El último tranvía desaparecía entre el espejo de tinieblas de la calle y, a lo largo del cable, un destello de fuego de Bengala, crepitando trémulo, se perdía rápido en la distancia como una estrella azul. «Bueno, será mejor que sigamos andando, aunque estás bastante borracho, Mark, bastante borracho...»
El destello de fuego se extinguió. Los tejados brillaban a la luz de la luna, ángulos de plata rotos por negras grietas transversales.
Penetró en aquel espejo de tinieblas y tomó a duras penas el camino de su casa: Mark Standfuss, un dependiente de comercio, un semidiós, el rubio Mark, un buen tipo con suerte y cuello duro. De su nuca, por encima de la línea de aquel cuello duro, colgaba una especie de coleta infantil que había conseguido escapar a la navaja del barbero. Esa coleta era la que había enamorado a Klara y juraba que era amor del bueno, que ya se había olvidado por completo del extranjero arruinado y guapo que el año pasado le había alquilado a su madre, Frau Heise, una habitación.
«Pero Mark, estás borracho...»
Aquella noche había corrido la cerveza y las canciones entre los amigos en honor de Mark y de la pálida Klara, la pelirroja, y dentro de una semana ya serían marido y mujer; entonces se iniciaría toda una vida de felicidad y de paz, de noches junto a ella, con la llamarada roja de su melena desparramándose por toda la almohada y por la mañana, de nuevo, su risa tranquila, su vestido verde, el frescor de sus brazos desnudos.
En el centro de una plaza se erguía una pequeña tienda de campaña: estaban reparando las vías del tranvía. Recordaba cómo aquel mismo día había introducido sus labios por dentro de las mangas de Klara, y cómo había besado la conmovedora cicatriz de su vacuna contra la viruela. Y ahora caminaba hacia casa, se tenía en pie con dificultad en razón del exceso de felicidad y también del exceso de bebida, balanceaba su bastón y entre las oscuras casas de la acera de enfrente de aquella calle vacía un eco nocturno armonizaba con el eco de sus pisadas; pero el eco desapareció cuando volvió la esquina donde siempre le esperaba el mismo hombre con su delantal y su gorra de visera, de pie junto a una parrilla, vendiendo salchichas, y anunciando su mercancía en un tierno silbido como el canto de un pájaro: «Würstchen, würstchen...».
Mark sintió una especie de piedad deliciosa por las salchichas, por la luna, por la chispa de fuego que se había retirado junto con el cable del tranvía, y, mientras apretaba el cuerpo contra una valla amiga, se vio vencido por la risa; luego, se inclinó y empezó a murmurar en un pequeño agujero que había entre las tablas de la valla: «Klara, Klara, ¡oh mi querida Klara!».
Al otro lado de la valla, en un claro entre dos edificios, había un solar vacío rectangular. Varios camiones de mudanzas se recogían allí como enormes ataúdes. Estaban llenos hasta los topes con su carga. Sólo Dios sabe qué cosas había apiladas en su interior. Baúles de caoba probablemente, y candelabros como serpientes de hierro, y el pesado esqueleto de una cama de matrimonio. La luna obtenía un destello duro de los camiones. A la izquierda del solar, unos enormes corazones negros se pegaban contra una pared desnuda; las sombras, muy ampliadas, de las hojas de un tilo que se erguía junto a una farola en el borde de la acera.
Mark seguía riéndose entre dientes mientras subía por las oscuras escaleras que conducían a su piso. Llegó al último escalón pero equivocadamente levantó el pie de nuevo como para volver a subir, y el pie cayó torpe al suelo con un golpe seco. Mientras se esforzaba en la oscuridad por encontrar la cerradura de la puerta, se le cayó el bastón de bambú y con un leve golpeteo empezó a deslizarse por las escaleras. Mark contuvo el aliento. Pensaba que el bastón seguiría el movimiento de la escalera y que giraría por sí solo en el recodo hasta llegar abajo. Pero el chasquido agudo de la madera cesó de improviso. Debía de haberse detenido. Sonrió aliviado, y agarrándose a la barandilla (mientras la cerveza no dejaba de cantar en su cabeza vacía), empezó a bajar de nuevo. Apenas evitó la caída y se sentó cansado en un escalón, mientras buscaba a tientas su camino.
Arriba, una puerta se abrió en el descansillo. Frau Standfuss, con una lámpara de gas en la mano, a medio vestir, parpadeando, con el pelo convertido en una especie de aureola que le salía del gorro de dormir, se acercó y gritó: «¿Eres tú, Mark?».
