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CUENTOS PARA MAYORES
CUENTO LA VENECIANA (por Vladimir Nabokov)
1.
Delante del castillo de tonos rojizos, entre frondosos olmos, había una pista de tenis de hierba intensamente verde. Aquella mañana temprano, el jardinero había pasado un rodillo de piedra hasta dejarla suave y lisa, arrancado un par de margaritas, redibujado las marcas del césped con cal líquida y había colocado bien tirante una nueva red elástica y resistente entre los dos postes. El mayordomo había traído de un pueblo cercano una caja en la que reposaba una docena de pelotas blancas como la nieve, vellosas al tacto, todavía ligeras, aún vírgenes, envueltas todas y cada una de ellas, como fruta preciosa, en su propia lámina de papel transparente.
Eran las cinco de la tarde, más o menos. El sol maduro dormitaba aquí y allá sobre la hierba y por los troncos de los árboles se filtraba a través de las hojas y bañaba plácidamente la pista de tenis que ahora empezaba a cobrar vida. Había cuatro personas jugando: el coronel en persona (el propietario del castillo), la señora McGore, Frank, el hijo del anfitrión y Simpson, un amigo suyo de la universidad.
Los movimientos de alguien que juega, así como su letra en momentos más tranquilos, dicen mucho acerca de su personalidad. A juzgar por los golpes directos, y como agarrotados del coronel, la expresión tensa de su rostro carnoso que parecía que acabara de escupir de un resoplido el imponente bigote gris que se alzaba sobre sus labios; el hecho de que, a pesar del calor, no se hubiera desabrochado los botones del cuello de su camisa; la forma en que abordaba su servicio, con las dos piernas firmemente separadas y ancladas como si fueran dos postes blancos, a juzgar por todo ello uno podía llegar a la conclusión, primero, de que no había sido nunca un gran jugador, y segundo, de que era un hombre chapado a la antigua, testarudo, y sujeto a ataques ocasionales de ira furiosa. De hecho, si al golpear la pelota ésta acababa en los rododendros, lanzaba un conciso juramento entre dientes, o miraba desorbitadamente a su raqueta con ojos de pez, como si no pudiera perdonarle que le hubiera fallado de forma tan humillante. Simpson, su pareja del momento, un joven delgado y rubio con ojos mansos y enloquecidos a un tiempo que brillaban y no dejaban de batir detrás de sus gafas como si fueran ligeras mariposas azul claro, se esforzaba al máximo en su juego aunque el coronel, desde luego, nunca expresaba su disgusto cuando la pérdida de un punto se debía a un fallo de su compañero de juego. Pero por mucho que Simpson lo intentara, por mucho que saltara de un lado al otro de la pista, no conseguía dar un buen golpe. Se sentía como si fuera a desgarrarse en las costuras de su cuerpo, como si su timidez le impidiera dar el golpe preciso y como si, en lugar de un instrumento de juego, elaborado ingeniosa y meticulosamente a partir de unas tripas color ámbar trenzadas en cuerdas e insertadas en cálculo perfecto dentro de un marco, estuviera agarrando un madero seco y torpe contra el que rebotaba la pelota con un estallido penoso, para acabar inevitablemente dando contra la red o contra los matorrales, arreglándoselas incluso para llevarse por delante el sombrero de paja que se asentaba en la coronilla redonda del señor McGore, quien observaba plácidamente y sin demasiado interés, junto a la pista, cómo su joven esposa Maureen y el ágil y rápido Frank derrotaban a sus sudorosos contrincantes.
Si McGore, experto connaisseur de los viejos maestros y restaurador, diestro también en todo tipo de lienzos y marcos de cuadros antiguos, que consideraba que el mundo no era sino un boceto más bien pobre, pintarrajeado con malos óleos en un lienzo frágil, hubiera sido el tipo de espectador curioso e imparcial que resulta conveniente a veces, habría llegado a la conclusión de que Maureen, la alegre, esbelta y morena Maureen, vivía del mismo modo desenvuelto y despreocupado con que jugaba y de que Frank trasladaba asimismo a su vida su capacidad para devolver el golpe más difícil con la gracia más elegante. Pero, de la misma forma que la letra de una persona puede engañar a la adivina en razón de su aparente sencillez, el juego de esta pareja vestida de blanco no revelaba en verdad nada más allá del hecho de que Maureen jugaba un tenis flojo, suave, distraído, femenino, mientras que Frank trataba de no golpear la pelota demasiado fuerte, acordándose de que no estaba en un torneo universitario sino en el parque de su padre. Se movía sin esfuerzo tras la pelota, y sus golpes largos producían una sensación de aplomo físico: cada movimiento tiende a describir un círculo completo, e incluso, cuando, en el punto medio de su trayectoria se transforma en el vuelo lineal de la pelota, la mano percibe sin embargo al instante su continuación invisible que se prolonga a través de los músculos hasta llegar al hombro, y es precisamente este centelleo interno que se prolonga lo que hace que el golpe sea redondo. Con una sonrisa flemática en su rostro afeitado y bronceado, que dejaba al descubierto el brillo de sus dientes sin mácula, Frank se alzaba de puntillas y, sin esfuerzo aparente, blandía el antebrazo desnudo. Aquel arco abierto y generoso contenía en su seno una especie de fuerza eléctrica, y la pelota salía botando con un sonido particularmente tenso y preciso de las cuerdas de su raqueta.
Había llegado con su amigo aquella mañana a pasar las vacaciones en casa de su padre, y se había encontrado allí con el señor y la señora McGore, conocidos suyos que llevaban más de un mes de visita en el castillo; el coronel, encendido por la noble pasión de la pintura, perdonaba gustosamente a McGore su origen extranjero, su personalidad poco sociable y su falta de sentido del humor a cambio de la ayuda que este famoso experto en arte le concedía, y también a cambio de los magníficos e inapreciables lienzos que le conseguía. Especialmente magnífica era la última adquisición del coronel, el retrato de una dama pintado por Luciani, que McGore le había vendido por una suma suntuosa.
Aquel día, McGore, ante la insistencia de su mujer, que conocía la meticulosidad del coronel, se había puesto un traje claro de verano en lugar de la levita que lucía habitualmente, pero, aun así, no había logrado que su anfitrión considerara aceptable su atuendo: llevaba una camisa almidonada con botones de perla, lo cual era, a todas luces, inadecuado. Tampoco eran demasiado apropiados para la ocasión sus botines de un rojo amarillento, ni tampoco el hecho de que sus pantalones no tuvieran la vuelta que el difunto rey había puesto instantáneamente de moda cuando inopinadamente tuvo que atravesar unos charcos para cruzar la calle; tampoco su viejo sombrero de paja con aquella ala roída de la que emergían los bucles grises de McGore parecía especialmente elegante. Había algo simiesco en su rostro: una boca protuberante, un gran espacio entre la nariz y el labio superior y todo un complejo sistema de arrugas que permitía leer su cara como si fuera la palma de una mano. Mientras contemplaba el vaivén de la pelota a uno y otro lado de la red, sus ojillos verduscos se disparaban a la derecha, a la izquierda, a la derecha de nuevo, para detenerse a parpadear perezosamente cuando el vuelo de la pelota se interrumpía. A la brillante luz del sol, el blanco vivo de los tres pantalones de franela y de la falda corta y alegre contrastaba armoniosamente con el verdor de manzana de la hierba pero ya, como hemos observado, McGore consideraba al Creador de la vida como un imitador de segunda fila de los grandes maestros a cuyo estudio había dedicado cuarenta años.
Mientras tanto, Maureen y Frank, que ya llevaban cinco juegos de ventaja, estaban a punto de ganar el sexto. Frank, que tenía el servicio, lanzó la pelota con la mano izquierda, se echó atrás como si estuviera a punto de caerse de espaldas, e inmediatamente se inclinó hacia delante arqueando el torso en un amplio movimiento, mientras su raqueta reluciente golpeaba oblicuamente la pelota, que salió disparada al otro lado de la red para saltar como un relámpago blanco más allá de Simpson, que, impotente, se la quedó mirando de reojo mientras le cruzaba por delante.
—Partido —dijo el coronel.
Simpson experimentó un gran alivio. Se sentía demasiado avergonzado de sus golpes inexpertos para poder entusiasmarse con el juego, y su vergüenza se intensificaba debido a la extraordinaria atracción que sentía por Maureen. Como es tradicional todos los jugadores se dieron la mano, y Maureen sonrió maliciosamente mientras se ajustaba el tirante en el hombro desnudo. Su marido aplaudía indiferente.
—Tenemos que jugar uno de individuales —apuntó el coronel, dándole una palmada a su hijo en la espalda, mientras éste, sonriendo, recogía el blazer de rayas de su club con el escudo violeta en el pecho.
—¡Té! —dijo Maureen—. Me muero por una taza de té.
Todos se encaminaron hacia la sombra de un olmo gigante donde el mayordomo y la doncella, uniformada en blanco y negro, habían dispuesto una mesa portátil. Había té negro como la cerveza de Munich, sandwiches que consistían en rodajas de pepino colocadas sobre unos rectángulos de pan sin corteza, un bizcocho oscuro picado con pasas y unas enormes fresas con nata. También había varias botellas de barro con ginger-ale.
—En mis tiempos —empezó el coronel, dejándose caer con movimientos pesados pero también placenteros en una silla de lona—, preferíamos deportes más duros y sangrientos, auténticamente ingleses, el rugby, el cricket, la caza. Hay un cierto toque extranjero en los juegos de hoy día, algo un punto frágil. Soy un fiel defensor del dominio masculino, de la carne jugosa, de la botella de oporto al caer de la tarde, lo cual no me impide —concluyó el coronel, mientras se alisaba su gran bigote con un pequeño cepillo— gozar con los vigorosos cuadros antiguos que tienen el mismo lustre que aquel vino poderoso.
—Por cierto, coronel, ya hemos colgado La Veneciana —dijo McGore con su voz lastimera, dejando el sombrero en la hierba, junto a su silla, y rascándose la coronilla, calva como una rodilla, en torno a la cual todavía se aprestaban unos pocos y sucios rizos grises—• Elegí el lugar mejor iluminado de la galería. Han instalado una lámpara encima. Me gustaría que usted lo viese.
El coronel detuvo el brillo de su mirada primero en su hijo, después en el avergonzado Simpson, y luego sobre Maureen, que no paraba de reírse y hacer muecas como si se quemase con el té demasiado caliente.
—Mi querido Simpson —exclamó enérgicamente aprovechándose de su presa elegida—, ¡usted no lo ha visto todavía! Perdóneme por arrancarle de su sandwich, amigo mío, pero me siento en la obligación de mostrarle mi cuadro nuevo. Los entendidos están como locos con él. Venga. A Frank ni me atrevo a pedírselo.
Frank asintió jovialmente.
—Tienes razón, padre. Los cuadros me perturban.
—Volveremos en seguida, señora McGore —dijo el coronel mientras se levantaba—. Tenga cuidado, va a pisar la botella —le dijo a Simpson que también se había levantado—. Prepárese para verse inundado en belleza.
Los tres se encaminaron hacia la casa a través del césped suavemente iluminado por el sol. Frunciendo el ceño, Frank los miró fijamente, para después observar el sombrero de McGore abandonado en la hierba junto a la silla (exhibía abiertamente ante Dios, ante el azul del cielo y ante el sol, su blanquecino envés con una mancha grasienta justo en el centro, sobre la marca de una sombrerería vienesa), y luego, volviéndose hacia Maureen, dijo unas breves palabras que sin duda sorprenderán al lector poco perspicaz. Maureen estaba sentada en un sillón bajo, cubierta por trémulos anillos de sol, con la frente apoyada en la red dorada de la raqueta, y su rostro se volvió de inmediato un punto más viejo y también más severo cuando Frank le dijo:
—Vamos, Maureen. Ya es hora de que tomemos una decisión...

