va a terminar —decía Helena en un arranque de rabia—. Quiero que me jures.
Martín murmuraba una promesa, y se dormían, y al día siguiente reanudaban la marcha. Al principio cargaban provisiones, latas, o botellas, o los frutos de las plantas-de-muerto, como las llamaban casi todos los emigrantes, pero después empezaron a viajar sin bultos. Era un alivio, pero también un indicio de desesperanza. No tenían que llevar nada ni preocuparse por la comida precisamente porque los muertos lloverían dondequiera fuesen y siempre habría plantas.
A menudo se cruzaban con emigrantes que viajaban en dirección contraria. Intercambiaban noticias funestas y miradas de desconsuelo, comían juntos, y después cada viajero retomaba su rumbo como si lo que el otro había dicho no tuviera ningún asidero; quizá desconfiaban, quizá querían creer que había un error, quizá tenían la esperanza que las lluvias cesaran para cuando llegaran ellos, pero nadie se hacía tantos cuestionamientos, ni se ofendía cuando los demás desoían sus consejos.
— ¿De dónde viene? —le preguntaban a un viajero.
— Del sur. Mucha lluvia, en el sur. Y plantaciones enteras, cargadas de frutos. Ahora iba a tomar para el oeste, para probar suerte allá...
— Nosotros venimos del oeste. Muy malo, también.
— Habrá que seguir probando. ¿Para dónde van ahora?
Señalaban el sur. Y después de compartir una comida o un té hecho con las plantas-de-muerto, cada cual seguía su rumbo tras una despedida cortés.
A veces se formaban campamentos en algún valle, o cerca de una ciudad. Los campamentos eran casi permanentes, pero la gente cambiaba de un día para otro. Era curioso que se formaran cerca de las ciudades, pero así eran las cosas. Nadie vivía en ciudades, pero a todos les gustaba mirarlas de lejos. Eran como un lazo con el pasado, aun para los que antes vivían en el campo.
Una vez, en uno de esos campamentos, encontraron a un hombre de barba roja y tupida. Viajaba solo, como tantos. La barba les llamó la atención y se pusieron a hablar con él.
— ¿Usted cree que habrá un lugar sin lluvia?
A pocos metros llovió un muerto, un adolescente rubio de piel blanca. El de la barba roja lo miró con cierto rencor.
— No sé ni me importa —rezongó—. Yo viajo por viajar.
Hablar así era una grosería. Muchos viajaban por viajar, pero pocos lo decían. Pocos expresaban en voz alta que estaban seguros que era igual en todas partes, siempre cadáveres que llovían y llovían, y que no tenía sentido andar de aquí para allá.
Pero todos seguían. Era una distracción, una esperanza, un modo de pasar los años.
Y Martín y Helena iban de aquí para allá, alentaban la esperanza que habían creado. Quiero que me jures que va a terminar, decía ella como en trance. Pero no podía decirse que no fueran felices. Había tanta gente sola, tanta gente que sólo buscaba amigos para compartir una cena o amantes para compartir una noche, que en medio de tanta lluvia y soledad dos seres que se amaban tenían que ser felices de algún modo. Eran una excepción, como ese hombre que viajaba por viajar. Tal vez por eso, porque viajaba por viajar, lo encontraron de nuevo al cabo de un tiempo. Ellos sabían que era mucho tiempo después, porque amándose habían acumulado recuerdos, esos recuerdos que se adhieren como pólipos a la memoria y el cuerpo de los que se aman, esos recuerdos-chuchería que nadan en un limbo impreciso, sin identidad, pero que juntos forman tiempo, tiempo sólido y firme. Era una forma de medir, y ya que nadie trabajaba, nadie sembraba ni cosechaba nada, todo era viajar y viajar, muertos fundiéndose con la tierra, cualquiera forma de medición era algo.
De nuevo les llamó la atención la barba y se le acercaron. El hombre no los reconoció al principio.
— Ah, ustedes —dijo al fin. Y añadió con una sonrisa socarrona—: ¿Encontraron lo que buscaban?
No contestaron. Después de una pausa de silencio, Helena preguntó, casi acusatoriamente:
— ¿Y usted sigue viajando por viajar?
Dieron media vuelta y siguieron andando.
Pronto, pronto, le decía Martín mientras caminaban. Pronto terminará todo.
— Pronto, vas a ver. No puede durar para siempre.
— ¿No puede? Pero dura y dura. Son años, Martín. Años. Ese hombre...
— ¿Qué hombre?
— El de la barba roja. ¿Cuánto hacía que lo habíamos conocido?
— Años —concedió Martín—. ¿Por qué?
— Estaba igual. No había cambiado nada. Ni la ropa le había cambiado. Es raro, antes no me había fijado porque nunca volvemos a ver a la gente. Uno siempre viaja y viaja. Pero él estaba igual. Y entendí que nosotros también estamos iguales.
— ¿Y?
— ¿Alguna vez viste morir a alguien? Desde que empezó la lluvia, digo. ¿Oíste que alguien hablara de muertos, de sus propios muertos?
— Sigo sin entenderte.
— Es fácil de entender. Nunca se ve morir a nadie. Se ven llover muertos, pero nunca muere nadie. Y nunca se ve nacer a nadie, y nunca se ven mujeres embarazadas.
Caminaban y caminaban. Oían plop plop en el barro. Las plantas-de-muerto cubrían los montes. Vivir era eso, caminar y caminar, y plop plop en el barro. Alguna vez va a terminar, decía Martín.
Helena parecía cada vez más triste. Un día rompió a llorar de golpe. Estaba inconsolable, y Martín se sintió desconcertado, porque las cosas nunca habían llegado tan lejos. Estaban sentados en unas piedras, frente a una ciudad abandonada. Los edificios mugrientos se recortaban contra el cielo blanco. Ya va a terminar, decía Martín, y ella sacudía la cabeza. Frente a la ciudad había gente. Era raro ver a Helena tan desanimada, y sin embargo las lluvias parecían haber amainado un poco últimamente.
— Martín —dijo al fin, moqueando—, me parece que estoy embarazada.
Martín se echó a reír, abrazándola.
— No tengas miedo. Todo va a salir bien.
— No tengo miedo por el embarazo. Tengo miedo que se note.
— ¿De qué estás hablando? —dijo Martín. Señaló el grupo de gente—. Además hoy tenemos compañía. Podemos celebrarlo con una fiesta.
— No creo que esa gente esté para fiestas, Martín. Ni creo que nos convenga. ¿No ves lo que están haciendo?
Martín miró con más atención. Bajo un cielo limpio, entre plantas-de-muerto marchitas, enterraban a alguien.
— Un entierro —dijo Martín, acariciando el vientre de Helena.
Helena le acarició la mano y ambos echaron a andar en dirección contraria.
F I N