Una cuña amarilla de luz envolvía la barandilla, las escaleras y su bastón, y Mark, jadeando pero feliz, volvió a subir de nuevo hasta el descansillo, su sombra negra y jorobada seguía sus pasos por las paredes.
Luego, en la habitación iluminada débilmente, dividida por una pantalla roja, tuvo lugar la siguiente conversación:
—Has bebido demasiado, Mark.
—No, no, madre... Estoy tan contento...
—Te has ensuciado todo, Mark. Tienes la mano negra...
—... tan feliz... me siento tan bien... el agua es muy buena y está fría. Viértemela por encima de la cabeza... un poco más... Todo el mundo me ha dado la enhorabuena, y con razón... Más agua.
—Pero dicen que hasta hace muy poco tiempo estaba enamorada de otro, de un aventurero extranjero o algo así. Que se fue sin pagar los cinco marcos que le debía a Frau Heise...
—Oh, ya vale, cállate, no entiendes nada... Cantamos tanto hoy... Mira, he perdido un botón... Estoy seguro de que me van a aumentar el sueldo cuando me case...
—Vamos, vete a la cama... Estás todo sucio, y además son tus pantalones nuevos.
Aquella noche Mark tuvo un sueño desagradable. Vio a su difunto padre. Su padre llegó hasta él, con una sonrisa muy rara en su rostro sudoroso y pálido, cogió a Mark por los brazos y empezó a hacerle cosquillas silenciosa, violentamente, sin parar.
Sólo recordó el sueño después de llegar a la tienda donde trabajaba, y se acordó porque un amigo suyo, el buen Adolf, le saludó dándole un golpe en las costillas. Por un momento, algo se abrió en su alma, y se quedó allí, helado, expectante, y se cerró de nuevo. Luego, todo volvió de nuevo a su ser, fácil y claro, y las corbatas que ofreció a sus clientes le sonrieron radiantes, en armonía con su felicidad. Sabía que iba a ver a Klara aquella noche, correría a cenar a casa para luego ir directamente a verla. El otro día, cuando le decía lo tierna y cariñosamente que iban a vivir, ella se puso de repente a llorar. Ni que decir tiene que Mark entendió que eran lágrimas de felicidad (como explicó ella misma); ella empezó a dar vueltas por la habitación, su falda una vela verde, y luego se fue al espejo a arreglarse con viveza sus cabellos brillantes, color de mermelada de albaricoque. Y tenía el rostro pálido y un aire de desconcierto, también a causa de la felicidad, desde luego. Era tan natural, después de todo.
—¿De rayas? Por supuesto.
Le hizo el nudo a la corbata en su mano, y la volvió de un lado y después del otro, intentando seducir al cliente. Ágilmente abría las cajas de cartón...
Mientras tanto, su madre había recibido una visita: Frau Heise. Había venido sin avisar y tenía el rostro cubierto de lágrimas. Cautelosamente, casi como si tuviera miedo de romperse en mil pedazos, se dejó caer en un taburete en la diminuta e inmaculada cocina donde Frau Standfuss lavaba los platos. Un cerdo de madera bidimensional colgaba de la pared y en el hornillo había una caja de cerillas semiabierta, con una cerilla usada dentro.
—He venido a traerle malas noticias, Frau Standfuss.
La otra mujer se quedó de piedra, agarrando un plato y apretándolo contra su seno.
—Es acerca de Klara. Sí. Ha perdido el juicio. Aquel huésped que tuve volvió hoy, ya sabe, aquel de quien le hablé. Y Klara se ha vuelto loca. Sí, ocurrió esta mañana... Ya no quiere volver a ver a su hijo nunca más... Usted le regaló la tela para un vestido nuevo: se la devolverá. Y aquí hay una carta para Mark. Klara se ha vuelto loca. Yo no sé qué pensar...
Mientras tanto Mark había salido del trabajo y se hallaba de camino a casa. Adolf, el del pelo cortado a cepillo, le acompañaba en su recorrido. Ambos se detuvieron, se dieron la mano y Mark empujó con el hombro la puerta que se abría al frío vacío.
—¿Por qué he de ir a casa? Al diablo. Vamos a comer algo tú y yo —Adolf seguía allí de pie, apoyándose en el bastón como si éste fuera su cola—. Al diablo, Mark.
Mark se frotó la mejilla dubitativo, y luego rompió a reír.
—De acuerdo. Pero hoy invito yo.