2.

McGore y el coronel, como dos guardianes, condujeron a Simpson hasta un vestíbulo fresco y espacioso, en cuyas paredes brillaban unos cuadros y donde no había más mobiliario que una mesa ovalada de madera negra reluciente en el centro, cuyas cuatro patas se reflejaban en el espejo dorado del nogal del parqué. Después de conducir a su prisionero ante un gran lienzo con un opaco marco dorado, el coronel y McGore se detuvieron, el primero con las manos en los bolsillos, el segundo sacándose pensativamente de la nariz una punta de algo seco y gris como polen que dispersó luego tras frotarlo levemente entre sus dedos.
El cuadro era realmente muy hermoso. Luciani había pintado a la belleza veneciana de medio perfil, contra un cálido fondo negro. El ropaje rosáceo revelaba su cuello prominente de tintes oscuros, con unos pliegues extraordinariamente tiernos tras la oreja, y la piel de lince gris, que orlaba su manto color cereza, se le escapaba deslizándose a lo largo de su hombro derecho. Los alargados dedos de su mano derecha extendidos como a pares parecían apuntar que la dama estaba a punto de ajustarse la piel que caía, pero era como si se hubiera quedado impávida e inmóvil en el momento previo, con la mirada de avellana fija en su uniforme oscuridad, y también lánguida, en el lienzo. Su mano izquierda, cuya muñeca rodeaban blancos rizos de batista de Cambray, sostenía una cesta de fruta amarilla; la copa de su tocado relucía sobre su cabello castaño oscuro. A la izquierda, el fondo se interrumpía con una gran vista en ángulo recto sobre el aire del crepúsculo y el abismo verde azul de la noche nublada.
Sin embargo, no fueron esos prodigiosos detalles del juego de sombras, ni tampoco la calidez umbrosa del cuadro en su totalidad los que chocaron a Simpson. Ladeando la cabeza levemente y sonrojándose de inmediato, dijo:
—Dios mío, cómo se parece a...
—A mi mujer —terminó la frase McGore con voz de aburrimiento, dispersando en el aire su polen grisáceo.
—Es increíblemente bueno —susurró Simpson, ladeando la cabeza al otro lado—, increíblemente...
—Sebastiano Luciani —dijo el coronel, mirando fijamente el cuadro complacido— nació a finales del siglo xv, en Venecia, y murió a mediados del XVI en Roma. Sus maestros fueron Bellini y Giorgione y sus rivales Miguel Ángel y Rafael. Como puede ver, sintetizó en su obra la fuerza del primero y la ternura del segundo. Es verdad que nunca manifestó abiertamente su admiración por Sanzio, y en este caso, no se trata únicamente de una cuestión de vanidad profesional..., la leyenda dice que nuestro artista se enamoró de una dama romana, llamada doña Margherita, conocida posteriormente como La Fornarina. Quince años antes de morir hizo votos monásticos al recibir de Clemente VII un cargo sencillo pero rentable. Desde entonces se le conoce como Fray Sebastiano del Piombo, Piombo significa plomo, porque su trabajo consistía en aplicar unos enormes sellos de plomo a las encendidas bulas pontificias. Fue un monje disoluto, le gustaba la juerga y compuso una serie de sonetos insignificantes. Pero qué maestro...
El coronel miró subrepticiamente a Simpson, observando con satisfacción la impresión que el cuadro había producido en su silencioso huésped.
Hay que subrayar, sin embargo, que Simpson, poco acostumbrado como estaba a contemplar obras de arte, no podía apreciar en su complejidad la maestría de Sebastiano del Piombo, y que lo único que le fascinaba —además, qué duda cabe, del efecto puramente fisiológico que aquellos colores espléndidos ejercían en sus nervios ópticos— era el parecido que había notado inmediatamente, incluso cuando, como en su caso, acababa de ver a Maureen por primera vez. Y lo más extraordinario era que el rostro de La Veneciana —la frente impecable, bañada, por así decir, en el brillo recóndito de una especie de luna olivácea, los ojos absolutamente oscuros, la expresión plácidamente expectante de sus labios cerrados— le aclaraban la belleza real de la otra Maureen, que no paraba de reírse, de fruncir la mirada, de mover las pupilas en lucha constante con la luz del sol, cuyas máculas brillantes se deslizaban por su vestido blanco mientras con la raqueta separaba y abría las hojas crujientes de los matorrales buscando una pelota que se había perdido entre la maleza escondida.
Aprovechando la libertad que un anfitrión inglés concede a sus invitados, Simpson no volvió a la mesa del té, sino que cruzó el jardín, bordeando los macizos de flores en forma de estrella, y se perdió entre las ajedrezadas sombras de una de las avenidas del parque, con su aroma a heléchos y a hojas marchitas. Los árboles enormes eran tan viejos que tenían que sujetar sus ramas con abrazaderas enmohecidas, y se encorvaban masivamente como gigantes desvencijados que caminaran con muletas de hierro.
«Dios mío, qué cuadro tan increíble», no dejaba de susurrar Simpson. Caminaba sin prisa, balanceando su raqueta, encorvado, con un ruido leve de sus suelas de goma. Su aspecto era digno de notar: demacrado, pelirrojo, vestido con unos pantalones blancos todos arrugados y con una chaqueta gris con cinturón a la espalda, toda deformada; y tampoco hay que olvidar sus gafas, unas lentes ligeras y sin montura encaramadas en una nariz como un botón picado de viruelas, y también sus ojos, miopes y con un toque de locura en la mirada, y su frente convexa, toda cubierta de pecas, además de un cuello y unas mejillas encarnados y quemados por el sol.
Llevaba dos años en la universidad, vivía modestamente y asistía con pronta diligencia a las clases de teología. Frank y él se hicieron amigos no sólo porque el destino quiso que compartieran alojamiento (consistente en dos dormitorios y un salón común), sino, sobre todo, porque como la mayoría de la gente de voluntad débil, tímida aunque secretamente enardecida, se agarraba como sin querer a todo aquel que mostrara firmeza y vitalidad —ya fuera en sus músculos, en sus dientes, o en la fortaleza física de su alma, es decir, a todo aquel que tuviera fuerza de voluntad. Por su parte, Frank, el orgullo de su universidad, que cuando remaba conseguía que el remo adquiriera un ritmo vertiginoso y que volaba por los campos con una sandía de cuero bajo el brazo, que sabía cómo dar un golpe preciso justamente en la punta de la barbilla, donde más duele, un golpe que dejaba sin sentido a su adversario, este Frank extraordinario, admirado y amado por todos, se sentía halagado en su vanidad ante la amistad que le demostraba el débil y torpe Simpson. Simpson, dicho sea de paso, estaba en el secreto de algo extraordinario que Frank ocultaba al resto de sus compañeros, los piales le tenían por un atleta de primera y por un tipo de una vitalidad exuberante, y prestaban oídos sordos a cierto tipo de rumores que surgían de vez en cuando, según los cuales Frank tenía un talento excepcional para el dibujo aunque no mostraba su trabajo a nadie. Nunca hablaba de arte, estaba siempre dispuesto a cantar, a beber y a correrse una juerga, pero de repente caía en una especie de melancolía y se encerraba en su cuarto sin dejar que entrara nadie, y sólo su compañero de habitación, el humilde Simpson, sabía a qué se dedicaba. Lo que Frank creaba en aquellos dos o tres días de aislamiento malhumorado lo escondía o bien lo destruía, y entonces, como si hubiera ya pagado un atormentado tributo a su vicio, volvía de nuevo a su ser, alegre y sin complicaciones. Sólo en una ocasión se atrevió a hablar de su secreto con Simpson.
—Sabes —dijo, mientras de un golpe seco vaciaba la ceniza de su pipa y su frente tersa se llenaba de arrugas—. Creo que hay algo en el arte, y especialmente en la pintura, que es afeminado, mórbido, indigno de un hombre fuerte. Trato de luchar contra este demonio porque sé que puede acabar arruinando a un hombre. Si me entrego a él por completo, entonces, en lugar de llevar una existencia pacífica, ordenada, con sus correspondientes pero limitadas dosis de tristeza y de alegría, una existencia regida por esas reglas precisas sin las cuales cualquier juego pierde todo su atractivo, me veré condenado a un caos constante, a un tumulto, Dios sabe a qué. Viviré atormentado hasta el día de mi muerte, me convertiré en uno de esos desgraciados con los que me he tropezado tantas veces en Chelsea, esos vanos locos de pelos largos y chaqueta de terciopelo... débiles, destruidos, enamorados tan sólo de su propia paleta de colores pegajosos...
Pero el demonio debió de ser muy poderoso. Al final del semestre de invierno y sin decirle a su padre ni una palabra (y consiguientemente causándole una profunda herida), Frank se fue a Italia con un billete de tercera clase, para volver un mes más tarde a la universidad, sin pasar por su casa, bronceado y alegre, como si por fin se hubiera deshecho para siempre de la lóbrega fiebre de la creación.
Más tarde, con la llegada de las vacaciones de verano, invitó a Simpson a casa de su padre y Simpson aceptó lleno de gratitud, porque pensaba con horror en volver una vez más y como siempre a su hogar, en aquella pacífica ciudad norteña donde cada mes se producía un crimen espantoso, y en volver a ver a su padre, el párroco, un hombre inofensivo, amable, pero completamente loco que dedicaba más atención a su arpa y a su metafísica de cámara que a sus feligreses.
La contemplación de la belleza, ya sea de una puesta de sol de tintes únicos, de un rostro radiante o de una obra de arte, nos lleva a volver la mirada inconscientemente hacia nuestro pasado y a enfrentar nuestro ser más íntimo con la belleza absolutamente inalcanzable que se acaba de revelar ante nosotros. Esa es la razón por la que Simpson, ante quien la joven veneciana, muerta desde hacía tiempo, acababa de resucitar en su batista y terciopelo, recordaba ahora su pasado, mientras caminaba por el polvo violeta del camino, silencioso a esta hora de la tarde; recordaba su amistad con Frank, el arpa de su padre, su propia juventud angosta y sin alegría. La quietud sonora del bosque se turbaba de vez en cuando con el crujido de una rama tocada por Dios sabe quién. Una ardilla roja bajó veloz de un árbol y se escabulló hasta un tronco cercano sin dejar de ondear la tupida cola, y volvió a saltar de nuevo. En la suave marea de la luz del sol, entre dos lenguas de matorrales, unas moscas volaban en círculos como polvo dorado, enmarañadas en el intrincado encaje de un helécho, y un abejorro zumbaba con tono reservado, propio del atardecer.
Simpson se sentó en un banco salpicado con los restos blancos de unos excrementos secos de pájaro, y se quedó encorvado, apoyando los codos en las rodillas. Sintió el comienzo de una alucinación acústica que le afligía desde su infancia. Cuando estaba en un prado o, como ahora, en un bosque silencioso a la hora en que se iniciaba el crepúsculo, empezaba a preguntarse, como sin darse cuenta, si no sería posible oír, a través del silencio presente, el universo entero atravesando el espacio como en un silbido melodioso, el bullicio de las ciudades lejanas, el embate de las olas del mar, el canto de los hilos telegráficos sobre el desierto. Poco a poco, sus oídos, guiados por su pensamiento, empezaron a detectar con avidez aquellos ruidos. Oía el traqueteo de un tren, aun cuando las vías estuvieran a millas de allí; a continuación, el chillido y el chirrido de las ruedas y, a medida que su oído recóndito se iba haciendo más agudo, las voces de los pasajeros, sus toses y su risa, el crujido de sus periódicos; y finalmente, ya completamente sumergido en aquel milagro acústico, percibió nítidamente también los latidos de sus corazones, y el crescendo acumulativo del latido, su zumbido, su estruendo ensordecieron a Simpson. Abrió los ojos temblando y se dio cuenta de que aquellos golpes eran los de su propio corazón.
«Lugano, Como, Venecia...», murmuraba sentado allí en el banco, bajo un silencioso avellano, e inmediatamente oyó el chapoteo sordo de esas ciudades soleadas, y luego, más cerca, el tintineo de unas campanas, el silbo de unas alas de paloma, una risa aguda parecida a la de Maureen y las incesantes pisadas de transeúntes invisibles. Quiso detener su audición en ese momento, pero sus oídos, como un torrente, lo invadían todo y cada vez más profundamente. Al momento siguiente, incapaz de detener aquel torrente extraordinario, no sólo oía las pisadas sino también sus corazones. Había millones de corazones que se hinchaban y que atronaban con sus latidos, y Simpson, volviendo en sí, se dio cuenta de que todos aquellos ruidos, todos aquellos corazones estaban concentrados en el frenético latido de su persona.
Alzó la cabeza. Un ligero viento, como una capa de seda que se mueve, cruzó la avenida. Los rayos de sol eran de un suave amarillo.
Se levantó sonriendo levemente y, olvidando su raqueta en el banco, se encaminó hacia la casa. Era la hora de vestirse para cenar.

