Creo que debiera pronunciar algunas cosas y al fin, decirlas en voz alta. Tras la ventanilla el sol renacido en primavera formateaba los árboles que tren a tren cambiaban su diseño. Era diario ese viaje cuando murió mi padre por golpear a mi madre, según tanto hiciera antes de separarse, y una tarde volvió para forzarla a compartir la cama. Esas cosas, y como nadie supo que yo retorné a mi casa de improviso, ni se dijo ‘cuestiones de familia’ o frases parecidas.
El tiempo moja su perpetuo pincel y sin aviso repinta con su sal cada memoria. Si nuestra gran verdad son los recuerdos las horas desfiguran hasta el calor materno recibido; la máxima ternura que nos brindara el mundo. Jamás yo pensaría, un veinteañero, cruzarme con mi padre al irse de mi casa ajustando su ropa y detrás, más que verla suponer a mi madre cubriéndose la cara lloriqueando, a medio vestir y un pie descalzo, desmadejada. Y enseguida, - pasaron ya más de treinta años- aquel hombre, mi padre, derrumbado en el piso y mi madre diciendo ‘no le sigas pegando’, es una infiel secuencia congelada.
Sin embargo conmigo persisten desvaídas visiones. Risas de la niñez irrepetibles, cierto beso fugaz y temeroso ya sin rastro en la calle donde fuera, un ‘te quiero’ esfumado de pasión transitoria en un anochecer donde quizá llovía. Y aquel incierto inicio ardientes y desnudos, en un cuarto prestado con alguien que tampoco hoy recuerde mi nombre y no sienta por eso ningún rincón vacío.
El instante cuando mi madre dejó de lloriquear y los dos nos callamos ya sin mirar ese cuerpo allí en el suelo, son raudos fotogramas de ida vuelta y retorno sin fijar una imagen. Conspiración o pacto de silencio da lo mismo que fuera; cualquier palabra sobra si enfrente no hay testigos y al comprenderlo ella prefirió dejarme solo. Lo que hice después en solitario y por enigmas que son de cada uno, trae voces sin retorno y ajenas al asunto.
La desmemoria no es artera ni cruel; afanosa acomoda los ultrajes y apaga los reclamos que acusan la conciencia Es transcurrir de tiempo con su precio de olvido, un imbatible eco de otros opacos ecos y silencio que pronto nos acalla el daño que le hicimos a otro. Ningún torturador recuerda cada noche el aullar de una víctima o el rechazo de una mujer violada; esa crueldad bien pronto la oculta en palabreos, ‘obligación, cumplir con su tarea los altos intereses’ y demás artilugios. No existe un criminal con piel que perciba o la traspase su traición ni su crimen; fortín de negaciones protegiendo su olvido.
También lo imaginario, invención que por siempre concurre a la memoria, atenúa y tranquiliza culpas del asesino. El de uniforme robando niños en la alta noche y la señora que nobleza obliga, pagara ese servicio de apropiarse, al reinventar la historia y borrarle los rastros asesinos ambos se tornaron invisibles. No saben no contestan han dejado de ser; y como una muerte previa los devoró la amnesia.
Así que del instante cuando maté a mi padre espero que me lleguen las palabras y empezar a decirlo. (3/2011).
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Eduardo Pérsico nació en Banfield y vive en Lanús, Buenos Aires, Argentina.