Cuando, media hora más tarde, salió del bar y se despidió de su amigo, el fuego de una ardiente puesta de sol llenaba la vista del canal, y un puente veteado de lluvia en la distancia quedaba a lo lejos, tras un marco de oro en el que se alcanzaban a distinguir unas diminutas figuras negras.
Miró al reloj y decidió ir directo a casa de su novia sin pasar por la de su madre. Su felicidad y la claridad del aire de la tarde le mareaban un tanto. Una flecha de cobre brillante fue a hendir el zapato lacado de un petimetre que descendía de un coche. Los charcos, que todavía no se habían secado, rodeados por la magulladura de la humedad oscura (los ojos vivos del asfalto), reflejaban la suave incandescencia de la tarde. Las casas estaban grises, como siempre; y sin embargo, los tejados, las molduras en los pisos superiores, los pararrayos de filos dorados, las cúpulas de piedra, las columnas ——que nadie percibe durante el día, porque de día la gente no suele levantar la mirada del suelo— estaban ahora bañadas en un rico tono ocre que no era sino la ligera calidez de la puesta de sol, y parecían así inesperados y mágicos, aquellos salientes superiores, balcones, cornisas, pilares, contrastando abruptamente en su brillo rojizo con las pardas fachadas de abajo.
—Oh, qué feliz soy —musitaba Mark—, todo a mi alrededor celebra mi felicidad.
Sentado con ternura en el tranvía, examinaba con cariño a los otros pasajeros. Tenía un rostro tan joven, Mark, con granos rosados en la barbilla, unos ojos luminosos y alegres y una pequeña coleta en la nuca... Se podría pensar que el destino había sido generoso con él.
Dentro de unos momentos veré a Klara, pensó. Me recibirá en la puerta. Me dirá que no sabe cómo ha podido sobrevivir hasta la llegada de la noche.
Dio un respingo. Se había pasado la parada en la que debía haberse bajado. En su camino hacia la salida se tropezó con los pies de un caballero gordo que leía una revista médica; Mark quiso saludarle con el sombrero pero casi se cae: el tranvía giraba con un chirrido. Se agarró a uno de los tiradores del techo y consiguió mantener el equilibrio. El hombre encogió las piernas lentamente con un flemático gruñido de irritación. Tenía un bigote gris que se le doblaba hacia arriba belicosamente. Mark le concedió una sonrisa culpable y caminó hasta la parte delantera del tranvía. Se agarró con ambas manos a los pasamanos de hierro, se inclinó hacia adelante, calculó el salto que tenía que dar. Abajo, el asfalto pasaba corriendo ante él, liso y reluciente. Mark saltó. Sintió una quemazón provocada por la fricción producida con la suela de sus zapatos, y las piernas empezaron a correr como si las guiase su propio impulso, mientras los pies se estampaban contra el suelo restallando en secos golpes involuntarios. Varias cosas extrañas e imprevistas sucedieron a la vez: desde la parte delantera del tranvía que oscilante se alejaba de Mark, el revisor emitió un grito furioso; el asfalto brillante voló a lo alto como si fuera el asiento de un columpio; una formidable masa golpeó a Mark por detrás. Sintió como si un rayo le hubiera atravesado de la cabeza a los pies, y después nada. Estaba solo en el asfalto reluciente. Miró alrededor. Vio, en la distancia, su propia figura, la espalda esbelta de Mark Standfuss, que caminaba diagonalmente cruzando la calle como si no hubiera pasado nada. Maravillado, se alcanzó a sí mismo en un periquete y ahora ya estaba acercándose a la acera, su silueta toda imbuida de una cierta vibración que iba decreciendo progresivamente.
—Qué estupidez. Casi me atropella un autobús...
La calle era amplia y estaba alegre. Los colores del atardecer habían invadido la mitad del cielo. Los pisos superiores y los tejados se bañaban en una luz radiante. Allí arriba, Mark distinguía los pórticos translúcidos, los frisos y los frescos, enrejados cubiertos de rosas de color naranja, estatuas con alas que se alzaban doradas hacia el cielo, liras que relucían increíbles. En brillante ondulación, etéreos, festivos, estos encantamientos arquitectónicos se escapaban gloriosamente en la distancia, y Mark no conseguía entender cómo nunca se había fijado en aquellas galerías, en aquellos templos suspendidos en las alturas.