3.

—¡Qué calor hace con esta piel! No, coronel, no es más que piel de gato. Es verdad que mi rival veneciana llevaba algo más suntuoso y caro. Pero es del mismo color, ¿ve? En una palabra, el parecido es completo.
—Si me atreviera la cubriría a usted toda entera con barniz y mandaría el cuadro de Luciani al desván —respondió cortés el coronel, quien, a pesar de sus estrictos principios, no era enemigo de coquetear con una dama tan atractiva como Maureen que se prestaba a un galante duelo verbal.
—Me partiría de risa —replicó ella.
—Mucho me temo, señora McGore, que nosotros no estamos a la altura que usted se merece, como ambiente de fondo constituimos una escena bastante pobre —dijo Frank con una amplia sonrisa adolescente—. Somos un burdo anacronismo pagado de sí mismo. Pero si su marido se prestara a llevar una armadura...
—Tonterías —dijo McGore—. Es tan fácil evocar la sensación de antigüedad como lo es el conseguir la impresión de un color determinado, simplemente cerrando un párpado. Alguna vez me concedo el lujo de imaginarme el mundo de hoy, con nuestras máquinas y nuestras modas, tal y como se les aparecerá a nuestros descendientes dentro de cuatrocientos o quinientos años. Y les aseguro a ustedes que me siento tan anciano como un monje del Renacimiento.
—Tome más vino, mi querido Simpson —ofreció el coronel.
Tímidamente, el silencioso Simpson, que estaba sentado entre McGore y su mujer, se había servido del tenedor grande prematuramente, durante el segundo plato, cuando el que debiera haber utilizado era el tenedor pequeño, de forma que ahora, para el plato de carne, sólo disponía de un enorme cuchillo y un tenedor pequeño, por lo que al manejarlos, parecía como si una mano se le hubiera quedado flaccida. Cuando pasaron de nuevo el plato principal para repetir, él, llevado de su nerviosismo, se sirvió de nuevo, y después de hacerlo, se dio cuenta de que era el único comensal que seguía comiendo y que todos los demás esperaban impacientes a que terminara. Se puso tan nervioso que hizo a un lado su plato todavía lleno, y al hacerlo, casi derramó el contenido de su copa, lo cual le llevó a ruborizarse poco a poco. Ya se había puesto completamente rojo varias veces a lo largo de la cena, y no porque hubiera cometido algún fallo del que se avergonzara, sino simplemente porque el mero hecho de pensar que podía llegar a ruborizarse en cualquier momento y por cualquier razón llevaba la sangre hasta sus mejillas y su frente, e incluso el cuello enrojecía, y era tan difícil detener aquella cálida marea, ciega e insoportable, como confinar al sol naciente detrás de una nube. La primera vez que se vio acometido por el rubor dejó caer la servilleta conscientemente pero, cuando volvió a levantar la cabeza, su rostro era todo un espectáculo digno de verse: parecía que en cualquier momento le iba a estallar el cuello almidonado. En otro momento trató de impedir el ataque de aquella ola cálida y silenciosa, haciéndole una pregunta a Maureen, si le gustaba jugar al tenis sobre hierba, pero Maureen no le entendió muy bien, por lo que le preguntó por lo que acababa de decir, de forma que cuando se vio repitiendo su estúpida pregunta, Simpson enrojeció al instante hasta el punto de que casi se puso a llorar y Maureen, compasiva, se volvió hacia otro comensal e inició otro tema de conversación.
El hecho de estar sentado junto a ella, sintiendo el calor de sus mejillas y sus hombros, de los cuales se deslizaba, como en el retrato, una piel negra, y el hecho de que pareciera que en cualquier momento fuera a recogerla para volver a acomodarla sobre sus hombros, extendiendo y trenzando sus esbeltos y alargados dedos, que se veían detenidos en su movimiento por la interrupción que suponía la pregunta de Simpson, le provocaba una languidez tal que en sus ojos se reflejaba una chispa húmeda que procedía del resplandor cristalino de las copas de vino, y no dejaba de imaginar que la mesa circular no era sino una isla iluminada, que giraba y flotaba lentamente, hacia algún lugar, llevándose consigo a los comensales. A través de las ventanas abiertas se veía, en la distancia, las sombras de los bolos de la balaustrada de la terraza, y el aroma del aire azul de la noche era sofocante. Maureen respiraba con ansiedad; sus ojos suaves y completamente oscuros se paseaban muy serios por los rostros de los comensales, sin esbozar una sonrisa incluso cuando ésta parecía apuntar débilmente en la comisura de sus labios sin carmín. Su rostro permanecía como en una sombra oscura, y sólo su frente se bañaba en una luz desleída. Decía cosas necias, divertidas. Todos se reían, y el vino arrebataba el rostro del coronel. McGore, que pelaba una manzana, la rodeó con la palma de la mano como si fuera un mono, con el rostro menudo y su halo de pelo gris arrugado por el esfuerzo, y agarrando enérgicamente el cuchillo de plata con su puño moreno y peludo, empezó a cortar una interminable espiral de mondas rojas y amarillas. El rostro de Frank caía fuera del ángulo de visión de Simpson, ya que entre ambos se erguía un ramo de dalias carnosas y llameantes, dentro de un jarrón resplandeciente.
Después de la cena, que terminó con oporto y café, el coronel, Maureen y Frank se pusieron a jugar al bridge, con un muerto, ya que los otros dos no sabían jugar.
El viejo restaurador, con sus piernas zambas, salió a la terraza y Simpson le siguió, sintiendo que el calor de Maureen se retiraba tras de sí.
McGore se dejó caer con un gruñido en una silla de mimbre junto a la balaustrada y le ofreció un habano a Simpson. Simpson se apoyó de lado en la barandilla y lo encendió con movimientos torpes, frunciendo los ojos e hinchando las mejillas.
—Me parece que le gusta la chica veneciana de ese viejo granuja del Piombo —dijo McGore dejando escapar una bocanada de humo rosa en la oscuridad de la noche.
—Mucho —contestó Simpson, y añadió—: Pero tengo que decir que no entiendo nada de pintura...
—No importa, le ha gustado —afirmó McGore—. Espléndido. Ése es el primer paso hacia su comprensión. Por mi parte, he dedicado toda mi vida a esto.
—Parece absolutamente real —dijo Simpson pensativo—. Te lleva a creer en esos relatos misteriosos que cuentan historias de retratos que de repente cobran vida. He leído en algún lugar que un rey descendió de su lienzo y tan pronto como...
McGore se descompuso en una risa frágil y como reprimida.
—Todo eso son tonterías, desde luego. Pero ocurre otro fenómeno, el fenómeno inverso, por así decir.
Simpson se le quedó mirando. En la oscuridad de la noche la pechera almidonada de su camisa se abultaba como una joroba blanquecina, y la llama de su puro, como una pina de rubí, iluminaba desde abajo su rostro menudo y lleno de arrugas. Había bebido mucho vino y, aparentemente, tenía ganas de hablar.
—Lo que ocurre es lo siguiente —continuó McGore sin prisa—. En lugar de invitar a un personaje de un cuadro a que abandone su marco, imagínese a alguien que sea capaz de adentrarse en el propio cuadro. Le produce risa ¿no es así? Y sin embargo, yo lo he hecho miles de veces. He tenido la fortuna de haber visitado todos los museos de pintura de Europa, desde La Haya a San Petersburgo, de Londres a Madrid. Cuando encontraba un cuadro que me gustaba especialmente, me quedaba enfrente del mismo y concentraba toda mi fuerza de voluntad en un solo pensamiento: cómo entrar dentro del mismo. Era una sensación misteriosa, desde luego. Me sentía como un apóstol a punto de bajar de su barca para caminar por la superficie del agua. Pero, después, ¡qué felicidad! Digamos que estaba enfrente de un lienzo flamenco, con la Sagrada Familia en primer plano, contra el fondo de un paisaje suave, límpido. Ya sabe, con un camino que se pierde en zigzag como una blanca serpiente por unas colinas verdes. Finalmente, daba el salto. Me liberaba de la vida real y entraba en la pintura. ¡Sensación milagrosa! La frescura, el aire plácido empapado de cera e incienso. Me transformaba en una parte viva del cuadro y todo en torno a mí cobraba vida. Las siluetas de los peregrinos en el camino empezaban a moverse. La Virgen María farfullaba algo en flamenco. El viento rizaba las flores convencionales. Las nubes se deslizaban... Pero la felicidad no duraba demasiado. Sentía que me estaba congelando poco a poco, pegándome al lienzo, transformándome en una fina película de óleo. Entonces cerraba los ojos bien cerrados, daba un tirón con toda mi fuerza y saltaba fuera del cuadro. Se oía una especie de chapoteo sordo como cuando sacas el pie del barro. Yo abría los ojos y me encontraba tumbado en el suelo debajo de un cuadro espléndido pero sin vida.
Simpson escuchaba atentamente pero un tanto turbado. Cuando McGore se detuvo, dio un salto apenas perceptible y miró en torno suyo. Todo estaba como antes. Más abajo, el jardín respiraba en la oscuridad, a través de las puertas de cristal se veía el comedor débilmente iluminado, y, en la distancia, a través de otra puerta abierta, un rincón del salón con tres figuras jugando a las cartas. ¡Qué cosas más extrañas decía McGore!
—Comprenderá, supongo —continuó, dejando caer unas escamas de ceniza—, que de haberme quedado, al momento siguiente el cuadro me habría absorbido para siempre. Me habría desvanecido en sus profundidades, o quizá, me habría debilitado, lleno de terror, y, carente de la fuerza para volver al mundo real o para penetrar en aquella nueva dimensión, habría tomado la forma de una de las figuras pintadas en el lienzo, como el anacronismo del que hablaba Frank hace un rato. Sin embargo, a pesar del peligro, he cedido a la tentación una y otra vez... Querido amigo, ¡me he enamorado de tantas Madonnas! Recuerdo mi primer enamoramiento..., una Madonna con una corona azul, pintada por el delicado Rafael... Detrás de ella, en la distancia, había dos hombres de pie junto a una columna, hablando tranquilamente. Yo me paré, indiscreto, a escuchar su conversación... Discutían sobre el valor de una daga... Pero la Madonna más encantadora de todas procede del pincel de Bernardo Luini. Todas sus creaciones contienen la quietud y la delicadeza del lago en cuyas costas nació, el lago Mayor. El más delicado de los maestros. Su nombre incluso dio lugar a un adjetivo nuevo, luinesco. Su mejor Madonna tiene unos ojos alargados, tímidos, que te acarician, y en su ropaje se mezclan tonos azules delicados, rojos tirando a rosa, como una niebla naranja. Una rizada bruma gaseosa rodea su frente, y la del niño pelirrojo. El niño levanta hacia ella una manzana pálida, y ella la mira bajando sus ojos alargados y suaves... Ojos luinescos... Dios mío, cómo los he besado...
McGore se quedó callado y una sonrisa ensoñadora tiñó sus labios delgados, iluminados con la lumbre del puro. Simpson contuvo la respiración y, como anteriormente, sintió que se estaba deslizando lentamente en la noche.
—Ocurrieron ciertas complicaciones —continuó McGore después de aclararse la garganta—. Tuve un problema con mi riñon después de que una maciza bacante rubensiana me sirviera un jarro de una sidra muy fuerte, y cogí un catarro importante en la brumosa pista de patinaje amarilla de uno de los holandeses, que me tuvo tosiendo y con flemas durante todo un mes. Ésos son los peligros con los que se puede encontrar en ocasiones, señor Simpson.
La silla crujió al levantarse McGore estirándose el chaleco.
—Me he dejado llevar y he hablado demasiado —observó secamente—. Es hora de irse a la cama. Sabe Dios cuánto tiempo estarán jugando a las cartas. Yo me voy... buenas noches.
Cruzó el comedor y el salón, saludando a los jugadores a su paso, y desapareció entre las sombras del fondo. Simpson se quedó solo en su terraza. Los oídos le seguían crepitando con el timbre agudo de la voz de McGore. La magnífica noche estrellada llegaba hasta la misma barandilla, y las enormes formas aterciopeladas de los árboles negros callaban inmóviles. A través de la ventana francesa, más allá de una franja de oscuridad, veía la lámpara rosácea del salón, la mesa, los rostros de los jugadores coloreados con la luz. Vio que el coronel se levantaba. Frank le imitó. Desde lejos, como a través del hilo telefónico, le llegó la voz del coronel.
—Yo ya soy viejo, me acuesto temprano. Buenas noches, señora McGore.
Y la voz risueña de Maureen.
—Yo también me voy en un minuto. Si no, mi marido se enfadará conmigo...
Simpson oyó en la distancia cómo se cerraba la puerta tras del coronel. Luego sucedió una cosa extraordinaria. Desde su lugar dominante en la oscuridad vio cómo Maureen y Frank, solos ahora en aquella laguna de suave luz, se abrazaban, vio que Maureen echaba atrás la cabeza y que se inclinaba más y más bajo la violencia del beso prolongado de Frank. Luego, recogiendo la piel que se le caía, y tras encrespar como caricia el pelo de Frank, desapareció en la distancia con un portazo sordo. Frank se arregló el cabello con una sonrisa, se metió las manos en los bolsillos, y, silbando suavemente, cruzó el comedor de camino a la terraza.. Simpson estaba tan pasmado que se quedó de piedra, inmóvil, agarrado a la barandilla contemplando con horror la pechera almidonada y los hombros oscuros que se acercaban a través del brillo del cristal. Al salir a la terraza y ver la silueta de su amigo dibujada en la oscuridad, Frank tuvo un estremecimiento y se mordió los labios.
Simpson se despegó torpemente de la barandilla. Le temblaban las piernas. Hizo un esfuerzo heroico.
—Una noche maravillosa. McGore y yo hemos estado charlando aquí afuera.
Frank dijo tranquilamente:
—Miente mucho, ese McGore. Pero por otra parte, cuando empieza con una de sus historias, merece la pena escucharle.
—Sí, es muy curioso... —concluyó Simpson, con muy poca convicción.
—La Osa Mayor —dijo Frank y bostezó con la boca cerrada. Y luego, con voz serena, añadió—: Ni que decir tiene que te considero un perfecto caballero, Simpson.