Se dio un golpe doloroso en la rodilla. Otra vez aquella valla negra. No pudo evitar reírse al reconocer aquellos camiones que estaban allí de nuevo, al otro lado. Allí estaban, quietos, como ataúdes gigantes. ¿Qué es lo que podían esconder en su seno? ¿Tesoros? ¿Los esqueletos de algunos gigantes? ¿O quizá montañas polvorientas de muebles suntuosos?
—Oh, tengo que echar un vistazo. Si no Klara me preguntará y no sabré qué contestarle.
Dio un ligero codazo a la puerta de uno de los camiones y entró dentro. Vacío. Vacío, salvo por una pequeña silla de paja en el centro, colocada cómicamente en equilibrio sobre tres de sus patas.
Mark se encogió de hombros y salió por el lado opuesto. De nuevo el resplandor cálido de la tarde chorreó ante su vista. Y ahora delante de él, estaba la conocida puerta de hierro forjado, y más allá la ventana de Klara, cruzada por una rama verde. Klara en persona abrió la puerta y se quedó de pie esperando, levantando sus brazos desnudos para arreglarse el pelo. Los mechones rojos de sus axilas lucían a través de las aberturas soleadas de su manga corta.
Mark, riéndose silenciosamente, corrió a abrazarla. Apretó sus mejillas contra la cálida seda verde de su vestido.
Las manos de Klara descansaron en su cabeza.
—Me he sentido tan sola todo el día, Mark. Pero ahora ya estás aquí.
Abrió la puerta, y Mark se encontró inmediatamente en el comedor, que le sorprendió por lo extraordinariamente espacioso y soleado.
—Cuando la gente es tan feliz como lo somos nosotros ahora pueden prescindir del vestíbulo —dijo Klara en un susurro apasionado, y él sintió que sus palabras tenían un significado oculto especial y maravilloso.
Y en el comedor, en torno al óvalo blanco como la nieve del mantel, se sentaba una serie de gente, a ninguno de los cuales Mark había visto antes en casa de su novia. Entre ellos estaba Adolf, atezado, con su cabeza cuadrada; también el anciano de piernas cortas y barriga prominente que leía una revista médica en el tranvía y que seguía gruñendo.
Mark saludó a todos ellos con una tímida inclinación de cabeza y se sentó junto a Klara, y en aquel mismo instante sintió, como un poco antes, un golpe de dolor atroz que le atravesaba todo el cuerpo. Se retorció y el vestido verde de Klara empezó a flotar en el aire, disminuyendo hasta convertirse en la pantalla verde de una lámpara. La lámpara se balanceaba en su cordón. Mark estaba tendido debajo con aquel dolor imposible destrozando su cuerpo y no distinguía nada salvo la lámpara que oscilaba, las costillas le estaban aplastando el corazón impidiéndole respirar, y alguien le doblaba la pierna, se esforzaba por rompérsela, de un momento a otro se iba a quebrar. Consiguió liberarse de alguna forma, la lámpara volvió a su verde brillante de nuevo, y Mark se vio a sí mismo sentado un poco más distante, junto a Klara, y en ese preciso instante en que se vio, se encontró rozando su rodilla contra la cálida seda de su falda. Y Klara reía, echando la cabeza hacia atrás.
Sintió la urgente necesidad de decirle lo que acababa de pasar, y dirigiéndose a todos los presentes —el bueno de Adolf, el hombre gordo e irascible— pronunció con esfuerzo: «El extranjero está ofreciendo sus plegarias en el río...».
Le pareció que había hablado muy claro, y que, aparentemente, todos le habían entendido... Klara, haciendo un puchero, le acarició en la mejilla: «Pobrecillo, todo acabará bien...».
Empezó a sentirse cansado y con sueño. Rodeó el cuello de Klara con sus brazos, la atrajo hacia sí y se quedó tumbado. Y entonces, el dolor volvió a asaltarle y todo se esclareció.
Mark yacía boca arriba, mutilado y completamente vendado, y la lámpara había dejado de oscilar. El consabido hombre grueso del bigote, ahora un médico en su bata blanca, emitía unos sonidos que parecían gruñidos mientras escrutaba la pupila en los ojos de Mark. ¡Y qué dolor!... Dios, en un momento el corazón se le iba a quedar empalado en una costilla y estallaría... Dios, en cualquier momento, ya... Todo esto es estúpido. ¿Por qué no está Klara aquí?
El doctor frunció el ceño y chasqueó la lengua.
Mark ya no respiraba, Mark se había ido —adonde, hacia qué otros sueños, nadie lo sabe.