4.

Por la mañana siguiente caía una cálida llovizna que repiqueteaba, relucía, y se estiraba en delgadas hebras contra el fondo oscuro de las profundidades del bosque. Sólo bajaron a desayunar tres personas, primero el coronel y el decaído y macilento Simpson; luego Frank, limpio, recién bañado, afeitado hasta el relumbre, con una sonrisa inocente en sus labios demasiado delgados.
El coronel estaba notablemente alterado. La noche ante rior, durante la partida de bridge, se había percatado de algo. Al agacharse deprisa para recoger una carta que se le había caído, había visto la rodilla de Frank apretada contra la de Maureen. Aquello tenía que acabar inmediatamente. El coronel llevaba ya algún tiempo con la sospecha de que algo no iba del todo bien. Con razón Frank se había ido corriendo a Roma, adonde los McGore iban todas las primaveras. Su hijo tenía toda la libertad del mundo para hacer lo que quisiera, pero tolerar algo así aquí, bajo su techo, en el castillo ancestral, eso no, había que tomar inmediatamente medidas radicales.
El disgusto del coronel tuvo un efecto desastroso en Simpson. Tenía la impresión de que su presencia le resultaba a su anfitrión una pesada carga, y no había forma de que encontrara un tema de conversación. Sólo Frank conservaba su espíritu jovial y plácido, como siempre, y sus dientes, relucientes, masticaban con gusto una tostada caliente con mermelada de naranja.
Cuando hubieron acabado el café, el coronel encendió su pipa y se levantó.
—¿Frank, no querías ver el coche nuevo? Demos un paseo hasta el garaje. Además, con esta lluvia, no hay nada que hacer.
Y entonces, dándose cuenta de que el pobre Simpson se había quedado como suspendido en el aire, el coronel añadió:
—Tengo unos cuantos buenos libros aquí, querido Simpson. Mírelos, si quiere.
Simpson volvió en sí sobresaltado y sacó un grueso volumen rojo de la estantería. Resultó ser el Heraldo veterinario de 1895.
—Tengo que hablar contigo —empezó el coronel, tras haberse puesto ambos los impermeables crujientes para empezar a caminar por entre la niebla lluviosa.
Frank dirigió hacia su padre una mirada rápida.
—No sé cómo empezar —sopesaba sus palabras sin dejar de dar chupadas a la pipa—. Escucha, Frank —dijo ya lanzado... y la gravilla mojada crujió suculenta bajo sus suelas—, me he enterado, y no viene a cuento cómo, o por decirlo'de forma sencilla, digamos que me he dado cuenta de... Maldita sea, Frank, lo que quiero decir es ¿qué tipo de relación tienes con la mujer de McGore?
Frank contestó tranquila y fríamente.
—Preferiría no discutir eso contigo, padre —mientras pensaba y se decía irritado: ¡vaya granuja, me ha estado espiando!
—Naturalmente que no puedo exigir... —empezó el coronel, y se detuvo en seco. Cuando jugaba al tenis, después del primer mal golpe, todavía conseguía controlarse.
—Sería una buena idea arreglar este puente —observó Frank dando un puntapié a un travesano podrido.
—¡Al diablo con el puente! —dijo el coronel. Había errado el tiro por segunda vez, y las venas de la frente se le hincharon con ira.
El chófer, que había estado sacudiendo los cubos en las puertas del garaje, se quitó la gorra al ver a su amo. Era un hombre bajo y corpulento con bigote recortado y amarillento.
—Buenos días, señor —dijo amablemente y abrió una de las puertas del garaje con el hombro. En la penumbra que olía a gasolina y a cuero relucía un Rolls Royce enorme, negro, completamente nuevo.
—Y ahora demos un paseo por el parque —dijo el coronel con una voz neutra cuando Frank acabó su detenido examen de los cilindros y de las palancas.
Lo primero que ocurrió en el parque fue que cayó de un árbol una enorme gota de lluvia fría que fue a parar al interior del cuello de la camisa del coronel. Y realmente fue la gota que de verdad colmó el vaso. Tras un mover los labios como si masticara en lo que parecía un ensayo de las palabras que se disponía a pronunciar, tronó abruptamente:
—Te prevengo, Frank, en mi casa no toleraré ninguna aventura propia de novela francesa. Lo que es más, McGore es amigo mío, ¿entiendes eso, supongo?
Frank cogió la raqueta que Simpson había dejado olvidada en el banco el día anterior. La humedad la había convertido en un ocho. Una raqueta podrida, pensó Frank lleno de asco. Las palabras de su padre resonaban con fuerza.
—No lo toleraré —repetía—. Si no puedes comportarte como Dios manda, entonces márchate. Estoy disgustado contigo, Frank, estoy terriblemente disgustado contigo. Hay algo en ti que no entiendo. En la universidad sacas notas mediocres en tus estudios. Sabe Dios a qué te habrás dedicado en Italia. Me dicen que pintas. Supongo que no soy digno de que me muestres tus manchas. Sí, manchas. Me las imagino... ¡Un genio, Dios mío! Porque, sin duda, te considerarás un genio, o, mejor, un futurista. Y ahora, encima, me encuentro con estos amoríos... En una palabra, a no ser que...
Y al llegar aquí el coronel se dio cuenta de que Frank estaba silbando dulce y despreocupadamente entre dientes. El coronel se detuvo y se le quedó mirando con ojos desorbitados.
Frank lanzó la raqueta torcida a los matorrales como si fuera un bumerán, y, luego, dijo:
—Todo esto no son más que fruslerías, padre. He leído un libro sobre la guerra de Afganistán donde me he enterado de tus correrías y de la razón de que te condecoraran. Fue una estupidez, una ligereza, un acto suicida, pero después de todo, fue una hazaña. Eso es lo que cuenta. Mientras que tus disquisiciones no son más que tonterías. Buenos días.
Y el coronel se quedó allí de pie, solo, en mitad del camino, helado de ira y de asombro.

5.

El rasgo distintivo de todo lo existente es su monotonía. Compartimos la comida a unas horas predeterminadas porque los planetas, como trenes que nunca se retrasaran, salen y llegan a una hora determinada. El hombre medio no puede imaginarse la vida sin un horario tan estrictamente establecido. Pero una mente traviesa y sacrilega se divertiría mucho imaginándose la existencia de la gente en el caso de que el día durara diez horas hoy, ochenta y cinco mañana, y pasado mañana sólo unos minutos. A priori se puede decir que, en Inglaterra, semejante incertidumbre relativa a la duración exacta del día venidero, se traduciría en primer lugar en una extraordinaria proliferación de apuestas y otras diversas formas y combinaciones de juego. Más de uno podría perder toda su fortuna porque el día había durado unas cuantas horas más de las que él había supuesto la víspera. Los planetas se convertirían en caballos de carreras, y ¡qué entusiasmo el producido por el alazán Marte en la tirada final de su carrera cuando se aprestara a acometer la última valla celestial! Los astrónomos asumirían las funciones de los corredores de apuestas, el dios Apolo sería pintado con los llameantes colores de una gorra de jockey y el mundo se volvería felizmente loco.
Pero, desgraciadamente, las cosas no son así. La exactitud es siempre algo solemne y nuestros calendarios, donde se calcula de antemano la existencia del mundo, son como el temario de un examen inexorable. Es verdad que hay algo consolador y despreocupado en este régimen inventado por una especie de Frederick Taylor cósmico. Y sin embargo, qué espléndido, qué radiante es ese momento cuando la monotonía del universo se ve interrumpida de vez en cuando por el libro de un genio, por un cometa, por un crimen o, tal vez y más humildemente, por una sola noche de insomnio. Nuestras leyes, sin embargo —el pulso, la digestión— están íntimamente ligadas al transcurso de las estrellas y cualquier intento de trastornar esta regularidad se ve castigado, en el peor de los casos con la decapitación y en el mejor con una jaqueca. Además, no hay duda alguna de que el mundo fue creado con las mejores intenciones y no es culpa de nadie si en ocasiones se torna aburrido, si la música de las esferas nos recuerda, a algunos de nosotros, a las interminables repeticiones de un organillo.
Simpson era particularmente consciente de esta monotonía. Le parecía singularmente aterrador que hoy el desayuno fuera seguido por el almuerzo, la merienda por la cena, con una regularidad inviolable. Tan sólo pensar que las cosas iban a sucederse así durante el resto de su vida le hacía gritar, luchaba contra ello como alguien que acabara de despertarse dentro de su ataúd. La llovizna seguía titilando trémula al otro lado de la ventana, y le zumbaban los oídos como si tuviera fiebre al pensar que iba a permanecer todo el día dentro de casa. McGore se pasó el día entero en el taller que habían dispuesto en una de las torres del castillo. Estaba ocupado restaurando el barniz de una pintura pequeña y oscura sobre tabla. El taller olía a cola, a aguarrás y al ajo que utilizaba para quitar las manchas de grasa de los cuadros. En un pequeño banco de carpintero junto a la prensa relucían unos frascos que contenían ácido hidroclorídrico y alcohol; dispersos por todas partes había jirones de trapos de lana, esponjas llenas de agujeros, una colección de raspadores. McGore llevaba una bata vieja, gafas, una camisa sin cuello, y un botón de camisa del tamaño de un timbre que sobresalía por debajo de su nuez; de allí emergía un cuello delgado, gris y cubierto con excrecencias seniles y una especie de solideo negro le cubría la calva. Con un delicado movimiento rotatorio de los dedos que ya le debe resultar conocido al lector, esparcía brea molida, frotándola con toda delicadeza sobre la pintura, de forma que el barniz, ya viejo y amarillento, raído con aquellas partículas polvorientas, se transformaba a su vez en polvo seco.
Los otros habitantes del castillo estaban en el salón. El coronel había desplegado irritado un periódico gigante, y, mientras trataba de calmar su ira, leía en voz alta un artículo abiertamente conservador. Maureen y Frank iniciaron una partida de ping-pong. La pequeña pelota de celuloide, con su melancólico repique resquebrajadizo, volaba de un lado a otro cruzando la red verde que dividía en dos la mesa alargada, y ni que decir tiene que Frank jugaba magistralmente, sin mover más que la muñeca en sus certeros golpes a diestro y siniestro con la delgada pala de madera.
Simpson atravesó todas las habitaciones, mordiéndose los labios y ajustándose las lentes. Finalmente llegó a la galería. Pálido de muerte, cerrando tras de sí y con sumo cuidado la pesada puerta silenciosa, fue de puntillas hasta La Veneciana de Fray Sebastiano del Piombo. Ella le saludó con su mirada opaca que tan bien conocía, y sus largos dedos se detuvieron, en su camino hacia su capa de piel, enredados en el carmesí de aquellos pliegues escurridizos. Acariciado por una bocanada de oscuridad de miel, contempló las profundidades que se abrían tras la ventana y que interrumpían el fondo negro. Unas nubes color de arena se extendían contra un azul verdoso; unas rocas quebradas, oscuras se alzaban hacia ellas y entre las mismas se distinguía un camino claro que serpenteaba, mientras que más abajo había una serie de indistintas chozas de madera, y, en una de ellas, Simpson creyó ver por un instante un resquicio de luz que parpadeaba. Mientras escrutaba a través de esta ventana etérea, notó que la dama veneciana sonreía, pero aunque miró al instante, su mirada no consiguió captar aquella sonrisa; lo único que percibió fue la comisura un punto alzada y en la sombra de sus labios, por lo demás, siempre y gentilmente juntos. En aquel preciso momento algo en su interior se rompió deliciosamente, y se entregó del todo al cálido encanto del cuadro. No debemos olvidar que era un hombre de un temperamento casi enfermizamente dado al éxtasis y al arrobo, que no conocía la realidad de la vida y que, para él, las impresiones ocupaban el lugar de la inteligencia. Un estremecimiento de frío, como una rápida mano seca, le rozó la espalda, e inmediatamente supo lo que tenía que hacer. Sin embargo, cuando miró a su alrededor y vio el brillo del parqué, la mesa, el ciego resplandor blanco de los cuadros en los que caía de lleno la luz blanquecina de la lluvia que entraba por la ventana, tuvo un sentimiento de vergüenza y de miedo. Y, a pesar de que volvió a sentir cómo brotaba de nuevo otro rapto de arrebato momentáneo, supo sin lugar a dudas que ya no podía llevar a cabo aquello que, tan sólo hacía unos minutos, hubiera realizado sin siquiera pensarlo.
Con los ojos fijos en el rostro de La Veneciana, se apartó unos pasos y de repente abrió los brazos de par en par. Se dio un golpe doloroso en el coxis. Se volvió y comprobó que había chocado contra la mesa negra. Tratando de no pensar en nada, se subió a la mesa, se quedó de pie en ella, tieso y mirando cara a cara a la dama veneciana, y, una vez más, levantando los brazos al aire, se dispuso a volar hasta ella.
—¡Qué forma tan original de contemplar un cuadro! ¿La habrás inventado tú mismo, supongo?
Era Frank. Estaba de pie junto a la puerta, en jarras, mirando a Simpson con desprecio helado.
Con un destello de las lentes al volverse a mirarle, Simpson se tambaleó torpemente, como un loco asustado. A continuación se inclinó, se ruborizó, y descendió como pudo hasta el suelo.
El rostro de Frank abandonó silenciosamente la habitación con una mueca de pura y profunda repugnancia. Simpson se lanzó tras él.
—Por favor, te lo ruego, no se lo digas a nadie... —sin volverse, ni tampoco pararse, Frank se encogió de hombros, como con un remilgo.

6.

Al caer la tarde cesó la lluvia inesperadamente. Alguien debió de acordarse y cerrar los grifos. Un crepúsculo húmedo y naranja vino a posarse tembloroso primero sobre los matorrales, luego amplió su radio y llegó a reflejarse simultáneamente en todos los charcos. El terco señor McGore fue desalojado de su torre a la fuerza. Olía a aguarrás y se había quemado la mano con una plancha ardiendo. A regañadientes, se puso la levita negra, el cuello de la camisa y acompañó a los otros a dar un paseo. Sólo Simpson se quedó en casa, con el pretexto de que tenía que contestar inmediatamente una carta que había recibido en el correo de la tarde. En realidad, la carta no exigía respuesta alguna, ya que era del lechero de la universidad que le exigía el pago inmediato de un cuenta de dos chelines y nueve peniques.
Durante un largo rato Simpson se quedó sentado a la luz del crepúsculo que iba avanzando, apoyado indolente en el sillón de cuero. Luego, con un estremecimiento, se dio cuenta de que se estaba quedando dormido, y empezó a pensar cómo podía abandonar el castillo lo más pronto posible. La forma más sencilla sería decir que su padre estaba enfermo: como muchos tímidos, Simpson era capaz de mentir sin pestañear lo más mínimo. Y sin embargo, le resultaba difícil marcharse. Había algo oscuro y delicioso que le retenía. Qué atractivas eran las rocas oscuras en el abismo abierto tras la ventana... Qué felicidad abrazar sus hombros, quitarle de la mano aquella cesta con fruta amarilla, caminar pacíficamente con ella por aquel sendero pálido hasta la penumbra de la noche veneciana...
Y de nuevo se sorprendió a sí mismo a punto de quedarse dormido. Se levantó a lavarse las manos. Del piso de abajo llegaba el sonido esférico y dignificado del gong que llamaba a la cena.
Y así, de constelación en constelación, de comida en comida, prosigue el curso del mundo, y así también lo hace este relato. Pero su monotonía se va a ver quebrada por un milagro increíble, por una aventura sin precedentes. Desde luego que ni McGore, que acaba de liberar de nuevo y con esmero de sus brillantes cintas rojas la labrada desnudez de la manzana, ni tampoco el coronel, una vez más agradablemente arrebatado después de cuatro copas de oporto (por no mencionar las dos copas de Borgoña), tienen forma de saber qué infortunios les brindará la mañana. La cena fue seguida de la invariable partida de bridge, durante la cual el coronel observó complacido que Frank y Maureen ni siquiera se dedicaron la más breve mirada. McGore se fue a trabajar; Simpson se quedó sentado en una esquina con una carpeta de grabados, alzando la vista un par de veces hasta los jugadores, preguntándose cuál sería la razón de que Frank estuviera tan frío con él, mientras que Maureen parecía haberse desvanecido un tanto... Qué insignificantes eran estos pensamientos comparados con aquella anticipación sublime, con aquella emoción extraordinaria que trataba de ahogar de momento con el examen de aquellas litografías insípidas.
Al despedirse, cuando Maureen le dedicó una sonrisa de buenas noches, él, ausente, sin resto alguno de timidez, le devolvió la sonrisa.

7.

Aquella noche, un poco después de la una, el viejo guarda, que trabajó anteriormente de ayuda de cámara para el padre del coronel, estaba dando su paseo habitual por los caminos del parque. Sabía perfectamente que su deber era puramente mecánico, ya que el lugar era absolutamente tranquilo. Invariablemente se acostaba a las ocho, el despertador saltaba con estrépito a la una, y el guarda (un anciano gigante con unas venerables patillas grises que, por cierto, eran siempre presa de los juegos de los niños) se despertaba, encendía la pipa, y gateaba hacia la noche. Una vez que había hecho la ronda del parque, de aquel parque tranquilo, volvía a su humilde cuarto, se desnudaba inmediatamente, y, vestido tan sólo con una camiseta imperecedera que hacía juego con sus patillas, volvía a la cama y dormía de un tirón hasta la mañana.
Aquella noche, sin embargo, el viejo guarda observó que algo no marchaba como de costumbre. Desde el parque observó que una de las ventanas del castillo estaba débilmente iluminada. Sabía con precisión absoluta que era la ventana del salón donde colgaban los valiosos cuadros. Como era un tipo sobremanera cobarde, trató de fingir que no había visto aquella luz extraña, y, con toda tranquilidad, decidió que aunque era su deber asegurar que no había ladrones en el parque, no tenía obligación alguna de cazar ladrones dentro de la casa. Y habiendo llegado a esa determinación, el viejo volvió a sus habitaciones con la conciencia tranquila —vivía en una pequeña casa de ladrillo junto al garaje—, y se quedó inmediatamente dormido como un niño pequeño, con un sueño que no hubiera turbado ni siquiera el rugido de un gran coche negro nuevo que alguien hubiera puesto en marcha a toda prisa, no sin antes haber encendido deliberadamente el silenciador.
Y así, este infeliz anciano inofensivo, como un ángel de la guarda, atraviesa momentáneamente esta narración para desvanecerse rápidamente en los brumosos dominios de los cuales le ha hecho venir hasta aquí el capricho de una pluma.

8.

Pero en el castillo ocurrió, en verdad, algo realmente importante.
Simpson se despertó exactamente a medianoche. Acababa de dormirse en ese momento y como ocurre en algunas ocasiones, el mismo acto de dormirse fue lo que le despertó. Se reclinó apoyándose en un brazo y miró en la oscuridad. Los latidos de su corazón se aceleraron al sentir que Maureen había entrado en su cuarto. Acababa de soñar con ella, en su sueño bruscamente interrumpido le había hablado, la había ayudado a subir por un camino de cera, entre rocas negras ocasionalmente quebradas en unas grietas que resplandecían como si estuvieran pintadas al óleo. De tanto en tanto una suave brisa descomponía ligeramente su tocado, como una fina hoja de papel sobre su cabello oscuro.
Ahogando una exclamación, Simpson alcanzó el interruptor de la luz. La luz llegó en una especie de avalancha. En la habitación no había nadie. Sintió una puñalada aguda de desilusión, y se perdió en sus pensamientos, sin dejar de mover la cabeza como si estuviera borracho. Después, con movimientos perezosos, se levantó de la cama y empezó a vestirse, chasqueando los labios con indiferencia. Una vaga sensación le decía que debía vestirse con elegancia. Así que con meticulosidad soñolienta se dispuso a abotonarse el chaleco bien ajustado sobre la barriga, para luego anudarse el nudo negro de la corbata y, finalmente, detenerse un buen rato en tratar de pescar con dos dedos un gusanillo inexistente de la solapa de satén de su americana. Acordándose vagamente de que el camino más sencillo para alcanzar la galería era desde el exterior, se deslizó como la brisa silenciosa por los ventanales, hasta el jardín oscuro y húmedo. Unos setos negros, como regados con mercurio, relucían a la luz de las estrellas. En algún lugar una lechuza ululaba. A paso ligero Simpson atravesó el césped, entre los setos grises, rodeando la presencia masiva de la casa. Por un momento se sintió despierto con la frescura de la noche y la intensidad del brillo de las estrellas. Se detuvo, se inclinó y finalmente se desplomó como si fuera un traje vacío, en la pequeña franja que había entre un macizo de flores y las paredes del castillo. Una ola de mareo y cansancio se apoderó de él, y trató de librarse de la misma con un golpe de hombros. Tenía que apresurarse. Ella le esperaba. Pensó que oía cómo ella susurraba con insistencia...
Sin darse cuenta se puso en pie, entró en la casa, y encendió las luces que bañaron el lienzo de Luciani en un cálido brillo. La joven veneciana se erguía frente a él, viva y tridimensional. Unos ojos oscuros se detenían en los suyos sin la chispa que mostraban en el cuadro, la tela rosada de su blusa acentuaba con imprevista calidez la belleza de tintes oscuros de su cuello así como las delicadas arrugas bajo su oreja. Sus labios, cerrados, y un punto expectantes, se habían helado en una especie de mueca amable, una sonrisa irónica. Sus dedos alargados se extendían abiertos en pares hacia sus hombros, de los que pendían, a punto de deslizarse, pieles y terciopelos.
Y Simpson, con un suspiro profundo, se acercó hasta ella y sin más problemas entró en el cuadro. Una frescura maravillosa se apoderó inmediatamente de él y la cabeza le empezó a dar vueltas. Había un aroma de arrayanes y cera, con una débil ráfaga de limón. El se hallaba en una especie de habitación negra y desnuda, junto a una ventana que se abría a la noche, y junto a él, se erguía una veneciana de carne y hueso, Maureen..., alta, espléndida, luminosa, como si irradiara una luz desde su interior. Se dio cuenta de que el milagro se había producido, y lentamente se acercó hasta ella. Con una sonrisa de soslayo la veneciana se ajustó la piel, y deslizando la mano hasta su cestillo, le ofreció un limón pequeño. Sin quitarle los ojos de encima, de aquella su mirada juguetona, aceptó el fruto amarillo de sus manos y, tan pronto como sintió su frescor áspero y firme, así como la calidez seca de sus largos dedos, una felicidad increíble comenzó a hervir en su seno y sintió un ardor delicioso. Pero entonces, de repente, miró tras de sí por la ventana. Y allí, vio que a lo largo de un sendero blanquecino caminaban unas siluetas azules, veladas, con la cabeza cubierta y portando unas linternas pequeñas. Simpson miró en torno suyo, a la habitación en la que se hallaba, pero sin darse en absoluto cuenta de que tenía un suelo bajo sus pies. En la distancia, en lugar de una cuarta pared, había un salón que le resultaba familiar y que lucía a lo lejos como si fuera agua, un lago cuyo centro albergaba una isla que no era sino una mesa. Y en ese preciso momento se apoderó de él un miedo tan intenso que le llevó a exprimir el limón que tenía en la mano. El encanto se había disuelto. Trató de mirar a la izquierda para contemplar a la chica, pero no consiguió mover el cuello. Estaba atascado, como una mosca en la miel..., intentó mover sus miembros, dar una especie de salto o sacudida, pero se quedó atrápado, y sintió que la sangre, la carne y la ropa se transmutaban en pintura, diluyéndose en la materialidad del óleo y del barniz, secándose en el lienzo. Formaba parte ya del cuadro, pintado en actitud ridícula junto a la veneciana, y, enfrente, incluso más lejano que antes, incluso más preciso que antes, se extendía el salón, lleno del aire terrestre y vivo que, de ahora en adelante, no podría ya respirar.

9.

A la mañana siguiente McGore se despertó más temprano que de costumbre. Con sus pies desnudos, con dedos como perlas negras, buscó sus zapatillas y se deslizó suavemente a lo largo del pasillo hasta la puerta de la habitación de su mujer. No habían tenido relaciones conyugales desde hacía más de un año, pero, sin embargo, él la visitaba todas las mañanas, para contemplar, excitado e impotente, a su mujer mientras se arreglaba el pelo, tirando del mismo enérgicamente y moviendo la cabeza al compás del cepillo y del peine que hendía el ala castaña de unas trenzas tupidas. Hoy, al entrar en su cuarto a una hora tan temprana, se encontró con la cama ya hecha y con una nota encajada en el cabecero de la misma. McGore sacó del bolsillo de su bata una enorme funda de gafas y, sin ponérselas, simplemente acercándoselas a los ojos, se inclinó por encima de la almohada a leer aquella letra diminuta y tan conocida de la nota pinchada en el cabecero. Cuando hubo acabado, volvió a meter con toda meticulosidad las gafas en su funda, cogió la nota, la dobló, se quedó allí perdido en sus pensamientos durante un minuto y a continuación abandonó decidido la habitación. En el pasillo chocó con el ayuda de cámara que se le quedó mirando preocupado.
—¿Es que ya se ha levantado el coronel? —preguntó McGore.
El ayuda de cámara le contestó apresurado.
—Sí señor. El coronel está en la galería de cuadros. Me temo, señor, que está muy enfadado. Me ha enviado a despertar al señorito.
Sin esperar a que acabara de hablar, McGore, ajustándose la bata color de ratón, emprendió rápidamente el camino hacia la galería. El coronel, también en bata, de cuyos bajos sobresalían los pliegues de los pantalones de su pijama de rayas, no dejaba de caminar a lo largo y ancho de la galería. El bigote erizado y su aspecto acalorado causaban miedo en quienes le contemplaban. Al ver a McGore se detuvo, y, tras unos gruñidos preliminares acompañados de mucho morderse los labios, le espetó:
—¡Mire, mírelo bien!
McGore, a quien no le afectaba en absoluto la ira del coronel, sin embargo y como sin querer posó la mirada en el punto que señalaba su mano y en verdad que vio algo increíble. En el lienzo de Luciani, junto a la joven veneciana, había aparecido una figura nueva. Era un retrato excelente, aunque apresurado, de Simpson. Demacrado, su chaqueta negra en duro contraste contra el fondo más c


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